Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XXVI

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VII
Capítulo XXVI

Capítulo XXVI

De las graciosas cosas que pasaron entre don Quijote y una compañía de representantes con quien se encontró en una venta cerca de Alcalá


Caminando don Quijote en su compañía y con dos estudiantes que arriba dijimos, sucedió que, llegando a poco más de dos leguas de Alcalá, se les hizo a Sancho y a su amo tarde para poder entrar en ella de día, como deseaban; y con la pesadumbre que esto le daba, dijo don Quijote a los estudiantes si había algún lugar antes de Alcalá donde pudiesen hacer noche; y, respondiendo ellos que no (quizá deseosos de que se quedasen en el campo o desacomodados), añadieron que sólo a un cuarto de legua de allí había una venta, adonde podrían pasar razonablemente la noche. Apenas oyó Sancho el nombre de la venta, cuando se dio a todos los diablos, y dijo:

-Por las entrañas de la ballena de Jonás, mi señor don Quijote, le suplico que no vamos allá por ningún caso, pues las que estos señores llaman ventas son los castillos encantados que vuesa merced dice, y adonde siempre nos han aporreado invisiblemente los gigantes, duendes, fantasmas, jayanes, estantiguas o folletos, o como los llaman a los que nos han dado millares de veces tanto que llorar y curar, cuanto saben mis escuderiles huesos; que los de vuesa merced han siempre mejor librado en el remedio de aquel precioso bálsamo, cuya eficacia solo ha faltado para mí, que no soy armado caballero.

No hizo caso don Quijote de los miedos y conjuros de su escudero, sino que animoso dijo:

-Venga lo que viniere, que para todo estamos dispuestos los caballeros andantes; y así, vamos allá en nombre de Dios.

Apenas hubieron andado treinta pasos, cuando descubrieron la venta, y a la que llegaban a tiro de arcabuz della, habiendo hecho don Quijote hasta allí reflectión de lo que Sancho le había dicho, le dijo:

-Agora me acabo de acordar, Sancho mío, de los grandes trabajos, infortunios, desasosiegos, trances, peligros y desastres que agora un año pasamos en los castillos semejantes a este que vemos, do nos alojamos, a causa de estar en ellos secretamente escondido aquel sabio encantador, mi contrario, el cual siempre ha procurado y procura hacerme todo el mal que ha podido y puede con sus malas y perversas artes; y lo peor es que tengo agora por sin duda que ha venido de nuevo a este castillo para hacerme en él algún grave daño, como acostumbra; aunque al cabo no han de poder más sus artes que el valor de mi persona. Lo que se puede y debe, pues, hacer, para obviar este gran peligro, es que tú y mi señora la reina y estos dos señores estudiantes os vengáis en pos de mí como en retaguardia, poco a poco; que yo quiero ir adelante, si es verdad, para ver todo lo que he sospechado.

Sancho le replicó diciendo:

-Si vuesa merced me creyera al principio, no nos metiéramos en estas trabascuentas, y ¡plegue a Dios no lo lloremos todos! Pero vaya delante, como dice vuesa merced, en hora buena, que acá nos iremos tan detrás dél como podremos, si bien no tanto como querríamos.

Adelantóse luego don Quijote un poco, y como viese, llegado cerca de la venta, siete o ocho personas vestidas de diferente mezcla, volvió luego turbado las riendas a Rocinante, y llegándose a los de su compañía, les dijo:

-Todo el mundo, señores, calle, y ojo a la puerta del castillo y a los vestigios que en ella hay.

Miraron todos hacia allá, y como los que en la venta estaban vieron venir un hombre armado de aquella suerte, y con tan grande adarga, cosa por allí poco usada, y que ya se adelantaba y ya volvía atrás a hablar con una mujer vestida de colorado, salieron a ver maravillados la novedad fuera de la venta, no siendo pocos los miradores, pues eran los de una compañía grave de comediantes, de los nombrados en Castilla, los cuales, con su autor, se habían determinado quedar allí aquella tarde a hacer algunos ensayos de comedias para entrar con ellas esotro día con buen pie en Alcalá, teatro de consideración y cuenta, por los agudos y estremados ingenios que de toda España le dan lustre.

Pues como don Quijote los viese puestos en hilera y en su mira, y entre ellos su autor (hombre moreno y alto de cuerpo, que estaba delante de todos, teniendo en la una mano una varilla y en la otra una comedia, que iba leyendo), comenzó a decir:

-Agora echo de ver, amigo Sancho, las grandísimas mercedes que cada día recibo de la sabia Urganda, mi benévola y fidelísima protectora, pues hoy me lo ha dado claramente a entender; que en esta fortaleza está aquel perverso encantador Frestón, mi contrario, aguardándome con alguna estratagema o engaño, con soberbio talante, entre duras cadenas, en su obscura mazmorra; pero ya que voy del caso bien advertido, me determino acabar de una vez con él, si puedo, para que de aquí adelante pueda andar más seguro y libre por todas las partes del mundo que caminare. Y, por que creas, Sancho, y vos, poderosísima reina, y vosotros, virtuosísimos mancebos, que digo verdad, ¿no veis, entre aquellos soldados que en la puerta del castillo están haciendo centinela, un hombre alto y moreno de cara, con una varilla en la mano derecha y en la izquierda un libro? Pues aquél es mi mortal enemigo, el cual ha venido a estorbarme la batalla que con el rey de Chipre, Bramidán de Tajayunque, tenía aplazada, con el fin de irse luego por el mundo baldonándome y publicando de mí que no me atreví de puro cobarde llegar a la Corte a verme con él, donde me aguardaba para la pelea; y si tal me estorbase con sus encantamientos, lo sentiría a par de muerte. Por tanto, yo me determino de ir y ver si de alguna manera puedo quitar del mundo a quien tantos males y daños ha causado y causa en él.

Los estudiantes, maravillados de los disparates de don Quijote, se le llegaron, quitados los sombreros, y el uno le dijo:

-Mire vuesa merced, señor don Quijote, si es servido, en lo que dice y piensa hacer; que nosotros sabemos muy bien que esto es venta, y no fortaleza ni castillo, ni hay la guarda en ella de soldados que vuesa merced piensa; y la gente que está en su puerta es bien conocida en España, que son comediantes; y el que vuesa merced llama encantador, es su autor Fulano, y el otro del ferreruelo caído sobre el hombro, Zutano.

Y así, fue nombrando casi todos por sus nombres, por conocerlos bien. De lo cual enojado don Quijote, replicó:

-Eso es lo que yo digo, a pesar de todos los que contradecirme quisieren; y otra vez afirmo que aquel grande es el dicho encantador mi contrario, que con aquella vara que tiene en la una mano hace los cercos, figuras y carácteres en invocación a los demonios, y con aquel libro que tiene en la otra los conjura oprime y atrae a cuanto quiere mal que les pese. Y, para que veáis claramente ser verdad lo que digo, andad vosotros delante, y decilde como sois pajes del Caballero Desamorado que aquí viene, y veréis lo que asa.

Ofreciéronse ellos a ir allá de muy buena gana; y llegados que fueron, contaron al autor y a su compañía todo lo que don Quijote era, y lo que había hecho y dicho por el camino y en Sigüenza, y cómo llamaba reina Zenobia a Bárbara, la bodegonera de la cuchillada de Alcalá, bien conocida de todos, con quien se había encontrado en el viaje. De lo cual rieron el autor y sus compañeros bravamente, holgándose infinito de que se les ofreciese ocasión en que pasar el tiempo aquella noche.

A la que estaban en esto, fue don Quijote acercándose poco a poco a la venta, y, viéndolo Sancho, bajó luego de su rucio para ver en qué paraba aquello que su amo iba a emprender; también Bárbara le rogó la bajase de la mula, pues estaba tan cerca de la venta, el cual lo hizo tomándola en brazos; y como para hacello fuese forzoso juntar él su cara con la de Bárbara, ella le dijo:

-¡Ay, Sancho, y qué duras y ásperas tienes las barbas! ¡Mal haya yo si no parecen cerdas de zapatero! Jesús mío, y qué trabajos tendrá la mujer que durmiere contigo, todas las veces que las besare!

-¿Pues para qué diablos -dijo Sancho- las tengo de besar? Béselas la madre que las hizo, o Barrabás, que no tiene mocos; que para lo deste mundo, yo no beso a nadie, si no es a la hogaza cuando la cojo por la mañana, o a la bota cualquiera hora del día.

-¡Ea! -replicó Bárbara-, no se nos haga bobo entre manos; que a fe no le saben mal las mujeres. Y si no me acogiese esta noche en la cama en que tengo de dormir sola, viniéndose a ella quedito, y se me metiese entre las sábanas sin que persona lo sintiese, ¡mal año y qué tal me pararía! De sola una cosa me pesaría en tal caso, y es que no osaría dar voces por temor de don Quijote y los huéspedes; que más vale mal pasar que gritar; y cuando algo hiciésemos, en fin estaríamos a escuras y nadie lo había de saber; que, en fin, claro está que yo por mi vergüenza y vos por ser hombre honrado, lo habíamos de callar.

Sancho, que no entendió la música de Bárbara, dijo:

-A fe que tienes razón; que cuando no dan voces y estamos a escuras, duermo yo muy mejor y más a pierna tendida, y de suerte que no me recordaran con un millón de campanas destempladas.

-¡Ay, amarga de mí -respondió Bárbara-, y qué lerdo que eres! Menester es llevarte por el camino de los carros; dame la mano, ladrón mío, que estoy entumecida y no me puedo tener en pies.

Diósela Sancho, diciéndole:

-Tómela con todos los diablos, y váyase poco a poco en eso de ladrón, que sepa que no sufro burlas; y podríalo oír tal vez algún escriba o fariseo de los muchos y maliciosos que hay en el mundo, y acusándome dello a la justicia, hacerme dar docientos azotes.

Volvieron en esto la cabeza, porque vieron hablar en alta voz a don Quijote, el cual, llegándose bien cerca de la venta, puesto el cuento del lanzón en tierra, comenzó a decir a los que estaban en su puerta desta manera:

-¡Oh, sabio encantador, tú, quienquiera que seas, que desde el día de mi nacimiento hasta la hora en que estoy siempre has sido mi contrario, favoreciendo, como pagano que eres, a aquel o aquellos caballeros que sabes que yo traigo acosados con mi fuerte brazo, quitándoles la opinión que por el mundo tienen, alzándome con la fama dellos, siendo pregonero de mis hechos y de su cobardía la misma que lo fue de los Alejandros, Césares, Aníbales y Scipiones antiguos! Dime, perverso y luciferino nigromántico, ¿por qué haces tantos y tan grandes males en el orbe, contra toda ley natural y divina, saliendo por los anchos caminos y sus forzosas encrucijadas, acompañado de los descomunales jayanes que en esta tu fortaleza te fortifican, prendiendo, robando y maltratando a los amantes caballeros que poco pueden, y forzando a las fembras de alta guisa y dueñas de honor que, acompañadas de astutos enanos y diligentes escuderos, van por los caminos reales con algunas cartas de confidencia y joyas y preseas de estima, buscando a los caballeros a quien sus señoras tiernamente aman? Y no sólo no te avergüenzas de hacer lo que digo, pero como inhumano y tirano cruel las metes en este castillo, y no para regalarlas y darles buen acogimiento, sino para metelles en crueles y obscuras mazmorras con otras muchas princesas, caballeros, pajes, escuderos, carrozas y caballos que en él tienes. Por tanto, ¡oh, sangriento, fiero e indómito gigante!, sácame luego aquí sin réplica ninguna toda la gente que digo, volviéndoles a cada uno la oprimida libertad y cuantos tesoros con ella les has robado, y jura, prostrado en tierra, en manos de la fermosa y sin par gran reina Zenobia, que conmigo viene, de enmendar la mala vida pasada y de favorecer de aquí adelante a dueñas y doncellas y de desfacer juntamente los tuertos de la gente menesterosa; que con esto y con darte a merced, te dejaré por agora con la vida que tan justamente muchos años ha te había de haber quitado. Y si no lo quieres hacer, salgan luego a batalla conmigo todos los que en esa tu fortaleza tienes, a pie o a caballo y con el género de armas que quisieren, todos juntos, como es costumbre de la gente pagana y bárbara, tal cual vosotros sois. Y no pienses que porque estás con ese libro y vara en las manos, cual encantador y supersticioso mago, que por más que lo seas, han de valer tus hechizos contra los filos de mi espada; porque conmigo traigo invisiblemente al sabio Alquife, mi coronista y defensor en todos mis trabajos, y a la sabia Urganda la Desconocida, con cuya sciencia comparada la tuya es ignorancia. ¡Salid, salid presto, presto!

Y con esto comenzó a revolver el caballo por acá y por acullá, haciendo gambetas, de lo cual reían mucho los comediantes; a los cuales, como Sancho viese reír de tan buena gana, tras haberles dicho su amo las razones, a su parecer, tan dignas de amedrentarlos, les dijo en alta voz:

-¡Ea!, soberbios y descomunales representantes, oprimidores de las vergonzosas infantas que están ahí detrás de vosotros haciendo humildes oraciones a los cielos para que las libren de vuestra tiránica representante vida, acabemos ya. Y si os habéis de dar por vencidos a mi señor don Quijote de la Mancha, sea luego; porque queremos entrar en la venta yo y la señora reina de Segovia; que a fe que tenemos muy bien picados los molinos. Y, si no, aparejaos para enviarnos aquí algunos cuartales de pan, en cuya destroza nos ocupemos Su Majestad y yo, mientras mi señor la hace en vosotros en esta vecina guerreación. ¡Así guerreado le vea yo en casa de todos los griegos de Galicia!

Los representantes estaban tan maravillados, que no sabían qué responder a los disparates del uno y simplicidades del otro; mas el autor, con cuatro o cinco de los compañeros, se salió de la venta y, llegándose donde estaba don Quijote, le dijo:

-Señor caballero andante, estos señores estudiantes nos han informado del gran valor, virtud y fuerzas de vuesa merced, los cuales son tales, que bastan a sujetar, no solamente esta fortaleza o castillo, donde ha más de setecientos años que yo hago mi habitación, sino al más fiero y bravo gigante que en toda la gigantea nación se halla. Por tanto, yo y todos estos príncipes y caballeros que conmigo están nos damos por vencidos, y rendimos vasallaje a vuesa merced, suplicándole se apee de ese hermoso caballo y deje la adarga y lanza, quitándose esas ricas armas para que sin su embarazo pueda vuesa merced recibir el debido servicio que estos sus criados le desean hacer; y viva seguro de que, aunque soy pagano, como mi morena cara y membrudo talle muestra, todavía sólo tengo librados mis encantamientos para hacer mal a quien yo me sé. Venga vuesa merced, entre y cenará con nosotros, y verá cómo se huelga de habernos conocido; y entre segura también la señora reina Zenobia, alias Bárbara, que gustaremos todos saber della cuál de las hierbas le da más fastidio de noche, la ruda o la verbena, que se coge la mañana de San Juan.

-¡Oh falso hechicero! -respondió don Quijote-. ¿Agora piensas con tus falaces y halagüeñas palabras engañarme, para que, entrando dentro de tu castillo fiado dellas, caiga en la trampa que a la entrada de su puerta me tienes armada, deseoso de hacer luego de mí a tu sabor? No me engañarás, que ya te conozco desde que en Zaragoza me encerraste, con esposas en las manos y un grande tronco en los pies, en aquel duro calabozo que tú sabes, del cual me sacó el valeroso granadino don Álvaro Tarfe.

Sancho, que había estado escuchando lo que pasaba, se puso al lado de don Quijote, diciendo, mirando de hito a hito al autor:

-¡Oh hideputa, paganazo!, ¿piensa que aquí no le entendemos? A otro hueso con ese perro, que aquí todos somos cristianos, por la gracia de Dios, de pies a cabeza, y sabemos que tres y cuatro son nueve; que no somos bobos, porque nos habemos criado en el Argamesilla, junto al Toboso; y si no quiere creernos, métanos el puño en la boca, y verá si le mamamos. Dese por vencido, digo, él y todos esos luteranos que le rodean, si no quiere que se nos suba el humo a las narices; echemos pelillos en la mar, y con esto tan amigos como de antes.

Don Quijote le dijo colérico, dando de espuelas a Rocinante:

-Quítate, Sancho, no hagas paces con gente infiel y pagana; porque los que somos cristianos no podemos hacer con éstos más que treguas, cuando mucho.

-Pues, señor -dijo Sancho, poniéndose delante de Rocinante-, si ello es verdad que vuesa merced es tan cristiano como yo (que eso Dios lo sabe), que sé que lo soy desdel vientre de mi madre, pues desde él creo bien y verdaderamente en Jesucristo y en cuanto Él manda, y en las santas iglesias de Roma, y en todas sus calles, plazas, campanarios y corrales, a pie juntillas, hagamos estas trueguas que dice, que parece que es un poco tarde, y las tripas me andan ya espoleando el vientre de hambre.

-¡Quítate de delante de mis ojos, pécora! -dijo don Quijote-. ¡Quítate, digo!

Y en esto, bajando la lanza, dio un apretón a Rocinante hacia el autor, el cual le dejó venir, y hurtándole el cuerpo, le asió de la rienda del rocín, que al punto estuvo quedo como si fuera de piedra. Acudieron al punto los demás compañeros, y uno le quitó la lanza, otro la adarga, y otro, asiéndole del pie, le volcó por la otra parte; tras lo cual acudieron también tres o cuatro mozos de los que llaman metemuertos y sacasillas, que, agarrándole los unos por los pies y los otros por los brazos, le llevaron a la venta mal de su grado, donde le tuvieron buen rato echado en el suelo, sin que se pudiese levantar.

Las cosas que el triste Caballero Desamorado hizo y dijo, viéndose de aquella suerte, colíjanlas los curiosos de su condición y braveza, pues ya la ternán penetrada de las primeras partes de su historia, que no se atreve el historiador desta, por ser tan estraordinarias y dignas de elegantísimas exageraciones, a referirlas. Lo que sé decir es que el autor mandó a los mozos le tuviesen de la suerte que estaba, sin soltarle de ninguna manera hasta que él volviese. Y tras esto, salió con algunos compañeros en busca de Sancho, a quien halló abrazado con Bárbara, mesándose las espesas barbas, llorando amargamente por ver lo que su amo padecía, al cual dijo:

-Ahora, don bellaco, me pagaréis lo de antaño y lo de hogaño; levantaos, que no hay para mí lágrimas ni ruegos, porque pienso luego a la hora, en llegando con vos al castillo, desollaros muy bien, y cenarme esta noche vuestros higadillos, y mañana asar todo lo demás de vuestro cuerpo y comérmelo, que no me sustento yo de otra cosa que de carne de hombres.

Sancho, que oyó aquella crudelísima sentencia, luego se hincó de rodillas, y cruzando las manos debajo de la caperuza, comenzó a decirle:

-¡Oh, señor pagano, el más honrado que hay en todas las paganerías!, por las llagas del señor San Lázaro, que santa gloria haya, le ruego que tenga misericordia de mí; y si es servido, antes que me coma, mande vuesa merced dejarme ir a despedirme de Mari Gutiérrez, mi mujer, que es colérica, y si sabe que vuesa merced me ha comido, sin que yo me haya despedido della, me terná por grandísimo descuidado, y no podré después verle una buena cara. Basta, que le prometo bien y verdaderamente de volver aquí para el día que vuesa merced mandare; y plegue a Dios, si faltare, que esta caperuza me falte a la hora de mi muerte, que es cuando más la habré menester.

-Amigo -respondió el autor-, no hay remedio de ese negocio.

Y, levantando la voz, dijo:

-¡Hola!, ¿a quién digo? Criados, traedme luego aquí aquel asador de tres púas en que suelo espetar los hombres enteros, y asadme al punto a este labrador.

El pobre Sancho que tal oyó decir, volvió la cabeza y vio a Bárbara que estaba hablando con uno de los representantes, llena de risa, y díjola con increíble dolor de su ánima:

-¡Ay, señora reina Segovia! ¡Compasión del pobre de Sancho, su leal lacayo y servidor, y mire la tribulación en que está puesto! Y, pues es tan impotente, ruegue a este señor moro que me eche a aquellas partes en que más de mí se sirva; sólo no me mate.

Entonces llegó Bárbara diciendo:

-Suplico a vuesa merced, poderosísimo señor alcaide y noble castellano deste alcázar, remita, por amor de mí, esta vez a Sancho vida y miembros; que le debo buenos servicios y salgo por fiadora de su enmienda, obligando, si no lo hiciere, todos sus bienes muebles y raíces, habidos y por haber, al castigo que ordenare vuesa merced darle.

Respondióle el autor con gran boato y fingida cólera:

-Vuesa merced, señora reina de la calle de los Bodegones de Alcalá, me perdone; que de ninguna manera puedo dejar de acabar con este villano, si ya no es que, volviéndose moro, siguiese el Alcorán de nuestro Mahoma.

-Digo -respondió Sancho-, señor turco, que creo en cuantos Mahomas hay de levante a poniente, y en su Alcorral, de la suerte y como vuesa merced lo manda, y como lo permite y consiente nuestra madre la Iglesia, por quien daré la vida y ánima y cuanto puedo decir.

-Pues es menester -dijo el autor- que con un cuchillo muy agudo os cortemos un poco del pluscuamperfeto.

Respondió Sancho:

-¿Qué plúscuam, señor, es ese que dice? Que yo no entiendo esas algarabías.

-Digo -replicó el autor- que, para que seáis buen turco, es menester primero, con un cuchillo bien afilado, retajaros.

-¡Ah, señor! Por las tenazas de Nicomemos -dijo Sancho-, que vuesa merced no me corte nada de ahí, porque lo tiene tan bien contado y medido mi mujer Mari Gutiérrez, que por momentos lo reconoce y pide cuenta dello, y por poco que le faltase lo echaría luego menos, y sería tocarle en las niñas de los ojos, y me diría que soy un perdulario y desperdiciador de los bienes de naturaleza. Y si a vuesa merced le parece, eso que me ha de cortar no sea de ahí, porque, como digo, bien echa de ver que es menester todo en casa, y algunas veces aun falta, sino córtemelo desta caperuza que, aunque es verdad que hará falta en ella, todavía mejor se podrá remediar que esotro.

Volvió en esto la cabeza hacia atrás por no poder disimular la risa que le causó la simplicidad de Sancho, y disimulando cuanto pudo, le dijo al cabo de rato:

-Levantaos, señor moro nuevo; dad acá la mano y mirad que de aquí adelante habéis de hablar algarabía como yo, que presto subiréis a arráez, alfaquí y a gran baján.

-Pardiez, señor -dijo Sancho-, que aunque me hagan rebadán, querría más llegar primero a mi lugar a dar cuenta de mí a dos bueyes que tengo en casa, seis ovejas, dos cabras, ocho gallinas y un porquete, y a despedirme de Mari Gutiérrez en lengua moruna, y a decirle cómo me he vuelto ya turco; que quizás ella también se querrá tornar turca. Pero hallo un inconveniente en si lo quisiere hacer, y es que no sé de adónde la podremos retajar, porque no tiene debajo del cielo de adónde.

Respondió el autor diciendo:

-Eso no importa nada, porque ya la cortaremos el dedo pulgar de la mano derecha; y esto bastará.

-A fe -dijo Sancho- que ha dicho muy bien, porque ese dedo no le hará a ella la falta que me hará a mí lo que me quiere cortar; que en efeto es muy mala hilandera. Mas con todo he pensado de dó será mejor circuncidarla, porque no le quite el dedo que dice, que todavía es bueno tenga cinco dedos en cada mano, como Dios manda en las obras de misericordia.

-¿De dónde, pues -preguntó el autor-, la circuncidaremos?

-De la lengua -respondió Sancho-, porque la tiene más larga que la del gigante Golías, y es la mayor parlera y repostona que haya en todas las parlerías y tierras de papagayos.

Con esto, se volvieron a la puerta de la venta, adonde tenían al buen hidalgo don Quijote los mozos del hato, sentado en una silla, desarmado y asido de suerte que no le dejaban menear; y viéndole el autor, dijo a Sancho:

-Hermano, ya veis cómo está vuestro amo; es menester que le digáis cómo ya sois moro, y le persuadáis a que también él lo sea, si quiere librarse de la tribulación en que está puesto, porque, si no, dentro de dos horas, nos le comeremos asado en el asador en que pensábamos asaros a vos.

-Déjeme vuesa merced a mí -dijo-, que yo le haré tornar moro por la posta.

Púsose delante de don Quijote el autor, diciéndole:

-¿Qués, caballero? ¿Cómo va? Al fin fin habéis venido a parar en mis manos, de donde primero que salgáis habéis de tener las barbas tan largas que os arrastren por el suelo y las uñas de pies y manos tan grandes como unos colmillos de elefante; tras que os veréis comido de ratones, lagartos, chinches, piojos, pulgas, moscas, mosquitos, tábanos y otras asquerosas sabandijas, y maniatado con una gruesísima cadena en una lóbrega cárcel, con otros de vuestro jaez, que allí están con grillos a los pies y esposas en las manos, hasta que acaben sus tristes y desventuradas vidas.

Don Quijote le respondió, diciendo:

-No pienses, ¡oh sabio contrario mío! que tus locas y vanas palabras y perjudiciales obras han de ser bastantes a hacerme quebrar un punto la que debo guardar como verdadero caballero andante, ni amedrentarme en el debido sufrimiento a los vecinos trabajos y tribulaciones que me amenazan, pues estoy cierto que, por discurso de tiempo, y al cabo, cuando mucho, de sietecientos años, he de quedar libre deste tu cruel encantamiento, en que contra toda ley y razón, por sólo tu gusto, me tienes puesto. Y no desespero, ¡oh inhumano encantador, de que, antes del dicho plazo, algún príncipe griego novel me saque de aquí, pues uno habrá que saldrá de Constantinopla de noche, sin despedirse de nadie de la Corte y sin que lo sepan sus padres, espoleado de su honor y alentado con un consejo de un grande y sapientísimo mago, amigo suyo; y, después de haber pasado grandísimos trabajos y peligros y haber ganado mucha honra por todos los reinos y provincias del universo, llegará aquí a este fortísimo castillo y, matando los fieros gigantes que por prevención tuya su entrada defiendan, como guardas della y de la puente levadiza que le fortifica, matará también a los dos rapantes grifos inhumanos porteros de su primera puerta. Y, entrando en el primer patio y no sintiendo rumor ni viendo persona que se le oponga, se sentará, de cansado, en el suelo un rato, y luego oirá una furiosa voz que, sin saber quién la pronuncia, le dirá: «Levántate, príncipe griego, que en aciaga hora y para tu daño entraste en este castillo». Y, apenas habrá acabado de decillo, cuando saldrá un ferocísimo dragón echando fuego por la boca y ponzoña por los ojos, con las uñas crecidas más que dagas vizcaínas y con una cola tan aguda y larga como un acicalado montante, con la cual todo cuanto encontrare echará por el suelo. Pero matándole el dicho príncipe, ayudado de su favorable y benévolo sabio con invencibles socorros, se deshará a la postre todo este encantamento. Y, entrando vitorioso otra puerta más adentro, se hallará en un apacible jardín lleno de varias flores, poblado de amenísimos, frutíferos y aromáticos árboles, cuyas copas poblarán cisnes, calandrias, ruiseñores y mil otras diferencias de jucundísimas aves, fertilizando mil arroyos, dificultosas de discernir sus aguas si son de cristal o leche; en medio del cual se le aparecerá una hermosísima ninfa vestida de una rocegante ropa sembrada de carbuncos, diamantes, esmeraldas, rubíes, topacios y amatistes; la cual, dándole con rostro benévolo con la una mano un manojo de llaves de oro, y poniéndole con la otra en la cabeza una guirnalda de agnocasto y amaranto, desaparecerá tras una celestial música. Y luego dicho príncipe, con las llaves de oro, llegará a abrir las mazmorras, dando libertad jucundísima a todos los presos y presas dellas, y a mí el postrero, pidiéndome por merced le arme por mis manos caballero andante y le admita por insuperable compañero. Lo cual concediéndoselo yo todo, obligado de su hermosura, discreción y esfuerzo, iremos por el mundo después innumerables años juntos, dando fin y cima a cuantas aventuras se nos ofrecieren.