Roma y Cristo

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Roma, hija de una loba y dos ladrones,
fué realista, imperial, republicana:
y ladrona sin fe, siempre villana,
medró saqueando a las demás naciones.

Mujeres, leyes, traje, instituciones,
ciencia, arte, religión y hasta agua sana
y pan, todo, soberbia y holgazana,
fué rapaz a robarlo a otras regiones.

Audaz, desvergonzada, descreída,
abrió a todos los dioses su recinto
y alzó hasta la deidad desconocida

templo y altar; y en este laberinto,
vivió avizor por conservar por vida
el cetro en mano y el puñal al cinto.

Roma, cuyos excesos colosales
de grandeza e infamia, de heroísmo
y vileza, de orgullo y de cinismo,
su gloria y su baldón hacen iguales,

prostituyó en las fiestas lupercales
la honra de sus matronas, con el mismo
desdén bufón y abyecto servilismo
con que adoró sus monstruos imperiales.

Dueña del universo, henchida de oro,
servida por el orbe a su deseo,
de orgullo se embriagó tan sin decoro,

que, ignuda meretriz, infame empleo
de su beldad haciendo y su tesoro,
ebria cayó al umbral del coloseo.

Comenzaron entonces el oído
a halagar y a sonar en la conciencia
frases de aun ignorada procedencia,
de grato son y místico sentido.

«Fraternidad universal, olvido
de las injurias, paz, fe, penitencia,
caridad…», frases mil de nueva ciencia
que aún no habían los hombres aprendido.

De paz universal serenos días
corrían, y en la atmósfera serena
vagaban misteriosas profecías:

era que ya la tierra estaba llena
de auras de redención; era el Mesías
que empezaba a esparcir su nueva buena.

Sintiéronse en el aire nuevos ruidos
que, nuevas, le traían auras suaves,
como en nuevo vergel las nuevas aves
piar se sienten al hacer sus nidos.

Ecos de himnos de paz jamás oídos,
jubilosos y tiernos cuanto suaves,
de los paganos templos en las naves
iban a resonar como gemidos.

En su torpe embriaguez los sintió Roma:
la loba despertó, y ansiosamente
del aura nueva olfateó el aroma;

y aunque no leve aún y aún no le siente,
al nuevo sol que por Oriente asoma,
venteó al león, del aire en la corriente.

Mas el león a quien sin ver husmeaba,
bajo el vellón de cándido cordero
balaba apenas al confín postrero
de una provincia en su poder esclava.

Tornó a husmear y a acechar la bestia brava,
y aun sintiendo en su mano el mundo entero,
volviendo en sí de su terror primero
volvió a la Saturnal en que reinaba.

Y ebria con la grandeza floreciente
de apoteosis, triunfos y ovaciones
de olímpico esplendor, volvió indolente

a alojar en palacios sus legiones
y su plebe a bañar públicamente
de alabastro y de pórfido en tazones.

Solo, de caridad y fe provisto,
y en la fe y la humildad su fe basando,
tomó unos pescadores a su mando
para innovar el mundo, Jesucristo.

Divino SER, con el humano mixto,
indulgente, social, sencillo y blando,
cumplía los preceptos que iba dando;
ejemplo hasta sus días nunca visto.

Su ley unió con fraternales lazos
la humanidad: rasgó la ley judía
e hizo los falsos ídolos pedazos;

y al alzarle en la cruz Salem impía,
a la raza de Adán tomando en brazos,
dijo: «Te he redimido, ya eres mía.»

Cursado sin haber libros ni escuelas,
de Nazareth en sus humildes botes,
del mundo lanzó al mar sus sacerdotes
Cristo, dando su Fe viento a sus velas.

Tras sí abriendo de luz anchas estelas,
de navíos altísimos con dotes,
a partirse la tierra en doce lotes
les llevaron sus naves pequeñuelas.

Y aquellos pescadores ignorantes,
aquellos doce pobres nazarenos
consiguieron alzar, nuevos Atlantes,

de fuerzas de titán por su fe llenos,
sobre ricos, impíos y arrogantes
los pobres, los humildes y los buenos.

Cristo, legislador, no escribió nada;
ni un papiro dejó, ni un pergamino:
quedó tras Él su espíritu divino,
su fe con su memoria inmaculada.

Cristo, rey, no empuñó cetro ni espada;
en el polvo sembró de su camino
de su fe la semilla; a su destino
dejándola y al tiempo encomendada.

Germen de amor, de paz, de fe y cariño,
culto del alma, religión interna,
de fausto exenta y de mundano aliño,

la propagó el amor, la amistad tierna,
la fe del pobre, la mujer y el niño:
y por eso es veraz, única, eterna.