Media noche era por filo,
los gallos querían cantar,
conde Claros con amores
no podía reposar;
dando muy grandes sospiros
que el amor le hacía dar,
por amor de Claraniña
no le deja sosegar.
Cuando vino la mañana
que quería alborear,
salto diera de la cama
que parece un gavilán.
Voces da por el palacio,
y empezara de llamar:
-Levantá, mi camarero,
dame vestir y calzar.
Presto estaba el camarero
para habérselo de dar:
diérale calzas de grana,
borceguís de cordobán;
diérale jubón de seda
aforrado en zarzahán;
diérale un manto rico
que no se puede apreciar;
trescientas piedras preciosas
al derredor del collar;
tráele un rico caballo
que en la corte no hay su par,
que la silla con el freno
bien valía una ciudad,
con trescientos cascabeles
al rededor del petral;
los ciento eran de oro,
y los ciento de metal,
y los ciento son de plata
por los sones concordar;
y vase para el palacio
para el palacio real.
A la infanta Claraniña
allí la fuera hallar,
trescientas damas con ella
que la van acompañar.
Tan linda va Claraniña,
que a todos hace penar.
Conde Claros que la vido
luego va descabalgar;
las rodillas por el suelo
le comenzó de hablar:
-Mantenga Dios a tu Alteza.
Conde Claros, bien vengáis.
Las palabras que prosigue
eran para enamorar:
-Conde Claros, conde Claros,
el señor de Montalván,
¡cómo habéis hermoso cuerpo
para con moros lidiar!
Respondiera el conde Claros,
tal respuesta le fue a dar:
-Mi cuerpo tengo, señora,
para con damas holgar:
si yo os tuviese esta noche,
señora a mi mandar,
otro día en la mañana
con cient moros pelear,
si a todos no los venciese
que me mandase matar.
-Calledes, conde, calledes,
y no os queráis alabar:
el que quiere servir damas
así lo suele hablar,
y al entrar en las batallas
bien se saben excusar.
-Si no lo creéis, señora,
por las obras se verá:
siete años son pasados
que os empecé de amar,
que de noche yo no duermo,
ni de día puedo holgar.
-Siempre os preciastes, conde,
de las damas os burlar;
mas déjame ir a los baños,
a los baños a bañar;
cuando yo sea bañada
estoy a vuestro mandar.
Respondiérale el buen conde,
tal respuesta le fue a dar:
-Bien sabedes vos, señora,
que soy cazador real;
caza que tengo en la mano
nunca la puedo dejar.
Tomárala por la mano,
para un vergel se van;
a la sombra de un aciprés,
debajo de un rosal,
de la cintura arriba
tan dulces besos se dan,
de la cintura abajo
como hombre y mujer se han.
Mas la fortuna adversa
que a placeres da pesar,
por ahí pasó un cazador,
que no debía de pasar,
detrás de una podenca,
que rabia debía matar.
Vido estar al conde Claros
con la infanta a bel holgar.
El conde cuando le vido
empezóle de llamar:
-Ven acá tú, el cazador,
así Dios te guarde de mal:
de todo lo que has visto
tú nos tengas poridad.
Darte he yo mil marcos de oro,
y si más quisieres, más;
casarte he con una doncella
que era mi prima carnal;
darte he en arras y en dote
la villa de Montalván:
de otra parte la infanta
mucho más te puede dar.
El cazador sin ventura
no les quiso escuchar:
vase por los palacios
ado el buen rey está.
-Manténgate Dios, el rey,
y a tu corona real:
una nueva yo te traigo
dolorosa y de pesar,
que no os cumple traer corona
ni en caballo cabalgar.
La corona de la cabeza
bien la podéis vos quitar,
si tal deshonra como ésta
la hubieseis de comportar,
que he hallado la infanta
con Claros de Montalván,
besándola y abrazando
en vuestro huerto real:
de la cintura abajo
como hombre y mujer se han.
El rey con muy grande enojo
al cazador mandó matar,
porque había sido osado
de tales nuevas llevar.
Mandó llamar sus alguaciles
apriesa, no de vagar,
mandó armar quinientos hombres
que le hayan de acompañar,
para que prendan al conde
y le hayan de tomar
y mandó cerrar las puertas,
las puertas de la ciudad.
A las puertas del palacio
allá le fueron a hallar,
preso llevan al buen conde
con mucha seguridad,
unos grillos a los pies,
que bien pesan un quintal;
las esposas a las manos,
que era dolor de mirar;
una cadena a su cuello,
que de hierro era el collar.
Cabálganle en una mula
por más deshonra le dar;
metiéronle en una torre
de muy gran escuridad:
las llaves de la prisión
el rey las quiso llevar,
porque sin licencia suya
nadie le pueda hablar.
Por él rogaban los grandes
cuantos en la corte están,
por él rogaba Oliveros,
por él rogaba Roldán,
y ruegan los doce pares
de Francia la natural;
y las monjas de Sant Ana
con las de la Trinidad
llevaban un crucifijo
para al buen rey rogar.
Con ellas va un arzobispo
y un perlado y cardenal;
mas el rey con grande enojo
a nadie quiso escuchar,
antes de muy enojado
sus grandes mandó llamar.
Cuando ya los tuvo juntos
empezóles de hablar:
-Amigos y hijos míos,
a lo que vos hice llamar,
ya sabéis que el Conde Claros,
el señor de Montalván,
de cómo le he criado
fasta ponello en edad,
y le he guardado su tierra,
que su padre le fue a dar,
el que morir no debiera,
Reinaldos de Montalván,
y por facelle yo más grande,
de lo mío le quise dar;
hícele gobernador
de mi reino natural.
Él por darme galardón,
mirad, en qué fue a tocar,
que quiso forzar la infanta,
hija mía natural.
Hombre que lo tal comete
¿qué sentencia le han de dar?
Todos dicen a una voz
que lo hayan de degollar,
y así la sentencia dada
el buen rey la fue a firmar.
El arzobispo que esto viera
al buen rey fue a hablar,
pidiéndole por merced
licencia le quiera dar
para ir a ver al conde
y su muerte le denunciar.
-Pláceme, dijo el buen rey,
pláceme de voluntad;
mas con esta condición:
que solo habéis de andar
con aqueste pajecico
de quien puedo bien fiar.
Ya se parte el arzobispo
y a las cárceles se va.
Las guardas desque lo vieron
luego le dejan entrar;
con él iba el pajecico
que le va a acompañar.
Cuando vido estar al conde
en su prisión y pesar,
las palabras que le dice
dolor eran de escuchar.
-Pésame de vos, el conde,
cuanto me puede pesar,
que los yerros por amores
dignos son de perdonar.
Por vos he rogado al rey,
nunca me quiso escuchar,
antes ha dado sentencia
que os hayan de degollar.
Yo vos lo dije, sobrino,
que vos dejásedes de amar,
que el que las mujeres ama
atal galardón le dan,
que haya de morir por ellas
y en las cárceles penar.
Respondiera el buen conde
con esfuerzo singular:
-Calledes por Dios, mi tío,
no me queráis enojar;
quien no ama las mujeres
no se puede hombre llamar;
mas la vida que yo tengo
por ellas quiero gastar.
Respondió el pajecico,
tal respuesta le fue a dar:
-Conde, bienaventurado
siempre os deben de llamar,
porque muerte tan honrada
por vos había de pasar;
más envidia he de vos, conde
que mancilla ni pesar:
más querría ser vos, conde,
que el rey que os manda matar,
porque muerte tan honrada
por mí hubiese de pasar.
Llaman yerro la fortuna
quien no la sabe gozar,
la priesa del cadahalso
vos, conde, la debéis dar;
si no es dada la sentencia
vos la debéis de firmar.
El conde que esto oyera
tal respuesta le fue a dar;
-Por Dios te ruego, el paje,
en amor de caridad,
que vayas a la princesa
de mi parte a le rogar,
que suplico a su Alteza
que ella me salga a mirar,
que en la hora de mi muerte
yo la pueda contemplar,
que si mis ojos la veen
mi alma no penará.
Ya se parte el pajecico,
ya se parte, ya se va,
llorando de los sus ojos
que quería reventar.
Topara con la princesa,
bien oiréis lo que dirá:
-Agora es tiempo, señora,
que hayáis de remediar,
que a vuestro querido el conde
lo lleven a degollar.
La infanta que esto oyera
en tierra muerta se cae;
damas, dueñas y doncellas
no la pueden retornar,
hasta que llegó su aya
la que la fue a criar.
-¿Qué es aquesto, la infanta?
aquesto, ¿qué puede estar?
-¡Ay triste de mí, mezquina,
que no sé qué puede estar!
¡que si al conde me matan
yo me habré desesperar!
-Saliésedes vos, mi hija,
saliésedes a lo quitar.
Ya se parte la infanta,
ya se parte, ya se va:
fuese para el mercado
donde lo han de sacar.
Vido estar el cadahalso
en que lo han de degollar,
damas, dueñas y doncellas
que lo salen a mirar.
Vio venir la gente de armas
que lo traen a matar,
los pregoneros delante
por su yerro publicar.
Con el poder de la gente
ella no podía pasar.
-Apartádvos, gente de armas,
todos me haced lugar,
si no... ¡por vida del rey,
a todos mande matar!
La gente que la conoce
luego le hace lugar,
hasta que llegó el conde
y le empezara de hablar:
-Esforzá, esforzá, el buen conde,
y no queráis desmayar,
que aunque yo pierda la vida,
la vuestra se ha de salvar.
El aguacil que esto oyera
comenzó de caminar;
vase para los palacios
adonde el buen rey está.
-Cabalgue la vuestra Alteza,
apriesa, no de vagar,
que salida es la infanta
para el conde nos quitar.
Los unos manda que maten,
y los otros enforcar:
si vuestra Alteza no socorre,
yo no puedo remediar.
El buen rey de que esto oyera
comenzó de caminar,
y fuese para el mercado
ado el conde fue a hallar.
-¿Qué es esto, la infanta?
aquesto, ¿qué puede estar?
¿La sentencia que yo he dado
vos la queréis revocar?
Yo juro por mi corona,
por mi corona real,
que si heredero tuviese
que me hubiese de heredar,
que a vos y al conde Claros
vivos vos haría quemar.
-Que vos me matéis, mi padre,
muy bien me podéis matar,
mas suplico a vuestra Alteza,
que se quiera él acordar
de los servicios pasados
de Reinaldos de Montalván,
que murió en las batallas,
por tu corona ensalzar:
por los servicios del padre
al hijo debes galardonar;
por malquerer de traidores
vos no le debéis matar,
que su muerte será causa
que me hayáis de disfamar.
Mas suplico a vuestra Alteza
que se quiera consejar,
que los reyes con furor
no deben de sentenciar,
porque el conde es de linaje
del reino más principal,
porque él era de los doce
que a tu mesa comen pan.
Sus amigos y parientes
todos te querrían mal,
revolver te hían guerra,
tus reinos se perderán.
El buen rey que esto oyera
comenzara a demandar:
-Consejo os pido, los míos,
que me queráis consejar.
Luego todos se apartaron
por su consejo tomar.
El consejo que le dieron,
que le haya de perdonar
por quitar males y bregas,
y por la princesa afamar.
Todos firman el perdón,
el buen rey fue a firmar:
también le aconsejaron,
consejo le fueron dar,
pues la infanta quería al conde,
con él haya de casar,
Ya desfierran al buen conde,
ya lo mandan desferrar:
descabalga de una mula,
el arzobispo a desposar.
Él tomóles de las manos,
así los hubo de juntar.
Los enojos y pesares
en placer hubieron de tornar.