Seis por seis son treinta y seis

Tradiciones peruanas - Quinta serie
Seis por seis son treinta y seis

de Ricardo Palma


Doña Francisca Zubiaga, esposa del general D. Agustín Gamarra, fue mujer que en lo política y guerrera no cedía punto a Catalina de Rusia. Si en los tiempos del coloniaje nos gobernó por diez meses la virreina doña Ana de Borja y Aragón, en los tiempos de la República, y como para que nada tuviéramos que envidiar a aquellos, también hubo mujer que nos pusiera a los limeños las peras a cuarto. Si la virreina logró organizar expediciones bélicas contra los piratas, doña Francisca en más de una ocasión supo vestir el uniforme de coronel de dragones y ponerse a la cabeza del ejército. La presidenta fue lo que se llama todo un hombre.

Parece que doña Francisca no aguantaba muchas pulgas; pues es fama que cuando la mostaza se le subía a las narices, repartía bofetones y chicotillazos entre los militares insubordinados, o hacía aplicar palizas de padre y muy señor mío, a los periodistas que osaban decir, ¡habrá desvergüenza!, en letras de molde: La mujer sólo manda en la cocina.

Pero si doña Francisca no sabía zurcir un calcetín, ni aderezar un guisado, ni dar paladeo al nene (que no lo tuvo), en cambio era hábil directora de política; y su marido, el presidente, seguía a cierra ojos las inspiraciones de ella.

A fines de 1833 hallábase reunida en Lima la Convención, convocada para dar sucesor a Gamarra, quien se interesaba en favor del general don Pedro Bermúdez. Doña Francisca manejaba los bártulos, y con tanta destreza, que el partido de oposición casi perdía la esperanza de sacar triunfante a su candidato, que era el general D. José Luis de Orbegoso. Ochenta y cinco diputados formaban la Convención, y doña Francisca decía sin embozo que contaba con cuarenta votos de barreta, o sea representantes palaciegos, a quienes ella daba la consigna u orden del día, amén de los diputados cubileteros, que no bajaban de doce.

Inútil es decir que el pueblo, como siempre sucede, simpatizaba con la oposición. Las limeñas sobre todo, por antagonismo con la Zubiaga, que era hija del Cuzco, hacían cruda guerra a Bermúdez, y trabajaban en favor de Orbegoso, que era un buen mozo a carta cabal. La moda era ser orbegosista. Los pueblos son puro espíritu de contradicción. Basta que el gobierno diga pan y caldo para que los gobernados se emberrechinen en sostener que las sopas indigestan. Por lo mismo que Gamarra era bermudista, el país tenía que ser orbegosista.

O hay lógica o no hay lógica. Hable la historia contemporánea.

De moda estuvo ser vivanquista en los primeros tiempos del Directorio, y castillista antes de la Palma, y pradista cuando la guerra con la madrastra, y baltista en el interregno de Canseco, y pardista cuando Dios fue servido, y huascarista cuando los gringos vinieron en pos de triunfo barato y se hallaron con la horma de su zapato... Ya veremos con qué otro ista se nos descuelga en breve la moda.

Digresión aparte, llegó el viernes 20 de diciembre de 1833, día señalado por la Convención para elegir presidente provisorio; y desde que amaneció Dios, andaba la gente de política que no le llegaba la camisa al cuerpo; y palacio era un jubileo de entradas y salidas de diputados ministeriales; y el ejército estaba sobre las armas; y la oposición tenía conciliábulos en casa de Luna-Pizarro y de Vigil; y la ciudad, en fin, era un hervidero, un panal de abejas alborotadas.

A las dos de la tarde, hora en que precisamente estaban los diputados haciendo la elección, asomose doña Francisca al balcón de palacio fronterizo al arco del Puente, donde en un tiempo se leía en letras de relieve: Dios y el Rey, leyenda que habría sido más democrática reemplazar con esta otra: Dios y la Ley. Pero es la cosa que a los presidentes se les haría cargo de conciencia tener a esa señora Ley tan cerca de palacio y expuesta a violación perpetua, y cata el por qué mandaron poner la acomodaticia y nada comprometedora inscripción que hoy existe: Dios y la Patria.

¡Bobalicones! Concertadme estas razones.

Respiraba doña Francisca la vespertina brisa, cuando en el atrio iglesia de los Desamparados presentose uno de esos buhoneros o vendedores ambulantes que pululan en todas las capitales. Era éste un pobre diablo, muy popular en Lima, que recorría la ciudad llevando un maletón, especie de arca de Noé por la variedad de artículos en él encerrados. Tenía nuestro hombre ribetes de consonantero, a juzgar por el siguiente pregón con que anunciaba la venta al menudeo.


«Ovillos de hilo y agujas,
para las niñas bonitas y las viejas brujas;
tinteros de cuerno y plumas de ganso,
para los que tienen genio manso;
tijeritas y alfileres,
para que corten y pinchen las mujeres;
pañuelos de pallacate y de hilo,
para sonarse hasta echar el quilo;
medias, cintas y botones,
para cabras y cabrones;
frascos de agua de Colonia...»


para... muestra basta y sobra. Suprimo, por subidos de color, los demás versos del pregón. Viven y beben en Lima muchísimas personas que los saben de memoria. Ocurra a ellas el lector curioso.

Doña Francisca oyó, sonriéndose, toda la retahíla, hasta que el baratijero parose frente al balcón, y mirando a la presidenta (que, entre paréntesis sea dicho, era bellísima mujer) la dirigió, no una galantería, sino esta grosera copla:


«Seis veces seis treinta y seis.
Fuera de los nueve nada.
La cuenta queda ajustada.
Gran puerca, ya lo sabéis».


La señora se retiró del balcón murmurando: «Ya te ajustaré otra cuenta, canalla,» y añadió, dirigiéndose según unos al coronel Arrisueño y según otros a su mayordomo. «¡Seis por seis son treinta y seis! Pues que le den tres docenas».

Los criados de doña Francisca se apoderaron del insolente, lo llevaron al patio de palacio, lo ataron a un cañón o poste y le aplicaron treinta y seis bien sonados zurriagazos.

Pocos minutos después llegaba a Palacio el coronel Escudero, y le participó a doña Francisca que Orbegoso acababa de ser proclamado presidente por cuarenta y siete votos.

Bermúdez sólo obtuvo treinta y seis votos.

El baratijero había ajustado bien la cuenta; pero no contó con que doña Francisca entendía la aritmética del zurriago.