Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo XIX
Capítulo XIX
Del suceso que tuvieron los felices amantes hasta llegar a su amada patria
»-No se fue don Gregorio a Mérida, como había prometido al caballero y a doña Luisa, sino a Madrid, donde, por la babilonia de la Corte, fácilmente se encubre y disimula cualquier desdichado; y, como él lo era tanto, vino a parar con toda su nobleza en servir a un caballero de hábito, mudado el nombre, sin acordarse más de su dama que si jamás la hubiera visto. La cual le pagó con la mesma moneda a los primeros días de su ausencia, empleándolos todos en nuevos gustos y en tratar de estafar a cuantos podía, teniendo por blanco sólo el interés; pero, conociendo todos el suyo, comenzaron a hacer alto, divulgándose entre ellos la pena, ley y libertad de la forastera. Por lo cual, viéndose sin muñidores y, sobre todo, viendo que le hacía algunos malos tratamientos el administrador, enfadado de su ingratitud y disolución, cayó en la cuenta del peligro en que estaba su alma y cuerpo. Advirtió también luego, cómo, habiendo tantos días que don Gregorio faltaba, jamás le había escrito, siéndole fácil el hacerlo estando en Mérida, por la vecindad y forzoso el procurarlo por las obligaciones que le tenía, si, como hombre en fin, no hubiera mudado de intento y dejádola, como lo tenía por sin duda lo había hecho.
»Comenzó a cavar en la consideración de su mal estado tras esto, y Dios a obrar secretamente en su conocimiento, como aquel que la quería dejar por ejemplo de penitentes y de lo que con su divina misericordia puede la intercesión de su electísima Madre, y, finalmente, de lo que a ella la obligan los devotos de su sanctísimo rosario con la frecuentación de tan eficaz y fácil devoción, que se encendió de suerte su espíritu en amor y temor de Dios, que empezó a deshacerse en lágrimas, apesarada de las ofensas cometidas contra Su Majestad, confusa por no saber cómo ni en quién hallar remedio ni consejo; que tan cargada estaba de desatinos.
»Advirtieron su llanto algunos de sus galanes, y, deseando enjugársele, le preguntaban la causa con gran cuidado y deseo de saberla; pero era en vano, porque ya espiraba la reconocida señora a superior consuelo. Y así, despidiéndoles lo mejor que pudo (que no le fue fácil, por ser las arremetidas de los amartelados más fogosas en prosecución de lo que después de amado han procurado dejar, y más si ven desvío en el sujeto), propuso, alumbrada de Dios, volverse a su ciudad y presentarse en ella secretamente a un caballero deudo suyo, y descubrirle todo el suceso de su vida, con fin de que él la ayudase a ir, sin ser conocida, a Roma, a procurar allí, echada a los pies de Su Santidad, algún modo para volver a su monasterio o a otro cualquiera de su misma orden, con fin de tener dónde enmendar, como deseaba, la infernal vida que hasta entonces había tenido.
»Con este pensamiento, y encomendándose de corazón a María sacratísima, madre de piedad y fuente de misericordia, recogiendo cuanto dinero tenía y haciendo de sus vestidos y alhajas todo lo que pudo, se vistió de peregrina, con sombrero, esclavina, bordón y un grueso rosario al cuello y alpargatas a los pies; y, cubierta deste penitente traje, arrebozado el rostro, se salió una noche obscurísima de Badajoz, tomando la derrota hacia su tierra, acompañada sólo de suspiros, lágrimas y deseos de salvarle, desviándose cuanto le era posible de los caminos reales y procurando caminar casi siempre las noches, en las cuales entraba en las posadas de menos bullicio a tomar dellas lo más necesario para su sustento, saliéndose luego al campo.
»No le faltaron algunos trabajos y desasosiegos de gente libre en el camino; pero vencióles a todos su modestia y sacudimiento, y sobre todo la santa resolución que la eficaz gracia le había hecho hacer de no ofender más a su Dios en toda su vida, aunque la supiera perder mil veces a manos de un millón de tormentos. Padeció también hambre, sed y frío, por ser tiempo en que le hacía grande el en que caminaba, y por la misma causa la molestaron las aguas y arroyos; pero acompañábase en ellos de la gente más pobre que hallaba, hasta pasarlos, a quien después daba buenas limosnas. Hacía las jornadas cortas, por el cansancio y tiempo, siendo esto la causa de que fuese tan largo el que gastó en el camino, pues tardó en llegar a su tierra más de cuatro meses, visitando en ellos algunos píos sanctuarios que le venían a cuento.
»Quiso ya el cielo apiadarse della y dar fin a su prolija jornada; y así, llegando a la última, antes de entrar en su ciudad, a la que descubrió y reconoció el campanario de su monasterio, fue tal el sentimiento que hizo postrada en tierra, que no hay lengua, ¡oh discretos señores!, que lo acierte a pintar. Resolvióse en lágrimas, y resolvió juntamente de quedarse allí en el campo hasta el anochecer, por entrar a medianoche, para mayor seguridad.
»Hízolo así y, llegado el plazo, comenzó a enderezar los turbados pasos hacia la casa del deudo de quien pensaba valerse; pero, llegando a pasar por delante su monasterio (que no sé si la obligó tanto a ello la necesidad cuanto el cariño y deseo de ver sus paredes; pero no debió de ser lo uno ni otro, sino inspiración de Dios para que tuviese su viaje el feliz fin que se sigue), al punto que daban las once, y, emparejando con el mismo postigo de la puerta de la iglesia, la vio abierta; y, asombrada de semejante caso, comenzó a decir entre sí:
»-¡Válame Dios! ¿Qué descuido ha sido éste de las monjas o del sacristán que tiene cargo de cerrar la iglesia? ¿Es posible que se hayan dejado abierto el postigo de su puerta? Mas ¿si acaso han robado algunos ladrones los frontales y manteles de los altares o la corona de la Virgen, que ha de ser de plata, si no me engaño? Por mi vida, que tengo de llegar pasito (aunque aventure en ello la vida, pues en dichosa parte la perderé cuando aquí la pierda) y mirar si hay alguna persona dentro y avisar, por si ha sido descuido de quien tiene cargo de cerrarle.
»Metió en esto la cabeza hacia dentro con gran tiento, y estuvo un rato escuchando; pero, no sintiendo ruido, ni viendo más que dos lámparas encendidas, una delante del Santísimo Sacramento y otra delante del altar de la Virgen benditísima, estuvo suspensa una gran pieza, sin que osase determinarse a entrar, temiendo no estuviese alguna monja rezando acaso en el coro y, viéndola allí, hiciese algún rumor por do se viese en peligro de ser conocida y, por consiguiente, rigurosamente castigada. Pero, no obstante este miedo, se resolvió a seguir la primera deliberación, aunque fuese con el riesgo de la vida.
»Entró tras esto osadamente, y, pasando por delante del altar de la Virgen, tropezó en un gran manojo de llaves que delante dél estaban en el suelo, del cual suceso maravillada, se abajó para verlas y levantarlas con notable turbación. Y, apenas lo hubo comenzado a poner por obra, cuando la devotísima imagen de la Virgen la nombró por su nombre con una voz como de reprehensión, de la cual quedó tan atemorizada doña Luisa, que cayó medio muerta en tierra; y, prosiguiendo la Virgen sacratísima, le dijo:
»-¡Oh perversa y una de las más malas mujeres que han nacido en este mundo! ¿Cómo has tenido atrevimiento para osar parecer delante de mi limpieza, habiendo tú perdido desenfrenadamente la tuya a vueltas de tantos y de tan sacrílegos pecados como son los que has cometido? ¿De qué suerte, di, ingrata, soldarás la irreparable quiebra de tan preciosa joya? ¿Y con qué penitencia, insolentísima profesa, satisfarás a mi amado Hijo, a quien tan ofendido tienes? ¿Qué enmienda piensas emprender, ¡oh atrevida apóstata!, para volver por medio della a recuperar algo de lo mucho que tenías merecido y has perdido tan sin consideración, volviendo las espaldas a las infinitas misericordias que habías recebido de mi divinísimo Hijo?
»Estaba en esto la afligidísima religiosa acobardada de suerte, que ni osaba ni podía levantar el rostro, ni hacía otra cosa sino llorar acerbísimamente; pero la piadosa virgen, consolándola después de la reprehensión, no ignorando la amargura y el dolor de su ánimo, incitándola a verdadera penitencia, le dijo:
»-Con todo, para que eches de ver que es infinitamente mi Hijo más misericordioso que tú mala, y que sabe más perdonar que ofenderle todo el mundo, y que no quiere la muerte de los pecadores, sino que se conviertan y vivan, le he yo rogado por tu reparo, obligada de las fiestas, solemnidades y rosarios que en honra mía celebraste, festejaste y me rezaste cuando eras la que debías, sin que tú lo merezcas. Y Él, como piadosísimo que es, ha puesto tu causa en mis manos; y yo, por imitarle en cuanto es hacer misericordias, deseando verificar en ti el título que de Madre de ellas me da la Iglesia, como a él se lo da de Padre de tan grande atributo, he hecho por ti lo que no piensas ni podrás pagarme aunque vivas dos mil años y los emplees todos en hacerme los servicios que me solías hacer en los primeros años de tu profesión. Acuérdate que cuando desta casa saliste, agora hace cuatro años, pasando delante deste mi altar, me dijiste que te ibas ciega del amor de aquel don Gregorio con quien te fuiste, y que me encomendabas las religiosas de esta casa, tus hijas, para que mirase por ellas como verdadera madre, cuando tú les eras madrastra, y que las rigiese y gobernase, pues eran mías. Tras lo cual, arrojaste en mi presencia esas mismas llaves del convento que en la mano tienes. Entiende, pues, que yo, como piadosa madre, he querido hacer, para confusión tuya, lo que me encomendaste. Y así, has de saber que, desde entonces hasta ahora, he sido yo la priora deste monasterio en tu lugar, tomando tu propria figura, envejeciéndome al parecer al compás que tú lo has ido haciendo, tomando juntamente tu habla, nombre y vestido; con que he estado entre ellas todo este tiempo, así de día como de noche, en el claustro, coro, iglesia y refitorio, tratando con todas como si fuera tú propria. Por tanto, lo que ahora has de hacer es que tomes esas llaves y, cerrando la puerta de la iglesia con ellas, te vayas, por la sacristía y demás pasos por donde te saliste, a tu celda, la cual hallarás en la propria forma y manera que la dejaste, hallando hasta tus hábitos doblados sobre el bufete. Póntelos en llegando, y guarda esos de peregrina en la arca; y advierte que hallarás también sobre la propria mesa el breviario y la carta que dejaste escrita, sin que nadie la haya abierto ni leída, y la vela encendida junto a ella. En efeto, hallarás todas las cosas, por mi piadosa diligencia, en el estado en que las dejaste, sin hallar novedad en alguna, y sin que se haya echado de ver tu falta ni la del dinero que has desperdiciado. Vete, por tanto, a recoger antes que despierten a maitines, y enmienda tu vida como debes, y lava tus culpas con las lágrimas que ellas piden; que lo mismo han hecho cuantas tras tan graves pecados han merecido el ilustre nombre de penitentes que les da la Iglesia.
»Quedó la en que estaba doña Luisa, acabando estas razones la Celestial Princesa de todas las hierarquías, llena de un olor suavísimo; y ella contrita y tan consolada en su espíritu, cuanto corrida de haber obligado a la Madre del mismo Dios a serlo de sus súbditas. Pero, obedeciendo a su celestial mandato, recelosa de que no se llegase la hora de los maitines, se levantó del suelo, cubierta de sudor y lágrimas, y, haciendo una profunda inclinación a la preciosísima imagen y otra al Santísimo Sacramento y tomando las llaves, cerró la puerta de la iglesia y se fue a su celda por los mismos pasos que había salido della; en la cual lo halló todo del modo que lo había dejado y la Virgen le había dicho.
»Púsose, en entrando dentro, sus hábitos, guardando en el arca los de peregrina, y, apenas lo había acabado de hacer, cuando tocaron a maitines; y, enjugándose el rostro, tomó el breviario y estuvo aguardando hasta que vino la monja que solía llamarla, la cual, tomando el candelero de la mesa, como cada noche tenía de costumbre, le fue delante alumbrando hasta el coro, donde estuvo aguardando de rodillas (con no pequeña turbación, por parecerle sueño cuanto vía) a que se juntasen las religiosas; y, en habiéndolo hecho, hizo la señal acostumbrada, tras que comenzaron los maitines. Y, acabados ellos y la oración que de ordinario suelen decir, se volvieron a salir todas, y se fueron a sus celdas al postrer señal de la priora, la cual también hizo lo proprio, acompañándola con luz a la suya la mesma religiosa que la había sacado della.
»Cuando se vio sola, comenzó de nuevo a derramar lágrimas, parte de dolor por sus culpas y parte de agradecimiento por la nunca oída merced que la misericordiosísima María le había hecho; y, haciéndole una breve oración, llena de fervorosos deseos y celestiales conatos, descolgó de la cabecera de su cama unas gruesas disciplinas que solía tener en ella, y, tomándolas, se dio con ellas por espacio de media hora una cruelísima diciplina sin ninguna piedad, por principio de la rigurosa penitencia que pensaba hacer todos los días de su vida de aquel sacrílego y deshonesto cuerpo, de cuya roja sangre quedó el suelo esmaltado en testimonio del verdadero dolor de sus pecados.
»Acabado este penitente acto, abrió una arca, de adonde sacó un áspero cilicio que solía ponerse en las cuaresmas cuando era la que debía, hecho de cerdas y esparto machado, el cual le tomaba desde el cuello a las rodillas, con sus mangas justas hasta la muñeca. Púsose juntamente debajo dél una cadenilla que en la mesma arca tenía, que le daba tres vueltas, y, apretándosela con todo rigor al delicado cuerpo, decía:
»-Agora, traidor, me pagarás los agravios que al espíritu has hecho. No esperes, lo poco que la vida me durare, otro regalo más que éste, y agradece a la Madre de afligidos y fuente de consuelos, María, y a su clementísimo Hijo que no te hayan enviado a los infiernos a hacer esta penitencia, donde fuera sin fruto, forzosa y tan eterna, que durara lo que el mismo Dios, sin la esperanza del perdón y remedio que agora tienes en la mano, teniéndole tan poco merecido.
»Y, saliéndose luego de su celda, se volvió otra vez al coro, donde estuvo pasando el santísimo rosario, delante de la misma imagen que la había hablado, hasta la hora de prima; la cual acabada, hizo al instante llamar al confesor del convento, con quien hizo una general confesión con no vistas muestras de dolor y arrepentimiento, contándole todo el suceso de su vida y las abominaciones y pecados que contra su divina y inmensa Majestad había cometido los cuatro años que había estado fuera del convento. Refirióle juntamente el milagro y merced que, por la devoción del rosario, la Reina de los cielos, su patrona, le había hecho, supliendo su falta y acudiendo a todas sus obligaciones, movida de su virgínea piedad, salvándole la honra en que no se echase de ver su falta.
»El secreto del milagro encargó tras esto cuanto fue posible, para mientras le durase la vida, al confesor, el cual quedó sumamente maravillado de su grandeza y lleno de ternura y devoción en el espíritu, cosa que le aseguraba de la verdad del caso. Y pasmábase cuando consideraba había merecido su indignidad confesar y comulgar por su mano, no una, sino muchísimas veces, a la puridad ante quien y en cuya comparación no la tienen los más puros ángeles del cielo.
»Con todo, quiso ver el rostro de la penitente perlada y certificarse de que era ella misma, y no demonio, como temía, que en figura suya le quería engañar; y, vistas sus lágrimas y enterado de la verdad, la consoló cuanto pudo y animó para la continuación de la empezada penitencia y devoción del santísimo rosario. Y perseveró ella en todo, haciéndose mil ventajas cada día a sí misma, de suerte que las que la veían con tan repentina mudanza, en el retiro de gradas, asistencia continua a la oración y mortificación y ordinario curso de lágrimas, estaban pasmadas, por no saber la causa, como la sabían ella y su confesor, con que se confesaba los más de los días, recibiendo el Santísimo Sacramento muy a menudo.
»Perseveró en estos ejercicios toda la vida; y, al cabo de meses que los continuaba, quiso Dios apiadarse de su perdido galán, como lo había hecho della, tomando por medio un sermón que acaso oyó a un religioso dominico de soberano espíritu, en una parroquia de la Corte, que, moviendo el cielo la lengua en él, se engolfó a deshora en las alabanzas de la Virgen y en las misericordias que había hecho y hacía cada día con infernados pecadores, por la suave devoción de su benditísimo rosario, trayendo en consecuencia desto el sabido milagro del desesperado hombre que, habiendo hecho donación de su alma al demonio con cédula escrita y firmada de su mano y sangre, por la dicha devoción, fue libre de todo, y acabó su vida perseverando en ella, santísimamente, tras una bien premeditada y llorosa confesión general de todos los cometidos desatinos. Cayó en la cuenta de los suyos el ciego de don Gregorio, luego que oyó el doto sermón; y, acordándose también de lo mucho que acerca del celestial poder del rosario le había dicho diversas veces su doña Luisa, premeditando las razones del predicador y conferiéndolas con las que de su dama en esta parte le trajo Dios a la memoria, le pareció que, arrimándose a la frecuentación de tan soberano rezo, hallaría en él brazo que le sacase del cieno de sus torpezas y otra escala, cual la de Jacob, con que pudiese llegar al cielo, por más entumecido que estuviese en la fragosa y mal cultivada tierra de sus bestiales apetitos.
»Propuso, tras esto, irse al religioso convento de la Virgen de Atocha y confesarse luego con el santo predicador, cuyo nombre ya sabía, por haberlo preguntado a su compañero al bajar del púlpito. Efectuólo eficazmente, que no es perezosa la divina gracia ni admite tardanzas. Fue al convento, entróse en la iglesia, postróse delante la imagen milagrosa de la Virgen, derritióse, puesto allí, en lágrimas. Pedía perdón a Dios, piedad a su Madre y ayuda a ambos para enmendar los hierros de la pasada vida y hacer dellos una general confesión. Alzóse luego, entróse en el claustro, pidió por el predicador y, puesto en su presencia, empezaron sus ojos a decirle lo que su lengua no acertaba; con todo, cuando las lágrimas le dieron lugar, le dijo:
»-¡Remedio, padre! ¡Socorro, varón de Dios, para esta alma, que es la más mala de cuantas la misericordia y caridad inmensa de Jesucristo ha salvado!
»Entróse al instante el predicador a su celda, y, apenas estuvo dentro, cuando, prostrado a sus pies, empezó a hacer con acerbo llanto una confesión general de sus excesos, tal, que estaba el confesor igualmente compungido, confuso y consolado de ver tal trueco en un mozo de los años y prendas de aquél. Consolóle cuanto pudo, animándole a la continuación de sus propósitos y del rezo del santo rosario, cuya era tan feliz mudanza. Y, asegurándole del perdón de sus culpas y de la largueza de las perpetuas misericordias que Dios, con celestial regocijo de todos los cielos y sus ángeles, ha usado y usa de cada día con los pecadores recién convertidos de verdadero corazón, le envió absuelto, consolado y lleno de mil santos propósitos y fervores. Y no fue el menor el con que propuso de ir a Roma a visitar los santos lugares, besar el pie a Su Santidad y obtener, para mayor bien suyo, su plenísima absolución.
»Volvió, al salirse del convento, a hacer oración a la Virgen, y hecha con las demostraciones del agradecimiento que tan gran merced como la que acababa de recebir merecía, se volvió a la villa, y en ella trocó luego sus vestidos por unos de peregrino, hechos de sayal basto. Y, sin despedirse de su amo ni de persona, empezó a caminar hacia Roma, do llegó cansado, pero no menoscabado el fervor con que emprendió tan santa peregrinación. Cumplió en aquella grandiosa ciudad con cuanto los deseos que le habían llevado a ella pedían; y, obtenido el fin dellos, dio la vuelta hacia su tierra, deseando saber, con aquel disfraz y sin ser conocido, de sus padres (que bien seguro iba de no poderlo ser, según iba de flaco, macilento, triste y desfigurado, así de los trabajos del camino como de las penitencias que iba haciendo en él). Y no fue la menor el sufrimiento con que llevó las vejaciones que ciertos salteadores le hicieron en un peligroso paso.
»Entró, al cabo de días, cubierto de confusión, lágrimas y sobresalto, en su amantísima patria, y lo primero que hizo, llegado a ella, fue irse a pedir limosna al torno del convento de do sacó la priora, queriendo fuese teatro del primer acto de su penitencia en su patrio suelo el mismo que lo había sido del que dio principio a su trágica perdición y ciego desatino. Diéronle fácilmente honrada limosna las caritativas torneras, y, en recibiéndola, se llegó a la misma mandadera que le había llevado el primer recado de doña Luisa la mañana en que se principiaron sus locos amores, y preguntóle quién era priora de aquella casa; y, diciéndole ella que doña Luisa lo era años había, porque continuaban las religiosas en reelegirla siempre, no sin gusto de sus superiores, por su gran virtud...
»-¡Doña Luisa -replicó él atónito- decís que es priora! ¿Cómo es posible?
»-Ella es, digo -añadió la mujer-, sin duda.
»-Que os burláis de mí -porfió él- he de pensar, pues queréis persuadirme es priora desta casa doña Luisa, de quien he oído decir estaba muy lejos de poderlo ser.
»-Doña Luisa -respondió ella- es, ha sido y será priora muchos años, a pesar de cuantos invidian su virtud y aumento, pues no faltan muchos que lo hacen.
»Bajó la cabeza don Gregorio con la confusión y perplejidad que pensar se puede, sin osar replicar más con la mujer, que ya conocía se iba encolerizando en defensa de su señora, temiendo por una parte no le conociese en la voz, y por otra que, descuidándose, no descubriese algo de lo mucho que con la priora le había pasado. Y así, saliéndose de allí, se fue por diferentes partes de la ciudad, fuera de sí y pidiendo igualmente limosna y el nombre de la priora de tal convento; y, dándole unos y otros la misma respuesta que le había dado la mandadera, por salir del todo de la confusión en que se vía, determinó irse de rendón a casa de sus padres, para echarse allí con la carga, como dicen, y, descubriéndoseles, fiar, como era justo hacerlo, dellos el paso de tan grave suceso.
»Entró por sus puertas, y al primer criado que vio en ellas preguntó si le darían limosna los dueños de la casa; y respondiéndole que sí harían, que eran muy caritativos, marido y mujer, le replicó se sirviese decirle sus nombres y si tenían hijos; y sabido dél, por la respuesta, vivían sus padres, aunque afligidísimos por la ausencia de un solo hijo que tenían y se les había ido sin saber dónde, con quién ni por qué, por el mundo, y que lo que más les entristecía era no saber si vivía ni en qué parte había dado cabo, para poderle remediar. Saltáronsele las lágrimas de los ojos a don Gregorio con la respuesta y, volviendo el rostro a la otra parte y enjugándolas y disimulándolas cuanto pudo, dijo de nuevo al criado:
»-¿Llamábase por dicha el hijo destos señores don Gregorio? Porque si tenía ese nombre, es sin duda un soldado que he conocido en Nápoles en el cuartel de los españoles. Y sí sería, que por las señas que él me daba de sus calidades y de que era único mayorazgo en este lugar y de la disposición de las casas de sus padres (que todo me lo comunicaba, por ser muy mi camarada), éstas han de ser las dellos y el de quien habló, su hijo. Y sabráse presto si es él, si hay quien me diga si se fue deste lugar con alguna mujer de calidad.
»-No estaba yo aún en servicio desta casa cuando él faltó della, ni le conocí; pero sé que su nombre era, como decís, don Gregorio, y que no hizo otra bajeza ni se tiene dél otra queja que haberse llevado algún dinero prestado de amigos, aunque ya todo lo han pagado sus padres. Que de dos caballos a que a ellos les llevó y otra gran cantidad de moneda, nunca han hecho caso, porque en fin todo había de venir a ser suyo.
»-Pues, amigo, por las entrañas de Dios, os ruego que digáis a esos señores si gustan de hacerme limosna, siquiera por lo que pienso haber conocido a su hijo.
»-¡Y cómo si os la harán, de bonísima gana! -dijo el criado-. Yo fío que no sólo eso hagan por vos, sino que os regalarán muy mucho y tendrán a merced de que les deis nuevas de prenda que tanto quieren. Y así, aguardadme, os ruego, mientras subo volando a darles el aviso y recado.
»Subióse, dicho esto, el criado arriba, sin curarse, con el contento, de mirar en el rostro al peregrino; que si lo hiciera, fuera imposible no leyera en su turbación y lágrimas que él mismo era su señor y el mayorazgo de la casa.