Sancho Saldaña: 38

Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXVIII

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Que es mujer, y apasionada,
ningún respeto la enfrena,
Romance de Abenzulema


Entre tanto Zoraida lamentaba en Valladolid la prisión de su padre, a quien ya sabía que conducían algunos hombres de armas camino de Cuéllar con intención de presentarle al rey, a quien tocaba únicamente juzgarle como embajador que se decía del rey de Aragón.

Vano fuera querer pintar la sorpresa y el dolor que sintió cuando se halló al despertar sola en aquella casa, para ella desconocida, con una mujer anciana a la cabecera del lecho, que con infinitas lágrimas y no pocos suspiros le refirió la prisión de Abraham, así como la de Aarón, sobre lo cual hizo largos comentarios y dolorosas lamentaciones. Baste decir que la confusión en que se hallaban los sentidos de la desgraciada judía era tal, que apenas como de un sueño se acordaba de todos los sucesos que desde su prisión en el castillo hasta entonces habían pasado por ella, y casi no comprendía lo que le contaba aquella mujer. Oíala sin hablar palabra, y miraba a su alrededor como atónita de verse allí, sin poderse dar razón así misma de todo aquello.

Pero cuando Usdróbal, poco tiempo después de amanecer, volvió a verla, habiendo logrado zafarse de los de la escolta, todas las dudas se disiparon en su mente, los recuerdos de lo pasado cobraron nuevo vigor en su alma, y la dolorosa verdad ocupó el lugar de sus ilusiones. Todo era demasiado cierto, y Usdróbal debía ser en adelante su único protector en el mundo, según había encargado su padre.

Con todo, como mujer tan sobremanera animosa, no tardó en tomar su resolución, y sabedora del destino del preso, se determinó a volver al castillo que había de servirle de cárcel. Vistióse, pues, y en saliendo a otro cuarto donde la aguardaba Usdróbal le comunicó su designio de marchar a Cuéllar, donde ella sabía cómo entrar y cómo salvar a su padre, valiéndose del conocimiento que tenía de todos los pasadizos ocultos y comunicaciones secretas de aquel castillo. No le pareció a Usdróbal tan descabellada su proposición que se pudiera desechar sin meditarla primero. Parecíale efectivamente fácil la libertad del judío si Zoraida lograba penetrar en la fortaleza, en lo que no había a su parecer gran riesgo, ahora que Jimeno había pagado sus crímenes con la muerte y no podía sorprenderles. Facilitábale quizá más esta empresa, que al cabo no dejaba de ser peligrosa tanto para él como para Zoraida si llegaban a sospechar su intención, el recuerdo de la hermosa Leonor, cuya imagen no se había apartado de sus ojos en medio de cuantas aventuras había corrido. La idea de hacer algo en su favor, y sobre todo el pensamiento de que quizá podría verla u oírla al menos, y que iba a habitar bajo el mismo techo, producía tal contento en su alma, que nada le parecía imposible ni aun dificultoso. Pero aunque todo esto lo halagaba sobremanera, no le cegaba hasta el punto de desoír la voz de su conciencia, que le gritaba mirase bien el paso que iba a dar tan aventurado, puesto que al fin él sería responsable de cualquier desgracia que por su imprudencia sobreviniese a aquella mujer que había puesto la Providencia divina a su cuidado.

-En verdad -se dijo a sí mismo pensando en esto y sonriéndose-, que en mi vida he meditado nada con tanta madurez como ahora, y luego dirán que soy ligero de cascos. Pues, señor, nada de eso -prosiguió en alta voz-, yo iré solo y sacaré a vuestro padre de sus apuros, o mal me han de andar las manos.

-Eso no -respondió Zoraida-; vos me acompañaréis, y yo iré; y no meditéis más sobre esto porque estoy determinada ya, y no he de dejar de ir.

En resolución, largo fue el debate; pero, habiendo vencido por último la obstinación de Zoraida fueron tan poderosas las razones que supo darle, que Usdróbal se encogió de hombros, y no sabiendo qué responder salió a preparar el viaje para marchar aquel mismo día.

Tres horas después ya se había proporcionado Usdróbal dos caballos, Zoraida se despidió de la buena vieja que la asistía, y ambos a dos emprendieron su marcha, cada cual muy pensativo y ocupado de sus designios.

Marchaban uno al lado del otro sin hablar palabra. Usdróbal saboreándose con formar, como suele decirse, castillos en el aire, y ella esforzándose a desechar de su imaginación la principal figura del cuadro que le forjaba su fantasía. Pero por más que intentaba alejarla, representándose a su padre en el inminente peligro en que se encontraba, por más que intentaba apartar de sí cualquiera otra idea, deseosa de no pensar ni amar más que a él, estaba harto reciente su herida, y su pasión era demasiado poderosa para que no pensase en Saldaña.

Su infidelidad, su infame comportamiento, su amor por aquella cristiana a quien ella en sus celos atribuía la mayor parte de sus desgracias, cuanto había padecido por causa suya, cuantos planes de venganza le sugería su resentimiento, todo, en fin, combatía y ocupaba de tal manera su alma, que la prisión, la muerte de su mismo padre no era sino una gota más de veneno en el agitado mar que emponzoñaba su vida.

Su amor a Saldaña había sido el primero, el único amor de su corazón, y ahora no podía menos, con vergüenza, de confesar en sí que la libertad de su padre era sólo un pretexto con que quería en vano engañarse a sí misma para ocultarse la fuerza de su pasión y el poder del destino que la arrastraba a Cuéllar. Mil pensamientos de venganza volaban delante de ella, mientras que otros tantos de esperanza y felicidad llenaban la mente del alegre Usdróbal, que al cabo de haber andado una legua entonó esta canción con voz clara y no de mala manera cantada:

Tocando están a maitines
y está roncando el prior,
que es para él la campana
como cantarle el ro ro.

Dos vueltas daba en la cama,
un bostezo y una tos,
y como es noche de enero
entre sueños se arropó.

Perdido entre tanto andaba
ya fatigado el trotón,
calado y yerto de frío
jurando y llamando a Dios,
un jinete aventurero
que mal oficio tomó.

Al tañer de la campaña
relincha alegre el bridón,
alza la cabeza, el paso
presto aguija, y su señor,
reanimada su esperanza
de hallar cerca población,
va acariciándole el cuello
y le anima con la voz.

Entre breñas solitarias,
como sombras que fingió
en noche oscura a lo lejos
tal vez medroso pastor,
se elevan las altas torres
de aquella santa mansión.

A pie se arroja al llegar
soñoliento el viajador
y chocó en sus férreas puertas
con ímpetu su lanzón,
que por bóvedas y claustros
hondamente resonó.

Para; nadie le responde;
vuelve a llamar: al rumor
los muertos se despertaran,
mas no despierta el prior:
dos, tres, cien veces repite
los golpes con más tesón:
tiembla la puerta, y es fama
que el edificio tembló.

Pero no entró el caballero
ni dio al caballo ración,
y a pesar del ruido duerme
a pierna suelta el prior.


-Vos sois dichoso, Usdróbal -dijo Zoraida con un suspiro.

-Ciertamente no me creo del todo infeliz -repuso el desembarazado mozo-, pero tampoco me faltan penas.

-¿Amáis mucho a Leonor? ¿Creéis que ella no os sea ingrata?

-Señora -respondió Usdróbal sonrojándose-, yo amo a Leonor con toda mi alma, pero ella no sabe ni sabrá nunca que yo la amo. No -prosiguió como si hablara consigo mismo-, no se lo diré jamás; hay mucha distancia de mí a ella, y perdería hasta el consuelo de verla.

En esta conversación llegaron a uno de los pueblos del camino, donde descansaron aquella noche, sin que sea posible pintar el decoro y respeto con que Usdróbal la trataba, que no parecía sino que más se había educado en cortesanos estrados que en rudos castillos y cuevas de ladrones; tan puntual y atento supo mostrarse en aquella ocasión.

Al día siguiente, que por estar ya a fines de octubre empezaba a enfriar la estación, habiéndose puesto en marcha dejó Usdróbal ambos caballos en la cabaña de un pastor, no muy lejos de Torre-Gutiérrez, adonde caía justamente, si mal no se acuerda el lector, la entrada secreta que conducía a la fortaleza de Cuéllar. En vano rogó allí de nuevo a la apasionada Zoraida que desistiese de su empresa, representándole los muchos peligros a que se exponía, y ofreciéndose él a cuanto fuese necesario hacer en favor de su padre. Pero ella desoyó todos sus consejos, arrebatada de su vengativa pasión, que por instantes crecía conforme se iba acercando a la habitación de su infiel, con mezcla de rencor y de ternura, de valor y de miedo, toda trémula y temerosa de verse con Saldaña, jurando huir de él, y deseosa al mismo tiempo de hallarle.

Entraron, en fin, y aquel día era sin duda uno de aquellos en que ha de cumplirse algún terrible anatema, un día de maldición y de muerte.