​Romance​ de Vicente Wenceslao Querol


La aldea en que vivo cierran
dos montañas elevadas,
y de mis ventanas miro
las dos cumbres solitarias,
negras sobre el fondo de oro
del sol, que muere a su espalda.
Torres de un noble castillo
coronan a la más alta,
y en la cima de la opuesta
una pobre ermita se alza.
Todos en el pueblo ignoran
quien, en edades lejanas,
construyó las negras torres
ni la pobre ermita blanca;
mas cuentan que en viejos días,
cuando en las regias estancias
del castillo, a media noche,
los caballeros y damas
entre los brindis reían
o el necio juglar cantaba,
allá, en la oscura capilla
de la otra cumbre, las santas
oraciones y los himnos
de humildes monjes sonaban.
La campana de las torres
fue horrible grito de alarma,
nuncio de las enemigas
destructoras algaradas;
la campana de la iglesia
era la voz de las gratas
fiestas que el pueblo sencillo
a un Dios de paz consagraba.
Ferradas puertas y fosos,
ennegrecidas murallas,
alzados puentes y alerta
los centinelas, la entrada
vedaron por los senderos
que a la fortaleza alcanzan:
junto a la vetusta ermita
la hospedería sagrada
dio al cansado peregrino
lecho, y pan, y amor del alma.
Desde el rastrillo hacia el valle
bajaron los hombres de armas,
talando el campo y pidiendo
tributos dados con lágrimas.
Con rotos sayales grises
también los monjes bajaban
mendigando el bien del rico
para darlo en las cabañas.
Se erguía frente al castillo
la horca negra en ancha plaza,
y en la plaza de la ermita
la cruz con secas guirnaldas.
Los que en los fosos cayeron
en las siniestras batallas,
yacen, sin tumbas benditas,
bajo sus inmundas charcas;
los que en la iglesia reposan,
yacen bajo losas pardas
sobre las que llora o reza
el caminante que pasa.
Hoy en las rajadas torres
anidan sólo las águilas,
y los altaneros muros
sólos las yedras asaltan,
mientras que van las palomas
en rumorosas bandadas
aún a posar en la torre
de la pobre ermita blanca.
Hoy huyen las campesinas
la fortaleza arruinada,
y al atrio de la capilla
van el domingo a sus danzas.
Cuentan del viejo castillo
consejas que al vulgo espantan,
y a par cuentan los milagros
del santo de la montaña.
Nobles, juglares, guerreros,
pasaron como las fatuas
sombras de un sueño, y el monje
aún vive en su humilde casa.
Polvo serán las almenas,
polvo las marmóreas salas,
polvo barrido del viento
muros y torres cuadradas;
y aún se alzará sobre el monte
la ermita, cuya campana
sonando trae a mi oído
voces que al cielo me llaman.
Cuando las dos cumbres miro
desde mi estrecha ventana,
fínjome que simbolizan
una, la ambición bastarda,
la vil codicia y la estéril
gloria con sangre comprada;
y otra, el santo amor celeste,
la aspiración noble y casta,
fecunda, inmutable, eterna,
como el Dios de quien emana.