Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XVI

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte VI
Capítulo XII

Capítulo XII

En que Bracamonte da fin al cuento del rico desesperado


Estuvieron con atención los canónigos y jurados al cuento, y don Quijote, aunque lo estuvo, daba de cuando en cuando asomos de querer salir con algo en contrapusición de los malos consejos que los estudiantes dieron a Japelín cuando era novicio, ya en abono de su buena elección en haberse casado con mujer hermosa y particularmente en loa de su valor por haber pretendido seguir la milicia en prosecución de la gobernación de su tío; pero íbale a la mano a todo el venerable ermitaño, que le tenía al lado. Pero, como no lo estaba al suyo Sancho, no pudo obviar a que no saliese de través cuando oyó la bellaquería del soldado y particularmente su poco estómago en no querer llevar el matalotaje que le daban los criados para acudir a las necesidades venideras; y así, dijo con una cólera donosa:

-¡Juro a Dios y a esta cruz que merecía el muy grandísimo bellaco más palos que tiene pelos mi rucio, y que, si le tuviera aquí, me le comiera a bocados! ¿Dónde aprendió el muy grandísimo hideputa a no tomar lo que le daban, siendo verdad que no está eso prohibido, no digo yo a los soldados y reyes, pero ni a los mismos señores caballeros andantes, que son lo mejor del mundo? En mi ánima, que creo que ha de arder la suya en el infierno más por ese pecado que por cuantas cuchilladas ha dado a luteranos y moriscos. Pero no me espanto fuese el muy follón tan mal mirado y tan poco quillotrado, si, como vuesa merced dice, venía de Cambray; que juro a los años del gigante Golías que debe de ser ésa la más mala tierra del mundo, pues, según dicen por las calles y plazas, chicos y grandes, hombres y mujeres, no se coge en ella pan ni vino ni cosa que lo parezca, sino estopilla, de lo cual se quejan con un perpetuo «¡ay, ay!», que es señal que debe de ser malísima y que debe de causar torzón a cuantos la comen.

Rieron destas boberías los canónigos y Bracamonte, pero no don Quijote, que, con una melancolía y sentimiento digno de su honrado celo, dijo:

-Déjate, Sancho hijo, de llorar el descuido y poca prudencia del soldado y de si el «¡ay, ay, ay!» que dices se dice de la estopilla maldita que en Cambray se coge o no. Llora lágrimas de sangre por el agravio y tuerto fecho a aquella noble princesa y por la ofensa y mancha que en la honra del famoso Japelín cayó por industria o inconsideración, o por la maldad, que es lo más cierto, de aquel soldado, infamia de nuestra España y deshonra de todo el arte militar, cuyo aumento procuran tantos nobles, y yo entre ellos, a costa de la hidalga sangre de mis venas. Pero yo sacaré la alevosa de las suyas antes de muchos días, si le topo, como deseo.

-Deste cuidado queda ya libre vuesa merced -dijo Bracamonte-, como verá si me la hace de oír con paciencia lo que queda de la historia.

Rogaron todos a don Quijote reprimiese su justa cólera y a Sancho le pidieron callase, sin meterse en dibujos de averiguar lo que oiría; y, prometiéndolo ambos con mucha seguridad y algunos juramentos, prosiguió Bracamonte la tela de su cuento, diciendo:

«-Ido el soldado con la cortedad referida y cargado de miedo y vergüenza, salió de su aposento el noble y descuidado Japelín a la hora en que el bullicio de la gente de casa dio muestras de que era ya la de levantarse. Y, llegándose a la cama de su esposa a darle los buenos días y cuidadoso de saber cómo había pasado la noche, asegurándola de que con el contento de verse él en su cama y con heredero della no había podido apenas sosegar, rióse su mujer de la disimulación que mostraba en sus razones y en tomarle la blanca mano, y, mostrando un fingido enojo con su risa, le dijo, retirando hacía adentro el brazo:

»-Por cierto, señor mío, que sabéis disimular lindamente y que anda ahora bien ligera esa lengua que anoche tan muda tuvistes conmigo. Idos de ahí con Dios y no me habléis por lo menos hoy en todo el día, que bien lo habré menester todo para desenojarme del enojo que tengo con vos tan justamente; y, aun después de pasado, os será menester me pidáis perdón, y no será poco si os lo concedo.

»Rióse Japelín del descuido y, cayéndole en gracia, a pesar suyo la besó en el rostro, diciendo:

»-Por mi vida, señora, que me digáis el enojo que os he hecho; que gustaré infinito de sabello, si bien ya, poco más o menos, sospecho yo será porque habréis imaginado que he dormido dentro con compañía en ofensa vuestra. Y muera yo en la de Dios si jamás os la he hecho ni con el pensamiento; y así, quíteseos del vuestro, os suplico, ese temerario juicio, que con él me ofendéis no poco.

»-Por cierto -dijo ella de nuevo- que sabéis encubrir bien y negar mejor ahora lo que fuera justo negarais a vuestro apetito antes de ejecutalle tan sin consideración; que si la tuvierais, no efectuara un hombre tan prudente y discreto como vos lo que tan contra toda razón os pedía vuestro desordenado deseo. Corrida estoy no poco de ver no lo estéis más de lo que lo estáis de haber tenido atrevimiento de llegar a mi cama esta noche a tratar conmigo, sabiendo de la suerte que estoy; y siento muchísimo ver hayan podido tan poco con vos mis justos ruegos, que no bastasen a obligaros a que, volviéndoos a vuestra cama, dejaseis de entrar en la mía con los excesos de afición que la primer noche de nuestras bodas. Y, añadiendo agravio a agravio, habeisme dejado sin hablar palabra, si bien doy por disculpa de vuestro silencio el justo empacho que os causó el atrevimiento. No ignoro, señor, diréis nació él del sobrado amor que me tenéis; y, aunque ésa parezca bastante disculpa, no la admito por tal, pues habíais de considerar el tiempo y indisposición mía, teniendo algún respeto y sufrimiento a tan justo obstáculo; que no se perdía el mundo en ser continente siete o ocho días más, cuando mucho. Pero pase ésta, que os la perdona mi grande amor, con esperanzas de enmienda en lo por venir.

»No se puede pintar la suspensión que cayó en el ánimo de Japelín cuando oyó a su esposa tales razones, y dichas con tantas veras y circunstancias. Y, como era de agudo ingenio, sospechó luego todo lo que podía ser, imaginando (como era la verdad) que el soldado español habría dormido solo, por inconsideración del paje de guarda, el cual, pensaba él, le haría compañía en el aposento, sin dejarle a solas, y que así, con la ocasión, que es madre de graves maldades, habría cometido aquel delito con artificioso silencio. Y, disimulando cuanto pudo, le dijo a la dama:

»-No haya más, mis ojos, por vida de los vuestros, que del amor excesivo que os tengo ha nacido el desorden de que os quejáis; pero yo os prometo, a ley de quien soy, corrigirme, y aun vengaros cabalmente de todo.

»Y, volviéndose a otro lado, decía entre dientes, bramando de cólera:

»-¡Oh, vil y alevoso soldado, por el cielo santo juro de no volver a mi casa sin buscarte por todo el mundo y hacerte pedazos doquiera que te encontrare!

»Tras lo cual, disimulando con su mujer con notable artificio, se despidió della, fingiendo cierta necesidad precisa. Llamó luego aparte un mozo, diciéndole:

»-Ensíllame al punto, sin decir cosa, el alazán español, que me importa ir fuera en él con brevedad.

»Mientras el caballo se ensillaba, se acabó de vestir; y, entrando en un aposento do tenía diferentes armas, sacó dél un famoso venablo. Violo la dama y, recelosa, le preguntó qué pensaba hacer de aquel venablo.

»-Quiérole -dijo él- inviar a un vecino nuestro que ayer me lo pidió prestado.

»-¿Qué vecino puede ser nuestro -replicó ella- que no tenga armas en su casa y necesita de venir por ellas a la nuestra? En verdad, mi bien, que, si no lo recebís por enojo, que me habéis de decir para qué es.

»Él la respondió que no le importaba nada a ella el saberlo, pero que, con todo, lo sabría dentro de breves horas.

»Salióse tras esto fuera de la sala, demudado el rostro; y, despidiendo un sospiro tras otro, se bajó la escalera abajo y se puso a pasear delante la caballeriza, aguardando le sacasen el caballo. Y mientras el criado tardaba a hacello, decía con rabioso despecho entre sí:

»-¡Oh, perverso y vil español, qué mal me has pagado la buena obra que te hice en darte alojamiento, que no debiera! Aguarda, traidor adúltero a costa de la inocencia de mi engañada esposa, que te juro por las vidas della, de mi hijo y mía, que te cueste la tuya la alevosía. Vuela, infame, y mueve los pies, que yo haré que los de mi caballo igualen al pensamiento con que voy en tu busca, con determinación de no volver a mi patrio suelo hasta hallarte, aunque te escondas en las entrañas del mismo siciliano Aetna.

»No había bien dicho estas razones cuando el criado, que las había oído todas estando en la caballeriza, sacó della el caballo, en el cual subió Japelín como un viento, diciéndole a él que se quedasen todos, sin acompañarle ninguno, pues no necesitaba de compañía en la breve jornada que iba a hacer. Y, tomando el venablo, salió de casa, dando de espuelas al caballo, hecho un frenético, guiándole así a la parte y camino que entendía llevaba el soldado, dejando maravillados a los criados de su casa la furia y repentina jornada con que la dejaba, si bien de las palabras que decía haberle oído el que le ensilló el caballo, colegían iba tras el soldado por haberle hurtado algo de casa, o por haber dicho, al salir della, algunas palabras deshonestas a su esposa; y que, como tan celoso y noble, pretendía tomar venganza de quien con solo el pensamiento le agraviaba.

»El caballero, en fin, se dio tan buena maña en caminar tras el soldado, que dentro de una hora le alcanzó, y, calándose el sombrero antes de emparejar con él, porque no le conociese, en medio de un valle, sin que se recelase el soldado ni tener testigos a quienes poder remitir la disposición de su violenta muerte, con la mayor presteza que pudo, sin hablar palabra, le escondió el robusto y agraviado Japelín la ancha cuchilla o penetrante hierro del milanés venablo por las espaldas, sacándosele más de dos palmos por delante, a vista de los lacivos ojos que en su honestísima esposa puso, sin darle lugar de meter mano ni defenderse de tan repentino asalto. Cayó luego en tierra el mísero español...»

-¡Oh, buena Pascua le dé Dios y buen San Juan! -dijo don Quijote- ¡Ese sí que fue buen caballero! En verdad que puede agradecer a su buena diligencia el haberme ganado por la mano la toma de la venganza de ese delito; que si no, juro por la vitoria que espero presto alcanzar del rey de Chipre, que la tomara yo dél tan inaudita, que pusiera terror hasta a las narices de los míseros y nefandos sodomitas, a quien abrasó Dios.

-Pues a fe que si vuesa merced, mi señor, no lo hiciera, que yo acudiera a mi obligación -dijo Sancho-, y que cuando eso de Sodoma y Gorroma que vuesa merced dice, faltara, le ahogara yo con un diluvio de gargajos como aquel del tiempo de Noé.

«-Pues no para en esto, señores, la tragedia -dijo Bracamonte-, ni la venganza que Japelín tomó del soldado; porque luego, tras lo dicho, se apeó del caballo, y, sacando el venablo del cuerpo del cadáver, le volvió a herir con él cinco o seis veces, haciéndole pedazos la cabeza, y hechos con una crueldad inexplicable, pagando bien con muerte de las dos vidas, a lo que se puede presumir, y con fin tan aciago el pequeño gusto de su desenfrenado apetito, quedando allí revolcado en su propia sangre para ejemplo de temerarias deliberaciones y comida de aves y bestias.

»El caballero, algo aconsolado con la referida venganza que de su ofensor había tomado, se volvió poco a poco hacia su casa.

»En el tiempo que él tardó della, quiso la desgracia que su mujer, viendo eran más de las diez y no le veía ni sabía adónde estaba, preguntó a un paje por él; y, respondiéndole el indiscreto criado luego, le dijo:

»-Señora, mi señor ha ido fuera a caballo, con un venablo en la mano, más ha de dos horas, sin criado alguno, y no podemos imaginar adónde ni adónde no; sólo sé que iba demudadísimo de color y dando algunos pequeños suspiros, mirando al cielo.

»Llegaron, estando en estas razones, el mozo de caballos, una criada y la ama que criaba el niño, y la dijeron:

»-Vuesa merced, mi señora, ha de saber que hay algún grande mal, porque mi señor ha estado paseándose a la puerta de la caballeriza todo el rato que yo tardé -dijo el mozo- a ensillarle el caballo, suspirando y quejándose de aquel soldado español que esta noche durmió en la cama y aposento del paje de cámara, llamándole, aunque pensó que nadie le oía, perverso y vil traidor y adúltero a costa de la inocencia de su engañada esposa. Tras lo cual, juró por su vida, la de vuesa merced y de su hijo, de hacerle pedazos, siguiéndole hasta alcanzarle. Pero no le oí jamás quejar de vuesa merced; antes, me parece que en sus razones la iba disculpando. Tras lo cual, en sacándole el caballo, subió en él y salió de casa como rayo, en busca suya.

»Cuando la noble flamenca oyó los últimos acentos desta sospechosa nueva, cayó sobre la almohada, de los brazos de la criada que la había levantado y sentada en la cama, con un mortal desmayo. Y, volviendo en sí al cabo de breve rato, comenzó a llorar amargamente, sospechando -como era así- que aquel que la noche antes había llegado a su cama sin duda había sido el soldado español, con quien, como ella misma tenía confesado a su marido, había cometido adulterio, teniéndole por su esposo. Comenzó, pues, con esta imaginación a maldecir su fortuna, diciendo:

»-¡Oh, traidora, perversa y adúltera de mí! ¿Con qué ojos osaré mirar a mi noble y querido esposo, habiéndole quitado en un instante la honra que en tantos años de propio valor y natural nobleza heredado tenía? ¡Oh, ciega y desatinada hembra! ¿Cómo es posible no echases de ver que el que con tanto silencio se metía en tu honesto lecho no ser tu marido, sino algún aleve, tal cual el falso español? ¡Desdichada de mí! ¿Y con qué cara osaré parecer delante de mi querido Japelín, pues no hay duda sino que no seré creída dél, por más que con mil juramentos le asegure de mi inocencia, habiendo dado lugar a que otros pies violasen su honrado tálamo? Con razón, dulce esposo mío, podrás quejarte de mí de aquí adelante y negarme los amorosos favores que me solías hacer en correspondencia de la fe grande que siempre he profesado guardarte. Pero ya justamente, pues he desdicho de mi fidelidad, aunque tan sin culpa cuanto sabe el Cielo, seré aborrecible a tus ojos, pesada a tus oídos, desabrida a tu gusto, enojosa a tu voluntad e inútil, finalmente, a todas las cosas de tu provecho. Vuelve presto, señor mío, si acaso has ido a matar al adúltero español; con el mismo venablo, con que le castigares traspasa este desconocido y desleal pecho; que, pues fui cómplice en el adulterio, justa cosa es iguale también con él en la muerte. Ven, digo, y toma entera venganza de mi desconcierto, con la seguridad que puedes tener de quien, por mujer y culpada, no sabrá hacerte resistencia. Pero no es bien aguarde que tú vengas a vengarte ni a castigar con el hierro del venablo el mío, sino que es justo que yo te vengue de suerte que digas lo estás al igual de mi alevosía y de la ofensa hecha.

»Y, diciendo esto, la desesperada señora (que lo estaba de pasión, cólera y corrimiento) saltó de la cama, mesándose las rubias y compuestas trenzas y esmaltando sus honestas mejillas con un diluvio de menudo y espeso aljófar que de sus nublados ojos salía. Y, poniéndose un faldellín, se comenzó a pasear por la sala con tan descompuestos pasos, acompañados de sospiros, sollozos y quejas por lo hecho, que no bastaban a consolarla todos los de casa, antes su pena les tenía a todos necesitados de consuelo, por lo mucho que les enternecía.

»Estando, pues, de la suerte que digo, turbados ellos, el marido ausente, el adúltero muerto y ella fuera de sí, se salió al patio a vista de todos; y, después de haber hecha una nueva repetición de las quejas dichas, se arrojó de cabeza en un hondo pozo que en medio del patio había, sin poder ser socorrida de los que presentes estaban, haciéndosela dos mil pedazos; de suerte que, cuando llegó al suelo el cuerpo, había ya llegado su alma, libre dél, en bien diferente lugar del en que yo querría llegase la mía a la hora de mi muerte.

»Aumentáronse las voces y gritos de los de casa con el nuevo y funesto espectáculo; y, con la turbación, unos acudían a mirar el pozo, otros a dar gritos a la calle, con los cuales se alborotó toda de suerte, que en un instante se vio la casa llena de gente afligida toda y toda ocupada o en consolar a los de ella o en echar sogas y cuerdas, aunque en vano, pensando podría ser socorrida quien ya no estaba en estado de poderlo ser.

»Entre esta universal turbación, sucedió llegar a su casa el desdichado Japelín, ignorante de la desgracia que acababa de suceder en ella; y maravillado de ver tantas personas juntas en su patio, unas de pies sobre el brocal del pozo, otros alderredor dél, y todos llorando, entró con su caballo y el venablo ensangrentado en la mano; y, preguntando qué había de nuevo, llegaron los criados de casa, dando una mano con otra y arañándose la cara, diciendo:

»-¡Ay, mi señor, que acaba de suceder la mayor desgracia que los nacidos hayan visto! Pues mi señora, sin que sepamos por qué, quejándose de aquel maldito español que esta noche durmió en casa, llamándose engañada y adúltera y diciendo palabras que movieran a compasión a una peña, arrancándose a puños los cabellos, se echó, sin que la pudiésemos remediar, de cabeza en este hondo pozo, donde se hizo pedazos antes de llegar al suelo.

»El caballero, en oyendo tal, se quedó atónito, sin hablar palabra por grande rato; y, de allí a poco, vuelto en sí, se arrojó del caballo y, teniéndose en el suelo, empezó a lamentarse amargamente, suspirando y arrancándose con dolor increíble las barbas, diciendo en presencia de todos:

»-¡Ay, mujer de mi alma! ¿Qué es esto? ¿Cómo te apartaste de mí? ¿Cómo me dejaste, serafín mío, solo y sin llevarme contigo? ¡Ay, esposa mía y bien mío! ¿Qué culpa tenías, si aquel enemigo español te engañó fingiendo ser tu amado marido? Él solo tenía la culpa, pero ya pagó la pena. ¡Ay, prenda de mis ojos! ¿Cómo será posible que yo viva un día entero sin verte? ¿Adónde te fuiste, señora de mis ojos? Aguardaras siquiera a que yo volviera de vengarte, como agora vengo, y matáraste después; que yo te acompañara en la muerte, como lo he hecho en vida. ¡Ay de mí! ¿Qué haré? ¡Triste de mí! ¿Adónde iré o qué consejo tomaré? Pero ya le tengo tomado conmigo.

»Y, diciendo esto, se levantó muy furioso, y, metiendo mano a la espada, decía:

»-¡Juro por Dios verdadero que el que llegare a estorbarme lo que voy a ejecutar ha de probar los filos de mi cortadora espada, sea quien se fuere!

»Llegóse tras esto al brocal del pozo, haciendo una grandísima lamentación, diciendo:

»-Si tú, ¡oh mujer mía!, te desesperaste sin razón ninguna, y tu ánima está en parte adonde no puedo acompañarla si no te imito en la muerte, razón será y justicia, pues tanto te amé y quise en vida, que no procure estar eternamente sino en la parte en que estuvieres; y así, no temas, dulcísima prenda mía, que tarde en acompañarte.

»Como la gente que presente estaba, que no era poca y entre quien había muchos caballeros y nobles de la ciudad, oyeron lo que decía, por que no sucediese alguna desgracia, se llegaron a él a darle algún consuelo; el cual estuvo escuchando echado de pechos sobre el brocal del pozo. Y, volviendo la cabeza de allí a un rato, vio cerca de sí a la ama que criaba su hijo, llorando amargamente con el niño en los brazos; y, llegándose a ella con una furia diabólica, se le arrebató y, asiéndole por la faja, dio con él cuatro o seis golpes sobre la piedra del pozo, de suerte que le hizo la cabeza y brazos dos mil pedazos, causando en todos esta desesperada determinación increíble lástima y espanto; si bien, con todo, ninguno osaba llegársele, temiendo su diabólica furia. Con lo cual comenzó tras esto a darse de bofetadas, diciendo:

»-No viva hijo de un tan desventurado padre y de madre tan infeliz, ni haya tampoco memoria de un hombre cual yo en el mundo.

»Y, diciendo esto, comenzó a llamar a su mujer y a decir:

»-Señora y bien mío, si tú no estás en el cielo, ni yo quiero cielo ni paraíso, pues donde tú estuvieres estaré yo consoladísimo, siendo imposible que la pena del infierno me la dé estando contigo; porque donde tú estás no puede estar sino toda mi gloria. ¡Ya voy, señora mía, aguarda, aguarda!

»Y, con esto, sin poder ser detenido de nadie, se arrojó también de cabeza en el mismo pozo, haciéndosela mil pedazos y cayendo su desventurado cuerpo sobre el de su triste mujer.

»Aquí fue el renovar los llantos cuantos presentes estaban; aquí el levantar las voces al cielo y el hinchirse la casa y calle de gente, maravillados cuantos llegaban a ella de semejante caso. A las nuevas dél, vino luego el gobernador de la ciudad y, informado del desdichado suceso, hizo sacar los cuerpos del pozo, y, con parecer del obispo, los llevaron a un bosque vecino a la ciudad, do fueron quemados y echadas sus cenizas en un arroyo que cerca dél pasaba.»

-En verdad que merece -dijo Sancho- el señor Bracamonte remojar el gaznate, según se le ha enjugado en contar la vida y muerte, osequias y cabo de año de toda la familia flamenca de aquel mal logrado caballero. Yo reniego de su venganza, y mi ánima con la de san Pedro.

-No dice mal Sancho -dijo uno de los canónigos-, porque muy de temer es el fin triste de todos los interlocutores desa tragedia. Pero no podrán tenerle mejor, moralmente hablando, los principales personajes della, habiendo dejado el estado de religiosos que habían empezado a tomar, pues, como dijo bien el sabio prior al galán cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan.

-En verdad -dijo don Quijote-, que si el señor Japelín acabara tan bien su vida cuanto honrosamente acabó la del adúltero soldado, que diera por ser él la mitad del reino de Chipre, que tengo de ganar; pues como muriera, no desesperado como murió, sino en alguna batalla, quedara gloriosísimo; que, en fin, un bel morir tutta la vita onora.

Quiso Sancho salir a contar otro cuento, y impidiéronselo los canónigos y su amo, diciendo que después le contaría; que ahora era bien, guardando el decoro a los hábitos religiosos de aquel venerable señor ermitaño, darle la primer tanda. Y así, le suplicaron la aceptase, contándoles algo que fuese menos melancólico que el cuento pasado, y que no pusiese como él las almas de todas sus figuras en el infierno, porque era cosa que los había dejado tristísimos; si bien todos alabaron al curioso soldado de la buena disposición de la historia y de la propriedad y honestidad con que había tratado cosas que de sí eran algo infames.

Escusóse el ermitaño cuanto pudo, y, viendo era en vano, con protesto de que nadie interrompería el hilo de su historia, empezó la siguiente, diferente en todo de la pasada, y más en el fin.