Sancho Saldaña: 31
Capítulo XXXI
El ominoso Marte, que preside
a la sangrienta lid con ceño airado,
la frente de laureles va ciñendo
al que vuela sañudo
los campos de cadáveres cubriendo.
Impune hiere el bárbaro asesino
y tranquilo se goza en sangre humana
retiñendo el puñal de muertes lleno,
y asesinando vive
alumbrándole el sol que alumbra al bueno.
JUAN BAUTISTA ALONSO, A la muerte de una niña.
«¡Al arma, al arma!», resonaba el campo de los partidarios al romper el día, y al espantoso estrépito de sus instrumentos guerreros correspondían con no menos estruendo los de un numeroso ejército que, marchando hacia ellos, como a tres tiros de flecha se descubría. Pero bien pronto hizo alto, y varios cuerpos de caballería, armada ligeramente, salieron de entrambas alas a campear, mientras los contrarios del rey se presentaron en batalla con bastante serenidad e imponente aspecto, poniendo en las primeras filas a sus flecheros, que, armados los arcos y colocados los cuerpos en actitud de tirar, sólo aguardaban a que el enemigo se acercase para llenar el aire de un diluvio de flechas. A pesar de esta aparente firmeza, la falta de Hernando de Iscar, a quien no había visto nadie desde su expedición de la noche antes, daba mucho cuidado a sus amigos y había introducido cierto temor y desconfianza en la tropa.
Los veteranos de Iscar no hacían sino preguntar por su jefe, y echando de menos entre ellos a algunos de sus compañeros de armas que habían marchado con él, no se atrevían a pensar si sería alguna estratagema de don Hernando o si le habría acaecido algo desagradable, inclinándose o generalmente todos a lo peor. Pero quien sobre todos estaba inquieto era el Cantor, que había ido uno tras otro preguntando a cuantos había encontrado por su señor, y que ahora montado en su buen caballo ocupaba su puesto gallardamente entre las pocas lanzas que componían la fuerza casi total de la guarnición de Iscar. La distancia a que se hallaban unos de otros no permitía reconocer los jefes contrarios, puesto que un guerrero del ejército del rey que galopaba entre las filas, y que a lo lejos parecía un fantasma negro, medio polvo y medio aire, cualquiera habría creído que era Sancho Saldaña.
-¿Dónde diablos iría anoche el señor de Iscar? -decía el viejo capitán en un corro en que algunos jefes se habían reunido, frunciendo las cejas y al parecer no muy satisfecho.
-No hay miedo -repuso antes que ninguno el de Toro-; que si se fue con Zacarías no se lo llevará el diablo.
-Antes creo yo -dijo otro- que Zacarías y el diablo son una misma persona.
-Pues sentiría que lo hubiesen matado -dijo el viejo, retorciéndose con mucho despacio el bigote entrecano, cuyas puntas caídas le rodeaban la barba.
-Pues si ha muerto -dijo el de Toro-, ¡cómo ha de ser! Al que se muere lo entierran o se lo comen los cuervos.
-¡A las armas, señores, que ya se empiezan a cruzar flechas!
-El que caiga que aguante -dijo el aturdido de Toro-; hasta la vista.
En efecto, habían avanzado ya ambos ejércitos a menos de tiro de flecha, después de algunas ligeras escaramuzas entre los campeadores, que fueron reñidas con bastante igualdad, sin que la victoria quedase por ningún lado. Fue tanta la multitud de saetas que se arrojaron, que puede decirse sin mentir con cierto poeta antiguo
que el sol en aquel día
la batalla miró por celosía
puesto que muchas se deshicieron encontrándose unas con otras en su carrera. Algunos soldados y varios caballos cayeron víctimas de este primer ensayo. Duró este simultáneo flecheo cerca de media hora.
Sancho Saldaña, que era, en efecto, el caballero de la negra armadura, se retiró a una altura, desde donde veía la batalla pacíficamente a caballo, y reposando sobre su lanza, un guerrero de ojos de águila, cuyo casco ceñido de puntas de acerado hierro y cuya rizada melena, que por sus armados hombros se desprendía, daban a conocer al rey. Estaba rodeado de algunos otros caballeros que ya conoce el lector, y en su rostro brillaba cierta marcial alegría con cierta mezcla de ferocidad, que realzaba la fisonomía enérgica de su semblante.
Saldaña parecía también menos tétrico, y su buen paje, el atildado Jimeno, no ignoraba el por qué.
Un hombre alto y seco, que llevaba atado a la cabeza un lienzo blanco, teñido sin duda en su propia sangre, muy devoto de ojos y con palabras melosas, corría detrás de ellos rogando, a lo que parecía, le diesen algún dinero, siquiera para curarse la herida que en su servicio había recibido. Algunos cuerpos de caballería que se divisaban confusamente a lo lejos acá y allá por el campo: tales eran los grupos parciales que por aquel lado se distinguían, aparte del gran cuadro que el total del ejército presentaba.
La misma perspectiva, poco más o menos, ofrecía el de los partidarios, sólo que al extremo del ala derecha (que apoyaba en un enmarañado bosque de pinos) se veía una porción de tropa suelta, independiente al parecer del ejército, y que en número de doscientos a trescientos hombres obedecían al Velludo. Llevaba éste su gente en dispersión, habiéndoles mandado ocultarse como mejor pudieran, con intención de flanquear el ejército de don Sancho y caer sobre él de repente, para lo cual había combinado ya su marcha con los movimientos de la fuerza principal. Deslizábanse sus soldados escondidos entre los árboles, rodeando el bosque, con intento de colocarse en posición de acometer al enemigo ventajosamente, y el Velludo, acompañado del catalán y del veterano Tinieblas, marchaba en acecho observando las maniobras de ambos ejércitos.
-Por la Virgen de Covadonga, mil diablos me lleven si sé yo lo que hace Zacarías ahora hablando con Sancho Saldaña.
-Voto a Deu -respondió el catalán-, que no es pas bueno repicá y aná en la procesión, y ahora que nos van rompiendo el cap, puede Mosén Zacarías estar acá.
-Mucho me engaño -replicó el Velludo- si ese pícaro hipócrita, que Dios confunda, no nos ha vendido y ha entregado en poder de Sancho Saldaña al señor de Iscar. Lo cierto es que anoche fueron juntos a una expedición, según se dijo, de mucho riesgo, y él está allí y don Hernando no ha parecido.
-¡Cómo! -respondió Tinieblas con su gravedad acostumbrada-. Un hombre tan santo como Zacarías y que ha vivido tanto tiempo con gente como nosotros es imposible que haya cometido semejante infamia. El de Iscar habrá sido herido o muerto en la refriega y él tal vez esté prisionero.
-Miren, miren -exclamó el catalán-, que tins un chirlo sin duda.
-Así es -respondió Tinieblas-, que lleva un pañuelo en la cabeza todo empapado en sangre.
-A pesar de eso -dijo el Velludo, meneando la cabeza-, me atrevo a jurar que nos ha vendido como a un mal caballo por cualquier cosa. Pero, hola, las trompetas tocan ya la carga; ved, aquel es el rey; el de Lara y Saldaña, van a su lado; también va allí otro rehecho y pequeño con un hacha de armas como la mía. También los nuestros van bien; el de Toro, que está siempre riéndose; ¿pero quién es aquel muchacho que se adelanta de todos y parece que quiere él solo decidir la batalla? Juro a Dios que creo que es Usdróbal. Él es, él es, que se ha pasado sin duda a los nuestros. ¡Hola!, allí va el veterano Gutiérrez, el capitán de los aventureros de Saldaña, con el bigote goteándole vino. ¡Ea!, ya desaparecieron entre el polvo que levantan los caballos en la carrera. ¡A ellos, a ellos, valientes caballeros, buen ánimo! Catalán, reúne tú esos muchachos, que ya es tiempo. ¡A ellos!
Y diciendo así reunió su gente y echaron a andar a pasos precipitados, deseosos sobremanera de llegar a las manos con sus enemigos.
Era la caballería del rey más numerosa y mejor, por lo que tuvieron la ventaja en este primer encuentro, y los partidarios del de la Cerda perdieron terreno, aunque no por eso los buenos caballeros que allí venían perdieron su buena fama. Antes bien, revolviendo los caballos con nueva furia, embistieron en los reales con tanto brío, que los obligaron a ceder a su vez, y en una y otra acometida rodaron por el suelo muchos caballos con sus jinetes, y el campo se llenó de armas, muertos y heridos de ambas partes. Confundíanse todos en aquella espesa revuelta, y entre el polvo, el estruendo de las armas, los gritos de los heridos, la vocería animosa de los combatientes, hubo algunos minutos de tal confusión, estrépito y polverío, que no podían verse ni oírse.
El calor y la fatiga suspendieron por último la batalla y, como de común consentimiento, los contrarios escuadrones quedaron fijos en sus puestos por algún tiempo mientras tomaban aliento.
Entonces fue cuando se vio el hacha de armas del rey bañada en sangre hasta el mango, Sancho Saldaña hollando cadáveres con sólo un pedazo de lanza en la mano y el de Lara y Salcedo con toda su armadura abollada. Andaba el de Toro y los otros jefes de los revoltosos, no menos encarnizados, repartiendo golpes a diestro y siniestro y derribando un enemigo en cada embestida.
El viejo capitán consejero del de Iscar había probado aquel día que, aunque tan prudente en el consejo, no era menos resuelto en el campo; pero el sobre todos intrépido era el guerrero que el Velludo había creído Usdróbal, y que después de muchas hazañas dignas de eterna memoria había peleado y derribado cuerpo a cuerpo, habiéndole muerto el caballo, al lindo paje de Saldaña, que cayó sin sentido en tierra. La primera intención del desconocido, cuando vio a su enemigo en el suelo, fue apearse de su caballo y clavarle en el pecho la daga de misericordia que llevaba al cinto y de que echó mano, pero se le interpusieron tantos contrarios en un momento, que harto hizo con defenderse. Entonces, viéndose rodeado por todas partes, tiró la lanza y empuñó la espada, y metiendo espuelas a su trotón al mismo tiempo, rompió, como una nave la ola que la embiste, por medio de todos, barrenando el pecho a uno de paso y llevándole a otro las riendas del caballo de una cuchillada.
-Por vida de... que nos hace falta Hernando de Iscar -decía el veterano.
-Buen ánimo, muchachos; no hay que retroceder -gritaba el de Toro.
Pero en este momento una espantosa gritería se levantó a espaldas del ejército del rey, y como un río que sale de madre se desbandaron a un lado y otro las tropas, empujándose, atropellándose y esparciéndose precipitadamente y en montón por el campo, embestidos y apretados por retaguardia.
El grito de ¡A ellos, que huyen! resonó a un tiempo por todas partes en el ejército de los de la Cerda, y como una bandada de langostas se arrojaron en desorden sobre el enemigo.
En vano el rey, Sancho Saldaña, Lara y los otros capitanes trataron de reanimar el espíritu de su gente y rehacerlos; en vano en medio del enemigo daban el ejemplo combatiendo como valientes; sus gritos y exhortaciones se perdían entre las voces que acá, allá y en todas partes sonaban de ¡Somos perdidos, que nos cortan!, y otras de tanto desánimo y cobardía. Todos huían; atropellábanse unos a otros; el terror había penetrado en el corazón de los más intrépidos; muchos maltrataban a sus amigos porque intentaban detenerlos; el trastorno y el miedo habían llegado a su colmo, y cargados a un tiempo de frente y por la espalda, donde el Velludo había primero introducido el desorden, hallábanse, adonde quiera que revolvían, con las afiladas espadas de sus enemigos.
La angustia de la estrechez, la desesperación de la fuga sucedió en un instante a la arrogancia y la osadía del valor, y en tan horrible conflicto, sin atender nadie a las órdenes de su capitán, cada uno procuraba salvarse como podía, sin curarse ya de la honra con tal de guardar la vida.
Corría furioso el rey acompañado de Salcedo y Lara, la espada en alto, haciendo rostro a los suyos y a sus contrarios, y a unos y a otros maltratando y matando cuanto encontraban.
-¡A ellos! -gritaba el de Toro, que por aquella parte capitaneaba, viendo a su gente que retrocedían aterrados de los tremendos golpes de los tres guerreros, que habían logrado mantener todavía algunos pocos en orden.
-Voto a Santiago, cobardes, que huís de un hombre solo como si vuestras espadas fuesen de lana; dejadme solo, que por el sol que le he de quitar la gana de comer antes que él nos quite la honra. ¡Caterva de villanos, fuera! Amigo mío -le dijo al guerrero desconocido-, sígueme.
Y diciendo y haciendo, sin mirar si le seguían o no, se afirmó en los estribos, inclinó el cuerpo, enristró la lanza y salió a escape a encontrar con el rey que, no menos animoso, partió el camino y se apresuró a recibirle.
Acometiéronse con igual impetuosidad, y las lanzas se hicieron mil astillas en el encuentro. Pero echando el rey mano a la espada en aquel momento, sin volver su caballo para tomar carrera ni cubrirse con el escudo, la rodeó con ambas manos por la cabeza, y dirigiéndola sobre el yelmo de su contrario, que aún estaba aturdido del primer encuentro, la descargó con tanta furia y en tan buen punto, que el casco y la cabeza cayeron divididos a un lado y otro, saltando acero, plumas, sesos y sangre a más de una vara de distancia, y cayendo en seguida el mutilado tronco del desventurado de Toro sobre la arena.
Apareció entonces el Velludo pie a tierra con su formidable hacha de armas chorreando sangre, al frente de su escasa tropa de forajidos, que habían puesto en tanto desorden aquel ejército. Había atravesado para llegar hasta allí por entre miles de lanzas y espadas, combatiendo sin descansar, hiriendo y matando, y llevando el terror y la muerte por dondequiera, hasta el punto de haber casi dado la victoria a los de su partido. Venía el catalán a su lado, con los ojos encarnizados y el gorro de cuero calado hasta las cejas, manejando su espadón y echando un voto a Deu a cada golpe que descargaba. Pero una desmandada saeta que acertó a venir silbando, disparada de alguna cobarde mano, puso término a su vida atravesándole la garganta de parte a parte, de modo que apenas pudo acabar de decir su acostumbrado juramento, cortándole la palabra al mismo tiempo que le derribó en el suelo sin movimiento. Hallábase ya en demasiado apuro, no obstante, el rey y los pocos que le seguían a despecho de su valor, y la batalla se había decidido en favor de los partidarios. Sólo ellos peleaban, mientras los demás huían o perecían al filo de la espada enemiga; el desorden crecía en aquellos a la par que el valor en éstos, y era más que probable que Sancho el Bravo y sus caballeros cediesen al fin al número de los que sin darles un instante para respirar los acometían, acosaban y perseguían.