Rufina 1

de José M. Gutiérrez de Alba.
RUFINA,

ó UNA TERRIBLE HISTORIA.

I.

LA CAZA DE ZORZALES.

En una noche del mes de diciembre de 1854, me hallaba yo en Alcalá de Guadaira, población deliciosa, distante sólo dos leguas de Sevilla, en uno de los para- ges mas pintorescos de España, y que además de, sus muchos encantos, tiene para mí el de haber sido mi cuna y el ser la residencia habitual de mi familia.

Al cabo de algunos años, aquel era el primer invierno consagrado por mí á la ternura de mis padres y de mis hermanos, y al sincero afecto de mis amigos de la infancia.

Mi larga permanencia lejos de mi país natal, me habia hecho hasta cierto punto extranjero entre los mios; muchos antiguos camaradas de escuela, á la sazón sencillos y honrados labradores, que durante el dia manejaban el azadón ó el arado, llegada la noche acudían ¡i la casa de mis padres, donde al amor de una buena lumbre y entre el humo de los cigarros, recordábamos con alegría nuestras infantiles travesuras.

Al verse recibidos con la cordial franqueza de una verdadera amistad, sin embargo de ser algunos de ellos trabajadores de nuestra casa, todos á porfía trataban de agasajarme y me invitaban de continuo á participar de sus sencillas é inocentes diversiones, nuevas entera- mente para mí, que, consagrado desde niño á otro género de vida, no las habia podido conocer sino por referencia.

Varias veces me habían ponderado los encantos de una caza especial, que llaman allí la caza de los zorzales; y, aunque sus pormenores habían escilado viva-, mente mi curiosidad, entibiaba algún tanto mi deseo el saber que aquella caza no era posible sino en las noches oscuras de lluvia y viento.

No obstante, ya les habia ofrecido asistir á una de sus incómodas espediciones, y ellos lo tenían todo preparado para sorprenderme en el primer momento oportuno.

Los primeros dias de diciembre habían pasado como dias de primavera; ni una sola nube habia venido á empañar la diáfana pureza de la atmósfera; las noches eran también serenas y claras, y las estrellas matizaban por todas partes el firmamento. Pero hacia la mitad del mes, á la hora de ocultarse el sol, presentóse en el horizonte una faja oscura que se estendia de Occidente á Norte; la temperatura subió algunos grados, y la aguja barométrica empezó á anunciar la mudanza del tiempo.

A las siete dé la noche soplaba ya un viento del Sur, muy pronunciado, y ligeras nubes cruzaban con rapidez", naciéndose por instantes mas oscuras y espesas.

Ya mi familia y yo nos disponíamos á cenar; gruesos troncos de olivo ardían en la chimenea, y escuchábamos concierto placer el ruido del viento, que agitaba los cristales, y el sonido especial, que como una especie de redoble producían en ellos las primeras golas de la lluvia.

Mientras duró la cena, el temporal fue poco á poco arreciando y á eso de las ocho, cuando se levantaron los manteles, el agua corría por las calles en copiosos arroyos, arrastrando las piedras que encontraba al paso, con ese rumor sordo y uniforme de los improvisados torrentes.

A esta hora, solo habían acudido á nuestra ordinaria velada dos ancianos vecinos, que no faltaban ninguna noche, y que entretenían nuestra patriarcal reunión, refiriendo sus aventuras de la guerra de la independencia, en la cual ambos habían sido actores.

Yo no estrenaba gran cosa la falta de mis jóvenes amigos , porque la noche en verdad no convidaba mucho á salir de casa; pero los dos ancianos, al oírme emitir esta idea, cambiaron entre sí una mirada, y dejaron entrever una sonrisa de inteligencia, lo cual me hizo sospechar que aquella tardanza tenia un motivo especial, que querían ocultarme; pero nunca imaginé cual era la sorpresa que me preparaban.

Hacíales yo sobre esto algunas preguntas, que ellos trataban de eludir de la mejor manera posible, cuando de pronto sentimos un gran tropel en el portal, y nuestros jóvenes se presentaron con la alegría pintada en el semblante, y diciendo muy satisfechos: —¡Ya llegó la hora!»

—¿De qué? les pregunté yo.

Pero no tuve necesidad de respuesta.

Al ver los aparatos de que venían provistos, las man tas que traian sobre los hombros , y ta extraña linterna, que mas adelante describiré, y que uno de ellos, su autor sin duda, me mostraba con orgullo, recordé que todo aquel aparato y en aquella endiablada noche, no podria tener otro objeto que la tan celebrada caza de zorzales.

Y así era en realidad: la noche, según su unánime parecer, era asombrosa; la caza prometía ser divertida y abundante; todo estaba dispuesto, y solo faltaba que yo me uniese á la comitiva.

Si he de confesar la verdad, aunque me cueste algún rubor, diré, que en los primeros instantes sentí en el alma el haber manifestado la mas mínima curiosidad por una diversión rodeada de tan incómodos accidentes.

La habitación en que nos hallábamos tenia una temperatura deliciosa; el fuego que ardía delante de nos otros, con su vacilante llama y sus encendidos carbones formaba un singular contraste con el vendabal y la lluvia que se escuchaba fuera; después, por un instinto natural de comodidad ó de pereza, mi imaginación me llevaba á comparar el agradable reposo de mi lecho con la fría humedad, la fatiga y las incomodidades que me aguardaban en el campo.

Uníanse á todo estolas juiciosas observaciones de mi buena madre, que, temerosa por mi salud , calificaba aquella espedicion de temeridad y de locura.

(Se continuará )

José M. Gutiérrez de Alba.