Cabalga doña Ginebra
y de Córdoba la rica,
con trescientos caballeros
que van en su compañía.
El tiempo hace tempestuoso,
el cielo se escurecía,
con la niebla que hace escura
a todos perdido había,
sino fuera a su sobrino
que de riendas la traía.
Como no viera a ninguno,
de esta suerte le decía:
—Toquedes vos, mi sobrino,
vuestra dorada bocina
porque lo oyesen los míos
que estaban en la montiña.
—De tocarla, mi señora,
de tocar sí tocaría,
mas el frío hace grande,
las manos se me helarían,
y ellos están tan lejos
que nada aprovecharía.
Metedlas vos, mi sobrino,
so faldas de mi camisa.
—Eso tal no haré, señora,
que haría descortesía,
porque vengo yo muy frío
y a vuestra merced helaría.
De eso [no] curéis, señor,
que yo me lo sufriría,
que en calentar tales manos
cualquier cosa se sufría.
Él, desque vio el aparejo,
las sus manos le metía,
pellizcárale en el muslo
y ella reído se había.
Apeáronse en un valle
que allí cerca parescía,
solos estaban los dos,
no tienen más compañía,
como veen el aparejo,
mucho holgado se habían.