San Sebastián, coso taurino : 04
Capítulo IV
Tras un postrer adiós a Julito, que bajaba las escaleras, regresó a su cuarto y dejose caer en una mecedora, frente al balcón, abierto de par en par. El piso era demasiado alto y el mar estaba demasiado cerca; así que, saltando por cima del paseo, los ojos no veían sino el mar, la bahía de la Concha, con su isla de Santa Clara y sus dos montañas, Igüeldo, heroico como legendaria fortaleza, y el «castillo», más moderno, y, como más moderno, más prosaico. Y todo ello hundíase lentamente en el crepúsculo, palidecía, se esfumaba en una neblina de ensueño. Como en los paisajes chinescos, el cielo teñíase de rosa, de oro y de violeta, y sobre el fondo polícromo, nubarrones obscuros, pintados de cobre por la puesta solar, tomaban formas de arcaicos monstruos y erguíanse como rampantes dragones. Y luego, al fondo, el sol, un sol inverosímil, redondo y rojo, sin rayos ni reverberaciones, caía en el mar simulando el ingente proyectil lanzado por un titán contra los dioses.
Eloísa cerró los ojos, sintiendo una tristeza inmensa enseñorearse de ella, un desaliento enorme que lo vencía, sustituyendo a la nerviosidad en que su vanidad de mujer y su decoro de señora hallaron sostén en todos aquellos amargos lances por que pasara.
Sentía ahora en su abandono la tristeza de las cosas, esa tristeza que la vida, con su perpetuo vaivén, rara vez deja percibir; la melancolía de aquel cuarto de casa de viajeros; sin otro adorno que cortase su melancolía que el espejo de dorado marco envuelto en una gasa verde. El menaje formábalo un armario de luna, vacío aún; la cómoda, donde, bajo panzudo fanal, dormía un Niño Jesús de talla; el lavabo, pobre y mezquino, que decía poco en favor de las ideas que de la limpieza tenían en aquella casa; el lecho, blanco y frío, y, los baúles y cajas, cerradas con ese gesto melancólico que dice de éxodos inacabables.
¡Qué sola estaba! De todas las gentes que días antes, cuando, incógnita aún, la supusieron un anfitrión probable, una mina que explotar, una futura con quien resolver el problema del porvenir, o una querida cómoda y aun productiva, le rodearon halagándola, no le quedaba, al poner las cosas en su verdadero lugar, sino el amor luminoso de «el Gauchito» y la amistad de Julito Calabrés. Porque -pensaba la cuitada- Julito no es mala persona en el fondo. Se muere por llamar la atención, por inventar historias raras, por crear conflictos, por contar cosas extraordinarias; pero malo, en realidad, no es. Realmente es el único que desinteresadamente se había portado bien con ella. Los demás, unos la tomaron en broma, otros quisieron aprovechar su soledad y su abandono para abusar; nadie fue un amigo sino él. Julito fue el único que se mostró cordial con palabras de franca y afectuosa camaradería, el único que la consoló y que, cuando ella, vencida, confesaba su desolación: «¡Pero, Dios mío!, ¿yo qué les he hecho?», encontró palabras alentadoras, de fe y esperanza: «¡Bah! No te apures. Ahora te han vencido, pero eso no quiere decir nada. Con estas gentes no hay más que un talismán: la fuerza. Ahora lo tienen ellos... ¡Pues en vez de apurarte, lucha para tenerlo tú y les verás, derrotados, arrastrarse a tus pies. Esto que te ha pasado no debe ser un veneno que te mate, sino una lección y un aguijón que te espolee a luchar». Recapacitó sobre el sendero de espinas recorrido. ¿Por qué le odiaban? ¿Por qué tanta saña?
Desde la noche del Casino adivinó una sorda antipatía que flotaba en la atmósfera. Por el pronto, tenía una enemiga, Casimira Pereira. La dama, no contenta con la grosería que le hiciera en las salas de juego, comenzó a hablar mal de ella sin recatarse; a alejarse de los sitios que ocupaba; a hacer gestos despectivos o reírse sin razón, con risa estrepitosa e insultante. Pronto no fue ella sola; otras damas imitaron su conducta. Lilí Alcorcón, que antes se paseara con ella, comenzó a saludar fríamente, luego se hizo la distraída y acabó por pasar a su lado sin dar ni una cabezada. Ya ni aun la condesa viuda de la Campanada quería nada con ella, pues como un día se atreviese a invitarla a comer, después de mirarle severamente, pronunció un pequeño discurso, lleno de énfasis, sobre el atrevimiento de ciertas gentes. Los hombres no la respetaban tampoco y muchas noches, cuando, después de una comida glacial en que le aislaban como a un apestado, subía a su cuarto conteniendo sus ganas de llorar, encontrábase en el camino caballeros que le gastaban bromas de mal gusto o pollitos atrevidos que le decían groserías. Por fin, un día recibió una carta fría y lacónica en que el dueño la rogaba, con frases de exquisita corrección, que dejase el hotel, pues tenía las habitaciones comprometidas, por ser aquél un establecimiento honorable que tenía su habitual clientela de gentes de gran posición social, a las que no podía disgustar.
Incapaz de decidir nada, acudió a Julito en demanda de consejo. Él la escuchó. Hacía tiempo que veía venir la cosa, aunque no creyó que llegase hasta ahí. Pero, en fin, a lo hecho, pecho, y no amilanarse. Y como ella no supiese dónde ir, dio su opinión. A otro hotel, no. Después de lo sucedido en aquél, en todos pasaría igual.
-No sabes lo que es esa gente -aseguró de buena fe-. Cuando se les mete una cosa en la cabeza no cejan. Y ahora es la cursi de Casimira Aljubarrota, que tiene celos del carcamal del marqués.
En ningún hotel de primer orden la dejarían en paz. Los de segundo eran malísimos, y puesto que ella tenía a medio arreglar su debut en San Sebastián y no se quería ir, lo mejor era instalarse en una casa de esas que se alquilan por apartamentos.
-Mira -dijo-, yo conozco una muy buena, pero tiene un inconveniente... que vive allí «el Gauchito».
Y como ella sonriese involuntariamente, añadió:
-¡Bah! ¡Mejor que mejor! Al fin y al cabo, te quiere, y así estarás menos sola. Ya que la gente te fastidia, líate la manta a la cabeza y les darás dentera. Una de las razones por que las mujeres honradas detestan a las que tienen el buen gusto de no serlo, es porque les tienen envidia.
Luego Julito la había ayudado a hacer la mudanza y habíase ocupado de todo, y, por fin, la había dejado instalada con algunas frases de despedida, llenas de aliento.
-Siento que tu «camote» no esté hoy, pero creo que ha ido en automóvil a pasar el día en Biarritz. Tú no seas tonta y ve al Casino, aunque no sea más que para darles una rabieta. Así verán lo que te importan.
Pero no tenía valor; una tristeza inmensa enseñoreábase de ella y lo veía todo negro. Sus quimeras parecíanle irrealizables; sus sueños de gloria, un imposible.
Llamaron a la puerta.
-Adelante.
Entra la criada.
-¿Ofrécesele algo a la señora?
-Nada.
-Lo digo porque, si no se la ofrece, me iré a acostar.
-Váyase.
Salió la criada, y Eloísa púsose de pie. Luego caminó algunos pasos y encendió luz. Acercose al espejo y se contempló largamente. El ligero quimono de crespón verde, florecido, de enormes rosas blancas, moldeaba las suaves líneas de su cuerpo, hinchábase en leves curvas en los senos, tomando amplitudes de ánfora en las caderas. El rostro estaba lívido; los labios rojos y las pupilas brillaban en dos profundos círculos azules; el pelo, muy negro, caía en bucle de azabache sobre la frente. La luz le hacía daño, y tras unos momentos de muda contemplación, en que sus manos pálidas, bellamente enjoyadas, resbalaron sobre la seda del atavío japonés, dio vuelta a la llave, dejando el cuarto en las tinieblas, y volviose a su asiento. Pronto tornó a caer en sus meditaciones.
¿Por qué la odiarían así? Ella había venido llena de deseos de querer y de ser querida, de agradar, de hacer bien, y se encontraba en plena batalla de odios. ¡Había tantas cosas que ella no podía comprender! Era indudable que todas aquellas gentes obedecían a leyes que les dictaban sus pasiones, sus intereses, sus ideas, pero ¿cuáles eran aquellas leyes? Y diose cuenta de su absoluta ignorancia de la vida. ¡Era una salvaje que no sabía nada de nada! Hasta entonces había tenido el talismán mágico que lo hace todo posible: el dinero. Y con el dinero había sido artista y simpática e inteligente. Con el dinero tuvo aplausos, amigos, adoradores, y la vida fue cosa fácil. Si el dinero hubiese perdurado, habría cruzado por la existencia sin darse cuenta de nada, sin ver sino los senderos bordeados de rosas que ocultaban dolores y miserias de que jamás tuviera sospecha. Pero el dinero se acababa, y como en las funciones de magia, los macizos se hundían en el foso y quedaba la verdad cruda, cruel, amarguísima. ¡Habría que luchar, y ella estaba tan sola...!
Por primera vez sintió la sensación de soledad «física». Pensó con horror en las pupilas fascinadoras que le perseguían. ¡Era una locura haberse ido a vivir sola allí! Con terror miró a todas partes y, al fijar los ojos en la puerta, creyó ver brillar por el orificio de la llave una pupila brillante que le acechaba. Ahogó un grito y se puso violentamente en pie. Después, dominándose, fue a la puerta y abrió de golpe. Nadie. Buscó la llave y otra vez tembló loca de terror. ¡No estaba allí! Iba a chillar cuando su pie tropezó con algo que rodó por el suelo. La llave. Más tranquila, intentó reírse de su pánico, pero no pudo. Entonces, para tranquilizarse, fue a la puerta de la escalera y abrió. Habían apagado ya y la lóbrega sima oprimiole con súbito sobresalto. Pensó en llamar. ¿Para qué? ¿Con qué pretexto? ¿Cómo disculpar luego su alarma? Se burlarían de ella. Cerró la puerta de la escalera y dirigiose nuevamente a su habitación. De pronto se detuvo. La parecía oír pasos. Eran pisadas silenciosas de felino, pisadas blandas, sordas, de unos pies que se moldeaban al terreno. Escuchó. Nada. ¡Algún gato que andaría por allí! ¡Tonterías del miedo, que finge un fantasma en una sábana puesta a secar! Entró en el cuarto y, cerrando la puerta, se encaminó al balcón.
La noche dormía envuelta en soñadora poesía. En el cielo azul, muy obscuro, la luna se alzaba como una hostia de plata y su argentada claridad rielaba sobre el mar, adormecido en solemne fluir y refluir. Eloísa pensó en «el Gauchito», en su amor, en el triunfo. Romántica onda le envolvía y sus labios suspiraron una canción. Súbitamente calló sobresaltada. Oía una respiración a su lado. Volviose y miró a todas partes con terror. Allí, en un rincón, brillaban en la obscuridad las pupilas acechadoras como las de un tigre pronto a saltar sobre su presa. Quiso gritar y no pudo; intentó correr, y antes de que tuviese tiempo de dar un paso, las luminosas pupilas volaron como fuegos fatuos y sintiose enlazada por unos brazos.
Forcejeó. Las manos audaces la oprimieron tratando de rasgar sus vestiduras, y ella luchaba intentando desasirse y gritar. Unos labios voraces cubrían de besos su cuello queriendo morder sus labios, que ella libraba echando desesperadamente la cabeza hacia atrás. Sentía sobre la fina piel del rostro los pinchazos de la barba del sátiro, y su saliva que la pringaba mientras el aliento jadeante le envolvía en un vaho de fuego. Al fin cayó al suelo, junto al balcón, que había intentado ganar para pedir auxilio, y allí siguió luchando, ciega ya de horror, en instintiva ferocidad casi animal. Y defendiose con las uñas, con los dientes, con los pies. Pero él no parecía notarlo y seguía brutal intentando poseerla. La cabellera de la víctima se había destrenzado, y en los espasmos de la defensa se enredaba o quedaba aprisionada por los cuerpos de los luchadores, y a cada nueva sacudida la hacía un daño atroz, hasta arrancarla sangre. Las vestiduras de la cubana se habían rasgado, y en el verde maleficio de la luna, que entraba por la ventana abierta, se veía entre las rosas monstruosas del quimono surgir uno de los senos, blanco y rosa, manchado de amoratados cardenales. Por fin, Eloísa consiguió desasirse en parte, y gritó:
-¡Socorro!...
La puerta crujió un instante; luego, saltando la cerradura, se abrió con estrépito, y de un salto entró en el cuarto «el Gauchito».
El indio, abandonando su presa, se había puesto en pie de un salto y hacía frente al recién llegado.
Primero miráronse un instante, y sus pupilas luminosas se cruzaron como dos aceros en la obscuridad; luego se acometieron. En las tinieblas comenzó una lucha bárbara entre los dos hombres. Rodaron por tierra, se levantaron para tornar a caer al suelo y allí debatirse en un grupo monstruoso, forcejeando con inaudita barbarie.
Eloísa consiguió encender la luz y, muda de espanto, impotente para moverse ni para gritar, contemplaba el horrible cuadro. Luchaban silenciosamente como dos tigres; la cara del viejo se había amoratado, y sus labios, hinchados, parecían negros, mientras los ojos, inyectados de sangre, salían de sus órbitas. Los cabellos canos, crespos como los de una alimaña feroz, se pegaban con el sudor a la frente, y sus manos, crispadas, parodiaban las garras de un animal de presa.
Daniel, más calmado, tenía una arrogancia de joven semidiós, vencedor de endriagos.
Al fin triunfó. Alzóse, y con el pie azotó ferozmente a su enemigo. Luego, como si se tratase de un perro rabioso, chasqueó la lengua:
-¡Largo de aquí!
El indio salió casi arrastrándose. Cuando desapareció, el torero acercose a Eloísa:
-¡Nena! ¡Pobre mía! ¡Has pasado mucho miedo! No te apures. Mañana lo mando a América.
Y a un gesto afirmativo de ella enlazola por la cintura y juntos se asomaron al balcón. Allí Daniel murmuró su letanía de amor. Poco a poco, los nervios de la mujer, adormecidos por la música sentimental, se distendieron y comenzó a llorar silenciosamente. Él se inclinó y bebió sobre el alabastro de las mejillas el amargo veneno de aquel llanto; gustó luego el dulzor de los labios y poco a poco se fundieron en una inacabable caricia.