Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha: Capítulo II

Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
de Alonso Fernández de Avellaneda
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
Tomo II, Parte V
Capítulo II

Capítulo II

De las razones que pasaron entre don Álvaro Tarfe y don Quijote sobre cena, y cómo le descubre los amores que tiene con Dulcinea del Toboso, comunicándole dos cartas ridículas; por todo lo cual, el caballero cae en la cuenta de lo que es don Quijote


Después de haber dado don Quijote razonablemente de cenar a su noble huésped, por postre de la cena, levantados ya los manteles, oyó de sus cuerdos labios las siguientes razones:

-Por cierto, señor Quijada, que estoy en estremo maravillado de que, en el tiempo que nos ha durado la cena, he visto a vuesa merced algo diferente del que le vi cuando entré en su casa; pues en la mayor parte della le he visto tan absorto y elevado en no sé qué imaginación, que apenas me ha respondido jamás a propósito, sino tan ad Ephesios, como dicen, que he venido a sospechar que algún grave cuidado le aflige y aprieta el ánimo; porque he visto quedarse a ratos con el bocado en la boca, mirando sin pestañear a los manteles, con tal suspensión que, preguntándole si era casado, me respondió: «¿Rocinante? Señor, el mejor caballo es que se ha criado en Córdoba». Y por esto digo que alguna pasión o interno cuidado atormenta a vuesa merced, porque no es posible nazca de otra causa tal efecto; y tal puede ser que, como otras muchas veces he visto en otros, pueda quitarle la vida o, a lo menos, si es vehemente, apurarle el juicio. Y así, suplico a vuesa merced se sirva comunicarme su sentimiento, porque si fuere tal la causa dél que yo con mi persona pueda remediarla, lo haré con las veras que la razón y mis obligaciones piden. Pues, así como con las lágrimas, que son sangre del corazón, el mesmo desfoga y descansa, y queda aliviado de las melancolías que le oprimen, vaporeando por el venero de los ojos, así, ni más ni menos, el dolor y aflicción, siendo comunicado, se alivian algún tanto, porque suele el que lo oye, como desapasionado, dar el consejo que es más sano y seguro al remedio de la persona afligida.

Don Quijote, entonces, le respondió:

-Agradezco, señor don Álvaro, esa buena voluntad y el deseo que muestra tener vuesa merced de hacérmela; pero es fuerza que los que profesamos el orden de caballería, y nos hemos visto en tanta multitud de peligros, ya con fieros y descomunales jayanes, ya con malendrines, sabios o magos, desencantando princesas, matando grifos y serpientes, rinocerontes y endrigos, llevados de alguna imaginación destas, como son negocios de honra, quedemos suspensos y elevados, y puestos en un honroso éxtasi, como el en que vuesa merced dice haberme visto, aunque yo no he echado de verlo. Verdad es que ninguna cosa destas, por ahora, me ha suspendido la imaginación; que ya todas han pasada por mí.

Maravillóse mucho don Álvaro Tarfe de oírle decir que había desencantado princesas y muerto gigantes, y comenzó a tenerle por hombre que le faltaba algún poco de juicio; y así, para enterarse dello, le dijo:

-¿Pues no se podrá saber qué causa por ahora aflige a vuesa merced?

-Son negocios -dijo don Quijote- que, aunque a los caballeros andantes no todas las veces es lícito decirlos, por ser vuesa merced quien es, y tan noble y discreto, y estar herido con la propia saeta con que el hijo de Venus me tiene herido a mí, le quiero descubrir mi dolor. No para que me dé remedio para él, que sólo me le puede dar aquella bella ingrata y dulcísima Dulcinea, robadora de mi voluntad, sino para que vuesa merced entienda que yo camino y he caminado por el camino real de la caballería andantesca, imitando en obras y en amores a aquellos valerosos y primitivos caballeros andantes que fueron luz y espejo de todos aquellos que, después dellos, han, por sus buenas prendas, merecido profesar el sacro orden de caballería que yo profeso, como fueron el invicto Amadís de Gaula, don Belianís de Grecia y su hijo Esplandián, Palmerín de Oliva, Tablante de Ricamonte, el Caballero del Febo y su hermano Rosicler, con otros valentísimos príncipes, aun de nuestros tiempos, a todos los cuales, ya que les he imitado en obras y haciendas, los sigo también en los amores. Así que, vuesa merced sabrá que yo estoy enamorado.

Don Álvaro, como era hombre de sutil entendimiento, luego cayó en todo lo que su huésped podía ser, pues decía haber imitado a aquellos caballeros fabulosos de los libros de caballería; y así, maravillado de su loca enfermedad, para enterarse cumplidamente della, le dijo:

-Admírome no poco, señor Quijada, que un hombre como vuesa merced, flaco y seco de cara, y que, a mi parecer, pasa ya de los cuarenta y cinco, ande enamorado; porque el amor no se alcanza sino con muchos trabajos, malas noches, peores días, mil disgustos, celos, zozobras, pendencias y peligros, que todos éstos y otros semejantes son los caminos por donde se camina al amor. Y si vuesa merced ha de pasar por ellos, no me parece tiene sujeto para sufrir dos noches malas al sereno, aguas y nieves, como yo sé por experiencia que pasan los enamorados. Mas dígame, vuesa merced, con todo: esa mujer que ama ¿es de aquí del lugar o forastera?; que gustaría en estremo, si fuese posible, verla antes que me fuese, porque, hombre de tan buen gusto como vuesa merced es, no es creíble sino que ha de haber puesto los ojos en no menos que en una Diana efesina, Policena troyana, Dido cartaginense, Lucrecia romana o Doralice granadina.

-A todas ésas -respondió don Quijote- excede en hermosura y gracia; y sólo imita en fiereza y crueldad a la inhumana Medea. Pero ya querrá Dios que con el tiempo, que todas las cosas muda, trueque su corazón diamantino y, con las nuevas que de mí y mis invencibles fazañas terná, se molifique y sujete a mis no menos importunos que justos ruegos. Así que, señor, ella se llama princesa Dulcinea del Toboso (como yo don Quijote de la Mancha); si nunca vuesa merced la ha oído nombrar; que sí habrá, siendo tan célebre por sus milagros y celestiales prendas...

Quiso reírse de muy buena gana don Álvaro cuando oyó decir la «princesa Dulcinea del Toboso», pero disimuló, porque su huésped no lo echase de ver y se enojase; y así, le dijo:

-Por cierto, señor hidalgo, o por mejor decir, señor caballero, que yo no he oído en todos los días de mi vida nombrar tal princesa, ni creo la hay en toda la Mancha, si no es que ella se llame por sobrenombre Princesa, como otras se llaman Marquesas.

-No todos saben todas las cosas -replicó don Quijote-; pero yo haré antes de mucho tiempo que su nombre sea conocido, no solamente en España, pero en los reinos y provincias más distantes del mundo. Ésta es, pues, señor, la que me eleva los pensamientos; ésta me enajena de mí mismo; por ésta he estado desterrado muchos días de mi casa y patria, haciendo en su servicio heroicas hazañas, enviándole gigantes y bravos jayanes y caballeros rendidos a sus pies. Y, con todo esto, ella se muestra a mis ruegos una leona de África y una tigre de Hircania, respondiéndome a los papeles que le envío, llenos de amor y dulzura, con el mayor desabrimiento y despego que jamás princesa a caballero andante escribió. Yo le escribo más largas arengas que las que Catilina hizo al Senado de Roma, más heroicas poesías que las de Homero o Virgilio, con más ternezas que el Petrarca escribió a su querida Laura, y con más agradables episodios que Lucano ni Ariosto pudieron escribir en su tiempo, ni en el nuestro ha hecho Lope de Vega a su Filis, Celia, Lucinda, ni a las demás que tan divinamente ha celebrado; hecho en aventuras un Amadís, en gravedad un Cévola, en sufrimiento un Perianeo de Persia, en nobleza un Eneas, en astucia un Ulises, en constancia un Belisario y en derramar sangre humana un bravo Cid Campeador. Y, por que vuesa merced, señor don Álvaro, vea ser verdad todo lo que digo, quiero sacar dos cartas que tengo allí en aquel escritorio: una que con mi escudero Sancho Panza la escribí en los días pasados, y otra que ella me envió en respuesta suya.

Levantóse para sacarlas, y don Álvaro se quedó haciendo cruces de ver la locura del huésped, y acabó de caer en la cuenta de que él estaba desvanecido con los vanos libros de caballerías, teniéndolos por muy auténticos y verdaderos. Al ruido que don Quijote hizo abriendo el escritorio, entró Sancho Panza, harto bien llena la barriga de los relieves que habían sobrado de la cena. Y, como don Quijote se asentó con las dos cartas en la mano, él se puso repantigado tras las espaldas de su silla para gustar un poco de la conversación.

-Ve aquí -dijo don Quijote- vuesa merced a Sancho Panza, mi escudero, que no me dejará mentir a lo que toca al inhumano rigor de aquella mi señora.

-Sí, a fe -dijo Sancho Panza- que Aldonza Lorenzo, alias Nogales (como así se llamaba la infanta Dulcinea del Toboso por proprio nombre, como consta de las primeras partes desta grave historia), es una grandísima... Téngaselo por dicho; porque, ¡cuerpo de San Ciruelo!, ¿ha de andar mi señor hendo tantas caballerías de día y de noche y hendo cruel penitencia en Sierra Morena, dándose de calabazadas y sin comer por una...? Mas quiero callar; allá se lo haya, con su pan se lo coma; que quien yerra y se enmienda, a Dios se encomienda; que una ánima sola ni canta ni llora; y cuando la perdiz canta, señal es de agua; y a falta de pan, buenas son tortas.

Pasara adelante Sancho con sus refranes si don Quijote no le mandara, imperativo modo, que callara; mas, con todo, replicó diciendo:

-Quiere saber, señor don Tarfe, lo que hizo la muy zurrada cuando la llevé esa carta que ahora mi señor quiere leer? Estábase en la caballeriza la muy puerca, porque llovía, hinchendo un serón de basura con una pala, y cuando yo le dije que le traía una carta de mi señor (¡infernal torzón le de Dios por ello!), tomó una gran palada del estiércol que estaba más hondo y más remojado y arrojómele de voleo, sin decir agua va, en estas pecadoras barbas. Yo, como por mis pecados las tengo más espesas que escobilla de barbero, estuve después más de tres días sin poder acabar de agotar la porquería que en ellas me dejó perfetamente.

Diose, oyendo esto, una palmada en la frente don Álvaro, diciendo:

-Por cierto, señor Sancho, que semejante porte que ése no le merecía la mucha discreción vuestra.

-No se espante vuesa merced -replicó Sancho-, que a fe que nos ha sucedido a mí y a mi señor, andando por amor della en las aventuras o desventuras del año pasado, darnos, pasadas de cuatro veces, muy gentiles garrotazos.

-Yo os prometo -dijo colérico don Quijote- que si me levanto, don bellaco desvergonzado, y cojo una estaca de aquel carro, que os muela las costillas y haga que se os acuerde per omnia saecula saeculorum.

-Amén -respondió Sancho.

Levantárase don Quijote a castigarle la desvergüenza, si don Álvaro no le tuviera el brazo y le hiciera volver a sentar en su silla, haciendo con el dedo señas a Sancho para que callase, con que lo hizo por entonces. Y don Quijote, abriendo la carta, dijo:

-Ve aquí vuesa merced la carta que este mozo llevó los días pasados a mi señora, y juntamente la respuesta della, para que de ambas colija vuesa merced si tengo razón de quejarme de su inaudita ingratitud.

Sobrescrito de la carta: "A la infanta Dulcinea del Toboso

Si el amor afincado, ¡oh bella ingrata!, que asaz bulle por los poros de mis venas, diera lugar a que me ensañara contra vuestra fermosura, cedo tomara venganza de la sandez con que mis cuitas os dan enojoso reproche. ¿Cuidades, dulce enemiga mía, que non atiendo con todas mis fuerzas en al que en desfacer tuertos de gente menesterosa? Maguer que muchas veces ando envuelto en sangre de jayanes, cedo el pensamiento sin polilla está además ledo y tiene remembranza que está preso por una de las más altas fembras que entre las reinas de alta guisa fallar se puede. Empero, lo que agora vos demando es que, si alguna desmesuranza he tenido, me perdonedes; que los yerros por amare, dignos son de perdonare. Esto pido de finojos ante vuestro imperial acatamiento.

Vuestro hasta el fin de la vida, «El Caballero de la Triste Figura», Don Quijote de la Mancha."

-Por Dios -dijo don Álvaro riéndose-, que es la más donosa carta que en su tiempo pudo escribir el rey don Sancho de León a la noble doña Jimena Gómez, al tiempo que, por estar ausente della el Cid, la consolaba. Pero, siendo vuesa merced tan cortesano, me espanto que escribiese esa carta ahora tan a lo del tiempo antiguo, porque ya no se usan esos vocablos en Castilla, si no es cuando se hacen comedias de los reyes y condes de aquellos siglos dorados.

-Escríbola desta suerte -dijo don Quijote- porque, ya que imito a los antiguos en la fortaleza, como son al conde Fernán González, Peranzules, Bernardo y al Cid, los quiero también imitar en las palabras.

-¿Pues para qué -replicó don Álvaro- puso vuesa merced en la firma «El Caballero de la Triste Figura»?

Sancho Panza, que había estado escuchando la carta, dijo:

-Yo se lo aconsejé, y a fe, en toda ella no va cosa más verdadera que ésa!

-Púseme el de la Triste Figura -añadió don Quijote- no por lo que este necio dice, sino porque la ausencia de mi señora Dulcinea me causaba tanta tristeza, que no me podía alegrar; de la suerte que Amadís se llamó Beltenebros, otro el Caballero de los Fuegos, otro de las Imágenes o de la Ardiente Espada.

Don Álvaro le replicó:

-Y el llamarse vuesa merced don Quijote, ¿a imitación de quién fue?

-A imitación de ninguno -dijo don Quijote-, sino, como me llamo Quijada, saqué deste nombre el de don Quijote el día que me dieron el orden de caballería. Pero oiga vuesa merced, le suplico, la respuesta que aquella enemiga de mi libertad me escribe.

Sobrescrito: "A Martín Quijada, el mentecapto:

El portador desta había de ser un hermano mío para darle la respuesta en las costillas con un gentil garrote. ¿No sabe lo que le digo, señor Quijada? Que por el siglo de mi madre, que si otra vez me escribe de emperatriz o reina, poniéndome nombres burlescos, como es «A la infanta manchega Dulcinea del Toboso», y otros semejantes que me suele escribir, que tengo de hacer que se le acuerde. Mi nombre proprio es Aldonza Lorenzo o Nogales, por mar y por tierra."

-Vea vuesa merced si habrá en el mundo caballero andante, por más discreto y sufrido que sea, que pueda sin morir tolerar semejantes razones.

-¡Oh, hideputa! -dijo Sancho Panza-. ¿Comigo las había de haber la relamida! A fe que la había de her peer por ingeño; que, aunque es moza forzuda, yo fío que, si la agarro, no se me escape de entre las uñas. Mi señor don Quijote es muy demasiado de blando. Si él la enviase media docena de coces dentro una carta, para que se la depositasen en la barriga, a fe que no fuera tan repostona. Sepa vuesa merced que estas mozas yo las conozco mejor que un huevo vale una blanca: si las hablan bien, dan al hombre el pescozón y pasagonzalo que le hacen saltar las lágrimas de los ojos. Sobre mí, que conmigo no se burlan, porque luego les arrojo una coz más redonda que de mula de fraile hierónimo; y más si me pongo los zapatos nuevos. ¡Mal año para la mula del preste Juan que mejor las endilgue!

Levantóse riendo don Álvaro y dijo:

-Por Dios, que si el rey de España supiese que este entretenimiento había en este lugar, que, aunque le costase un millón, procurara tenerle consigo en su casa. Señor don Quijote, ello hemos de madrugar, por lo menos una hora antes del día, por huir del sol; y así, con licencia de vuesa merced, querría tratar de acostarme.

Don Quijote dijo que su merced la tenía; y así, comenzó a desnudarse para hacerle la cama, que en el mesmo aposento estaba, y mandó a Sancho Panza que le descalzase las botas. Llegaron en esto a quererlo hacer dos pajes del mesmo don Álvaro, que habían estado oyendo la conversación desde la puerta, pero no consintió Sancho Panza que otro que él hiciese tal oficio, de que gustó en estremo don Álvaro; el cual le dijo, mientras don Quijote salió afuera por unas peras en conserva para darle:

-Tirá, hermano Sancho, bien y tened paciencia.

-Sí tendrán -respondió Sancho-, que no son bestias; y, aunque no soy don, mi padrelo era.

-¿Cómo es eso? -dijo don Álvaro-. ¡Vuestro padre tenía don!

-Sí, señor -dijo Sancho-, pero teníale a la postre.

-¿Cómo a la postre? -replicó don Álvaro- ¿Llamábase Francisco Don, Juan Don o Diego Don?

-No, señor -dijo Sancho-, sino Pedro el Remendón.

Rieron mucho del dicho los pajes y don Álvaro, que prosiguió preguntándole si era aún su padre vivo; y él respondió:

-No, señor, que más ha de diez años que murió de una de las más malas enfermedades que se puede imaginar.

-¿De qué enfermedad murió? -replicó don Álvaro.

-De sabañones -respondió Sancho.

-¡Santo Dios! -dijo don Álvaro con grandísima risa-. ¿De sabañones? El primer hombre que en los días de mi vida oí decir que muriese desa enfermedad fue vuestro padre, y así no lo creo.

-¿No puede cada uno -dijo Sancho- morir la muerte que le da gusto? Pues si mi padre quiso morir de sabañones, ¿qué se le da a vuesa merced?

En medio de la risa de don Álvaro y sus pajes, entró don Quijote y su ama, la vieja, con un plato de peras en conserva y una garrafa de buen vino blanco y dijo:

-Vuesa merced, mi señor don Álvaro, podrá comer un par destas peras y, tras ellas, tomar una vez de vino, que le dará mil vidas.

-Yo beso a vuesa merced las manos -respondió don Álvaro-, señor don Quijote, por la merced que me hace, pero no podré servirle, porque no acostumbro comer cosa alguna sobre cena, que me daña y tengo larga esperiencia en mí de la verdad del aforismo de Avicena o Galeno que dice que lo crudo sobre lo indigesto engendra enfermedad.

-Pues, por vida de la que me parió -dijo Sancho-, que, aunque ese Azucena o Galena, que su mercé dice, me dijese más latines que tiene todo el a, b, c, así dejase yo de comer, habiéndolo a mano, como de escupir. ¡Mirá qué cuerpo de san Belorge! El no comer para los castraleones, que se sustentan del aire.

-Pues, por vida de la que adoro -dijo don Álvaro tomando una pera con la punta del cuchillo-, que os habéis de comer ésta, con licencia del señor don Quijote.

-¡Ah, no! Por su vida, señor don Tarfe -respondió Sancho-, que estas cosas dulces, siendo pocas, me hacen mal; aunque es verdad que cuando son en cantidad me hacen grandísimo provecho.

Con todo, la comió, y tras esto se puso don Álvaro en la cama, y a los pajes les hicieron otra junto a ella, do se acostasen, como lo hicieron. En esto, dijo don Quijote a Sancho:

-Vamos, Sancho amigo, al aposento de arriba, que allí podremos dormir lo poco que de la noche queda; que no hay para qué irte ahora a tu casa, que ya tu mujer estará acostada, y también que tengo un poco que comunicar contigo esta noche sobre un negocio de importancia.

-Pardiez, señor -dijo Sancho-, que estoy yo esta noche para dar buenos consejos, porque estoy redondo como una chueca. Sólo será la falta que me dormiré luego, porque ya los bostezos menudean mucho.

Subiéronse arriba tras esto ambos a acostar; y, puestos en una misma cama, dijo don Quijote:

-Hijo Sancho, bien sabes o has leído que la ociosidad es madre y principio de todos los vicios, y que el hombre ocioso está dispuesto para pensar cualquier mal y, pensándolo, ponerlo por obra, y que el diablo de ordinario acomete y vence fácilmente a los ociosos, porque hace como el cazador, que no tira a las aves mientras que las ve andar volando, porque entonces sería la caza incierta y dificultosa, sino que aguarda a que se asienten en algún puesto, y, viéndolas ociosas, les tira y las mata. Digo esto, amigo Sancho, porque veo que ha algunos meses que estamos ociosos y no cumplimos: yo con el orden de caballería que recebí y tú con la lealtad de escudero fiel que me prometiste. Querría, pues (para que no se diga que yo he recebido en vano el talento que Dios me dio, y sea reprehendido como aquel del Evangelio, que ató el que su amo le fió en el pañizuelo y no quiso granjear con él), que volviésemos lo más presto que ser pudiese a nuestro militar ejercicio, porque en ello haremos dos cosas: la una, servicio muy grande a Dios, y la otra, provecho al mundo desterrando dél los descomunales jayanes y soberbios gigantes que hacen tuertos de sus fueros y agravios a caballeros menesterosos y a doncellas afligidas; y juntamente ganaremos honra y fama para nosotros y nuestros sucesores, conservando y aumentando la de nuestros antepasados; tras que adquiriremos mil reinos y provincias en un quita allá esas pajas, con que seremos ricos y enriqueceremos nuestra patria.

-Señor -dijo Sancho-, no tiene que meterme en el caletre esos guerreamientos, pues ya ve lo mucho que me costaron ese otro año con la pérdida de mi rucio, que buen siglo haya; tras que jamás me cumplió lo que mil veces me tenía prometido de que nos veríamos, dentro de un año, yo adelantado o rey por lo menos, mi mujer almiranta y mis hijos infantes; ninguna de las cuales cosas veo cumplidas por mí (¿oye vuesa merced o duérmese?), y mi mujer tan Mari Gutiérrez se es hoy como ahora un año; así que yo no quiero perro con cencerro. Y, fuera deso, si nuestro cura, el licenciado Pero Pérez, sabe que queremos tornar a nuestras caballerías, le tiene de meter a vuesa merced con una cadena por unos seis o siete meses en domus Getro, que dicen, como la otra vez; y así, digo que no quiero ir con vuesa merced; y déjeme dormir, por vida suya, que ya se me van pegando los ojos.

-Mira, Sancho -dijo don Quijote-, que yo no quiero que vayas como la otra vez; antes, quiero comprarte un asno en que vayas como un patriarca, mucho mejor que el otro que te hurtó Ginesillo; y, en fin, iremos ambos con mejor orden, y llevaremos dineros y provisiones y una maleta con nuestra ropa; que ya he echado de ver que es muy necesario, porque no nos suceda lo que en aquellos malditos castillos encantados nos sucedió.

-Aun desa manera -respondió Sancho-, y pagándome cada mes mi trabajo, yo iré de muy buena gana.

Oyendo su resolución, alegre don Quijote, prosiguió diciendo:

-Pues Dulcinea se me ha mostrado tan inhumana y cruel, y, lo que peor es, desagradecida a mis servicios, sorda a mis ruegos, incrédula a mis palabras y, finalmente, contraria a mis deseos, quiero probar, a imitación del Caballero del Febo, que dejó a Claridana, y otros muchos que buscaron nuevo amor, y ver si en otra hallo mejor fe y mayor correspondencia a mis fervorosos intentos, y ver juntamente... ¿Duermes, Sancho? ¡Ah, Sancho!

En esto, Sancho recordó diciendo:

-Digo, señor, que tiene razón, que esos jayanazos son grandísimos bellacos, y es muy bien que les hagamos tuertos.

-¡Por Dios -dijo don Quijote- que estás muy bien en el cuento! Estoyme yo quebrando la cabeza diciéndote lo que a ti y a mí más, después de Dios, nos importa, y tú duermes como un lirón. Lo que digo, Sancho, es..., ¿entiendes?

-¡Oh! Reniego de la puta que me parió -dijo Sancho-. Déjeme dormir con Barrabás, que yo creo bien y verdaderamente cuanto me dijere y piensa decir todos los días de su vida.

-Harto trabajo tiene un hombre -dijo don Quijote- que trata cosas de peso con salvajes como éste. Quiérole dejar dormir, que yo, mientras que no diere fin y cabo a estas honradas Justas, ganando en ellas el primero, segundo y tercero día las joyas de más importancia que hubiere, no quiero dormir, sino velar, trazando con la imaginación lo que después tengo de poner por efecto, como hace el sabio arquitecto, que, antes que comience la obra, tiene confusamente en su imaginativa todos los aposentos, patios, chapiteles y ventanas de la casa, para después sacallos perfetamente a luz.

En fin, al buen hidalgo se le pasó lo que de la noche quedaba haciendo grandísimas quimeras en su desvanecida fantasía: ya hablando con los caballeros; ya con los jueces de las justas, pidiéndoles el premio; ya, finalmente, saludando con grandísima mesura a una dama hermosísima y ricamente aderezada, a quien presentaba desdel caballo con la punta de la lanza una rica joya. Con estos y otros semejantes desvanecimientos, se quedó al cabo adormido.