Saetas de Semana Santa
Viendo Cristo que su muerte se venía tan cercana, llamó a su Madre prudente, con discretas palabras, se despidió de esta suerte: -Quedad con Dios, madre mía, vuestra bendición espero, porque ya es llegado el día que enclavado en un madero, se cumplan las profecías. También de mi padre espero que me dé su bendición, que voy a Jerusalén a padecer mi pasión. -Hijo, si te fuese grato, por ti padeciera yo tu pasión por aliviarte. -No. Madre; quedad con Dios, que no puedo consolar tal sentimiento y dolor. Llegó al huerto, hizo oración por todos los que vivían, y en santa contemplación, gotas de sangre corrían para nuestra redención. Por el pecador pedía, entre angustias anegado, en mortales agonías, un ángel le ha confortado, que el Padre Eterno le envía. Nuestro amado Redentor, en quien se halla todo bien, por el hombre pecador, se acercó a Jerusalén, conducido por su amor. Con una pompa imperial va el humilde caminante, para librarnos del mal a Jerusalén triunfante entró el pastor celestial. Puesto Jesús en la mesa, el pan bendice, diciendo: «Este es mi cuerpo», promesa y gran milagro estupendo, que al Serafín embelesa. Con el cáliz en la mano, hizo igual ofrecimiento, y sus labios soberanos han dejado al Sacramento para el bien de los cristianos. Ya le llevan al Calvario, al son de ronca trompeta, y el inicuo de Pilatos le ha leído la sentencia. La cruz le pone por cama aquella gente maligna, y luego, por cabecera, una corona de espinas. El Sol se vistió de luto, y la Luna se eclipsó, los elementos temblaron cuando murió el Redentor. Una corona le ponen de espinas setenta y dos, que le traspasan las sienes, y a su madre el corazón. De tal manera lom vio, que a San Juan le preguntó: «¿Cuál de los tres es mi hijo, »que no lo conozco yo?»