Rudamente, pulidamente, mañosamente

Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
Rudamente, pulidamente, mañosamente


Crónica de la época del virrey Amat

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En que el lector hace conocimiento con una hembra del coco, de rechupete y tilín


Leonorcica Michel era lo que hoy llamaríamos una limeña de rompe y rasga, lo que en los tiempos del virrey Amat se conocía por una mocita de tecum y de las que amarran la liga encima de la rodilla. Veintisiete años con más mundo que el que descubrió Colón, color sonrosado, ojos de más preguntas y respuestas que el catecismo, nariz de escribano por lo picaresca, labios retozones, y una tabla de pecho como para asirse de ella un náufrago, tal era en compendio la muchacha. Añádanse a estas perfecciones brevísimo pie, torneada pantorrilla, cintura estrecha, aire de taco y sandunguero, de esos que hacen estremecer hasta a los muertos del campo santo. La moza, en fin, no era boccato di cardenale, sino boccato de concilio ecuménico.

Paréceme que con el retrato basta y sobra para esperar mucho de esa pieza de tela emplástica,


que era como el canario
que va y se baña,
y luego se sacude
con arte y maña.


Leonorcica, para colmo de venturanza, era casada con un honradísimo pulpero español, más bruto que el que asó a la manteca, y a la vez más manso que todos los carneros juntos de la cristiandad y morería. El pobrete no sabía otra cosa que aguar el vino, vender gato por liebre y ganar en su comercio muy buenos cuartos, que su bellaca mujer se encargaba de gastar bonitamente en cintajos y faralares, no para más encariñar a su cónyuge, sino para engatusar a los oficiales de los regimientos del rey. A la chica, que de suyo era tornadiza, la había agarrado el diablo por la milicia y... ¡échele usted un galgo a su honestidad! Con razón decía uno: «Algo tendrá el matrimonio, cuando necesita bendición de cura».

El pazguato del marido, siempre que la sorprendía en gatuperios y juegos nada limpios con los militares, en vez de coger una tranca y derrengarla, se conformaba con decir:

-Mira, mujer, que no me gustan militronchos en casa y que un día me pican las pulgas y hago una que sea sonada.

-Pues mira, ¡arrastrado!, no tienes más que empezar -contestaba la mozuela, puesta en jarras y mirando entre ceja y ceja a su víctima.

Cuentan que una vez fue el pulpero a querellarse ante el provisor y a solicitar divorcio, alegando que su conjunta lo trataba mal.

-¡Hombre de Dios! ¿Acaso te pega? -le preguntó su señoría.

-No, señor -contestó el pobre diablo-, no me pega..., pero me la pega.

Este marido era de la misma masa de aquel otro que cantaba:


«Mi mujer me han robado
tres días ha:
ya para bromas basta:
vuélvanmela.


Al fin la cachaza tuvo su límite, y el marido hizo... una que fue sonada. ¿Perniquebró a su costilla? ¿Le rompió el bautismo a algún galán? ¡Quiá! Razonando filosóficamente, pensó que era tontuna perderse un hombre por perrerías de una mala pécora; que de hembras está más que poblado este pícaro mundo, y que, como dijo no sé quién, las mujeres son como las ranas, que por una que zabulle salen cuatro a flor de agua.

De la noche a la mañana traspasó, pues, la pulpería, y con los reales que el negocio le produjo se trasladó a Chile, donde en Valdivia puso una cantina.

¡Qué fortuna la de las anchovetas! En vez de ir al puchero se las deja tranquilamente en el agua.

Esta metáfora traducida a buen romance quiere decir que Leonorcica, lejos de lloriquear y tirarse de las greñas, tocó generala, revistó a sus amigos de cuartel, y de entre ellos, sin más recancamusas, escogió para amante de relumbrón al alférez del regimiento de Córdoba don Juan Francisco Pulido, mocito que andaba siempre más emperejilado que rey de baraja fina.


Mano de historia


Si ha caído bajo tu dominio, lector amable, mi primer libro de Tradiciones, habrás hecho conocimiento con el excelentísimo señor don Manuel Amat y Juniet, trigésimo primo virrey del Perú por su majestad Femando VI. Ampliaremos hoy las noticias históricas que sobre él teníamos consignadas.

La capitanía general de Chile fue, en el siglo pasado, un escalón para subir al virreinato. Manso de Velazco, Amat, Jáuregui, O'Higgins y Avilés, después de haber gobernado en Chile, vinieron a ser virreyes del Perú.

A fines de 1771 se hizo Amat cargo del gobierno. «Traía -dice un historiador- la reputación de activo, organizador, inteligente, recto hasta el rigorismo y muy celoso de los intereses públicos, sin olvidarla propia conveniencia». Su valor personal lo había puesto a prueba en una sublevación de presos en Santiago. Amat entró solo en la cárcel, y recibido a pedradas, contuvo con su espada a los rebeldes. Al otro día ahorcó docena y media de ellos. Como se ve, el hombre no se andaba en repulgos.

Amat principió a ejercer el gobierno cuando, hallándose más encarnizada la guerra de España con Inglaterra y Portugal, las colonias de América recelaban una invasión. El nuevo virrey atendió perfectamente a poner en pie de defensa la costa desde Panamá a Chile, y envió eficaces auxilios de armas y dinero al Paraguay y Buenos Aires. Organizó en Lima milicias cívicas, que subieron a cinco mil hombres de infantería y dos mil de caballería, y él mismo se hizo reconocer por coronel del regimiento de nobles, que contaba con cuatrocientas plazas. Efectuada la paz, Carlos III premió a Amat con la cruz de San Jenaro, y mandó a Lima veintidós hábitos de caballeros de diversas órdenes para los vecinos que más se habían distinguido por su entusiasmo en la formación, equipo y disciplina de las milicias.

Bajo su gobierno se verificó el Concilio provincial de 1772, presidido por el arzobispo D. Diego Parada, en que fueron confirmados los cánones del Concilio de Santo Toribio.

Hubo de curioso en este Concilio que habiendo investigado Amat al franciscano fray Juan de Marimón, su paisano, confesor y aun pariente, con el carácter de teólogo representante del real patronato, se vio en el conflicto de tener que destituirlo y desterrarlo por dos años a Trujillo. El padre Marimón, combatiendo en la sesión del 28 de febrero al obispo Espiñeyra y al crucífero Durán, que defendían la doctrina del probabilismo, anduvo algo cáustico con sus adversarios. Llamado al orden Marimón, contestó, dando una palmada sobre la tribuna: «Nada de gritos, ilustrísimo señor, que respetos guardan respetos, y si su señoría vuelve a gritarme, yo tengo pulmón más fuerte y le sacaré ventaja». En uno de los volúmenes de Papeles varios de la Biblioteca de Lima se encuentran un opúsculo del padre agonizante Durán, una carta del obispo fray Pedro Ángel de Espiñeyra, el decreto de Amat y una réplica de Marimón, así como el sermón que pronunció éste en las exequias del padre Pachi, muerto en olor de santidad.

El virrey, cuyo liberalismo en materia religiosa se adelantaba a su época, influyó, aunque sin éxito, para que se obligase a los frailes a hacer vida común y a reformar sus costumbres, que no eran ciertamente evangélicas. Lima encerraba entonces entre sus murallas la bicoca de mil trescientos frailes, y los monasterios de monjas la pigricia de setecientas mujeres.

Para espiar a los frailes que andaban en malos pasos por los barrios de Abajo el Puente, hizo Amat construir el balcón de palacio que da a la plazuela de los Desamparados, y se pasaba muchas horas escondido tras de las celosías.

Algún motivo de tirria debieron darle los frailes de la Merced, pues siempre que divisaba hábito de esa comunidad murmuraba entre dientes: «¡Buen blanco!». Los que lo oían pensaban que el virrey se refería a la tela del traje, hasta que un curioso se atrevió a pedirle aclaración, y entonces dijo Amat: «¡Buen blanco para una bala de cañón!».

En otra ocasión hemos hablado de las medidas prudentes y acertadas que tomó Amat para cumplir la real orden por la que fueron expulsados los miembros de la Compañía de Jesús. El virrey inauguró inmediatamente en el local del colegio de los jesuitas el famoso Convictorio de San Carlos, que tantos hombres ilustres ha dado a la América.

Amotinada en el Callao a los gritos de «¡Viva el rey y muera su mal gobierno!» la tripulación de los navíos Septentrión y Astuto, por retardo en el pagamento de sueldos, el virrey enarboló en un torreón la bandera de justicia, asegurándola con siete cañonazos. Fue luego a bordo, y tras brevísima información mandó colgar de las entenas a los dos cabecillas y diezmó la marinería insurrecta, fusilando diez y siete. Amat decía que la justicia debe ser como el relámpago.

Amat cuidó mucho de la buena policía, limpieza y ornato de Lima. Un hospital para marineros en Bellavista; el templo de las Nazarenas, en cuya obra trabajaba a veces como carpintero; la Alameda y plaza de Ancho para las corridas de toros, y el Coliseo, que ya no existe, para las lidias de gallos, fueron de su época. Emprendió también la fábrica, que no llegó a terminarse, del Paseo de Aguas y que, a juzgar por lo que aún se ve, habría hecho competencia a Saint Cloud y a Versalles.

Licencioso en sus costumbres, escandalizó bastante al país con sus aventuras amorosas. Muchas páginas ocuparían las historietas picantes en que figura el nombre de Amat unido al de Micaela Villegas, la Perricholi, actriz del teatro de Lima.

Sus contemporáneos acusaron a Amat de poca pureza en el manejo de los fondos públicos, y daban por prueba de su acusación que vino de Chile con pequeña fortuna y que, a pesar de lo mucho que derrochó con la Perricholi, que gastaba un lujo insultante, salió del mando millonario. Nosotros ni quitamos ni ponemos, no entramos en esas honduras y decimos caritativamente que el virrey supo, en el juicio de residencia, hacerse absolver de este cargo, como hijo de la envidia y de la maledicencia humanas.

En julio de 1776, después de cerca de quince años de gobierno, lo reemplazó el Excmo. señor D. Manuel Guirior.

Amat se retiró a Cataluña, país de su nacimiento, en donde, aunque octogenario y achacoso, contrajo matrimonio con una joven sobrina suya.

Las armas de Amat eran: escudo en oro con una ave de siete cabezas de azur.


Donde el lector hallará tres retruécanos no rebuscados sino históricos


Por los años de 1772 los habitantes de esta, hoy prácticamente republicana ciudad de los reyes se hallaban poseídos del más profundo pánico. ¿Quién era el guapo que después de las diez de la noche asomaba las narices por esas calles? Una carrera de gatos o ratones en el techo bastante para producir en una casa soponcios femeniles, alarmas masculinas y barullópolis mayúsculo.

La situación no era para menos. Cada dos o tres noches se realizaba algún robo de magnitud, y según los cronistas de esos tiempos, tales delitos salían, en la forma, de las prácticas hasta entonces usadas por los discípulos de Caco. Caminos subterráneos, forados abiertos por medio del fuego, escalas de alambre y otras invenciones mecánicas revelaban, amén de la seguridad de sus golpes, que los ladrones no sólo eran hombres de enjundia y pelo en pecho, sino de imaginativa y cálculo. En la noche del 10 de julio ejecutaron un robo que se estimó en treinta mil pesos.

Que los ladrones no eran gentuza de poco más o menos, lo reconocía el mismo virrey, quien, conversando una tarde con los oficiales de guardia que lo acompañaban a la mesa, dijo con su acento de catalán cerrado.

-¡Muchi diablus de latrons!

-En efecto, excelentísimo señor -le repuso el alférez D. Juan Francisco Pulido-. Hay que convenir en que roban pulidamente.

Entonces el teniente de artillería don José Manuel Martínez Ruda lo interrumpió.

-Perdone el alférez. Nada de pulido encuentro; y lejos de eso, desde que desvalijan una casa contra la voluntad de su dueño, digo que proceden rudamente.

-¡Bien! Señores oficiales, se conoce que hay chispa -añadió el alcalde ordinario don Tomás Mañós, y que era, en cuanto a sutileza, capaz de sentir el galope del caballo de copas-. Pero no en vano empuño yo una vara que hacer caer mañosamente sobre esos pícaros que traen al vecindario con el credo en la boca.

Donde se comprueba que a la larga el toro fina en el matadero y el ladrón en la horca


Al anochecer del 31 de julio del susodicho año de 1772, un soldado entró cautelosamente en la casa del alcalde ordinario don D. Tomás Mañós, y se entretuvo con él una hora en secreta plática.

Poco después circulaban por la ciudad rondas de alguaciles y agentes de la policía que fundó Amat con el nombre de encapados.

En la mañana del 1.º de agosto todo el mundo supo que en la cárcel de corte y con gruesas barras de grillos se hallaban aposentados el teniente Ruda, el alférez Pulido, seis soldados del regimiento de Saboya, tres del regimiento de Córdoba y ocho paisanos. Hacíanles también compañía doña Leonor Michel y doña Manuela Sánchez, las de los oficiales, y tres mujeres del pueblo, mancebas de soldados. Era justo que quienes estuvieron a las maduras participasen de las duras. Quien comió la carne que roa el hueso.

El proceso, curiosísimo en verdad y que existe en los archivos de la Excma. Corte Suprema, es largo para extractado. Baste saber que el 13 de agosto no quedó en Lima títere que no concurriese a la plaza Mayor, en la que estaban formadas las tropas regulares y milicias cívicas.

Después de degradados con el solemne ceremonial de las ordenanzas militares los oficiales Ruda y Pulido, pasaron junto con nueve de sus cómplices a balancearse en la horca, alzada frente al callejón de Petateros. El verdugo cortó luego las cabezas, que fueron colocadas en escarpias en el Callao y en Lima.

Los demás reos obtuvieron pena de presidio, y cuatro fueron absueltos, contándose entre éstos doña Manuela Sánchez, la querida de Ruda. El proceso demuestra que si bien fue cierto que ella percibió los provechos, ignoró siempre de dónde salían las misas.

En que se copia una sentencia que puede arder en un candil


«En cuanto a doña Leonor Michel, receptora de especies furtivas, la condeno a que sufra cincuenta azotes, que le darán en su prisión de mano del verdugo, y a ser rapada de cabeza y cejas, y después de pasada tres veces por la horca, será conducida al real beaterio de Amparadas de la Concepción de esta ciudad a servir en los oficios más bajos y viles de la casa, reencargándola a la madre superiora para que la mantenga con la mayor custodia y precaución, ínterin se presenta ocasión de navío que salga para la plaza de Valdivia, adonde será trasladada en partida de registro a vivir en unión de su marido, y se mantendrá perpetuamente en dicha plaza. -Dio y pronunció esta sentencia el Excmo. Sr. D. Manuel de Amat y Juniet, caballero de la Orden de San Juan, del Consejo de su majestad, su gentilhombre de cámara con entrada, teniente general de sus reales ejércitos, virrey, gobernador y capitán general de estos reinos del Perú y Chile; y en ella firmó su nombre estando haciendo audiencia en su gabinete, en los Reyes, a 11 de agosto de 1772, siendo testigo D. Pedro Juan Sanz, su secretario de cámara, y D. José Garmendia, que lo es de cartas. -Gregorio González de Mendoza, escribano de su majestad y Guerra».

¡Cáscaras! ¿No les parece a ustedes que la sentencia tiene tres pares de perendengues?

Ignoramos si el marido entablaría recurso de fuerza al rey por la parte en que, sin comerlo ni beberlo, se le obligaba a vivir en ayuntamiento y con la media naranja que le dio la Iglesia, o si cerró los ojos y aceptó la libranza, que bien pudo ser; pues para todo hay genios en la viña del Señor.