Muchas veces oí decir
y a los antiguos contar,
que ninguno por riqueza
no se debe de ensalzar,
ni por pobreza que tenga
se debe menospreciar.
Miren bien, tomando ejemplo,
do buenos suelen mirar,
cómo el conde, a quien Grimaltos
en Francia suelen llamar,
llegó en las cortes del rey
pequeño y de poca edad.
Fue luego paje del rey
del más secreto lugar;
porque él era muy discreto,
y de él se podía fiar:
y después de algunos tiempos,
cuando más entró en edad,
le mandó ser camarero
y secretario real:
y después le dio un condado,
por mayor honra le dar;
y por darle mayor honra
y estado en Francia sin par
lo hizo gobernador,
que el reino pueda mandar.
Por su virtud y nobleza,
y grande esfuerzo sin par
le quiso tomar por hijo,
y con su hija le casar.
Celebráronse las fiestas
con placer y sin pesar.
Ya después de algunos días
de sus honras y holgar,
el rey le mandó al conde
que le fuese a gobernar
y poner cobro en las tierras
que le fuera a encomendar.
Pláceme, dijera el conde,
pues no se puede excusar.
Ya se ordena la partida,
y el rey manda aparejar,
sus caballeros y damas
para haber de acompañar.
Ya se partía el buen conde
con la condesa a la par,
y caballeros y damas
que no le quieren dejar.
Por la gran virtud del conde
no se pueden apartar:
de París hasta León
le fueron acompañar.
Vuélvense para París
después de placer tomar:
las nuevas que dan al rey
es descanso de escuchar,
de cómo rige a León
y le tiene a su mandar,
y el estado de su Alteza
cómo lo hacía acatar.
De tales nuevas el rey
gran placer fuera a tomar,
no prosigo más del rey,
sino que lo dejo estar.
Tornemos a don Grimaltos
cómo empieza a gobernar,
bien querido de los grandes,
sin la justicia negar,
trata a todos de tal suerte,
que a ninguno da pesar.
Cinco años él estuvo
sin al buen rey ir a hablar,
ni del conde a él ir quejas,
ni de sentencia apelar;
mas fortuna que es mudable,
y no puede sosegar,
quiso serle tan contraria
por su estado le quitar.
Fue el caso que don Tomillas
quiso en traición tocar:
revolvióle con el rey
por más le escandalizar,
diciéndole que su yerno
se le quiere rebelar,
y que en villas y ciudades
sus armas hace pintar,
y por señor absoluto
él se manda intitular,
y en las villas y lugares
guarnición quiere dejar.
Cuando el rey aquesto oyera
tuvo de ello gran pesar,
pensando en las mercedes
que al conde le fuera a dar.
¡Sólo por buenos servicios
le pusiera en tal lugar,
y después por galardón
tal traición le ordenar!
Él ha determinado
de hacerle justiciar.
Dejemos lo de la corte,
y al conde quiero tomar,
que estando con la condesa
una noche a bel folgar,
adurmióse el buen conde,
recordara con pesar;
las palabras que decía
son de dolor y pesar:
-¿Qué te hice, vil fortuna?
¿Por qué te quieres mudar
y quitarme de mi silla,
en que el rey me fue a sentar?
¡Por falsedad de traidores
causarme tanto de mal!
Que según yo creo y pienso
no lo puede otro causar.
A las voces que da el conde
su mujer fue a despertar;
recordó muy espantada
de verle así hablar,
y hacer lo que no solía,
y de condición mudar.
-¿Qué habéis, mi señor el conde?
¿En qué podéis vos pensar?
-No pienso en otro, señora,
sino en cosa de pesar,
porque un triste y mal sueño
alterado me hace estar.
Aunque en sueños no fiemos,
no sé a qué parte lo echar,
que parecía muy cierto
que vi una águila volar,
siete halcones tras ella
mal aquejándola van,
y ella por guardarse de ellos
retrújose a mi ciudad;
encima de una alta torre
allí se fuera a asentar;
por el pico echaba fuego,
por las alas alquitrán;
el fuego que de ella sale
la ciudad hace quemar;
a mí quemaba las barbas,
y a vos quemaba el brial.
¡Cierto tal sueño como este
no puede ser sino mal!
Esta es la causa, condesa,
que me sentiste quejar.
-Bien lo merecéis, buen conde,
si de ello os viene algún mal,
que bien ha los cinco años,
que en corte no os ven estar,
y sabéis vos bien, el conde,
quién allí os quiere mal,
que es el traidor de Tomillas
que no suele reposar:
yo no lo tengo a mucho
que ordene alguna maldad.
Mas, señor, si me creéis,
mañana antes de yantar
mandad hacer un pregón
por toda esa ciudad,
que vengan los caballeros
que están a vuestro mandar,
y por todas vuestras tierras
también los mandéis llamar,
que para cierta jornada
todos se hayan de juntar.
Desque todos estén juntos
decirles heis la verdad,
que queréis ir a París
para con el rey hablar,
y que se aperciban todos
para en tal caso os honrar.
Según de ellos sois querido,
creo no os podrán faltar:
iros heis con todos ellos
a París, esa ciudad,
besaréis la mano al rey
como la soléis besar,
y entonces sabréis, señor,
lo que él os quiere mandar;
que si enojo de vos tiene
luego os lo demostrará,
y viendo vuestra venida
bien se le podrá quitar.
-Pláceme, dijo, señora,
vuestro consejo tomar.
Pártese el conde Grimaltos
a París, esa ciudad,
con todos sus caballeros
y otros que él pudo juntar.
Desque fue cerca París
bien quince millas o más,
mandó parar a su gente,
sus tiendas mandó armar,
hizo aposentar los suyos
cada cual en su lugar.
Luego el rey de él hubo cartas,
respuesta no quiso dar.
Cuando el conde aquesto vido
en París se fue a entrar;
fuérase para el palacio
donde el rey solía estar;
saludó a todos los grandes,
la mano al rey fue a besar:
el rey de muy enojado
nunca se la quiso dar,
antes más le amenazaba
por su muy sobrado osar,
que habiendo hecho tal traición
en París osase entrar;
jurando que por su vida
se debía maravillar
cómo, visto lo presente,
no lo hacía degollar;
y si no hubiera mirado
su hija no deshonrar,
que antes que el día pasara
lo hiciera justiciar:
mas por dar a él castigo,
y a otros escarmentar
le mandó salir del reino
y que en él no pueda estar.
Plazo le dan de tres días
para el reino vaciar
y el destierro es de esta suerte:
que gente no ha de llevar,
caballeros, ni criados
no le hayan de acompañar,
ni lleve caballo o mula
en que pueda cabalgar:
moneda de plata y oro
deje, y aun la de metal.
Cuando el conde esto oyera
¡ved cuál podía estar!
Con voz alta y rigurosa,
cercado de gran pesar,
como hombre desesperado
tal respuesta le fue a dar:
-Por desterrarme tu Alteza
consiento en mi desterrar;
mas quien de mí tal ha dicho,
miente y no dice verdad,
que nunca hice traición,
ni pensé en maldad usar;
mas si Dios me da la vida
yo haré ver la verdad.
Ya se sale de palacio
con doloroso pesar;
fuese a casa de Oliveros,
y allí halló a don Roldán.
Contábales las palabras
que con el rey fue a pasar;
despidiéndose está de ellos,
pues les dijo la verdad,
jurando que nunca en Francia
lo verían asomar,
si no fuese castigado
quien tal cosa fue a ordenar.
Ya se despedía de ellos;
por París comienza a andar
despidiéndose de todos
con quien solía conversar:
despidióse de Valdovinos
y del romano Fincán,
y del gastón Angeleros,
y del viejo don Beltrán,
y del duque don Estolfo,
de Malgesí otro que tal,
y de aquel solo invencible
Reinaldos de Montalván.
Ya se despide de todos
para su viaje tomar.
La condesa fue avisada,
no tardó en París entrar:
derecha fue para el rey,
sin con el conde hablar,
diciendo que de su Alteza
se quería maravillar,
cómo al buen conde Grimaltos
lo quisiese así tratar;
que sus obras nunca han sido
de tan mal galardonar,
y que suplica a su Alteza
que en ello mande mirar,
y si el conde no es culpado
que al traidor haga pagar
lo que el conde merecía
si aquello fuese verdad,
y así será castigado
quien lo tal fue a ordenar.
Cuando el rey aquesto oyera
luego la mandó callar,
diciendo que si más habla
como a él la ha de tratar,
y que le es muy excusado
por el conde le rogar,
pues quien por traidores ruega
traidor se pueda llamar.
La condesa que esto oyera,
llorando con gran pesar,
descendióse del palacio
para al conde ir a buscar.
Viéndose ya con el conde
se llegó a lo abrazar;
lo que el uno y otro dicen
lástima era de escuchar:
-¿Este es el descanso, conde,
que me habíades de dar?
¡No pensé que mis placeres
tan poco habían de durar!
Mas en ver que sin razón
por placer nos dan pesar,
quiero que cuando vais, conde,
cuenta de ello sepáis dar.
Yo os demando una merced,
no me la queráis negar,
porque cuando nos casamos
hartas me habíades de dar.
Yo nunca las he habido,
aún las tengo de cobrar,
ahora es tiempo, buen conde,
de haberlas de demandar.
-Excusado es, la condesa,
eso ahora demandar,
porque jamás tuve cosa
fuera de vuestro mandar,
que cuando vos demandéis
por mi fe de lo otorgar.
-Es, señor, que donde fuéredes
con vos me hayáis de llevar.
-Por la fe que yo os he dado
no se os puede negar;
mas de las penas que siento
esta es la más principal,
porque perderme yo solo
este perder es ganar,
y en perderos vos, señora,
es perder sin más cobrar;
mas pues así lo queréis,
no queramos dilatar.
¡Mucho me pesa, condesa,
porque no podáis andar,
que siendo niña y preñada
podríades peligrar!
Mas pues fortuna lo quiere
recibidlo sin pesar,
que los corazones fuertes
se muestran en tal lugar.
Tómanse mano por mano,
sálense de la ciudad;
con ellos sale Oliveros,
y ese paladín Roldán,
también el Dardín Dardeña,
y ese romano Fincán,
y ese gastón Angeleros,
y el fuerte Meridán:
con ellos va don Reinaldos,
y Valdovinos el galán,
y ese duque don Estolfo,
y Malgesí otro que tal;
las dueñas y las doncellas
también con ellos se van:
cinco millas de París
los hubieron de dejar.
El conde y condesa solos
tristes se habían de quedar:
cuando partirse tenían
no se podían hablar.
Llora el conde y la condesa,
sin nadie les consolar,
porque no hay grande ni chico
que estuviese sin llorar.
¡Pues las damas y doncellas,
que allí hubieron de llegar,
hacen llantos tan extraños,
que no los oso contar,
porque mientras pienso en ellos
nunca me puedo alegrar!
Mas el conde y la condesa
vanse sin nada hablar;
los otros caen en tierra
con la sobra del pesar,
otros crecen más sus lloros
viendo cuán tristes se van.
Dejo de los caballeros
que a París quieren tornar;
vuelvo al conde y la condesa,
que van con gran soledad
por los yermos y asperezas
do gente no suele andar.
Llegado el tercero día,
en un áspero boscaje
la condesa de cansada
triste no podía andar.
Rasgáronse sus servillas,
no tiene ya que calzar:
de la aspereza del monte
los pies no podía alzar;
do quiera que el pie ponía
bien quedaba la señal.
Cuando el conde aquesto vido,
queriéndola consolar,
con gesto muy amoroso
la comenzó de hablar:
-No desmayedes, condesa,
mi bien, queráis esforzar,
que aquí está una fresca fuente
do el agua muy fría está
reposaremos, condesa,
y podremos refrescar.
La condesa que esto oyera
algo el paso fue a alargar,
y en llegando a la fuente
las rodillas fue a hincar.
Dio gracias a Dios del cielo,
que la trujo en tal lugar,
diciendo: -¡Buen agua es ésta
para quien tuviese pan!
Estando en estas razones
el parto le fue a tomar,
y allí pariera un hijo,
que es lástima de mirar
la pobreza en que se hallan
sin poderse remediar.
El conde cuando vio el hijo
comenzóse de esforzar:
con el sayo que traía
al niño fue a cobijar;
también se quitó la capa
por a la madre abrigar;
la condesa tomó el niño
para darle de mamar.
El conde estaba pensando
qué remedio le buscar,
que pan ni vino no tienen,
ni cosa con que pasar.
La condesa con el parto
no se puede levantar;
tomóla el conde en los brazos
sin ella el niño dejar
súbelos a una alta sierra
para más lejos mirar.
En unas breñas muy hondas
grande humo vio estar,
tomó su mujer y hijo,
para allá les fue a llevar.
Entrando en la espesura
luego al encuentro le sale
un virtuoso ermitaño
de reverencia muy grande;
el ermitaño que los vido
comenzóles de hablar:
-¡Oh válgame Dios del cielo!
¿Quién aquí os fue a aportar?
Porque en tierra tan extraña
gente no suele habitar,
sino yo que por penitencia
hago vida en este valle.
El conde le respondió
con angustia y con pesar.
-Por Dios te ruego, ermitaño,
que uses de caridad,
que después habremos tiempo
de cómo vengo, a contar:
mas para esta triste dueña
dame que le pueda dar,
que tres días con sus noches
ha que no ha comido pan,
que allá en esa fuente fría
el parto le fue a tomar.
El ermitaño que esto oyera,
movido de gran piedad,
llevóles para la ermita
do él solía habitar.
Dioles del pan que tenía,
y agua, que vino no hay:
recobró algo la condesa
de su flaqueza muy grande.
Allí le rogó el conde
quiera el niño bautizar.
-Pláceme, dijo, de grado;
¿mas cómo le llamarán?
-Como quisiéredes, Padre,
el nombre le podréis dar.
-Pues nació en ásperos montes
Montesinos le dirán.
Pasando y viniendo días,
todos vida santa hacen;
bien pasaron quince años,
que el conde de allí no parte.
Mucho trabajó el buen conde
en haberle de enseñar
a su hijo Montesinos
todo el arte militar,
la vida de caballero
cómo la había de usar,
cómo ha de jugar las armas,
y qué honra ha de ganar,
cómo vengará el enojo
que al padre fueron a dar.
Muéstrale en leer y escribir
lo que le puede enseñar,
muéstrale jugar a tablas,
y cebar un gavilán.
A veinte y cuatro de junio,
día era de San Juan,
padre y hijo paseando
de la ermita se van;
encima de una alta sierra
se suben a razonar.
Cuando el conde alto se vido
vido a París la ciudad.
Tomó al hijo por la mano,
comenzóle de hablar,
con lágrimas y sollozos
no deja de suspirar.