Romance del conde Alarcos y de la infanta Solisa

​Romance del conde Alarcos y de la infanta Solisa​ de Autor anónimo

Fuente: Cansons de la terra. Cants populars catalans col·leccionats per Francesch Pelay Briz. Volum Ters. Barcelona: Llibreteria d'Alvar Verdaguer, 1871. Págs. 34-39.

Fuente: no especificada.

 
        Retraída está la infanta, 		
	bien así como solía, 		
	viviendo muy descontenta 		
	de la vida que tenía, 		
	viendo que ya se pasaba 	 	
	toda la flor de su vida, 		
	y que el rey no la casaba, 		
	ni tal cuidado tenía. 		
	Entre sí estaba pensando 		
	a quien se descubriría, 	 	
	acordó llamar al rey 		
	como otras veces solía, 		
	por decirle su secreto 		
	y la intención que tenía. 		
	Vino el rey siendo llamado, 	 	
	que no tardó su venida: 		
	vídola estar apartada, 		
	sola está sin compañía; 		
	su lindo gesto mostraba 		
	ser más triste que solía. 	 	
	Conociera luego el rey 		
	el enojo que tenía: 		
	-¿Qué es aquesto, la infanta? 		
	¿qué es aquesto, hija mía? 		
	Contadme vuestros enojos, 	 	
	no toméis malenconía, 		
	que sabiendo la verdad 		
	todo se remediaría. 		
	-Menester será, buen rey, 		
	remediar la vida mía, 	 	
	que a vos quedé encomendada 		
	de la madre que tenía. 		
	Dédesme, buen rey, marido, 		
	que mi edad ya lo pedía: 		
	con vergüenza os lo demando, 	 	
	no con gana que tenía, 		
	que aquestos cuidados tales 		
	a vos, rey, pertenecían. 		
	Escuchada su demanda, 		
	el buen rey le respondía: 	 	
	-Esa culpa, la infanta, 		
	vuestra era, que no mía, 		
	que ya fuérades casada 		
	con el príncipe de Hungría. 		
	No quisistes escuchar 	 	
	la embajada que venía, 		
	pues acá en las nuestras cortes, 		
	hija, mal recaudo había, 		
	porque en todos los mis reinos 		
	vuestro par igual no había, 		
	sino era el conde Alarcos, 		
	hijos y mujer tenía. 		
	-Convidadlo vos, el rey, 		
	al conde Alarcos un día, 		
	y después que hayáis comido 	 	
	decilde de parte mía, 		
	decilde que se acuerde 		
	de la fe que dél tenía, 		
	la cual él me prometiera, 		
	que yo no se la pedía, 	 	
	de ser siempre mi marido, 		
	y yo que su mujer sería. 		
	Yo fui de ello muy contenta 		
	y que no me arrepentía. 		
	Si la condesa es burlada,	 	
	que mirara lo que hacía, 		
	que por él no me casé 		
	con el príncipe de Hungría: 		
	si casó con la condesa, 		
	dél es culpa, que no mía, 	 	
	Perdiera el rey en la oír 		
	el sentido que tenía, 		
	mas después en sí tornado 		
	con enojo respondía: 		
	-¡No son estos los consejos, 	 	
	que vuestra madre os decía! 		
	¡Muy mal mirastes, infanta, 		
	do estaba la honra mía! 		
	Si verdad es todo eso 		
	vuestra honra ya es perdida: 	 	
	no podéis vos ser casada 		
	siendo la condesa viva. 		
	Si se hace el casamiento 		
	por razón o por justicia, 		
	en el decir de las gentes 		
	por mala seréis tenida. 		
	Dadme vos, hija, consejo, 		
	que el mío no bastaría, 		
	que ya es muerta vuestra madre 		
	a quien consejo pedía. 	 	
	-Yo os lo daré, buen rey, 		
	de este poco que tenía: 		
	mate el conde a la condesa, 		
	que nadie no lo sabría, 		
	y eche fama que ella es muerta 	 	
	de un cierto mal que tenía, 		
	y tratarse ha el casamiento 		
	como cosa no sabida. 		
	De esta manera, buen rey, 		
	mi honra se guardaría. 	 	
	De allí se salía el rey, 		
	no con placer que tenía; 		
	lleno va de pensamientos 		
	con la nueva que sabía; 		
	vido estar al conde Alarcos 	 	
	entre muchos, que decía: 		
	-¿Qué aprovecha, caballeros, 		
	amar y servir amiga, 		
	que son servicios perdidos 		
	donde firmeza no había? 	 	
	No pueden por mí decir 		
	aquesto que yo decía, 		
	que en el tiempo que yo serví 		
	una que tanto quería, 		
	si muy bien la quise entonces, 	 	
	agora más la quería; 		
	mas por mí pueden decir 		
	quien bien ama tarde olvida. 		
	Estas palabras diciendo 		
	vido al buen rey que venía, 	 	
	y hablando con el rey 		
	de entre todos se salía. 		
	Dijo el buen rey al conde 		
	hablando con cortesía: 		
	-Convidaros quiero, conde, 	 	
	por mañana en aquel día, 		
	que queráis comer conmigo 		
	por tenerme compañía. 		
	-Que se haga de buen grado 		
	lo que su Alteza decía; 	 	
	beso sus reales manos 		
	por la buena cortesía: 		
	detenerme he aquí mañana, 		
	aunque estaba de partida, 		
	que la condesa me espera 	 	
	según carta me envía. 		
	Otro día de mañana 		
	el rey de misa salía; 		
	luego se asentó a comer, 		
	no por gana que tenía, 	 	
	sino por hablar al conde 		
	lo que hablarle quería. 		
	Allí fueron bien servidos 		
	como a rey pertenecía. 		
	Después que hubieron comido, 	 	
	toda la gente salida, 		
	quedóse el rey con el conde 		
	en la tabla do comía. 		
	Empezó el rey de hablar 		
	la embajada que traía: 	 	
	-Unas nuevas traigo, conde, 		
	que de ellas no me placía, 		
	por las cuales yo me quejo 		
	de vuestra descortesía. 		
	Prometistes a la infanta 		
	lo que ella no os pedía, 		
	de siempre ser su marido, 		
	y a ella que le placía. 		
	Si a otras cosas pasastes 		
	no entro en esa porfía 	 	
	Otra cosa os digo, conde, 		
	de que más os pesaría: 		
	que matéis a la condesa 		
	que así cumple a la honra mía: 		
	echéis fama que es muerta 		
	de cierto mal que tenía, 		
	y tratarse ha el casamiento 		
	como cosa no sabida, 		
	porque no sea deshonrada 		
	hija que tanto quería. 	 	
	Oídas estas razones 		
	el buen conde respondía: 		
	-No puedo negar, el rey, 		
	lo que la infanta decía, 		
	sino que otorgo, es verdad, 	 	
	todo cuanto me pedía. 		
	Por miedo de vos, el rey, 		
	no casé con quien debía, 		
	no pensé que vuestra Alteza 		
	en ello consentiría: 	 
	de casar con la infanta 		
	yo, señor, bien casaría; 		
	mas matar a la condesa, 		
	señor rey, no lo haría, 		
	porque no debe morir 		
	la que mal no merecía. 		
	-De morir tiene, buen conde, 		
	por salvar la honra mía, 		
	pues no mirastes primero 		
	lo que mirar se debía. 	 	
	Si no muere la condesa 		
	a vos costará la vida. 		
	Por la honra de los reyes 		
	muchos sin culpa morían, 		
	que muera pues la condesa 	 	
	no es mucha maravilla. 		
	-Yo la mataré, buen rey, 		
	mas no será la culpa mía: 		
	vos os avendréis con Dios 		
	en el fin de vuestra vida, 		
	y prometo a vuestra Alteza, 		
	a fe de caballería, 		
	que me escriba por traidor 		
	si lo dicho no cumplía 		
	de matar a la condesa, 	 	
	aunque mal no merecía. 		
	Buen rey, si me dais licencia 		
	yo luego me partiría. 		
	-Vades con Dios, el buen conde, 		
	ordenad vuestra partida. 	 	
	Llorando se parte el conde, 		
	llorando sin alegría; 		
	llorando por la condesa, 		
	que más que a sí la quería. 		
	Llorando también el conde 		
	por tres hijos que tenía, 		
	el uno era de teta, 		
	que la condesa lo cría, 		
	que no quería mamar 		
	de tres amas que tenía 	 	
	sino era de su madre 		
	porque bien la conocía; 		
	los otros eran pequeños, 		
	poco sentido tenían. 		
	Antes que el conde llegase 		
	estas razones decía: 		
	-¿Quién podrá mirar, condesa, 		
	vuestra cara de alegría, 		
	que saldréis a recibirme 		
	a la fin de vuestra vida? 	 	
	Yo soy el triste culpado, 		
	esta culpa toda es mía. 		
	En diciendo estas palabras 		
	ya la condesa salía, 		
	que un paje le había dicho 		
	como el conde ya venía. 		
	Vido la condesa al conde 		
	la tristeza que tenía, 		
	viole los ojos llorosos 		
	que hinchados los tenía 	 	
	de llorar por el camino 		
	mirando el bien que perdía. 		
	Dijo la condesa al conde: 		
	¡Bien vengáis, bien de mi vida! 		
	¿Qué habéis, el conde Alarcos? 	 	
	¿por qué lloráis, vida mía, 		
	que venís tan demudado 		
	que cierto no os conocía? 		
	No parece vuestra cara 		
	ni el gesto que ser solía; 	 	
	dadme parte del enojo 		
	como dais de la alegría. 		
	¡Decídmelo luego, conde, 		
	no matéis la vida mía! 		
	-Yo vos lo diré, condesa, 		
	cuando la hora sería. 		
	-Si no me lo decís, conde, 		
	cierto yo reventaría. 		
	-No me fatiguéis, señora, 		
	que no es la hora venida. 	 	
	Cenemos luego, condesa, 		
	de aqueso que en casa había. 		
	-Aparejado está, conde, 		
	como otras veces solía. 		
	Sentóse el conde a la mesa, 	 	
	no cenaba ni podía, 		
	con sus hijos al costado, 		
	que muy mucho los quería. 		
	Echóse sobre los hombros; 		
	hizo como que dormía; 		
	de lágrimas de sus ojos 		
	toda la mesa corría. 		
	Mirábalo la condesa; 		
	que la causa no sabía; 		
	no le preguntaba nada, 	 	
	que no osaba ni podía. 		
	Levantóse luego el conde, 		
	dijo que dormir quería; 		
	dijo también la condesa 		
	que ella también dormiría; 		
	mas entre ellos no había sueño, 		
	si la verdad se decía. 		
	Vanse el conde y la condesa 		
	a dormir donde solían: 		
	dejan los niños de fuera 	 	
	que el conde no los quería: 		
	lleváronse el más chiquito, 		
	el que la condesa cría: 		
	el conde cierra la puerta, 		
	lo que hacer no solía. 	 	
	Empezó de hablar el conde 		
	con dolor y con mancilla: 		
	-¡Oh desdichada condesa, 		
	grande fue la tu desdicha! 		
	-No soy desdichada, conde, 		
	por dichosa me tenía 		
	sólo en ser vuestra mujer: 		
	esta fue gran dicha mía. 		
	-¡Si bien lo miráis, condesa, 		
	esa fue vuestra desdicha! 		
	Sabed que en tiempo pasado 		
	yo amé a quien bien servía, 		
	la cual era la infanta. 		
	Por desdicha vuestra y mía 		
	prometí casar con ella; 	 	
	y a ella que le placía, 		
	demándame por marido 		
	por la fe que me tenía. 		
	Puédelo muy bien hacer 		
	de razón y por justicia: 	
	díjomelo el rey su padre 		
	porque de ella lo sabía. 		
	Otra cosa manda el rey 		
	que toca en el alma mía: 		
	manda que muráis, condesa, 	 	
	a la fin de vuestra vida, 		
	que no puede tener honra 		
	siendo vos, condesa, viva. 		
	Desque esto oyó la condesa 		
	cayó en tierra amortecida: 		
	mas después en sí tornada 		
	estas palabras decía: 		
	-¡Pagos son de mis servicios, 		
	conde, con que yo os servía! 		
	si no me matáis, el conde, 	 	
	yo bien os consejaría: 		
	enviédesme a mis tierras 		
	que a mi padre me ternía; 		
	yo criaré vuestros hijos 		
	mejor que la que vernía, 		
	yo os mantendré castidad 		
	como siempre os mantenía. 		
	-De morir habéis, condesa, 		
	en antes que venga el día. 		
	-¡Bien parece, conde Alarcos, 		
	yo ser sola en esta vida; 		
	porque tengo el padre viejo, 		
	mi madre ya es fallecida, 		
	y mataron a mi hermano 		
	el buen conde don García, 		
	que el rey lo mandó matar 		
	por miedo que dél tenía! 		
	No me pesa de mi muerte, 		
	porque yo morir tenía, 		
	mas pésame de mis hijos, 	 
	que pierden mi compañía: 		
	hacémelos venir, conde, 		
	y verán mi despedida. 		
	-No los veréis más, condesa, 		
	en días de vuestra vida: 		
	abrazad este chiquito, 		
	que aqueste es el que os perdía. 		
	Pésame de vos, condesa, 		
	cuanto pesar me podía. 		
	No os puedo valer, señora, 		
	que más me va que la vida; 		
	encomendáos a Dios 		
	que esto hacerse tenía. 		
	-Dejéisme decir, buen conde, 		
	una oración que sabía. 	 	
	-Decila presto, condesa, 		
	antes que amanezca el día. 		
	-Presto la habré dicho, conde, 		
	no estaré un Ave María. 		
	Hincó rodillas en la tierra 		
	y esta oración decía: 		
	«En las tus manos, Señor, 		
	encomiendo el alma mía: 		
	no me juzgues mis pecados 		
	según que yo merecía, 	 	
	mas según tu gran piedad 		
	y la tu gracia infinita». 		
	-Acabada es ya, buen conde, 		
	la oración que yo sabía; 		
	encomiéndoos esos hijos 	
	que entre vos y mí había, 		
	y rogad a Dios por mí 		
	mientras tuviéredes vida, 		
	que a ello sois obligado 		
	pues que sin culpa moría, 	 
	Dédesme acá ese chiquito, 		
	mamará por despedida. 		
	-No le despertéis, condesa, 		
	dejadlo estar, que dormía, 		
	sino que os pido perdón 	
	porque ya viene el día. 		
	-A vos yo perdono, conde, 		
	por el amor que vos tenía; 		
	mas yo no perdono al rey, 		
	ni a la infanta su hija, 	
	sino que queden citados 		
	delante la alta justicia, 		
	que allá vayan a juicio 		
	dentro de los treinta días. 		
	Estas palabras diciendo 		
	el conde se apercebía: 		
	echóle por la garganta 		
	una toca que tenía, 		
	apretó con las dos manos 		
	con la fuerza que podía: 	 
	no le afloja la garganta 		
	mientras que vida tenía. 		
	Cuando ya la vido el conde 		
	traspasada y fallecida, 		
	desnudóle los vestidos 	 	
	y las ropas que tenía: 		
	echóla encima la cama, 		
	cubrióla como solía; 		
	desnudóse a su costado, 		
	obra de un Ave María: 		
	levantóse dando voces 		
	a la gente que tenía: 		
	-¡Socorred, mis caballeros, 		
	que la condesa se fina! 		
	Hallan la condesa muerta 	 	
	los que a socorrer venían. 		
	Así murió la condesa, 		
	sin razón y sin justicia; 		
	mas también todos murieron 		
	dentro de los treinta días. 		
	Los doce días pasados 		
	la infanta ya se moría; 		
	el rey a los veinte y cinco, 		
	el conde al treinteno día, 		
	allá fueron a dar cuenta 	 	
	a la justicia divina. 		
	Acá nos dé Dios su gracia, 		
	y allá la gloria cumplida.