Sancho Saldaña: 10

Sancho Saldaña
de José de Espronceda
Capítulo X

Capítulo X

Abrazan los escudos delant' los corazones,
abajan las lanzas avueltas con los pendones,
enclinaban las caras sobre los arzones,
batien los caballos con los espolones,
temblar querie la tierra dond' eran movedores.
Poema del Cid


¿Quién es aquesta dama religiosa
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . .¿Quién es la afligida,
en igual grado bella y dolorida?
HOJEDA, Cristiada


Ya habrá supuesto el lector que el billete que entregó al señor de Cuéllar su lindo paje venía de parte de Hernando, que deseaba tomar venganza del que él suponía robador de su hermana. En efecto, el tiempo, que, según el estado de nuestra alma, vuela ligero como un relámpago o se nos figura que no se mueve, le parecía aquella noche al señor de Iscar que había perdido sus alas y cada minuto se le hacía un siglo. Tal era el deseo que le punzaba de venir a las manos con su enemigo.

Las tres de la mañana serían, y faltaban aún dos mortales horas para que llegase el momento prefijado para el combate, y ya su voz había despertado al buen Nuño, que, a su vez, había despertado al Cantor, y éste a los demás habitantes de la fortaleza. Ninguno sabía el intento de su señor si no era el capellán del castillo, que había escrito la carta de desafío, porque Hernando de Iscar no sabía leer ni escribir, o, lo que es lo mismo, no era caballero letrado, que se decía entonces, y sólo era entendido en los ejercicios de caballería. Se había confesado la noche antes, como era uso generalmente de los religiosos caballeros si había lugar para hacerlo antes de entrar en batalla o aventurarse a algún peligro, sin que en esto diesen pruebas de menos valor o desconfianza en su buena suerte.

Hernando, buen caballero probado en muchos encuentros, tenía fama de ser tan diestro jinete como ágil en todo género de juego de armas; sabía que su contrario, el de Cuéllar, era una de las lanzas más temibles de la cristiandad, y así por esto como porque interesaba a su honra, tenía intención de proponerle en el campo se desarmasen el lado izquierdo, quedando de este modo expuesto a los golpes el corazón. Era de creer que Sancho Saldaña no titubearía un punto en acceder a su proposición, y en este caso la muerte de uno de los dos, o tal vez la de ambos, era de presumir inevitable.

Pero esto le daba muy poco cuidado a Hernando, que, ganoso de satisfacer su agravio, y educado desde su infancia en las armas, estaba acostumbrado a considerar un duelo a muerte como una especie de pasatiempo. Su buen Nuño, que no daba más importancia que su amo a la vida de un semejante suyo si la arriesgaba en regla y según la ley de las armas, aunque no sabía el intento de su señor, sospechaba lo que podía ser, y le había aderezado ya su armadura, sin olvidarse de la suya propia, persuadido a que su amo tendría tal vez necesidad de su compañía. Había reñido con el poeta más de veinte veces el día antes y hecho la paz otras tantas, y estaba entonces pendiente aún su última riña cuando el Cantor, tarareando unos versos muy conocidos en aquella época, se llegó a hablarle.

-¿A qué diablos -dijo Nuño- vienes aquí a hacer ruido? ¿Te parece a ti que es ésta hora para oír tu música?

-Yo no sé para lo que es hora -respondió el poeta-, pero sé muy bien para lo que vengo.

-Pues habla y sé breve -repuso el enojado Nuño.

-Así lo fueras tú tanto como yo -replicó el Cantor con calma-, y no que cuando tomas la palabra no dejas hablar a nadie y eres capaz de estarte charlando tres días; y al fin si hablaras bien, pase, pero...

-Si vienes a chancearte conmigo -interrumpió Nuño, poco agradado de las finezas de su antagonista-, te puedes ir con mil santos a buscar otro a quien cansar con tus necedades, porque yo no estoy ahora de humor de broma.

-Ve ahí cómo nos equivocamos cuando uno menos lo piensa -repuso el poeta, que se divertía en irritarle-; yo te creía ahora del mejor humor del mundo, porque aunque en tu cara no se conoce nunca cuando estás contento...

-Sí -replicó Nuño con ira-, sí, estoy para hacer correr tras de mí los chicos de la calle; ¿habráse visto impertinente igual? Si no fuera... ¡vive Dios!

-He sufrido tres interrupciones sin quejarme -contestó el poeta-, y todavía no te he interrumpido a ti una sola vez y ya te amostazas he ahí lo que se llama tener buen genio.

-Tengo el que me da la gana -replicó Nuño con mucho enfado.

La conversación llevaba trazas de acabar mal, al menos por parte de Nuño, si el poeta, que no tenía el menor deseo de quimera, no la hubiera hecho tomar distinto giro diciendo:

-Con estos dimes y diretes, mi buen Nuño, todavía no te he preguntado lo que quería, y lo que es más esencial que nuestras cuestiones. ¿Sabes tú por qué don Hernando te ha mandado que apercibas sus armas para esta mañana a las cuatro?

-No sé -replicó Nuño con sequedad.

-Vaya si lo sabrás -continuó el Cantor-. ¿Quién si no tú lo ha de saber, que mereces toda la confianza de nuestro amo y conoces y averiguas, además, cuanto pasa a veinte leguas a la redonda?

Era este justamente el flaco de Nuño, que, aunque a la verdad merecía mucha confianza a su amo, él la ponderaba y exageraba sobremanera, dando a entender que no hacía cosa que no le confiase y sobre que no le pidiese de antemano su parecer. No sabía entonces nada de cierto, como hemos dicho, pero no le parecía oportuno ni honroso disminuir su importancia a los ojos de su antagonista, y estaba decidido a dar por fijo lo que suponía.

-Yo no averiguo ni trato de averiguar nunca nada, y te engañó mucho quien tal te dijo.

-Sí -replicó el Cantor-, no averiguas, pero lo sabes todo.

-Si lo sé -repuso el severo Nuño- no es porque yo me meta nunca donde no me llaman, sino porque hace muchos años que poseo la confianza absoluta de mis amos. En prueba de ello, me acuerdo que pocos días antes de tomar el arrabal de Triana en el sitio de Sevilla el año de 1240, que andaba muy callado entre todos, como es uso y debe ser cuando se trata de las cosas de la guerra, y no sabía nadie la intención del almirante sino el rey y algunos de los caballeros más principales, y los demás andaban olfateando sin atinar con nada, mi amo me dijo: «Nuño, buen ánimo que pronto va a haber barro a mano; cuando llegue el caso, lanza en ristre y confianza en Dios». Lo que yo interpreté que quería decir: Triana será nuestra muy pronto.

-¡Por Dios, Nuño! -exclamó el Cantor-. ¿Qué tiene que ver aquí la toma de Triana con lo que hablamos, que no te he interrumpido sólo porque no te enojaras?

-Es verdad -repuso Nuño-, pues es como digo, entonces y otras veces, el año de 1260...

-¿Otra vez? ¡Por Santiago! -interrumpió el poeta.

-No me interrumpas, o si no callaremos.

-No te interrumpo, sino que no respondes acorde, y me vienes a contar lo que importó saber a mi abuelo.

-Tienes razón -convino Nuño, quizá por la primera vez de su vida-; en hablando de mi amo, quiero decir, del padre de don Hernando, pierdo los estribos; y bien, pregunta, di, porque tampoco me has preguntado nada, y mal te podía responder.

-Sí, te lo he preguntado ya -repuso el impaciente poeta.

-¿Cómo? Eso no -replicó Nuño-, y no creo que me taches también de falto de memoria.

-Está bien; no gastemos más tiempo. Te he preguntado o te pregunto ahora, como tú mejor quieras, ¿para qué ha pedido sus armas?

-¡Ah!, sí, me acuerdo -dijo Nuño-, es verdad; en una palabra, parece que hoy ha determinado mi amo que el señor de Cuéllar purgue de una vez los males que nos ha causado; a lo menos ayer le llevé yo un papel que me entregó el capellán, y es de presumir... ya ves.

-Sí. ¿Pero no te ha dicho don Hernando nada? -preguntó el poeta.

-Hombre... sí y no, me ha dicho y no me ha dicho -repuso Nuño titubeando-; pero yo sé que hoy van a ver quién se tiene mejor a caballo, en buena ley y con buenas armas.

-Pues Dios ayude a don Hernando, porque el de Cuéllar es ligero como el viento y fuerte como una encina de veinte años.

-Quita allá -dijo Nuño-. ¿Dudas tú del ánimo de don Hernando? Le he visto yo cuando apenas tenía diecisiete años sacar a un hombre de la silla y llevarlo enastado en la lanza como si fuera una pluma.

-Ya lo sé -replicó el Cantor- que don Hernando no cede a nadie; pero, aquí entre nosotros, el de Cuéllar es hombre más vigoroso, y la suerte está indecisa.

-Puede ser -replicó el veterano-, pero la rabia que le tiene mi amo suplirá por las fuerzas y allá veremos, y hágase lo que Dios quiera.

-Amén -replicó devotamente el Cantor-. Tienes razón. Dios protege siempre la causa de la justicia; yo pasé cerca del impío y le vi en medio de su grandeza, volví la vista y ya había desaparecido. ¿Pero tú sabes -continuó- que don Hernando está equivocado y que doña Leonor no está en poder de Saldaña?

-¿Pues entonces en dónde está? -preguntó Nuño como sorprendido.

-La bruja, o lo que sea, que anda por estos contornos -prosiguió el poeta- la sacó de manos de los ladrones la misma noche que la robaron, y a la verdad que no sé qué es peor.

-¿De veras? -preguntó Nuño con muestras de mucho contento-. Trae acá un abrazo; es la mejor noticia que podías darme, a no ser que me la dieras de que estaba ya en el castillo.

-Hombre, tú eres raro -dijo el Cantor-, y no entiendo por qué te alegras tanto de mi noticia, porque a mí no me parece muy buena.

-Porque tú no conoces a esa que llamas bruja, que no es ni piensa serlo, sino un ángel del cielo.

-¿Luego tú la conoces? -preguntó el poeta.

-¿Pues no la he de conocer, si fue la misma que me curó de mis heridas cuando hace tres años quedé por muerto en el campo, y ella me recogió y me cuidó como si fuera su hijo? Te aseguro que por la noticia que me has dado te sufro hasta que me interrumpas y te perdono todas tus impertinencias.

-¿Y tú sabes, sin duda, dónde vive?

-No -replicó Nuño-, porque entré sin sentido, y salí con los ojos vendados y ya de noche, de modo que, aunque me levanté un poco el pañuelo para mirar, no pude ver señal alguna de la habitación.

Aquí llegaban cuando el señor de Iscar, habiendo oído al trompeta del castillo, que tocaba las horas, marcar las cuatro con su instrumento, volvió a llamar a Nuño, e interrumpió su conversación.

-¿Qué tal la mañana, Nuño? -le preguntó su amo con aire de buen humor.

-Algo fresca está -replicó el veterano-, las mañanas de este mes son frías por lo regular.

-Tanto mejor -repuso Hernando-; a bien que luego entraré en calor. Tráeme mis armas.

Nuño salió al momento por ellas frotándose alegremente las manos, diciendo entre sí: «Gracias a Dios que se nos proporciona algo que hacer, que por Santiago creí ya que me iba a pudrir aquí y a tomarme de moho como una coraza vieja; pero hoy va a haber golpes sin duda, y aunque no sé si me tocará a mí algo presumo que ha de haber para todos.»

Hablando así, tomó en la sala de armas la armadura de su señor, y volviendo donde él estaba la puso en el suelo y principió a vestírsela con mucha calma.

-Vamos, Nuño, date prisa -le dijo su amo a tiempo que le ceñía el espaldar-. ¿Qué espada me traes?... La de mi padre, supongo.

-Sí, señor, la misma -repuso Nuño- con que mató a orillas del Guadalquivir al africano Aliatar, que me parece que le estoy viendo acercarse todos los días a nuestro campo en una rabicano árabe que corría como el viento, vestido de una piel de león sobre que dormía y en menos de media hora derribar de la silla dos o tres de los mejores soldados nuestros que salían a jinetear. Pero no le valió con don Jaime, que peleó con él delante del famoso Pérez de Vargas y le hizo rodar por el suelo como una bola.

-Pues esa espada quiero yo hoy -dijo Hernando-, y veremos si tengo tan buen pulso y acierto como mi padre.

Dicho esto, y armado ya todo si no la cabeza, caló un casco de bruñido acero de donde volaban infinitas plumas. Nuño le calzó las espuelas, y con brioso y marcial continente salió del cuarto con el mismo deseo y denuedo que si fuese a recibir los aplausos de la multitud y las miradas de las damas a algún lujoso torneo.

La alegría más pura brillaba en los ojos de Nuño al verle, y la memoria de su padre, viniendo de repente a su imaginación, humedeció los ojos del veterano acaso con alguna lágrima, que se limpió con el revés de la mano.

-Señor -le dijo, viendo que Hernando no le decía que le acompañase-, ¿y yo no tengo hoy en qué ocuparme? ¿Me he de estar mano sobre mano aquí en el castillo como una gallina clueca?

-Amigo Nuño -le respondió su amo-, por hoy no necesito tu compañía; solo tengo que ir, y mi brazo me bastará con la ayuda de Dios.

-Pero, señor, ¿y si acaso os sucede algo?...

-En ese caso será de mí lo que Dios quisiere -replicó Hernando-; sólo te encargo que si dentro de dos horas no estoy de vuelta, te llegues hacia la ribera del Cega, junto al molino, donde acaso me encontrarás.

-¿Y no sería mejor -volvió a insistir el fiel Nuño- que yo os acompañase hasta allí? No creáis, aunque me veis viejo, que si se trata de venir a las manos tarde yo en enristrar la lanza más tiempo que el doncel más aventajado.

-Lo sé -repuso su amo-, pero por hoy no puedes venir conmigo; he prometido ir solo y si alguno me acompañase correría peligro mi fama.

-Entonces id con Dios -dijo Nuño- y él os dé tan buena ventura como merecéis.

Con esto llegó Hernando a su caballo, que con su caparazón de batalla estaba ya a la puerta del castillo, de mano de un escudero, y saltando sobre él con tanta soltura como ligereza, tomó de las manos de Nuño la lanza y el escudo que éste le alargó diciéndole:

-Si acaso, ya sabéis, señor, que el golpe de la visera es seguro y de buen empuje; la lanza baja y levantarla de pronto; no hay más que hacer. Me acuerdo...

Iba a contarle tal vez alguna historia de su mocedad, pero Hernando, metiendo espuelas a su caballo, salió a galope, y el veterano le vio atravesar el puente levadizo sin detenerse, bajar la cuesta, seguir su carrera en el llano y desaparecer de allí a poco, como una exhalación a lo lejos entre los pinares, dejando detrás de él rastros de luz de su armadura, herida en aquel momento del sol que empezaba a aparecer en el horizonte.

-Estos jóvenes de ahora -se dijo Nuño a sí mismo cuando le vio partir- quieren guiarse siempre por sí, y no las más veces aciertan. No que lo diga yo por mi amo, que así sabe manejar la espada como el caballo, pero... Allá va, que apenas le alcanza el viento: Dios te guíe y te dé victoria sobre tu enemigo.

Murmurando así entre dientes volvió al castillo, muy apesadumbrado de tener que quedarse sin presenciar el combate, y mucho más de no poder tomar parte.

Entre tanto, el señor de Iscar, sin sosegar su carrera, atravesó el pinar, vadeó el río Pirón y poco después llegó al sitio señalado para el desafío.

Era en la ribera opuesta del Cega, camino de Cuéllar, en una especie de plaza llana y desembarazada de árboles, desde donde se descubría a corta distancia una torre dependiente de aquel castillo, convertida hoy en una pequeña aldea llamada Torre-Gutiérrez.

Tendió la vista el señor de Iscar buscando a Saldaña, y viendo que no había venido aún, lleno de impaciencia echó pie a tierra de su caballo, y sentándose sobre una piedra se puso a aguardarle maldiciendo de todo corazón su tardanza. A cada momento se levantaba y miraba por todos lados por si le veía venir, acrecentando su ira cada minuto que pasaba y ansiando cada vez más el momento de pelear. Por una parte, temía que, siendo el billete anónimo, hubiese despreciado a su autor, teniéndole por caballero de poco nombre e indigno de medirse con él; por otra, recelaba, si sabedor de quién era, seguiría resuelto, como ya había dicho otra vez, a no enristrar lanza contra el amigo de su juventud.

-¡Hipócrita! -exclamaba hablando consigo mismo-. Tal vez quieres engañar aún al mundo dando a entender que respetas los lazos de la amistad; pero tú no me conoces aún: yo te arrancaré la máscara y haré que te vean tal como eres. Puede ser que no vengas a la cita, pero guárdate, porque te he de encontrar aunque te escondas bajo de tierra y te he de coser a estocadas delante del mismo altar de la Virgen. ¡El amigo de mi juventud! -continuaba con ironía-. Ya hace mucho tiempo que no somos amigos, y por lo último que has hecho juro no reposar hasta cumplir mi venganza.

Agitado de estos pensamientos, y temeroso ya de que no viniera, estaba dudando si le aguardaría más tiempo o le daría por cobarde y mal caballero, e iría a su mismo castillo a injuriarle y a castigarle como a un villano. Pero aún no habían dado las cinco, y sólo su impaciencia podía llamar cobarde a Sancho Saldaña, que estaba reputado, como hemos dicho antes, por uno de los más valientes guerreros del partido de Sancho el Bravo.

El señor de Cuéllar, que no tenía los motivos de su contrario para abrigar contra él ningún mal deseo, y no sabía siquiera ni se imaginaba con quién tenía que habérselas, había tomado el lance con la indiferencia apática que era el tipo de su carácter cuando no se trataba de sus pasiones y de martirizarse a sí mismo. Por esto, a las cuatro y media de la mañana se había hecho armar de su paje con mucha calma, y montando a caballo, solo se encaminó, mucho más combatido de sus remordimientos, esperanzas y disgustos, que pensativo del desafío, a un mediano trote al sitio que señalaba el billete.

No había dado apenas la hora cuando el enojado hermano de Leonor le vio con mucho contento que venía a lo lejos en un poderoso caballo brillantemente armado, con muestra triste, aunque animosa y guerrera. Su alta estatura y ancha espalda parecían darle ventaja sobre su contrario, que, aunque robusto y vigoroso, era más pequeño de cuerpo y de formas menos atléticas. Su caballo, negro como el azabache, era también más ancho y de más alzada, y aunque la lanza de Hernando mostraba bien a las claras la pujanza del brazo que la blandía, el asta de Sancho Saldaña marcaba a su señor por hombre de fuerzas extraordinarias. Nadie, al comparar los dos campeones viéndolos frente a frente, hubiera supuesto ventaja en ninguno de ellos, porque si bien imponía el hercúleo continente y grave mole del señor de Cuéllar, el desembarazo, soltura y agilidad de Hernando podían suplir por su falta de fuerzas y de estatura, siendo igual el valor de entrambos, igual su edad, y estando este último particularmente deseoso de pelear.

Caló la visera Hernando viéndole que se acercaba, siendo su intención ahorrar palabras no dándose a conocer, montó a caballo, y fijando la lanza en tierra le aguardó con serenidad. Sancho Saldaña, ensimismado como de costumbre, no había siquiera levantado sus ojos ni visto a su enemigo, que le esperaba, por lo que, la visera alta y puesta la lanza en la cuja, siguió marchando sin avivar el paso de su palafrén.

«Si tendré yo que ir a avisarte que estoy aquí», se dijo entre sí Hernando, picado de su indiferencia; y sin aguardar más tiempo alzó la voz llamándole, no sin aguijar su caballo y avanzar algunos pasos más, lleno de impaciencia, hacia él para obligarle a que le mirara.

Saldaña alzó a su vez la cabeza, y llegando junto a él hizo alto, le echó una ojeada desdeñosa de arriba abajo, que redobló el coraje del señor de Iscar, y después de haberle mirado muy despacio, le dijo:

-Mucha gana tenéis de pelear, señor desconocido, a lo que parece. ¿Tenéis alguna dificultad en darme a conocer vuestro nombre, o quizá sois caballero novel y aún no lo habéis hecho bueno ni conocido?

-Mejor que el tuyo mil veces -repuso Hernando fijando en él dos llamas, que tal parecían sus ojos al través de las barras de la visera-. Mejor que el tuyo, y me extraña que preguntes mi nombre cuando sabes que no es uso de buenos caballeros preguntarlo antes de combatir.

-Más me extraña a mí -replicó el de Cuéllar sin alterarse- que sólo por lograr prez o por alguna imprudente promesa hecha a tu dama (pues no creo me llames aquí por otro motivo), arriesgues tu vida conmigo en sitio tan solitario, a no ser que estés loco o trates de no quedar delante de gentes avergonzado de tu vencimiento.

-Saldaña -gritó Hernando-, lanza en ristre y ahorremos palabras, que donde están las manos no hay para qué servirse de la lengua. Sólo exijo por condición que el vencido ha de declarar la verdad de lo que se le preguntare.

-Inútil me parece esa condición -respondió Saldaña desdeñosamente-, porque tú serás el vencido y yo no tengo nada que preguntarte.

-Otra tengo también que pedirte -repuso el de Iscar-, y es que nos desarmemos las platas y ofrezcamos a los golpes el corazón. ¿Te parece mejor que la otra?

-Sin duda -respondió el de Cuéllar con su acostumbrada calma-; así despacharemos más pronto y el golpe será más seguro.

Y diciendo y haciendo se aflojaron entrambos las lazadas de las armaduras, dejando descubierto el lado izquierdo, y arrojaron al suelo las piezas que lo cubrían. Hecho esto, caló visera Saldaña, embrazaron ambos los escudos, y volviendo sus caballos a un mismo tiempo, con maravillosa presteza tomaron parte del campo, y puestos a igual distancia, sin aguardar otra señal que la de su deseo, arrancaron el uno contra el otro lanza en ristre a toda la violencia de la carrera, envueltos en una nube de polvo. Llegaron uno junto a otro sin detenerse, y se pasaron de claro, habiendo apenas la lanza del de Cuéllar rozado en el brazo derecho de Hernando, y tocando acaso la de éste en el muslo de su enemigo. Siguieron corriendo con el mismo ímpetu hasta llegar a cierta distancia, donde pararon, y arremetiendo segunda vez se desvanecieron de sus puestos con la rapidez del rayo y la lanza baja, amenazando hacerse pedazos. Este segundo encuentro fue más acertado que el primero y ventajoso para el de Cuéllar, que, encontrando el hombro derecho de su enemigo, caló el hierro de la lanza entre la quebrantada armadura, hiriéndole ligeramente, y le hizo bambolear en la silla, porque habiéndose encabritado el caballo de Hernando al recibir el golpe, hubo menester su señor de toda su habilidad para sostenerse.

Pero la tercera vez, encontrándose con la misma furia, fue tal la embestida y la cólera del de Iscar, que su lanza saltó al aire en mil astillas, y el caballo de Saldaña, que con dificultad pudo sostener el choque, cejó, cayendo dos o tres veces del cuarto trasero sin poder apenas tenerse, aunque esto no evitó que su amo rompiese con la punta de su lanza la visera de su enemigo, dejándole tan trastornado y aturdido que estuvo a pique de caer en tierra.

Quedó entonces Hernando a cara descubierta delante de Saldaña, el rostro encendido como fuego, y lanzando sobre él con los ojos rayos de ira, disponiéndose a volver su caballo y a llevar adelante su desafío. Pero el de Cuéllar, que al punto que le vio le hubo conocido, enderezó la lanza y la afirmó en la cuja, pidiéndole que se detuviera y acercándose a él al paso de su trotón:

-¡Hernando! -le dijo con muestras de pesadumbre, ¿y eras tú el que me proporcionabas nueva ocasión para cometer un crimen?

-¡Vil hipócrita! -le respondió el de Iscar, más encolerizado que nunca-. ¿Qué llamas tú un crimen, tú, para quien nada hay que sea sagrado en el mundo, tú, despreciador de la religión, traidor, robador de mi honra?... Vuelve, vuelve a enristrar la lanza, que por Santiago, si no fuera vergüenza mía, no había de aguardar a que te defendieras para enviarte al infierno, sino que así mismo te había de atravesar mil veces el corazón.

-Sosiégate, Hernando -repuso Saldaña, con tranquilidad-, sosiégate y óyeme...

-Nada tengo que oír de ti -interrumpió el de Iscar-, ni nada tienes que hacer sino defenderte y prepararte a morir.

-Oyeme -replicó el de Cuéllar con aire hipócrita- y dime, ¿qué te he hecho yo? ¿Qué agravio has recibido de mí?

-¡Infame! -interrumpió Hernando segunda vez-. ¿Tienes valor para preguntarme qué has hecho, mal caballero? ¿Adónde está mi hermana? ¿Quién la ha robado sino tú? Pero ¿para qué pregunto nada? -añadió con más cólera-; defiéndete o te mato.

-Todo está ya perdido. ¡Ella me aborrecerá! -profirió entre dientes Saldaña-. Y yo, ¡qué diablos sé de tu hermana! -repuso en seguida con aspereza-; la he querido poseer, ella habría hecho mi felicidad, no te lo niego; pero hasta el mismo infierno se ha mezclado para desbaratar mis planes... pero... yo no quería deshonrarte... tenía intenciones de casarme con ella, y no creo...

-Acuérdate de lo que te dijo mi padre: que nunca mi sangre se mezclaría con la tuya -replicó Hernando-; no, nunca, yo lo juro, aunque me fuese en ello mí vida, y sea yo más vil que el siervo más abatido, más deshonrado que un cobarde, y me vea despreciado y escupido del más villano, si tal consiento jamás. Di, traidor, ¿dónde está mi hermana?

-Te he dicho que yo no sé -respondió Saldaña-, y te juro por mi honor...

-¿Lo tienes tú acaso? -interrumpió el de Iscar-; defiéndete o te declaro por cobarde y hago llamar mis más viles criados para que te maten a palos.

-¡Hernando! -dijo entonces Saldaña, mirándole torvamente y rechinando los dientes-. Sólo a tu hermana debes no estar ya tendido a mis pies en pago de tus insultos. Sí -continuó con desesperación-, sólo al temor de que Leonor me aborrezca si ve en mis armas la sangre misma de su hermano. Pero ya, ¿qué importa? ¿No soy ya aborrecible a sus ojos y a los de todo el mundo? Pues ven y luchemos hasta que no quede señal de que haya existido ninguno.

Diciendo así echó pie a tierra de su caballo, trémulo de furor, y habiendo invitado a Hernando para que hiciese lo mismo, se arrojaron los dos al suelo a un tiempo, y echando mano a la espada uno y otro, se acometieron con más furia y más empuje que nunca. Voló al primer golpe en dos pedazos el escudo del señor de Cuéllar, que abolló de un revés el casco de su contrario, y tiráronse algunos golpes más, que acabaron de deshacer mutuamente sus armaduras.

Pero el de Iscar, cansado ya de tan largo combate, empezó a jugar de punta, mientras el de Cuéllar, más forzudo, le fatigaba y acosaba a tajos y cuchilladas. Hacía ya tiempo que peleaban y estaban heridos por mil partes, sudando y faltos de aliento, citando de repente Saldaña, arrojándose sobre Hernando, le tiró a manteniente un golpe tal sobre la cabeza, que dividió el yelmo en dos partes, y echando un río de sangre por ojos, orejas y narices, le derribó en el suelo sin movimiento.

Quedó Saldaña en pie, victorioso del desafío, pero su vista empezó de allí a poco a desvanecerse, quedó inmóvil, apoyándose sobre la cruz de la espada; sus miembros se estremecieron, inclinó lentamente el cuerpo hacia adelante, dobló las rodillas, hizo dos o tres esfuerzos inútiles para llegar hasta su caballo, y, dando un suspiro, cayó en tierra cubierto todo de sangre y privado, por último, de sentido.

El suelo estaba lleno alrededor de ellos de piezas de sus armas, esparcidas acá y allá en la fuga de la batalla; la lanza que Saldaña había dejado para echar pie a tierra cimbraba clavada de punta a un lado del campo; el aire mecía acaso las plumas que habían saltado de los abollados cascos, y los caballos, sueltos por el campo, se entregaban a toda la alegría que inspira la libertad, mientras sus amos, tendidos uno frente de otro, envueltos en sangre, yacían inmóviles, midiendo el campo con sus espaldas. El de Iscar, yerto, al parecer, sin respiración, cubierto el rostro de sangre y restañado en ella el cabello, tenía los ojos aún entreabiertos, la espada en la mano derecha a toda la extensión del brazo, y la palma de la izquierda, abierta, posada sobre la cabeza; el de Cuéllar, como un torreón caído, ocupaba más espacio, tendido sobre el lado derecho, cubierto el rostro con la visera, levantando el pecho a intervalos con fatiga, donde mostraba una ancha herida poco más abajo del hombro, sobre el corazón, que abría y cerraba sus labios arrojando un caño de sangre a cada respiración.

En este tiempo, llenos de inquietud en uno y otro castillo, especialmente en Iscar, el fiel Nuño y el adamado Jimeno, al ver la tardanza de sus señores, ya habían montado a caballo y, seguidos de algunos soldados, se encaminaban con mucha prisa al sitio de la batalla. Venía Nuño con un triste presentimiento de la suerte de su señor; pero no queriendo dar su brazo a torcer ni aun a sí mismo, todo se le volvía buscar razones para explicar la causa de su retardo. Dando prisa a los que le seguían y al mismo tiempo hablando como tenía de costumbre, iba respondiendo a las preguntas que éstos le hacían, mandándoles sin cesar que callaran, siendo él, más que nadie, la causa de que siguiera la conversación.

-Ya os he dicho -decía- que aguijéis y no me preguntéis más; vamos, ¿qué diablos tenéis, que no parece sino que habéis puesto una arroba de hierro a esos caballos en cada casco? ¡Cómo ha de ser! El amo, sin duda, se habrá detenido a componer alguna pieza de su armadura, y, además, ¿qué se os importa a vosotros?; cuando no ha vuelto, tendrá que hacer. Cuántas veces sucede que se le cae una herradura a un caballo y tiene un hombre que echar pie a tierra y... toma, y otros mil percances; vamos, ¿por qué no andáis al trote?, ¡vivo!, que no parece sino que tenéis que pararos para hablar. En diciendo que os da por charlar parecéis una tarabilla. Lo que más me alegro es que no haya venido el Cantor a interrumpirme y a fastidiarme. El pobre quería venir, pero yo no lo he dejado; está lleno de cuidado por don Hernando... Pero sí, buen cuidado hay que tener, el niño no sabe andar solo... Entre todos cuantos calzan espuela no hay uno más animoso que él ni que sepa mejor arrendar un caballo. Y... ¿quién sabe?... tal vez... ¡pero qué!, el que no le conozca como yo puede pensar lo que quiera, pero yo... Sí, lo mismo le vería yo peleando con tres de los mil jinetes africanos que trajo el rey de Marruecos, que sí le viera paseándose en una feria. En fin, ¡cómo ha de ser! allá veremos; adelante, muchachos, no hay que embobarse.

Así, sin dejar de hablar, cuidadoso y metiendo prisa, atravesaba entonces el bosque, desesperado de no poder correr la legua que le quedaba con la ligereza del pensamiento.

Jimeno, por su parte, aunque más cuidadoso de parecer bien que de lo que había sucedido a su amo, no dejaba también de aligerar el paso, aunque sus reflexiones entonces tomaban muy distinto vuelo que las de Nuño.

Pero todas estas disposiciones hubiesen sido tardías y de nada habrían valido a los caballeros, en particular a Saldaña, que por instantes se desangraba, y a quien hubieran hallado muerto sin duda, si el cielo no les hubiese deparado un socorro más eficaz que cuantos podían aguardar de sus escuderos.

Una mujer cubierta toda de una especie de dominó negro, o de hábito con capucha, teniéndola echada en este momento hacia atrás, estaba de rodillas junto a Saldaña, deteniendo la sangre de su herida con un lienzo blanco como la nieve, y le había levantado la visera y quitado el casco para desahogarle. Su rostro pálido, y más ajado por el dolor y la penitencia que por los años, pues no parecía tener arriba de veintidós, tenía un no sé qué tan angelical y amoroso, que cautivaba y enamoraba con su ternura. Pero el sentimiento que inspiraba era más dulce y respetuoso que ardiente y apasionado, porque sin duda los pasatiempos de aquella joven no eran de este mundo, y su alma ya habitaba en las celestiales mansiones de la paz y de la eterna felicidad.

Su languidez, la ternura, el corte ovalado de su semblante y, sobre todo, el vuelo místico, la mágica nube que hacía imaginar que la rodeaba, habría hecho doblar la rodilla al más profano y adorarla como una divinidad. Todo parecía ya tributarla el homenaje que merecía: el aire mecía blandamente sus abandonados rizos, mientras que el sol, reflejando allí sus rayos, doraba sus cabellos de un color de oro suave y parecía coronarla con la aureola de los habitantes del paraíso. Tenía los ojos dulcemente fijos en el moribundo señor de Cuéllar, y a cada instante acercaba sus labios a los suyos para recoger su aliento, pulsándole y registrándole las heridas, sin dejar por eso de acudir a Hernando de tiempo en tiempo, a quien había lavado ya el rostro con el agua fresca del río, pero sin que ni uno ni otro diesen muestras de volver en sí, no dando más señal de vida que en su angustiada respiración. El rostro de Hernando estaba morado como un lirio, con algunas manchas negras de la sangre que allí se lo había agolpado, y Sancho Saldaña, pálido como un cadáver, tenía aún fruncido el entrecejo, los ojos abiertos y el labio inferior cogido entre los dientes, mostrando la ira que los insultos de su contrario habían encendido en su corazón.

La hermosa desconocida, tan pronto auxiliando a uno, tan pronto a otro, si acaso manifestaba más amor a Saldaña, no tomaba menos interés por el señor de Iscar, cuidando a entrambos con la misma piedad y la ternura misma que si viese a su hermano en cada uno de ellos. Ya les había dado los socorros más necesarios, y sentándose junto a Saldaña, mientras le arreglaba un nuevo vendaje, dijo, mirándole con cariño:

-Gracias doy al cielo, que me ha enviado aquí para librarte de la muerte del pecador. ¡En qué estado ibas a presentarte ante el tribunal de Dios! ¡Las penas eternas te aguardaban presentándote así, lleno de crímenes, impenitente! Mil maldiciones te seguían, cuyos imprecadores hubieran ido allí también para acriminarte. No, yo no; muchos agravios me has hecho, mucho mal me has causado, pero nunca te he maldecido; al contrario, a pesar del mal trato que he recibido de ti, a pesar de todo, todo te lo he perdonado, porque al fin hartas maldiciones te han atraído tus desaciertos. Yo no he hecho sino llorarlos.

Un suspiro que exhaló Saldaña en este momento interrumpió sus palabras. Y volviendo a mirarle, le vio abrir y cerrar los ojos, aflojar los dientes y mover apenas un brazo, señales todas de mejoría, y que hicieron florecer una sonrisa de esperanza en los labios de la desconocida. Hernando hizo también algún movimiento que le obligó a acercarse a mirarle, y abriendo después los ojos volvió en sí, persuadido en el delirio de su imaginación que estaba aún combatiéndose con Saldaña.

-¡Hipócrita! -decía en voz tan ahogada que apenas se le entendía-, defiéndete... te daré la vida si me confiesas adónde has ocultado a mi hermana... ¿Llora?... ¿No la oyes? ¡Ah!, ya está aquí, ya, ya la libré de ese miserable. ¡Pobre Leonor!...

La desconocida parecía enternecerse a cada palabra de Hernando, que, viéndola a su lado, la había tomado por su hermana y se regocijaba de verla.

-No, Hernando -le respondió la dama cuidadosa de su salud-; yo no soy tu hermana, pero puedes vivir tranquilo; Leonor está segura y libre de sus enemigos. No tardarás en verla a tu lado.

-¡Ah! -exclamó Hernando, haciendo un esfuerzo para levantarse, que no pudo lograr, y arrodillarse delante de ella-; tú, ángel del cielo, tú que has bajado para dar esperanza a mi corazón; si lees en el de los hombres, verás en el mío que el deseo más noble y más digno de un caballero me ha movido a buscarla, juntamente con la amistad de un hermano. Habla, di, ¿dónde está?

Iba a responderle la desconocida cuando, sintiendo tropel de caballos que se acercaba, se levantó de repente, y cubriéndose el rostro con la capucha, huyó prontamente a esconderse entre los pinares.

-Id, seguidla -gritó Hernando a Jimeno, que se acercaba-; ella sabe dónde está Leonor.

-¿Quién? -dijo el paje-; este hombre está delirando.

-Sí, allí va -exclamó el viejo Duarte persignándose ligeramente-. ¡Es la maga! ¡Ya desapareció!

Llegó Nuño de allí a un momento, y habiendo ambas tropas héchose cargo de sus señores, los acomodaron en unas andas que traían preparadas para el efecto y paso a paso dieron la vuelta cada cual a su fortaleza.