Sancho Saldaña: 14

Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo XIV

Capítulo XIV

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Tanto, que dije entre mí:
¿Todo el mundo se me atreve?
¿Tan dejada te parezco?
¿Eres tú tan insolente
que aunque me prometas reinos
mis favores te prometes?
Romancero


Ya hacía ocho días que estaba Usdróbal con sus aventureros, muy apreciado de todos ellos por su ánimo resuelto y humor alegre, su semblante franco y natural descaro habiéndole hecho hallar muchos amigos en el castillo.

Estas amistades en tan breve tiempo no parecerán extrañas al que haya vivido algún tiempo entre militares, donde la franqueza y familiaridad del trato hace que la amistad se estreche e intime casi a primera vista; pero mucho menos raro parecerá si trasladándonos a aquellos tiempos en que ser valiente era la cualidad única que se exigía para ser estimado de todos, consideramos que tanto los compañeros de Usdróbal como los demás habitantes de la fortaleza eran hombres que se pagaban más de un rasgo de resolución y un trago a tiempo que de una acción filantrópica, viendo en cualquiera de estas dos cosas todo lo que necesitaban para elegir un amigo. La mayor parte de los soldados aventureros no tenían nada que echar a Usdróbal en cara, porque si éste había dejado el ejercicio de bandolero para tomar aquél, ellos habían tenido otros oficios en su vida de igual especie o peor, toda la compañía siendo generalmente compuesta de hombres sin oficio ni beneficio, extranjeros, mercenarios y desertores.

Usdróbal, siempre fijo en su empresa de salvar a Leonor, que era el principal intento que le había traído a hacerse hombre de armas entonces, no desdeñó la amistad de ninguno, y, al contrario, puso de su parte cuanto pudo para granjearse la de muchos más, pensando, como general prudente, en hacerse aliados dentro de la misma plaza que pretendía embestir antes de ponerle sitio. Con este fin, y valido de su flexibilidad de carácter, bebía con los unos, hablaba con los otros y se mostraba generoso con todos, gracias al dinero que le valió su estancia con el Velludo, sin descuidarse al mismo tiempo en ir reconociendo el terreno, visitar la fortaleza, y siempre tratando de averiguar dónde estaba detenida la hermana de Hernando, deseoso de verla y comunicar con ella sus planes.

Pero a pesar de su vigilancia y buen deseo, sus esfuerzos tocante a este punto no hubieran producido acaso ningún resultado si los celos y el despecho de una mujer vengativa no hubiesen venido justamente a favorecer sus proyectos.

Zoraida, más irritada que nunca contra Saldaña, había sabido ya, gracias al paje, que no se había descuidado en decírselo, quién era una de las prisioneras, y más interesada que nadie en hacerla desaparecer del castillo antes que Sancho se recobrase enteramente de sus heridas, no había cesado de meditar un punto, desde entonces, el modo de cumplir su deseo. Su conocimiento de todas las comunicaciones secretas y escaleras ocultas de un castillo en que había pasado tantos años, las riquezas que poseía y, sobre todo, su audacia y carácter emprendedor, hacía de ella el mejor aliado que Usdróbal podía desear, y que su buena suerte le proporcionó.

Sabía muy bien Zoraida que de todos los servidores de Saldaña, los más fáciles de sobornar con dinero y más aptos para aquella empresa eran los aventureros, y ya más de una vez había tratado de descubrir a alguno de ellos su plan, puesto que su poca influencia con el señor de Cuéllar había disminuido su crédito entre aquellas gentes, y esta consideración hubo de contenerla algún tiempo.

Muchas veces había ojeado los individuos de la compañía, buscando entre ellos alguno a quien confiarse, y aunque la muestra y apariencia de todos los manifestaba muy capaces de tomar a su cargo cuanto bueno o malo se les encomendase, esto mismo la hacía dudar, temiendo que, si la descubrían, su venganza quedaría sin cumplirse y Leonor para siempre en poder del señor de Cuéllar. Con todo, ya había observado a Usdróbal, y los ojos de lince de los celos la habían hecho en parte descubrir sus intenciones, habiéndole oído hacer varias preguntas acerca de la habitación que ocupaba la prisionera, que, aunque hechas al parecer con indiferencia y sólo como por mera curiosidad, Zoraida las imaginó sospechosas, y mucho más cuando, informada de que era un soldado nuevo, no pudo menos de figurarse que en aquel hombre de armas estaba disfrazado acaso el amante de Leonor, que se había alistado aventurero con el fin de salvarla. Este pensamiento, y más que todo la buena cara y modales naturalmente francos de Usdróbal, acabó de engañarla, afirmándola en la idea de que, siendo el amante oculto de una dama tan principal, tenía de ser caballero, no pudiendo menos de serlo un hombre de continente tan desembarazado y fisonomía tan resuelta, por lo que, más animada que nunca, se decidió a hablarle en secreto y asegurarse de este modo si era o no cierta su presunción.

Por su parte, Usdróbal no había dejado de informarse de quién era aquella extranjera tan bella que parecía tan triste, y no faltó tampoco quien le contase lo que deseaba, y punto por punto le refiriese sus amores con Saldaña y los desdenes que ahora sufría. Esta narración le originó el pensamiento de aliarse con la hermosa mora, pensando, con razón, que, sin duda, movida de sus celos y por su propio interés, había de desear con ansia verse de cualquier modo libre de su rival y que su proposición de alianza para este caso sería aceptada con gusto. Muchos deseos tenía de hablar y franquearse con ella, y aunque la prudencia tal vez exigía que él no fuese el primero en romper la valla, como esta cualidad no era la que más brillaba entre las que Usdróbal poseía, lo hubiera ya hecho a no mediar, a su parecer, una consideración que le irritaba y afligía al mismo tiempo. No sabiendo si Leonor amaba o no a Saldaña, y no pudiendo por esto contar con su voluntad para el proyecto que meditaba, traíale pensativo esta idea, y a veces hasta le ponía tan furioso como si él la amara verdaderamente y, celoso de ella, desconfiase de su constancia.

Pero cuando, ya tranquilo, se detenía en pensar en los medios de que el de Cuéllar se había valido para poseerla, en el odio que había oído decir se profesaban las dos familias y en la fama que tenía Saldaña en aquellos contornos, su ira se aplacaba y su pesadumbre se desvanecía, conociendo cuán poco fundadas iban sus conjeturas, y asegurándose cada vez más en que el servicio que trataba de hacer a Leonor era en aquellas circunstancias el que más le agradecería. No obstante, deseaba verla, y ya algunas veces había intentado penetrar en su estancia; pero ésta, colocada precisamente en el primer tramo del edificio y a la otra parte en el fondo, estaba vigilada por los servidores más leales de Saldaña, quien al momento que supo el nombre de su prisionera, lleno de gozo había nombrado los que la habían de guardar, con orden de no dejar acercar a nadie sitio a su paje favorito, y a las damas que la sirviesen. Añadíase, además, que Usdróbal, que no sabía fijamente la habitación y no quería hacerse sospechoso, miraba como otros tantos espías suyos a cuantos subían y bajaban por la escalera principal, única que él conocía que condujese hasta allí. Enojado con tantas dificultades, no sabía qué hacerse, aprobando y desechando cuantos recursos le ofrecía su imaginación, más por miedo de empeorar la situación de Leonor que por temor de su vida, aunque sabía que Saldaña no tardaría más tiempo en mandarle despedazar vivo que el que tardase en conocer su intención.

En esto estaba cuando un día, a tiempo que se paseaba por un corredor solo, mirando a un lado y a otro por ver si descubría algún secreto pasadizo o escalera que le llevase adonde quería, sintió que le tiraban suavemente de un brazo, y volviéndose a ver quién era, vio una niña de poco más de diez años que en lengua árabe y con señas muy expresivas le suplicaba que le siguiese, que le tenía que comunicar un secreto. Era Usdróbal demasiado amigo de aventuras para que dudase en seguir la que se le presentaba, y aunque avisos de aquel género eran en los castillos de aquel tiempo señales de dicha a veces y muchas otras de muerte, lo que él menos pensó fue en lo que podía sucederle, dispuesto a arrostrar cualquier peligro y pronto a todo con tal de satisfacer su curiosidad.

Como Usdróbal no conocía la lengua en que le hablaba la niña, ni le preguntó nada, ni se detuvo un momento, sino embrazando su espada, siguió con ligereza los veloces pasos de la esclavilla, que, después de haberle hecho subir por una escalerilla de caracol muy estrecha, cortada en el mismo muro del edificio, que conducía a uno de los torreones que flanqueaban la fortaleza, le hizo atravesar una galería muy oscura, abrió después una puerta y, quedándose ella afuera para que él entrase primero, Usdróbal se halló como por encanto en una habitación soberbiamente adornada.

Una mujer pálida, y en cuyas mejillas se marcaban aún los surcos que habían formado lágrimas muy recientes, estaba sentada sobre dos almohadones moriscos, cubierta de una almalafa de seda, cuya capucha caída dejaba ver su rostro, que, tan majestuoso como afligido, inspiraba a un mismo tiempo el respeto y la compasión. Usdróbal conoció en ella a la hermosa mora a quien había visto algunas veces y de cuya historia ya le habían informado, y habiéndola saludado respetuosamente, quedó en pie y a cierta distancia, aguardando para romper el silencio a que ella hablase primero. Zoraida estuvo un rato callada como dudando del giro que daría a su discurso, y no sabiendo cómo empezar, alzó en seguida los ojos, y habiéndole echado una mirada de curiosidad, sin duda con intención de leer en su corazón y penetrar de este modo el misterio que a su parecer se escondía en aquel joven, con acento tranquilo, aunque melancólico, dijo:

-Aunque el puesto que ocupáis en este castillo os hace parecer a los ojos de todos sólo como un simple soldado, yo no puedo menos de creer que vuestra sangre es ilustre, y que vos sois otra cosa de lo que aparentáis.

-Mi sangre, señora -respondió Usdróbal-, puede ser la sangre de un rey, ¿quién sabe?, porque yo no he conocido a mis padres; y en cuanto a mostrar otra cosa que lo que soy, puedo aseguraros que, aunque no muy viejo, he corrido ya tantas aventuras, que muchas veces hasta yo mismo me desconozco.

-¿Pero vos sois caballero -preguntó Zoraida-, no es cierto?

-Si no lo soy -repuso Usdróbal-, me siento capaz de serlo, y estoy pronto a acometer la empresa más ardua de que pudiera un caballero gloriarse.

-No me he engañado -dijo la mora, que dio por cierta su conjetura al oír el tono altivo que usaba Usdróbal, en su expresión-; no me he engañado, y os aseguro que quienquiera que seáis, podéis hablar francamente conmigo. Yo soy una mujer, y una mujer sin ningún auxilio en el mundo; vivo, por decirlo así, sola en el universo, pero mi alma es noble y mi corazón es tan vengativo como generoso. Vos deseáis quizá tomar venganza de otros agravios, yo de los míos; tal vez nuestro enemigo es uno mismo; reunamos nuestras fuerzas y conspiremos de mancomún contra él. Si sois un caballero, os bastará que una mujer desgraciada os reclame por su defensor; si sois villano, riquezas tengo, podéis disponer de todas.

-(Pues señor, bien va el negocio, prudencia. Si estuviera aquí mi maestro -pensó Usdróbal- no dejaría pasar en blanco esta palabra; pero ya que esta mujer me cree caballero, portémonos como tal.) Yo, señora -continuó dirigiéndose a Zoraida-, no comprendo bien vuestro discurso, y os suplico que si no lo tomáis a mal, os expliquéis más claro; vuestra situación me mueve a favoreceros, y así no tenéis nada que disfrazar. En cuanto a las riquezas que me ofrecéis, os las agradezco, porque soy más amante de la gloria que del dinero.

-No os ocultaré nada -replicó Zoraida-, siempre que me deis vuestra palabra de caballero, pues sin duda lo sois, visto vuestro proceder generoso, de no comunicar a nadie lo que os dijere, caso que no queráis ser cómplice de mis designios. Dádmela, y acaso no sentiréis tenerme por aliada.

-Yo os doy la palabra más sagrada -repuso Usdróbal- que un caballero pudiera dar, y os prometo cortarme la lengua antes de que ella revele a ningún viviente vuestro secreto, cualquiera que sea, aunque fuese vuestra intención asesinar a mi mismo padre si lo tuviera.

-Me basta -respondió la mora-; voy a abriros mi corazón. El señor de este castillo fue en otro tiempo mi amante; ahora es mi mayor enemigo. Me ha despreciado, me ha humillado, se ha olvidado enteramente de mí, y yo le he amado como nunca se amó, y he desoído la voz de mi orgullo más de una vez para perdonarle. Yo he sufrido sus desprecios sin dar siquiera una queja, le he visto apartarse de mí, y, sola con mi dolor, tal vez he tenido compasión de su tristeza olvidándome de la mía; mis lágrimas han corrido en silencio, mi amor por él he sentido que se aumentaba con su desdén, y lejos de pensar en vengarme de su inconstancia, me he esforzado a hacerme más agradable a sus ojos, a consolarle, determinada a sacrificar mi vida por hacer su felicidad. Sí, yo estaba determinada a morir; lo estoy ahora mismo más que nunca, pero vengada. Nuevos ultrajes, horribles insultos, insufribles celos han venido ahora a amargar con su ponzoña mi corazón... Y él va a ser feliz en brazos de otra mujer. ¡Oh! no. Él dividió conmigo sus placeres en otro tiempo; él me ha hecho hartarme de hiel; justo, muy justo es que los dos ahora agotemos juntos hasta las heces la copa de la amargura. No, no; se engaña, si mientras yo viva, cree el infame con los halagos de otra mujer disipar los tormentos que le abruman; Zoraida se los hará sentir más crueles. ¡Nunca mujer ninguna, ninguna, los calmará con sus caricias! Pero esto para vos es nada -continuó más tranquila-; ni vos ni nadie en el mundo pueden volverme la paz; todo lo más que puedo esperar de vos es que ayudéis mi venganza. ¿Qué importa?, es bastante. ¿Conocéis a Leonor de Iscar? ¿Sois acaso su amante?

-Soy, señora -respondió Usdróbal, cuya alma sensible habían conmovido las palabras de la hermosa mora-; soy quizá el hombre que más culpa tiene de que esta dama esté ahora prisionera y en poder de vuestro enemigo. Soy quien sin saberlo la traje al punto en que ahora se ve, pero ya, arrepentido de lo que hice, estoy resuelto a morir o a libertarla, y nada habrá por peligroso que sea, por difícil que parezca de superar, a que no me arroje y que yo no arrostre, siendo ésta la pena que me he impuesto por el delito que cometí. Acepto con gusto vuestra oferta, y desde ahora juntos formaremos nuestro plan y juntos lo pondremos en planta; digo que acepto tanto más gustoso vuestra alianza, cuanto que solo y sin conocer este castillo mi empresa hubiera sido más perjudicial a esa dama que provechosa, puesto que tampoco hubiera cedido yo un punto en llevarla adelante por temor del riesgo que podía correr. Hablad, señora, disponed de mí; mi brazo y mi corazón son vuestros, y con todo, antes que dispongáis cosa alguna, haced de modo que yo hable un momento con ella, sólo un instante; es quizá lo más esencial.

Zoraida quedó un momento pensativa ingeniando cómo Usdróbal pudiese ser introducido donde habitaba Leonor, movió la cabeza varias veces como aprobando o desaprobando sus propios pensamientos, y dijo:

-Todos los secretos de este castillo, y particularmente los de la estancia que habita Leonor, me son muy conocidos. Allí he vivido yo en días más felices; allí era mi paraíso; allí pasó una parte de mi vida como un sueño venturoso entre delicias y amores y halagada de la esperanza más lisonjera. ¡Ah! ¿Por qué no fue eterno mi sueño? Sí, yo conozco todo lo que allí hay; pero aunque sería fácil llegar hasta allí sin ser visto, para hablarla sería preciso que os vieran, y entonces era tiempo perdido. ¿Cómo haremos?... Yo había pensado valerme de vos para que sorprendieseis de noche a los que la guardan, introduciéndoos en la habitación por una escalera oculta; pero para que la habléis sin que ella esté avisada y no os vean, no hallo medio. Vos decís que es lo más esencial; yo creo lo más esencial que sea pronto. Si Saldaña, que está ya casi recobrado de sus heridas, llega a ir a verla, y Leonor accede a sus deseos y se entrega a su voluntad, no contéis ya con salvarla -continuó con furor-; no, porque entonces yo misma la asesinaré.

-Es imposible -repuso con calor Usdróbal- que Leonor no aborrezca a un hombre tan endiablado.

-¡Ojalá! -respondió la mora-. Tenéis razón en lo que decís; y a pesar de todos sus defectos, ¿no le amo yo? ¿Por qué otra no podría amarle?

Aquí llegaban de su conversación, cuando la esclava avisó a su señora que el primoroso Jimeno pedía licencia para entrar a hablarla.

-Amigo -dijo entonces Zoraida- vienen a interrumpirnos; retírate y no te alejes, porque quisiera verte después.

Usdróbal la saludó con respeto y salió de la sala, atónito de la energía de aquella mujer, y muy gozoso de su aventura. Al llegar a la puerta halló a Jimeno que iba a entrar, y que le echó una insolente mirada de arriba abajo como extrañado de verle allí, y a la que Usdróbal contestó con otra que manifestaba no menos altivez y desprecio.

-¿Qué tal? -se dijo a sí mismo el paje-; para el tonto que fíe en mujeres. Este será algún capricho de Zoraida; algo grosero es para preferirlo a un hombre como yo; pero ahí está el caso, probar de todo.

Diciendo así se estiraba la gola, alisaba los pliegues de su justillo, y repasaba minuciosamente su tocado, disponiéndose a presentarse delante de una mujer a quien trataba de cautivar con sus gracias el presuntuoso, y como casi seguro de su triunfo, entró arreglándose el bigotillo rubio que empezaba a cubrirle el labio, con pasos muy medidos y elegantes y fingiendo la tristeza conveniente a la que, según él, también aparentaba la mora. Esta correspondió con una ligera inclinación de cabeza al gentil saludo de Jimeno, quien después de las generales de entrada se sentó frente a Zoraida, en uno de los bordados cojines que rodeaban la sala, con muestras de pesadumbre, ya mirándola dulcemente, y ya bajando los ojos con fingido rubor, como si tuviera algún secreto que le fatigara, y su timidez, cortándole la palabra, le impidiera comunicárselo. El orgulloso continente de Zoraida parecía haber recobrado toda su majestad delante de un hombre a quien ella estaba acostumbrada a mirar como un simple vasallo, y vuelto el rostro a otro lado, ni aun se dignaba contestar con una mirada a las ojeadas humildes y amorosas del paje, que sentado como estaba, parecía al mismo tiempo estudiar las actitudes más amables y caballerosas para agradarla.

-¿Qué causa os ha traído a verme? ¿Tenéis alguna noticia que darme? -preguntó la mora sin volver siquiera la cabeza a mirarle, y con el acento más desdeñoso.

-No sé -respondió el paje no sin malicia, aunque con tono sumiso- si he llegado en ocasión y hora en que vos hubierais deseado que nadie os interrumpiese, pero nada os extrañe que yo cumpla con mi primer deber viniendo a presentar a vuestros pies el homenaje debido a la reina de la hermosura.

-Jimeno -replicó Zoraida-, vuestro lenguaje afectado me incomoda; esas intempestivas y miserables galanterías usadlas con las mujeres a quien pretendáis agradar y que se paguen más de palabras que de los verdaderos sentimientos del corazón.

-Veo, señora -respondió el paje-, que no queréis perdonarme la interrupción que he tenido la desgracia de causar, sin querer, con mi venida tan poco a tiempo. Cuando la imaginación está ocupada de otros objetos, y acaso se acaba de oír el lenguaje del corazón, la vista más agradable nos fastidia, y las palabras más dulces y lisonjeras nos parecen frías, insulsas, si las comparamos a las que acaban de halagar nuestro oído. No me extraña, en efecto, que llaméis intempestiva mi galantería.

-Vos sois insolente, Jimeno -respondió Zoraida con majestad-; explicaos, aclarad esas suposiciones que vuestra malicia...

-Respeto mucho -contestó el paje sin desconcertarse, en el mismo tono-, los secretos de las damas, y mucho más cuando no tengo ningún derecho para saberlos. Vos, supongamos, cualesquiera que sean los vuestros, ¿qué razón ni qué facultades tengo yo para entrometerme en ellos? Conozco el motivo de vuestros pesares y las injusticias que estáis sufriendo. ¿Qué tiene de particular que tratéis acaso de consolaros y de vengaros al mismo tiempo del único modo que una mujer se puede vengar? No que yo crea...

-Basta, Jimeno, al momento salid de aquí -repuso Zoraida levantándose con dignidad-; aún no me juzgo tan inferior que esté en el caso de sufrir los insultos de un miserable vasallo del señor de Cuéllar.

-Perdonad, señora -respondió el paje inclinándose delante de ella con un movimiento fino y como arrepentido de su ligereza-, no os irritéis con un hombre que no sabe lo que dice, agitado como está de mil sentimientos diversos y de la pasión más loca; no os alteréis; permitidme que os haga una sola pregunta, y me retiro.

Conocía muy bien Jimeno la situación de Zoraida, que ya en el castillo conservaba sólo el prestigio de lo que fue, y estaba expuesta a la desvergüenza del soldado más ínfimo, ya sin apoyo ni valimiento alguno, la poca consideración que le quedaba, consistiendo sólo en el dominio que había ejercido sobre Saldaña, de quien ya sabían todos que era entonces aborrecida. No era el paje tampoco tan generoso que respetase la desgracia cuando se trataba de su propio interés, o de callar un chiste malicioso; pero aunque, como la mayor parte de los hombres viciosos, para él todas las mujeres fuesen iguales, tocaba esto a su virtud, y no al genio de cada una, por lo que conociendo el astuto paje demasiado bien el imperioso carácter de Zoraida, y prometiéndose hacerla su conquista para agradar su amor propio, y satisfacer asimismo su liviandad, cuando la vio enojada varió al momento de camino, y mostrándose arrepentido de lo que había dicho, tomó el tono de rendimiento en vez del de la ironía.

-Jimeno -respondió la mora-, os conozco acaso demasiado bien; no me puedo quejar de vos, y habéis tenido o fingido tener lástima de mis desgracias; pero no sé por qué, a pesar mío, no puedo agradeceros el interés que habéis tomado por mí: vuestras palabras hoy han sido tan insufribles y altivas, como en otro tiempo eran aduladoras y bajas. Tal vez vuestra pregunta me descontente; con todo, no importa, hacedla; la sufriré en pago de los servicios que me habéis hecho, y aun puede ser que os responda.

-(Yo te bajaré ese orgullo -pensó el paje-.) Siempre he sido y seré -continuó en alta voz- vuestro amigo y vuestro defensor; siempre os he defendido, y aun me he atrevido por vos a contravenir a las órdenes expresas de mi señor; ahora mismo, más que nunca, estoy dispuesto a todo por agradaros. ¡Cuántas veces he reconvenido a Saldaña de su inconstancia, y le he tachado entre mí mismo de hombre de poco gusto, cuando desdeñaba tanta hermosura y virtudes tan raras en vuestro sexo!

-Haced vuestra pregunta -replicó Zoraida-, y no repitáis tantas veces que soy desdeñada de nadie. Decid lo que queráis sin volver a esa charla insignificante, usada sólo en este país de mentira y de hipocresía.

-Está bien -repuso Jimeno- y puesto que me lo permitís, perdonad mi impertinente curiosidad y decidme quién es ese soldado joven que vuestra esclava hizo salir de este cuarto al momento en que yo iba a entrar.

Zoraida no pudo menos de turbarse al pronto, no sabiendo qué responder, mientras el paje, con los ojos bajos y al parecer sin mirarla, no dejó escapar la sensación que su pregunta le había causado, y que él atribuyó a motivos muy diferentes de los que realmente eran. Zoraida no obstante, se recobró al punto, y repuso con altivez.

-A nadie en el mundo tengo que dar cuenta de mis acciones; el hombre que poseía ese derecho, me ha dejado libre y señora de mi voluntad. Y bien, es un soldado que yo he hecho llamar para hablarle de cosas que me interesaban. ¿Estáis satisfecho?

-Me basta -replicó el paje con su acostumbrada malicia-, soy discreto, y habéis hecho bien en hablarme con confianza. He entendido y me voy; podéis hacerle llamar.

Diciendo así, hizo muestra de salir de la habitación. El rostro de Zoraida se encendió de repente, arrebatada de cólera contra el vil que la sospechaba, y aunque se esforzó a contenerse como mejor pudo, parecía, como se suele decir, que lo iba a deshacer con los ojos. Mas el temor de perder quizá el único apoyo que le quedaba, le obligó a sujetar su furia en su corazón, quedando inmóvil delante de él sin querer dejarle ir ni acertar a detenerle tampoco. Jimeno conoció la lucha en que se hallaba su alma, y cómo él se juzgaba muy superior a Usdróbal en todo, no dudó que le sería fácil triunfar, atribuyendo el supuesto capricho de la hermosa mora más a un movimiento de venganza que a una pasión naciente. Volvióse, pues, a ella, tomó otra vez su apariencia cortés y respetuosa, dijo:

-Siento retirarme dejándoos enojada conmigo. Pero tenéis razón, y conozco que me he propasado. Soy franco, no obstante, y digo que a la verdad siento que un hombre de nacimiento tan bajo... Perdonad, señora, yo me retiro, y a pesar de todo creed que seguiré siendo, como hasta aquí, vuestro fiel amigo y vuestro defensor más acérrimo. Cualquier favor, cualquier servicio que exijáis de mí...

-Jimeno -interrumpió la mora-, estáis acostumbrado a pensar mal de las mujeres, y así no es extraño que penséis mal de mí. ¡Creéis que ese soldado es mi amante! Podéis creer lo que queráis, pero al menos -prosiguió reprimiendo sus lágrimas-, al menos no me insultéis.

-Sirvan de disculpa mis pocos años a mi indiscreción -repuso el paje fingiéndose enternecido-, y perdonad a un hombre que os adora -añadió arrojándose a sus pies-, que os mira como su único bien, unos celos sin duda mal fundados, pero que son señales de la verdad con que os amo.

-Levantad, Jimeno, del suelo -respondió Zoraida con ceño-, que perdéis el tiempo en mentir.

Alzóse el paje mirándola con asombro, indignado interiormente de sus razones, mientras la hermosa mora, puesto entre sus labios el índice de la mano izquierda y clavados los ojos al suelo, parecía profundamente ocupada de algún proyecto.

-Jimeno -le dijo al cabo de un rato de silencio-, si no tenéis mala voluntad a una mujer que nunca os dio motivo de enojo, si sois tan noble de corazón como os jactáis de serlo por vuestros antepasados, creo que no seréis capaz de faltar a la confianza que de vos se haga.

-Y mucho menos -repuso el paje-, a la que vos me juzguéis digno de merecer. El fuego inextinguible en que esos hermosos ojos...

-Basta, Jimeno -interrumpió Zoraida-; os he dicho que no mintáis, y que no me pago de insípidas galanterías.

-¡Galanterías! ¿Cómo podéis equivocar el lenguaje del amor puro con el de la galantería?; Zoraida, disponed de mí, hablad, confiadme vuestros deseos, y yo os probaré que es verdad cuanto he dicho.

-¿Tenéis libre entrada en el cuarto de Leonor de Iscar?

-(Mía eres, Zoraida) -pensó el paje, y hablando en voz alta, prosiguió-: El conde me ha enviado varias veces a saber de ella, y a darle amorosos recados de su parte.

-¿Recados amorosos de parte suya? -exclamó Zoraida con ira-: ¿vos los habéis llevado? ¿Y qué le decía? ¿Y ella le respondía con cariño sin duda?

-Con cariño no -repuso el paje malicioso-, pero...

-¿Qué? Acabad.

-Los oye al menos con gusto, y siempre pregunta con cierto cuidado por su salud. Pero vos sois una rival temible, y ella...

-Por Dios, Jimeno, de una vez, de una vez acabad.

-Ella cree que el conde os ama todavía, a pesar que él jura que...

-Así, lentamente, Jimeno -repuso Zoraida con amargura-, así, que cada gota de hiel de tu lengua amargue por sí sola mi corazón.

-¿Queréis por último que os lo diga? -replicó el paje bajando los ojos y encogiendo los hombros-; pues él jura y protesta que os aborrece.

-Lo sé, lo sé -replicó Zoraida con voz interrumpida por sus sollozos-; sí, Saldaña me aborrece, y yo... yo también le odio con todo mi corazón -prosiguió con ira Zoraida-; si me amas de veras, si tan siquiera te parezco bien, ayúdame en mi venganza, satisface mi resentimiento, y toda, toda yo seré tuya...

-¡Oh día feliz! ¡Día feliz! -exclamó Jimeno-: habla, di; mi brazo y mi corazón es tuyo; pronto estoy a vengarte, habla, y este puñal te vengará de Saldaña.

-Tú contra tu propio señor...

-Zoraida, yo te adoro -replicó el paje.

-Júrame -respondió la mora- guardar silencio de lo que voy a confiarte: te creo falso, Jimeno, pero el deseo que tienes de mí, pienso que te hará leal. ¡Sahara! ¡Sahara! -prosiguió, llamando a su esclava, que entró al momento en la estancia-, dile a ese soldado que entre.

Salió la esclava a llamar a Usdróbal, mientras Jimeno se decía a sí mismo:

-Ya cediste, Zoraida; ¡ay de ti si me engañas!

Duró algunos minutos el silencio, y la hermosa mora, fijos sus penetrantes ojos en él, parecía querer leer en su alma. Jimeno no pudo resistir su mirada, y bajó dos veces los ojos, pero animado de su descaro volvió a alzarlos, y alargando su mano derecha hacia ella le dijo:

-Dame tu mano, Zoraida, y recibe la mía en prueba de que después que te vengue no se han de desasir nunca; dámela en prueba de que me amas.

-¡Que yo te amo! -replicó la mora-: ¿y cuándo lo he dicho yo? Cuando tú me vengues seré tuya, sí, pero sin amarte.

-No importa -repuso el paje-, estréchete yo sólo una vez a mi corazón, palpite yo de placer en tus brazos, y nada me importa que no me ames.

-Recibe no obstante mi mano -respondió Zoraida- en fe de nuestra alianza.

Tomó el paje la mano trémula de la mora y la apretó contra la suya, pero al ir a estampar en ella sus labios, Zoraida la retiró de pronto como avergonzada de su humillación. En este momento se abrió la puerta y entró Usdróbal con aquel desembarazado continente que le era propio. El paje dio atrás dos o tres pasos alejándose de Zoraida, y ésta se reclinó sobre los almohadones.

-Venid, caballero -le dijo-; tenemos otro aliado, y vuestra empresa puede decirse segura; ya he hallado medio para que habléis a Leonor.

-¡Caballero! -dijo a media voz el paje mirándole, con desprecio-: no me parece muy caballero el que vive en compañía de villanos.

-Si no fuera el respeto que se merece una dama -repuso Usdróbal, que había entreoído lo que decía el paje-, ya os hubiera yo dado a conocer que si no soy caballero, valgo tanto como el que más.

-Con la lengua o a traición -replicó el paje-, sin duda, como es uso de los de tu ralea.

-Jimeno -gritó Zoraida-, ¿queréis auxiliar mi venganza o no?, ¿qué venís aquí con miserables rencillas a enemistaros?

Estas palabras templaron el furor que se había apoderado de los dos mancebos, e hicieron que el uno retirase la mano que sobre la cruz de la espada tenía, y el otro del puño de la preciosa daga que llevaba al cinto, y Zoraida continuó:

-Si hemos de llevar a cabo esta empresa, unámonos, tengamos paz y sólo pensemos en ella. Motivos poderosos de amor quizá os hacen parecer lo que no sois, Usdróbal; pero aunque yo no quiera descubrir quién seáis, sé positivamente que vuestra intención es hablar con Leonor y sacarla de este castillo. Ninguno mejor que vos, Jimeno, puede favorecerle en su intento; y si lo logra, si llega a arrebatársela para siempre a Saldaña, yo me doy por satisfecha de mi venganza.

-¿Y vos me cumpliréis en ese caso lo que me habéis ofrecido?

-Sí -repuso la mora-; o moriré, o lo cumpliré; yo os lo prometo de nuevo.

-Está bien -replicó el paje-: soldado, tú le hablarás ahora mismo. Sígueme.

En diciendo así, Usdróbal y Jimeno saludaron a la hermosa mora, que contestó con una inclinación de cabeza, salieron del cuarto y se encaminaron por desusados y ocultos pasadizos a la habitación de la desdichada prisionera de Iscar.