Sancho Saldaña: 44

Sancho Saldaña de José de Espronceda
Capítulo XLIV

Capítulo XLIV

Fallida ya mi esperanza
quedo triste y sin ventura,
y en tamaña desventura
no he más bien que mi venganza.
ANÓNIMO


Entró luego a despertarle de sus cavilaciones un caballero de parte del rey, que le dijo que su alteza deseaba verle, y que le esperaba solo en su cuarto. Túvole que repetir el recado dos veces, a pesar de venir del rey, pues además de estar distraído no se picaba nuestro héroe de cortesano, y las penas que le consumían le traían tan fuera de sí que apenas ponía cuidado en lo que le hablaban. Levantóse de su asiento a la segunda vez sin replicar palabra, y habiendo hecho seña al caballero de que le había entendido, se dirigió a la habitación de don Sancho, donde le halló solo, ocupado en revolver algunos libros de astronomía.

Hízole un saludo respetuoso, al que contestó el rey, quien cerró el libro que estaba leyendo, y habiéndose vuelto a él le indicó que tomase asiento y se acercase, diciéndole al mismo tiempo:

-Parece, buen caballero, que os es fatal vuestra estrella.

-Vuestra alteza, señor -respondió Saldaña con tono de voz melancólico-, creo que se engaña en llamar estrella a la luz infernal que guía mis pasos en este mundo. Pero lo cierto es que no hay en él un hombre más desdichado que yo.

Eso quiere decir -repuso el rey- que la hermana del rebelde está más obstinada que nunca, y no nos permite con su tenacidad usar de nuestra clemencia.

-Así es -repuso Saldaña-: esa mujer se ha empeñado en que su hermano muera, y en que yo me desespere y maldiga al Dios que me hizo y la hora en que vi la luz.

-Pues entonces, ya veis -contestó don Sancho- que es inevitable que se cumpla la ley. Mi deseo hubiera sido perdonarle y reconciliar vuestras dos familias por medio de vuestro enlace con Leonor de Iscar, porque, por Santiago de Compostela, os juro que querría salvar y tener por mi servidor a un tan valiente caballero como su hermano, aunque no fuera sino por lo leal que para con mi padre fue el suyo.

-Hernando de Iscar, señor -respondió el de Cuéllar-, es testarudo como un toro, y yo no sé qué hacer ya con su hermana para persuadirla. Con todo, es cruel el partido que va a tomar vuestra alteza, y si pudiera ser retardar aún algunos días...

-No, Saldaña, os engañáis -interrumpió el rey-; lo que sería bondad únicamente de nuestra parte, sería mirado como una prueba de debilidad por nuestros enemigos. El delito de Hernando, mientras que a Nos no preste el homenaje debido y ceda su hermana a vuestras instancias, no debe quedar impune. Considerad que es el jefe de una facción que todavía cuenta muchos partidarios en todo el reino, y que mientras él viva y no le tachen los suyos de traidor a sus juramentos, viéndole premiado a nuestro servicio, mantendrán esperanzas que debemos a toda costa desvanecer, y atribuirán a miedo la tardanza de su castigo. Os he hecho llamar, porque no he querido proceder de ligero; pero ya que vos mismo no conserváis esperanza alguna de reducir a su hermana, Hernando de Iscar es preciso que muera.

-Y entonces yo -respondió Saldaña- perderé también lo único que me quedaba en el mundo, porque también Leonor morirá sin duda, y vos seréis el que, por premio de los servicios que os he hecho, me la arrebatéis para siempre y hagáis que me maldiga en su lecho de muerte como al demonio de su desgracia.

-Saldaña -repuso el rey con afabilidad-, estáis loco, y no se puede hacer caso de lo que en este momento decís. Esa mujer os ha trastornado el juicio.

No se engañaba el rey en lo que decía y cualquiera que hubiese visto a Saldaña girar a un lado y a otro, los ojos desatentados, la cabeza baja y contraído a veces el rostro, hubiera participado de su opinión. Luchaba entonces el corazón de nuestro héroe con cien encontradas pasiones. Deseaba, por una parte, vengarse de una vez de Leonor, aunque fuese a costa de sí propio; faltábale, por otra, fuerza bastante para ejecutar su venganza, temía echarse sobre sí un nuevo crimen, hacíase ilusión todavía de vencer la tenacidad de Leonor, pesaba además las razones del rey, y en medio de tan contrarias voluntades no sabía por qué decidirse. Y quedó algún tiempo en silencio y hablando a veces consigo mismo en confuso murmullo, olvidado de quien estaba con él, como si se hallara solo en su cuarto. Mirábale el rey, y de cuando en cuando se sonreía. También él hubiera querido salvar a Hernando, aunque por diferentes razones, que puesto que hasta entonces había aparentado ceder a las súplicas de Saldaña, no se le ocultaba al rey lo importante que podía serle un hombre del valimiento de Hernando si lograba desconceptuarlo entre los revoltosos y atraerlo a su servicio.

Pero el convencimiento en que estaba ya de que no podía alcanzar lo que quería, le había hecho mudar de intento, determinado por último a hacer, ya que más no podía, un castigo ejemplar en el jefe de los contrarios. Por otra parte, Saldaña no veía tampoco para él ventaja alguna en cometer el delito de sacrificar a Hernando, puesto que si hubiera querido sólo satisfacer sus sentidos, tiempo hacía ya que estaba Leonor a su voluntad, y en vano hubiera sido su resistencia; pero no buscaba en ella un placer pasajero, no era un instinto animal el que le hacía desearla, sino que un sentimiento profundo, una esperanza de felicidad le obligaba a todo para poseerla.

Imaginábase (porque siempre nos imaginamos en nuestros sueños de felicidad lo que queremos) que aunque ella le aborreciera entonces, su empeño en agradarla, si llegaba a ser su esposo, los miramientos que con ella tendría, volverían en cariño el odio que un resentimiento pasajero había engendrado contra él en su corazón. Por lo que la vida de Hernando le era tan precisa como la suya propia para el cumplimiento de sus esperanzas, y sin embargo que la entrevista de los dos hermanos había disipado muchas de sus ilusiones y encendido en su alma vehementes deseos de venganza, decidido a acabar de una vez, aún no acertaba a determinarse, temeroso de perder para siempre lo que tal vez pudiera ganar todavía. Serenóse, pues, un poco, y exhaló un profundo suspiro.

-Vuestra alteza -dijo- no debe precipitarse en quitar la vida al de Iscar. Quizá logremos todavía que Leonor ceda, y en ese caso...

-Desengañaos, Saldaña -repuso el rey-; la pasión que tenéis a esa dama os hace ver lo que no hay y esperar lo que no llegará jamás, mientras usemos de la blandura con que los hemos tratado hasta ahora. Si ven que no se cumplen nuestras amenazas, sus oídos se acostumbrarán a ellas, y no harán más caso que de las nubes de antaño. Las que se les han hecho son las más terribles, y nada nos queda ya sino ejecutarlas. Veremos si resiste hasta el último trance el valor de esa mujer inconquistable; probemos su ánimo con el último terror que nos queda, y creedme que si aún tiene firmeza para ver llevar a su hermano al cadalso, ni vivo ni muerto debéis esperar nada de ella, porque es claro entonces que es una de aquellas mujeres que sólo se hallan en los libros de caballería.

-Así es -replicó Saldaña-, y por mi desgracia veréis que no cede. Pero tenéis razón, y no queda otro medio de hacer titubear su firmeza. Es preciso que su hermano muera mañana mismo, y que ella misma presencie su muerte, o que un enlace dichoso ponga fin a las enemistades que nos desunen.

-Me alegro -dijo el rey, sonriéndose- de que penséis con más juicio, y si la mala suerte hiciera...

-Perdonad si os interrumpo, señor -replicó Saldaña frunciendo el entrecejo, que le ennegrecía como una nube el semblante-; si tal hiciera la mala suerte, los demonios del infierno podrán contar con un alma más en su reino.

-¿Y por qué no las damas -repuso el rey- con un galán más que las obsequiase?

Saldaña no respondió; echó una mirada de indignación y desprecio al rey, y rechinó los dientes como un condenado.

Don Sancho, que le tenía por loco, no pudo menos de sonreírse.

-¿Conque está resuelto que mañana o morirá el caballero o Leonor será vuestra?

-Y que ella -repuso el de Cuéllar- ha de estar presente a su muerte.

-Pardiez que estáis decidido -replicó el rey.

-A todo -respondió Saldaña.

Y habiendo quedado un rato en silencio se levantó de su asiento, y sin pedir permiso ni mirar siquiera dónde se hallaba, salió de la estancia embebecido en sus pensamientos, sin oír siquiera la risa con que don Sancho celebraba su distracción.