-En tres o cuatro meses no hay que pensar en toros, si no quieres ir a manejar la muleta a la estrella polar -díjole el médico al darle de alta.

Y Antonio, al abandonar el benéfico establecimiento apoyado en el brazo de su colega, comprendió que lo que el médico habíale dicho era la santa verdad; la pierna lesionada no prestaba el debido acatamiento a sus mandatos, y desde el siguiente día cualquier buen observador hubiera podido notar que el señor Curro pregonaba con mayor brío que de costumbre su habilidad en el arreglo de cerraduras y llaves, y que la señora Frasquita no abandonaba ningún día el campo de batalla hasta ya bien entrada la noche, lo cual, como comprenderán los que nos lean, obedecía a un imperativo ineludible: a la necesidad de atender mejor al mozo en su convalecencia y a las palabras del Chiripa, que le hubo de decir al día siguiente del ingreso de Antonio en el hospital:

Acabo de hablar con el médico, que me ha dicho que de momento no hay naíta que temer, felizmente, porque confía en que quedará bien del todo, y si queda bien, esto le servirá de enseñanza para que, de aquí pa alante, se entere mejor de que los toros tiran con las de Caín, pero tamién me ha dicho que será preciso que en dos o tres meses vea a los toros tos los días, pero a cachos y después de pasarlos poquito a poco por las parrillas.

-Un divé le oiga a su mercé -repúsole, gimoteando, la vieja-. Porque supóngase usté qué sería de nosotros si por desgracia lo escupiera la Virgen Santísima de los bordes de su manto.

-Y aluego que sería un dolor que se malograra un chavalete como él, que si sigue jaciendo lo que Dios manda, de aquí a dos años van ostés a tener jasta quien les jaga cosquillas cuando tengan ganas de reírse.

Los progenitores de Antonio quedaron como maravillados; el Chiripa era un a modo de Zaragozano en todo lo que se relacionaba con los toros; sus palabras eran escuchadas por chatos y narigudos con más respeto que un tiempo las de la famosa sibila. El Chiripa, tal vez protegido por su mote, jamás se había equivocado, y si aquella vez acertaba, ¡adiós para siempre llaves y cerraduras! ¡Adiós para siempre alhucema y orégano y cuerdas para el pelo! ¡Tal vez llegará un día en que, deseoso de reír el matrimonio, pudiera ordenar que le hicieran cosquillas en las extremidades pedestres, como decía el profeta.

-Entonces, ¿es que usté cree que el chavalillo...?

-Yo creo que el chavalillo tiene en él una mina de oro si no se amanera, si no se acoquina y si no se echa a perder, y que cuando les llegue a ustedes su hora van ustedes a llevar un coche de los de ocho caballos por lo menos.

Desde aquel día, y sobre todo desde que el mozo abandonó el hospital, pudieran notar -repetirnos- los más observadores del barrio que los pregones del matrimonio habían ganado en intensidad, y sus piernas, en bríos; los viejos comprendieron que se hacía preciso extremar el cuido con su presunto heredero, al objeto de que éste recobrara lo más pronto posible la perdida elasticidad de su pierna lastimada.

Durante aquellos meses de forzosa inacción entreteníase el Cartulina ora recurriendo, en los días de mayor apuro, a su vieja maestría con los naipes en la mano, ora charlando en la tertulia de la cervecería y escuchando el simpático divagar y los atinados consejos del Chiripa y platicando con Maricucha, unas veces en la puerta de su casa, otras en la ventana; algunas noches, las menos apacibles en la sala con alcoba, no sin el beneplácito de los padres de ella, a los que había ablandado un tantico el corazón lo que de su probable futuro yerno la gente decía.

A los dos o tres meses, la generosa sangre juvenil del mozo consiguió devolver a su pierna la perdida elasticidad, pero el Chiripa comprendiendo que para aligerar su total restablecimiento, y para que pudiera volver a pisar los terrenos de los toros, conveníale al chavalillo ir haciendo algunos pinitos, consiguió que el contratista encargado de abastecer el matadero de carnes importadas del litoral mauritano, le permitiese ejercitarse con aquellos moruchos tábiros, y pronto se encontró nuestro mozo en mejores condiciones físicas que nunca, merced a la experiencia adquirida en sus ensayos con las reses destinadas a ser colgadas en los garabatos de las carnicerías malacitanas.

Y ya de acuerdo con Pepe Fajardo andaba nuestro protagonista a caza de contratas, cuando una tarde en que paseaba su aburrimiento con el Cardenales por la plaza de la Constitución, tropezáronse manos a boca con el Chiripa, que paseaba también su boquerismo crónico y el gran bagaje de sus ilusiones muertas y el cual, uniéndose a ambos mozalbetes, díjoles con acento complacido:

-Que me pudra si no me alegro de trompezarme con la flor del romero y con la flor de la canela, porque es que estoy tan der to, que estaba pensando en qué sería mejor, si tirarme a la mar u si tomarme un veneno.

-Pos lo mejor sería que nos tomáramos un cristalito en ca der Paco el Marimoña.

-Mia tú -dijo el Cardenales-: pos la mar de veces que me han preguntao allí por ti, sobre to la Lola, su sobrina, que ya se ha vestío de largo y está que tira de espaldas de requetepinturera.

-Cudiao, caballeros, con no peír del de N. P. U., que no llega a una colunaria to lo que puée mal parir la faltriquera.

-No hay cudiao -dijo el Cartulina con aire de protección-, que esta tarde he dejao al Cascabeles con menos ropa que un misto; como que seis lúganas que tenía se prendaron de mi manera de cimbrar er talle y aquí las tengo a disposición de las empresas.

Cuando llegaron a casa del Marimoña, éste, con la barba en el ombligo, las manos cruzadas sobre el pecho y el semblante congestionado, roncaba de modo lento y resonante, en tanto Lola, su sobrina, acodada sobre el mostrador, avizoraba con ojos avispados a Joseíto el Cangrejo, que se multiplicaba para poder atender a la numerosa parroquia.

-Oye tú, Lola -exclamó, dirigiéndose a la muchacha, el Cardenales-, aquí te traigo a Toño, al que le he dicho que si no venía pronto a verte dibas a caer en cama con un tendón encogío.

-Como que ya estaban pensando tos los que bien me quieren en una junta de méicos.

Y al decir esto, una mirada intensa y acariciadora desmentía la sonrisa burlona que serpeaba en sus labios encendidos.

Antonio contempló con descarada insistencia a Lola; ésta acababa de cumplir los dieciocho años, y era de mediana estatura, de formas precozmente opulentas, de talle que acortaba la curva de su seno de excepcionales arrogancias y la amplitud de su cadera; su rostro, de tez cálida y suave, era de facciones vulgares, embellecidas por la expresión hondamente sensual que adormecía sus ojos; una sonrisa vaga dejaba ver sus dientes primorosos.

Su cabellera, profusa y abundante, encrespábasele sobre la frente, adornada con vistosos peinecillos; un cuerpo de batista floreado contorneaba su seno temblador; entre los pliegues de su garganta perdíase una ligera cadena de oro que sostenía sobre su pecho, en un relicario de oro, el retrato de su difunta madre; las mangas cortas dejaban desnudo el antebrazo carnoso y sonrosado; un delantal blanco orlado de encajes brindábale abrigo, en sus coquetones bolsillos, a sus enjoyadas manos diminutas.

Desde el día en que Lola apareciera detrás del mostrador ayudando a su pariente, fue aumentando el marchanterío. Lola ponía una nota alegre en el hondilón, y sin querer, su presencia fue mejorando la parroquia: los que antes achabacanaban el lenguaje sin darse cuenta de ello fueron moderándolo; los que tenían el vino más belicoso, cuando era llegado el momento de tener que pedir o negar explicaciones íbanse a la del rey, y un bandurrio de mozos, muchos de ellos aún con el bozo en gestación, declaráronse pelmazos crónicos de la taberna, donde se pasaban la vida charlando de cosas heroicas o jugándose las convidadas, bebiendo en actitudes aprendidas de los más pintureros decanos de la gentileza, y procurando aprisionar a la muchacha entre las redes de sus varoniles incentivos.

Lola manteníase en un estratégico término medio, que ni la comprometiera ni ahuyentara a sus cortejadores; pero justo es decir que ninguno de aquéllos había conseguido ocupar su imaginación ni una sola noche, y que el único chavalete que de vez en cuando asomábase a ella sonriéndola con expresión acharranada y sugestiva era Toñuelo el Cartulina.

Este conocía a Lola desde rapaza; cien y cien veces habíala visto en el arroyo de la calle jugando con sus amigas o bailando en torno de los organillos callejeros, asediada casi siempre por un bandurrio de rapaces que parecían dormirse en la contemplación de su seno incipiente y de sus imponentes pantorrillas, pero Antonio no había engrosado nunca las filas de sus admiradores; jamás los encantos infantiles de Lola habían tenido para él imantación bastante para someterle a su yugo, y por tanto nunca se pudo dar cuenta de que siempre que él estaba cerca de ella, los ojos de Lola posábanse en él con persistente dulcedumbre, y que un gesto de contrariedad entristecía su semblante ante su desdeñosa indiferencia.

No obstante, al llegar aquella noche a la taberna, se sintió gratamente sorprendido; sus sentidos se exaltaron un punto ante el paisaje tentador, y alentado por el mirar francamente más que tolerante, provocativo, de Lola, dejó que sus ojos rebasaran las lindes de lo prudencial, se quedaron como descansando en el nacimiento del seno y en los labios húmedos y rojos y sensuales de la Marimoñita.

-¡Conque ya se estaba pensando en una junta de méicos! -murmuró sonriendo con expresión jactanciosa Antonio, y después-: Pos mira tú -continuó con voz dulce-, no una junta de méicos, sino el argahijo es lo que voy a necesitar yo de aquí a un rato, si sigo mirando toíto lo que Dios te dio en un arranque de rumbo!

-¿Y quién te manda a ti mirar lo que mardito lo que se te importa?

-Eso es lo que no sabes tú. ¡A mí siempre me importó lo mío!

-¡Lo tuyo!

Y una carcajada infantil se desgranó en notas perlinas en los labios de la muchacha.

Sentáronse nuestros amigos cerca del mostrador, y momentos después uníase a ellos el tabernero, al cual habían impedido -según decía- coger el sueño aquellos pícaros maletas.

-Pos, ¡camará!, usté no dormiría, pero los ronquíos se estaban oyendo en Santo Pita.

-Es que yo jago el carretón como los gatos cuando estoy a dormivela.

El rato de conversación fue un himno entonado en honor de Antoñuelo; el Chiripa aseguró repetidas veces, en la más solemne actitud, que el Cartulina tenía que pasar forzosamente a la posteridad en glorioso ramillete con el Súpito, con el Canela, con el Cantimpla, con el Tarasca y con todos los que por aquel entonces fulgían en el horizonte visible de la tauromaquia como astros de primera magnitud.

Y a la vez que el jaleado escuchaba, esponjándose de orgullo, aquella anticipada apología de sus aún problemáticos triunfos, Lola sentía agítársele la respiración. Antonio era el mozo más de su gusto de todos los que hasta entonces habían desfilado por delante de ella; además, según opinión de todos los que podían pintarla de angures, probablemente llegaría a ser uno de aquellos que ella veía retratados en las primeras planas de los periódicos y revistas más importantes, y si Antonio conseguía llegar a ser uno de aquéllos y ella lograba encadenarle a su yugo, ¡Dios de los altos cielos!, si Antonio conseguía escalar aquellas cúspides supremas y ella realizaba sus aspiraciones, ni que decir tenía que ella también saldría en los papeles la mar de bien jateada, en las más gallardas actitudes, y que su vida deslizaríase como un manso río de venturas y de alegrías.

Aquella noche, cuando Antonio se fue a su diario palique con Maricucha, estuvo algo distraído, hasta el extremo que hubo de preguntarle la muchacha:

-Pero ¿qué es lo que a ti te pasa esta noche, so guasón, que paece que te han dao una toma pa que se te muera to el salero?