Sangre torera de Arturo Reyes
Capítulo III



Cinco años eran transcurridos cuando volvemos a poner a plena luz a nuestros protagonistas, años durante los cuales apenas si alguna que otra nube de verano había logrado empañar el radiante cielo de aquellos juveniles amoríos; en vano los padres de Maricucha habían intentado romper aquellos tan dulces lazos; sus consejos habíanse estrellado en la firmeza de la muchacha, y en vano también los mocitos de más bandera habíanla puesto tenaz amoroso asedio. Ante sus muros habían tenido que abatir sus pendones los más irresistibles ternes del distrito. Paco el Tulipa, Juan el Jeqüero, Curro el Ventolina; aquel trío inmortal en las tradiciones percheleras y trinitarias había sufrido la humillación de verse preteridos al Cartulina; éste habíase visto precisado a abandonar el oficio que adoptara años antes. Maricucha habíase ingeniado para dejar la cesta de los encajes y ya no callejeaba pregonando rítmicamente sus mercancías. Todos los días de subasta acudía a las agencias de su predilección, y revendiendo los lotes de alhajas que en ellas adquiría, fue progresando hasta el punto de poder trabajar por cuenta propia, en tanto su madre pasábase el día charlando en el patio del corralón, y su viejo en cualquiera de las tabernas próximas, poniendo cátedra de vago y de alegre y de chirigotero.

Este paso de avance de la gitana hízole a Antonio pensar en abandonar para siempre el humilde oficio, decisión que le hizo llevar a la práctica Maricucha, que hubo de decirle un día señalándole los útiles de su industria:

-La verdá es que tengo ya la mar de ganitas de que tires ese trasto a la mar salá, a ver si se lo come ya de una vez un rancho de calamares.

Estas palabras hicieron que Antonio se decidiese, y al siguiente día, cuando su madre, como de costumbre, le despertó para que fuera a buscarse la vida, repúsole el muchacho con acento decidido y en resuelta actitud:

-Eso ya se acabó, marecita. Yo ya no güervo a limpiarle el calzao más que a quien yo sé cuando a mí me dé la repotentísima gana.

-Pero ¿es que vas a poner un bazar en la Alamea?

En vano la señora Frasquita se mesó las grises y no muy limpias aceitosas guedejas; en vano el señor Curro hizo algunos mohínes como si estuviera a punto de llorar; en vano recurrieron después, ya a la desesperada, a más contundentes e impropias razones; todos sus esfuerzos se estrellaron en la inconmovible actitud de Antonio.

Una noche en que éste paseaba silencioso y meditabundo por las calles del barrio, hízole su buena fortuna tropezarse con Pepe Fajardo, un torerillo en agraz, vivaracho y alegre como un repique, el cual habiendo bebido más de lo que necesitaba para que se exacerbaran sus ternuras, diole el exceso del montilla por adorar al ex limpiabotas, al cual invitó a cenar en celebración de lo bien que él había quedado en la última capea, en que luciera su habilidad, y media hora después, sentados frente a frente a una mesa en Los Corales, decíale Pepe al Cartulina:

-Mía tú: a mí tú me eres la mar de simpático, y me alegraría yo de que tú te atrevieras a ser uno de mis peones o uno de mis banderilleros.

-¡Yo tu peón! Pero, chiquillo, si yo no pueo ver cerca una vaca de leche sin que me dé una alferecía.

-Pero, guasón, si eso de ponerse delante de un toro es más fácil que cantarse unas serranas; si los toros cuasi tos tienen los pitones como pilones de azúcar.

Antonio quedó perplejo. Bien podía ser aquélla una solución inesperada; él siempre había tenido amor decidido a los toros, y si no se había metido en la afición era porque él no había creído nunca que tuviesen los pitones de azúcar, como Fajardo decía. Antonio vaciló; la oferta no era de las más tentadoras, porque para llegar a ser algo de provecho hacíase preciso no ir a lucir sus facultades a Moclinejo o Totalán; para llegar a ser algo hacíase preciso lucirlas en los grandes ruedos. Pero también es verdad que principio quieren las cosas, y al pensar esto se acordó de Pepe el Mangano, su compañero de estudios, el cual, al año no cabal de meterse en harina, había llegado a convertirse en uno de los de más cartel de todos los novilleros, tanto que la última vez que hubo de tropezarse con él, por poco si le da un síncope al ver los brillantes que lucía el mozo en la pechera de la camisa.

-Qué, ¿te atreves? -insistió Pepe Fajardo, que le contemplaba con ojos escrutadores.

Antonio pensó en que si dejaba perder aquella ocasión, tal vez no la volviera a encontrar, y sin darse cuenta de lo que decidía y viendo solamente relampaguear ante sus ojos los brillantes del Mangano y los bellísimos ojos de Maricucha:

-Pos ya lo creo que sí, que me atrevo -le repuso por fin con voz firme.

No tardó en presentarse una oportunidad en que el mozo pulsara sus facultades en una capea en Cártama.

Maricucha se opuso fieramente a la decisión de Antonio; ella no quería que fuese torero así lo emborrizaran en polvos de diamantes. Las mujeres de los toreros tenían que vivir muriéndose. No, ella no quería sufrir tan horrible martirio; estopa y pez le costó al mozo convencerla de que en aquella ocasión no había nada que temer; se lo había dicho Pepe Fajardo, que ya conocía íntimamente las vacas que se habían de lidiar: eran tres buenas mozas que no podían con las ubres y a las cuales él sabía que hasta los cuernos, antes de correrlas, se los echaban en remojo.

Tuvo que resignarse, aunque siempre protestando, Maricucha, y un amigo de Antonio proporcionó a éste un capote de raso de algodón azul rabioso.

Cuando el novel lidiador regresó de Cártama, tuvo necesidad de quedarse en cama dos o tres días, a consecuencia de que a una de las de los cuernos en remojo habíanselo resecado, sin duda, el terral, y el mozo salió de su ensayo taurómaco con el cuerpo dolorido y con todos los colores del iris en su gallarda persona.

-Con que aprendas a menear una miajita el percal, tenernos en ti la mar de gente, porque bien puées dicir que estás elante de los toros como si estuvieses elante del casero de tu casa.

En esto no mintió Fajardo: Antonio al verse delante de aquellas imponentes cornalonas no se habla sentido intimidado ni mucho ni poco; a cada acosón con que le hacían rodar por tierra, entre el griterío del pueblo entusiasmado, levantábase más y más encoraginado y con más decisión tornaba a colocarse delante de aquellas testuces imponentes para al minuto volver a rodar molido y maltrecho.

-¡Camará, pos di tú que te ha parío cuarenta y siete veces esta tarde la señá Frasquita! ¡Vaya un mo de aguantar achuchones! -díjole ya terminada la corrida el Cardenales.

Antonio fue el héroe de la jornada, todos los que presenciaron la capea entonaron un himno en honor suyo.

-¡Vaya un mozo con condinga! ¡Vaya un gachó con toa la sigüela! Pa dicir to lo bruto que es se necesita una bula pontificia.

Antonio se esforzó en ocultar a los ojos de Maricucha su quebranto físico, pero no lo consiguió del todo; a veces un movimiento brusco le arrancaba un quejido ahogado.

-¿Lo ves tú? -decíale entonces la muchacha en dulce expresión de reproche- ¡Si te lo venia diciendo! ¿No ecías tú que le echaban en remojo los pitones a los toros? Pos bien: esta vez pase, pero lo que es otra vez no toreas tú como no sea un bote de barsamina.

Antonio empezó a gustar la gloriosa compensación a los achuchones recibidos; la buena nueva corrió como por regueros de pólvora. Pepe Fajardo y su cuadrilla habíanse convertido en trompeta difundidora de sus proezas, hasta tal punto que los padres de Maricucha, que apenas si se dignaban antes mirarle, dijeron a su hija con acento complacido:

-¿Conque según parece va a resultar otro Gallo esa gallinita de Guinea?

Maricucha encogiose de hombres, y no obstante lo mucho que la contrariaba que Antonio se hubiese aventurado por aquel derrotero, no pudo evitar que una vaga sonrisa serpeara en sus labios oyendo ensalzar la serenidad ante los toros del hombre que llenaba su alma de ternuras, y de luz sus amantes pensamientos.

Antonio desde aquel día empezó a dejarse la trenza y a asistir la tertulia que formaba en la entrada del Pasaje de Álvarez cuando no tenía ninguno de los contertulios con qué pagar una convidada, o en la cervecería cuando no carecían de los medios necesarios para pasar el rato de manera más confortable.

Un mes después tuvo ocasión el Cartulina de probar de nuevo su resistencia ante la tarascada de las fieras, y al año escaso había conseguido eclipsar los esplendores de Pepe Fajardo, merced a su arrojo matando dos novillos en lino de los pueblos próximos a la capital.

Aquellas dos muertes fueron a modo de zancos sobre los cuales se encaramó el Cartulina, logrando, merced a esto, empezar a destacarse sobre la turba de coletas que hormigueaba en esta tierra de nuestros amores.

-Ustés no saben -decíale una tarde a su regreso Pepe Fajardo a su pintoresco auditorio, sentado en la cervecería-; ustés no saben qué fenómeno es el Antoñuelo matando, ¡camará!, y qué mo de cruzar y de perfilarse y de jarrear más rerto que una vela y de doblar entre los mismos pitones, y de mojarse las uñas y de vaciar, como si en lugar de estar entre dos pitones estuviera entre dos merengues de fresa.

La aparición en la cervecería de Antoñuelo fue acogida con una salva de aplausos. Antoñuelo, merced a lo ganado durante aquel año, había conseguido patentizar su amor a las galas típicas, y su figura, que habíase redondeado un tanto, había acrecido en gentileza y en elasticidad; un ceñidor asomaba por bajo del marsellés de urdimbre gris perfectamente entallado; el pantalón, de la misma tela, modelaba sus caderas a modo de malla; su calzado era pulido; todo cuanto ganara casi en sus expediciones a los pueblos próximos, gastábalo en ataviarse con arreglo al gusto imperante entre los que han tenido el buen gusto de no divorciarse de lo típico y de lo tradicional, tan bello y tan sugestivo.