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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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Mientras hacía todo esto, a menudo mis pensamientos volaban hacia la tierra que había visto desde el otro lado de la isla y, secretamente, deseaba estar allí, imaginando que podría divisar el continente y que, al ser una tierra poblada, encontraría los medios para salir adelante y, finalmente, escapar.

Sin embargo, no tenía en cuenta los riesgos de aquella situación, como, por ejemplo, el de caer en manos de los salvajes, que consideraba más peligrosos que los leones y los tigres de África, y que, si me atrapaban, casi con toda seguridad, me asesinarían y, tal vez me devorarían. Había oído decir que los habitantes de la costa del Caribe eran caníbales, o devoradores de hombres y sabía, por la latitud, que no debía estar lejos de esas tierras. Mas, suponiendo que no fuesen caníbales, podían matarme, como a muchos europeos que cayeron en sus manos, incluso a grupos de diez o veinte; y con más razón a mí que era uno solo y apenas podía defenderme. Nada de esto, que debía considerar muy seriamente, como después lo hice, me preocupaba al principio pues tan solo pensaba en llegar a la otra orilla.

Deseaba tener a mi chico Xury y la chalupa con su vela de lomo de cordero, con la cual había navegado más de mil millas por la costa de África; mas de nada me servía desear lo. Entonces pensé que podía inspeccionar el bote de la nave que, como he dicho anteriormente, fue arrojado hasta la playa por la tormenta que nos hizo naufragar. Estaba casi en el mismo lugar pero las olas y el viento le habían dado la vuelta contra un arrecife de arena dura y ahora no tenía agua alrededor.

Si hubiese tenido ayuda, habría podido repararlo y echarlo al agua y me habría servido perfectamente para regresar a Brasil sin dificultades. Más debía reconocer que me iba a resultar tan difícil darle la vuelta como mudar la isla de un lado a otro. No obstante, fui al bosque a cortar unos troncos largos que me sirvieran de palanca y rollo y los trasladé hasta el bote, decidido a hacer lo que pudiese y convencido de que si lograba darle la vuelta, podría repararlo y convertirlo en un excelente bote con el que podría lanzarme al mar tranquilamente.

No escatimé en esfuerzos en esta inútil labor, en la que empleé cerca de tres semanas, hasta que, por fin, me convencí de que no podría levantarlo con mis pocas fuerzas y decidí excavar la arena por debajo para socavarlo y hacerlo caer, utilizando trozos de madera para dirigirle la caída.


Mas cuando hube terminado de hacer esto, advertí, nuevamente, que no podía darle la vuelta, ni meterme debajo ni, mucho menos, empujarlo hacia el agua. De este modo, me vi obligado a desistir de la idea y, aunque así lo hice, mis deseos de aventurarme hacia el continente aumentaban a medida que disminuían mis probabilidades de lograrlo.

Más tarde, comencé a reflexionar sobre la posibilidad de construir una canoa o piragua, como las que hacían los nativos de aquellas latitudes, incluso sin herramientas ni ayuda, con un gran tronco de árbol. Esto no solo me pareció posible sino sencillo y me alegré mucho con la idea de hacerlo y de tener más recursos que los indios o los negros. Más no consideré las dificultades que acarreaba dicha tarea, que eran mayores que las que podían encontrar los indios, como por ejemplo, la necesidad de ayuda para echarla al agua cuando estuviese terminada. Este obstáculo me parecía mucho más difícil de superar que la falta de herramientas, por parte de los indios pues ¿de qué me serviría cortar un gran árbol en el bosque, lo cual podía hacer sin demasiada dificultad, si, después de modelar y alisar la parte exterior para darle la forma de un bote y de cortar y quemar la parte interior para ahuecarla, debía dejarlo justo donde lo había encontrado por ser incapaz de arrastrarlo hasta el agua?

Se podría pensar que, mientras construía la canoa, no había considerado, ni por un momento, esta situación pues debí haber pensado antes en la forma de llevarla hasta el agua pero estaba tan enfrascado en la idea de navegar, que ni una vez me detuve a pensar cómo lo haría. Naturalmente, me iba a resultar mucho más fácil llevarla cuarenta y cinco millas por mar, que arrastrarla por tierra las cuarenta y cinco brazas que la separaban de él.

Me empeñé en construir esta canoa como el más estúpido de los hombres, como si hubiese perdido totalmente la razón. Me agradaba el proyecto y no me preocupaba en lo más mínimo si no era capaz de realizarlo. No es que la idea de botar la canoa no me asaltara con frecuencia sino que respondía a mis preguntas con la siguiente insensatez: «Primero ocupémonos de hacerla que, con toda seguridad, encontraré la forma de transportarla cuando esté terminada.»

Esta era una forma de proceder descabellada pero mi fantasiosa obstinación prevaleció y puse manos a la obra. Corté un cedro tan grande, que dudo mucho que Salomón dispusiera de uno igual para construir el templo de Jerusalén. Medía cinco pies y diez pulgadas de diámetro en la parte baja y a los veintidós pies de altura medía cuatro pies y once pulgadas; luego se iba haciendo más delgado hasta el nacimiento de las ramas. Me costó un trabajo infinito cortar el árbol. Estuve veinte días talando y cortando la base y catorce más cercenando las ramas, los brotes y el tupido follaje con el hacha. Después, me tomó un mes darle la forma del casco de un bote que pudiese mantenerse derecho sobre el agua. Me tomó casi tres meses excavar su interior hasta que pareciese un bote de verdad. Hice esto sin fuego, utilizando, únicamente, un mazo y un cincel y, después de mucho esfuerzo, logré hacer una hermosa piragua, lo suficientemente grande como para llevar veintiséis hombre y, por tanto, a mí con mi cargamento.


Cuando terminé la tarea, estaba encantado. El bote era mucho más grande que cualquier canoa o piragua, hecha de un solo árbol, que hubiese visto en mi vida. Muchos golpes de hacha me habían costado y no faltaba más que llevarla hasta el agua y, si lo hubiese conseguido, habría emprendido el viaje más absurdo e irrealizable que jamás se hubiese hecho.

Todos mis intentos de llevarla al mar fracasaron, a pesar de mis grandísimos esfuerzos. La canoa estaba a unas cien yardas del agua y el primer inconveniente era una colina que se elevaba hacia el río. Para resolver este problema, decidí cavar el terreno con el fin de hacer un declive. Comencé a hacerlo y me costó un trabajo inmenso más ¿quién se queja de fatigas si tiene la salvación ante sus ojos? No obstante, cuando terminé esta tarea y vencí esta dificultad, estaba igual que antes porque, como con el bote, me resultaba imposible mover la canoa.

Entonces medí la longitud del terreno y decidí hacer una especie de dique o canal para llevar el agua hasta la piragua ya que no podía llevar esta al agua. Cuando comencé a hacerlo y calculé el ancho y la profundidad de la excavación que debía realizar, me di cuenta de que, sin otro recurso que mis dos brazos, me tomaría unos diez o doce años terminar esta labor puesto que, la orilla estaba elevada y, por lo tanto, tendría que cavar una zanja de, por lo menos, veinte pies de profundidad en la parte más alta. Al final también tuve que renunciar a esta idea, con mucho pesar.

Esto me causó una gran aflicción y me hizo comprender, aunque demasiado tarde, la estupidez de iniciar un trabajo sin calcular los costos ni juzgar la capacidad para realizarlo.

Ocupado en estas tareas, concluyó mi cuarto año de estancia en la isla y celebré el aniversario con la misma devoción y tranquilidad que los anteriores, pues, gracias al constante estudio de la palabra de Dios y al auxilio de su gracia divina, había adquirido una nueva sabiduría, distinta a mis conocimientos anteriores. Veía las cosas de otro modo y el mundo me parecía algo remoto, con lo que no tenía nada que ver y de lo que no esperaba ni deseaba absolutamente nada. En pocas palabras, no tenía nada en común con él, ni lo tendría nunca, de modo que lo veía como se debía ver después de la muerte; como un lugar donde había vivido pero al que había abandonado. Muy bien podía decir, como Abraham al rico avariento: Entre tú y yo media un profundo abismo.


En primer lugar, me hallaba lejos de los vicios del mundo. No sentía la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos, ni la soberbia de la vida. Nada tenía que envidiar, puesto que poseía todo aquello de lo que podía disfrutar y era el señor de toda la isla. Podía, si eso me complacía, llamarme rey o emperador de todo lo que poseía. No tenía rivales ni adversarios ni a nadie con quien disputarme la soberanía o el poder. Podía cosechar suficiente grano para cargar muchos navíos pero no me hacía falta, de modo que sembraba solo el que necesitaba para mi sustento. Tenía tortugas en abundancia pero no las cogía sino de cuando en cuando, según mis necesidades. Tenía suficiente leña para construir toda una flota de barcos y luego llenar sus bodegas con el vino o las pasas que podía obtener de mi viñedo.

Solo me parecía valioso aquello que podía utilizar. Comía solo lo que necesitaba y el resto, ¿de qué me servía? Si cazaba más de lo que podía comer, tenía que dárselo al perro o dejar que se lo comieran las sabandijas. Si sembraba más grano del que podía consumir, se echaba a perder. Los árboles que cortaba se pudrían sobre la tierra ya que no podía utilizarlos de otro modo que no fuera como lumbre para cocinar mi comida.

En pocas palabras, después de una justa reflexión, comprendí que la naturaleza y la experiencia me habían enseñado que todas las cosas buenas de este mundo lo son en la medida en que podemos hacer uso de ellas o regalárselas a alguien y que disfrutamos solo de aquello que podemos utilizar; el resto no nos sirve para nada. El avaro más miserable y codicioso de este mundo se habría curado del vicio de la avaricia si hubiese estado en mi lugar, pues poseía infinitamente más de lo que podía disponer. No deseaba nada, excepto algunas cosas que no podía tener y que, en realidad, eran insignificancias, aunque me habrían sido de gran utilidad. Como he dicho anteriormente, tenía un poco de dinero, oro y plata, que sumaban unas treinta y seis libras esterlinas y, ¡ay de mí!, ahí yacía esa inútil y desagradable materia, con la que no podía hacer absolutamente nada. A veces pensaba que habría dado parte de ella a cambio de unas buenas pipas para fumar tabaco o de un molino de mano para moler el grano. Más aún, lo habría dado todo a cambio de seis peniques de semillas de nabos y zanahorias de Inglaterra o de un puñado de guisantes y habas y un frasco de tinta. En mi situación, no podía sacar ningún provecho de ese dinero y allí estaba, dentro de un cajón, cubriéndose de moho con la humedad de la cueva durante la estación de lluvias; y si hubiera tenido el cajón lleno de diamantes, tampoco habrían tenido ningún valor, porque no tenía uso que darles.


Ahora mi vida era mucho más tranquila que al principio y me sentía mucho mejor, física y espiritualmente. A menudo, cuando me sentaba a comer, me sentía agradecido y ad mirado por la divina Providencia que me había puesto una mesa en medio del desierto. Aprendí a ver el lado bueno de mi situación y a ignorar el malo y a valorar más lo que podía disfrutar que lo que me hacía falta. Esta actitud me proporcionó un secreto bienestar, que no puedo explicar. Pongo esto aquí, pensando en las personas inconformes, que no son capaces de disfrutar felizmente lo que Dios les ha dado porque ambicionan precisamente aquello que les ha sido negado y me parece que toda nuestra infelicidad, por lo que no tenemos, proviene de nuestra falta de agradecimiento por lo que tenemos.

Otra reflexión muy provechosa para mí y, sin duda, para cualquiera que caiga en una desgracia como la mía, era la siguiente: comparar mi situación presente con la que imaginé al principio, o bien, con la que, seguramente, habría sido, si la buena Providencia de Dios no hubiese dispuesto milagrosamente que el barco se acercase a la orilla y que yo, no solo pudiese alcanzarlo, sino rescatar todo lo que logré llevar hasta la playa, para mi salvación y mi bienestar, pues, si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, no habría tenido herramientas con que trabajar, armas para defenderme, ni pólvora ni municiones para conseguir mi alimento.

Pasé horas, más bien, días enteros, imaginando, con lujo de detalles, lo que habría tenido que hacer si no hubiese podido rescatar nada del barco. No habría podido alimentarme más que con pescado y tortugas y más aún, si no los hubiera descubierto a tiempo, me habría muerto de hambre y, en caso de haber podido subsistir, habría vivido como un salvaje. Si por casualidad hubiera matado una cabra o un ave, mediante alguna estratagema, no habría podido abrirla, ni desollarla, ni sacarle las vísceras, ni trocearla sino que me habría visto obligado a roerla con los dientes y desgarrarla con las uñas como las bestias.

Estas reflexiones me hicieron consciente de lo bondadosa que había sido la Providencia conmigo, por lo que me sentí muy agradecido por mi presente condición, a pesar de todos sus problemas y contratiempos. Aquí debo recomendar a aquellos que tienden a quejarse de sus miserias y se preguntan: « ¿hay alguna pena como la mía?», que consideren cuánto peor están otras personas, o cuánto peor podrían estar ellos mismos si a la Providencia le hubiese parecido justo.


Había otra reflexión que me reconfortaba y me devolvía las esperanzas. Comparaba mi situación actual con la que merecía y que, con toda razón, debía esperar de la Providencia. Había vivido una vida vergonzosa, totalmente desprovista de cualquier conocimiento o temor de Dios. Mis padres me habían educado bien; ambos me habían inculcado, desde temprana edad, el respeto religioso hacia Dios, el sentido del deber y de aquello que la naturaleza y mi condición en la vida exigían de mí. Pero ¡ay de mí! muy pronto caí en la vida de marinero, que, de todas las existencias, es la menos temerosa de Dios, aunque, a menudo, padezca las consecuencias de su cólera. Digo que, habiéndome iniciado muy pronto en la vida de marinero y en la compañía de gentes de mar, el poco sentido de la religión que había cultivado hasta entonces, desapareció ante las burlas de mis compañeros y ante un endurecido desprecio por el peligro y las visiones de la muerte, a las que llegué a acostumbrarme por no tener con quien conversar, que fuese distinto de mí, u oír alguna palabra buena o, al menos, amable.

Tan vacío estaba de cualquier bondad, o del más mínimo sentido de ella que ni siquiera en las agraciadas ocasiones en las que me había visto salvado, como cuando escapé de Salé, cuando el capitán portugués me rescató, cuando me establecí felizmente en Brasil, cuando recibí el cargamento de Inglaterra y otras por el estilo, pronuncié ni pensé una palabra de agradecimiento a Dios; ni siquiera en el colmo de mi desventura le dirigí una plegaria a Dios diciendo: «Señor, ten piedad de mí.» No, jamás pronunciaba el nombre de Dios a no ser que fuera para jurar o blasfemar.

Como ya he dicho, pasé muchos meses en medio de terribles reflexiones sobre mi maldita e indigna vida pasada. Mas cuando miraba a mi alrededor y contemplaba los dones especiales que había recibido desde mi llegada a esta isla y el modo tan generoso en que Dios me había tratado, pues no me había castigado con la severidad que merecía sino, más bien, había sido pródigo en proveerme tanto como podía necesitar, tenía la esperanza de que mi arrepentimiento hubiese sido aceptado y que Dios me tuviera reservada alguna misericordia.

Con estos pensamientos me resigné a acatar la voluntad de Dios en las circunstancias en las que me hallaba y hasta le di sinceras gracias por ello, considerando que aún estaba vivo y que no debía quejarme, pues no había recibido siquiera el justo castigo por mis pecados y gozaba de tantos privilegios como nunca hubiese podido esperar en un sitio como este. Por tanto, no debía volver a lamentarme de mi condición, sino regocijarme por ella y dar gracias a Dios por el pan de cada día, que, de no ser por un milagro, no podría haber disfrutado. Debía recordar que podía alimentarme por obra de un milagro casi tan grande como el de los cuervos que alimentaron a Elías. Además, difícilmente hubiese podido elegir otro sitio con más ventajas que aquel lugar desierto donde había sido arrojado; uno donde, si bien no tenía compañía, lo cual era el motivo de mi mayor desventura, tampoco había bestias feroces, lobos furiosos, tigres que amenazaran mi vida, plantas venenosas que me hicieran daño en caso de que las ingiriera, ni salvajes que pudieran asesinarme y devorarme.


En pocas palabras, si por un lado mi vida era desventurada, por otro estaba llena de gracia y lo único que necesitaba para hacerla más confortable era confiar en la bondad y la misericordia de Dios para conmigo y hallar en ello mi consuelo. Cuando logré hacer esto, dejé de sentirme triste y pude seguir adelante.

Llevaba tanto tiempo en este lugar que muchas de las cosas que había traído a tierra se habían agotado o deteriorado. Como ya he dicho, la tinta se me había terminado casi totalmente y solo quedaba un poco que fui mezclando con agua hasta que se volvió tan clara que apenas dejaba marcas en el papel. Mientras duró, la utilicé para anotar los días del mes en los que me sucedía algo fuera de lo corriente. Recuerdo que al principio, había notado una extraña coincidencia entre las fechas de algunos acontecimientos y, de haber sido supersticioso y creer que había días de buena y mala suerte, habría tenido suficientes motivos para reflexionar sobre lo curioso de algunas circunstancias.

En primer lugar, observé que el día en que partí de Hull, abandonando a mis padres y a mis amigos con el fin de aventurarme en el mar, era el mismo día en que, más tarde, fui capturado y hecho esclavo por el corsario de Salé.

El día en que me salvé del naufragio del barco en la rada de Yarmouth, fue el mismo día, al año siguiente, en que pude escapar de Salé en la chalupa.

El día de mi nacimiento, el 30 de septiembre, fue el mismo día, al cabo de veintiséis años que me salvé milagrosamente del naufragio y llegué a las costas de esta isla; de modo que mi vida pecaminosa y mi vida solitaria empezaron el mismo día.

Después de la tinta, se me agotó el pan, es decir, la galleta que había rescatado del barco y que consumía con suma frugalidad, permitiéndome comer solo una por día, durante un año. Aun así, pasé casi un año sin pan hasta que pude producir mi propia harina, por lo que estaba enormemente agradecido ya que, como he dicho, su obtención fue casi milagrosa.

Mis ropas también comenzaron a deteriorarse notablemente. Hacía tiempo que no tenía lino, con la excepción de algunas camisas a cuadros que había encontrado en los arcones de los marineros y guardado con mucho cuidado porque, a menudo, eran lo único que podía tolerar; y fue una gran suerte que hubiese encontrado casi tres docenas de ellas entre la ropa de los marineros en el barco. También tenía varias capas gruesas de las que usaban los marineros pero eran demasiado pesadas. En verdad, el clima era tan caluroso que no tenía necesidad de usar ropa, mas no era capaz de andar totalmente desnudo. No, aunque me hubiese sentido tentado a hacerlo, lo cual no ocurrió pues no podía siquiera imaginarme algo así, a pesar de que estaba solo.


La razón por la cual no podía andar completamente desnudo era que aguantaba el calor del sol bastante mejor cuando estaba vestido que cuando no lo estaba. A menudo el sol me producía ampollas en la piel, mas, cuando llevaba camisa, el aire pasaba a través del tejido y me sentía mucho más fresco que cuando no la llevaba. Tampoco podía salir sin gorra o sombrero pues los rayos del sol, que en esas latitudes golpean con gran violencia, me habrían provocado una terrible jaqueca, a fuerza de caer directamente sobre mi cabeza.

Ante esta situación, decidí ordenar los pocos harapos que tenía y a los que llamaba ropa. Había gastado todos los chalecos y ahora debía intentar hacer algunas chaquetas con las capas y los demás materiales que tenía. Empecé pues a hacer trabajos de sastrería, más bien estropicios, pues los resultados fueron lastimosos. No obstante, logré hacer dos o tres chalecos, con la esperanza de que me durasen mucho tiempo. La labor que realicé con los pantalones o calzones, fue igualmente desastrosa, hasta más adelante.

He mencionado que guardaba las pieles de los animales que mataba, me refiero a los cuadrúpedos, y las colgaba al sol, extendiéndolas con la ayuda de palos. Algunas estaban tan secas y duras que apenas servían para nada pero otras me resultaron muy útiles. Lo primero que confeccioné con ellas fue una gran gorra para cubrirme la cabeza, con la parte de la piel hacia fuera para evitar que se filtrase el agua. Me quedó tan bien que luego me confeccioné una vestimenta completa, es decir, una casaca y unos calzones abiertos en las rodillas, ambos muy amplios, para que resultaran más frescos. Debo reconocer que estaban pésimamente hechos pues si era un mal carpintero, era aún peor sastre. No obstante, les di muy buen uso y, cuando estaba fuera, si por casualidad llovía, la piel de la casaca y del sombrero me mantenían perfectamente seco.

Posteriormente, empleé mucho tiempo y esfuerzo en fabricarme una sombrilla, que mucha falta me hacía. Había visto cómo se confeccionaban en Brasil, donde eran de gran utilidad a causa del excesivo calor y me parecía que el calor que debía soportar aquí era tanto o más fuerte que el de allá, pues me encontraba más cerca del equinoccio. Además, aquí tenía que salir constantemente, por lo que una sombrilla me resultaba de gran utilidad para protegerme, tanto del sol como de la lluvia. Emprendí esta tarea con muchas dificultades y pasó bastante tiempo antes de que pudiera hacer algo que se le pareciese pues, cuando creía haber encontrado la forma de confeccionarla, eché a perder dos o tres veces antes de hacer la que tenía prevista. Por fin fabriqué una que cumplía cabalmente ambos propósitos. Lo más difícil fue lograr que pudiera cerrarse. Había logrado que permaneciera abierta pero, si no lograba cerrarla, habría tenido que llevarla siempre sobre la cabeza, lo cual no era demasiado práctico. Finalmente, como he dicho, hice una lo suficientemente adecuada para mis propósitos y la cubrí de piel, con la parte peluda hacia arriba, a fin de que, como si fuera un tejado, me protegiese del sol tan eficazmente, que me permitiera salir, incluso en el calor más sofocante, tan a gusto como si hiciese fresco. Cuando no tuviera necesidad de usarla, podía cerrarla y llevarla bajo el brazo.


Vivía, de este modo, cómodamente; mi espíritu estaba tranquilo y enteramente conforme con la voluntad de Dios y los designios de la Providencia. Por lo tanto, mi vida era mucho más placentera que la vida en sociedad, pues, cuando me lamentaba de no tener con quien conversar, me preguntaba si no era mejor conversar con mis pensamientos y, si puede decirse, con Dios, mediante la oración, que disfrutar de los mayores deleites que podía ofrecer la sociedad.

No puedo decir que, durante cinco años no me ocurriera nada extraordinario pero, lo cierto es que mi vida seguía el mismo curso, en el mismo lugar de siempre. Aparte de mi cultivo anual de cebada y arroz, del que siempre guardaba suficiente para un año, y de mis salidas diarias con la escopeta, tenía una ocupación importante: construir mi canoa, la cual, finalmente, pude acabar. Luego cavé un canal de unos seis pies de ancho por cuatro de profundidad que me permitió llevarla hasta el río, a lo largo de casi media milla. La primera canoa era demasiado grande, ya que la había construido sin pensar de antemano cómo llevarla hasta el agua y, como nunca pude hacerlo, la tuve que dejar donde estaba, a modo de recordatorio que me enseñase a ser más precavido en el futuro. De hecho, la siguiente vez, aunque no pude encontrar un árbol adecuado que estuviera a menos de media milla del agua, como ya he dicho, me pareció que mi proyecto era viable y decidí no abandonarlo. Pese a que invertí dos años en él, nunca trabajé de mala gana, sino con la esperanza de tener, finalmente, un bote para lanzarme al mar.

Sin embargo, cuando terminé de construir mi pequeña piragua, advertí que su tamaño no era el adecuado para los objetivos que me había fijado al emprender la fabricación de la primera; es decir, aventurarme hacia la tierra firme que estaba a unas cuarenta millas de la isla. Pero al ver la piragua tan pequeña, desistí de mi propósito inicial y no volví a pensar en él. Decidí usarla para hacer un recorrido por la isla, pues, aunque solo había visto parte del otro lado por tierra, como he dicho anteriormente, los descubrimientos que había hecho en ese corto viaje me despertaron fuertes deseos de ver el resto de la costa. Ahora que tenía un bote, no pensaba en otra cosa que navegar alrededor de la isla.

Con este fin, y tratando de hacer las cosas con el mejor tino posible, le puse un pequeño mástil a mi bote e hice una vela con los restos de las velas del barco, que tenía guardadas en gran cantidad.


Ajustados el mástil y la vela, hice un ensayo con la piragua y descubrí que navegaba muy bien. Entonces le hice unos pequeños armarios o cajones a cada extremo para colocar mis provisiones y municiones y evitar que se mojaran con la lluvia o las salpicaduras del mar. Luego hice una larga hendidura en el interior de la piragua para colocar la escopeta y le puse una tapa para asegurarla contra la humedad.

Aseguré la sombrilla a popa para que me protegiera del sol como si fuera un toldo. De este modo, salía a navegar de vez en cuando, sin llegar nunca a internarme demasiado en el mar ni alejarme del río. Finalmente, ansioso por ver la periferia de mi pequeño reino, decidí emprender el viaje y pertreché mi embarcación para hacerlo. Embarqué dos docenas de panes (que más bien debería llamar bizcochos) de cebada, una vasija de barro llena de arroz seco, que era un alimento que solía consumir en gran cantidad, una pequeña botella de ron, media cabra, pólvora y municiones para cazar y dos grandes capas, de las que, como he dicho, rescaté de los arcones de los marineros. Una la utilizaba a modo de colchón y la otra de manta.

El sexto día de noviembre del sexto año de mi reinado, o, si preferís, mi cautiverio, emprendí el viaje, que resultó más largo de lo que había calculado pues, aunque la isla era bastante pequeña, en la costa oriental tenía un arrecife rocoso que se extendía más de dos leguas mar adentro y, después de este, había un banco de arena seca que se prolongaba otra media legua más, de manera que me vi obligado a internarme en el mar para poder torcer esa punta.

Cuando vi el arrecife y el banco de arena por primera vez, estuve a punto de abandonar la empresa y volver a tierra porque no sabía cuánto tendría que adentrarme en el mar y, sobre todo, porque no tenía idea de cómo regresar. Así pues, eché el ancla que había hecho con un trozo de arpón roto que había rescatado del barco.

Una vez asegurada mi piragua, tomé mi escopeta y me encaminé a la orilla. Escalé una colina desde la que, aparentemente, se podía dominar esa parte y, desde allí, pude observar toda su extensión. Entonces decidí aventurarme.

Mientras observaba el mar desde la colina, vi una corriente muy fuerte, de hecho, bastante violenta, que corría en dirección este y que llegaba casi hasta la punta. Me llamó la atención porque advertía cierto peligro de ser arrastrado mar adentro por ella y no poder regresar a la isla. Indudablemente, así habría ocurrido, si no hubiese subido a la colina, porque una corriente similar dominaba el otro extremo de la isla, solo que a mayor distancia. También pude ver un fuerte remolino en la orilla, de modo que si lograba evadir la corriente, me habría topado inmediatamente con él.


Me quedé en este lugar dos días porque el viento soplaba del este-sudeste, es decir, en dirección opuesta a la corriente, con bastante fuerza y levantaba un gran oleaje en aquel punto. Por lo tanto, no era seguro acercarse ni alejarse demasiado de la costa, a causa de la corriente.

Al tercer día por la mañana, el mar estaba tranquilo, pues el viento se había calmado durante la noche y decidí aventurarme. Quiero que esto sirva de advertencia a los pilotos temerarios e ignorantes, pues, no bien me había alejado de la costa un poco más que el largo de mi piragua, cuando me encontré en aguas profundas y en medio de una corriente tan rápida y fuerte como las aspas de un molino. Pese a todos mis esfuerzos, apenas podía mantenerme en sus márgenes y me alejaba cada vez más del remolino, que estaba a mi izquierda. No soplaba viento que pudiese ayudarme y todos los esfuerzos que hacía por remar resultaban inútiles. Comencé a darme por vencido pues, como había corrientes a ambos lados de la isla, sabía que a pocas leguas, se encontrarían y yo me vería irremisiblemente perdido. Tampoco veía cómo evitarlo y no me quedaba otra alternativa que perecer, no a causa del mar, que estaba muy calmado, sino de hambre. Había encontrado una tortuga en la orilla, tan grande que casi no podía levantarla, y la había echado en el bote. Tenía una gran jarra de agua fresca, es decir, uno de mis cacharros de barro pero esto era todo con lo que contaba para lanzarme al vasto océano, donde, sin duda, no encontraría orilla, ni tierra firme, ni isla en, al menos, mil leguas.

Ahora comprendía cuán fácilmente, la Providencia divina podía convertir una situación miserable en una peor. Ahora recordaba mi desolada isla como el lugar más agradable de la tierra y la única dicha a la que aspiraba mi corazón era poder regresar allí. Extendía las manos hacia ella y exclamaba: « ¡Oh, feliz desierto! ¿No volveré a verte nunca más? ¡Oh, miserable criatura! ¿A dónde voy?» Entonces me reprochaba mi ingratitud al lamentarme por mi soledad y pensaba que hubiera dado cualquier cosa por estar otra vez en la orilla. Nunca sabemos ponderar el verdadero estado de nuestra situación hasta que vemos cómo puede empeorar, ni sabemos valorar aquello que tenemos hasta que lo perdemos. Es difícil imaginar la consternación en la que me hallaba sumido, al verme arrastrado lejos de mi amada isla (pues así la sentía ahora) hacia el ancho mar, a dos leguas de ella y con pocas esperanzas de volver.

No obstante, me esforcé, hasta quedar exhausto, por mantener el rumbo de mi bote hacia el norte, es decir, hacia la margen de la corriente donde estaba el remolino. Cerca del mediodía me pareció sentir en el rostro una leve brisa que soplaba desde el sur-sudeste. Esto me alentó un poco, especialmente, cuando al cabo de media hora, la brisa se transformó en un pequeño ventarrón. A estas alturas, me encontraba a una distancia alarmante de la isla y, de haberse producido neblina, otro habría sido mi destino, pues no llevaba brújula a bordo y no habría sabido en qué dirección avanzar para alcanzar la isla, si acaso la perdía de vista. Mas el tiempo se mantenía claro y me dispuse a levantar el mástil y extender la vela, siempre tratando de mantenerme enfilando hacia el norte para evitar la corriente.


Apenas terminé de poner el mástil y la vela, el bote comenzó a deslizarse más de prisa. Advertí, por la transparencia del agua, que acababa de producirse un cambio en la corriente, porque cuando esta estaba fuerte, el agua era turbia y ahora, que estaba más clara, me parecía que su fuerza había disminuido. A media legua hacia el este, el mar rompía sobre unas rocas que dividían la corriente en dos brazos. Mientras el brazo principal fluía hacia el sur, dejando los escollos al noreste, el otro regresaba, después de romper en las rocas, y formaba una fuerte corriente que se dirigía hacia el noroeste.

Aquellos que hayan recibido un perdón al pie del cadalso, que hayan sido liberados de los asesinos en el último momento, o que se hayan visto en peligros tan extremos como estos, podrán adivinar mi alegría cuando pude dirigir mi piragua hacia esta corriente y desplegar mis velas al viento, que me impulsaba hacia delante, con una fuerte marea por debajo.

Esta corriente me llevó cerca de una legua en dirección a la isla pero cerca de dos leguas más hacia el norte que la primera que me arrastró a la deriva, de modo que, cuando me acerqué a la isla, estaba frente a la costa septentrional, es decir, en la ribera opuesta a aquella de donde había salido. Cuando había recorrido un poco más de una legua con la ayuda de esta corriente, advertí que se estaba agotando y ya no me servía de mucho. No obstante, descubrí que entre las dos corrientes, es decir, la que estaba al sur, que me había alejado de la isla, y la que estaba al norte, que estaba a una legua del otro lado, el agua estaba en calma y no me impulsaba en ninguna dirección. Mas gracias a una brisa, que me resultaba favorable, seguí avanzando hacia la costa, aunque no tan de prisa como antes.

Hacia las cuatro de la tarde, cuando estaba casi a una legua de la isla, divisé las rocas que causaron este desastre, que se extendían, como he dicho antes, hacia el sur. Evidente mente, habían formado otro remolino hacia el norte, que, según podía observar, era muy fuerte pero no estaba en mi rumbo, que era hacia el oeste. No obstante, con la ayuda del viento, crucé esta corriente hacia el noroeste, en dirección oblicua, y en una hora me hallaba a una milla de la costa. Allí, el agua estaba en calma y muy pronto llegué a la orilla.

Cuando puse los pies en tierra, caí de rodillas y di gracias a Dios por haberme salvado y decidí abandonar todas mis ideas de escapar. Me repuse con los alimentos que había traído y acerqué el bote hasta la playa, lo coloqué en una pequeña cala que descubrí bajo unos árboles y me eché a dormir porque estaba agotado a causa de los esfuerzos y fatigas del viaje.


Ahora no sabía con certeza qué dirección tomar para volver a casa con el bote. Había corrido tantos riesgos y conocía tan bien la situación, que no estaba dispuesto a regresar por la ruta por la que había venido. Tampoco sabía qué podía encontrar en la otra orilla (es decir, en la occidental), ni tenía intenciones de volver a aventurarme. Por tanto, a la mañana siguiente, resolví recorrer la costa en dirección oeste y ver si encontraba algún río donde pudiera dejar a salvo la piragua para disponer de ella si la necesitaba. Al cabo de tres millas, más o menos, mientras avanzaba por la costa, llegué a una excelente bahía o ensenada, que medía cerca de una milla y que se iba estrechando hasta la desembocadura de un riachuelo. Esta ensenada sirvió de puerto a mi piragua, y pude dejarla como si fuese un pequeño atracadero construido especialmente para ella. Me adentré en la bahía y, después de asegurar mi piragua, me encaminé hacia la costa para explorar y ver dónde me hallaba.

Pronto descubrí que no había avanzado mucho más allá del lugar donde había estado la vez que había hecho la expedición a pie, de modo que solo saqué del bote la escopeta y la sombrilla, pues hacía mucho calor, y emprendí la marcha. El camino resultaba muy agradable, después de un viaje como el que había hecho. Por la tarde, llegué a mi viejo emparrado y lo encontré todo como lo había dejado, ya que siempre lo dejaba todo en orden, pues lo consideraba mi casa de campo.

Atravesé la verja y me recosté a la sombra a descansar mis cansados huesos, pues estaba extenuado, y me dormí enseguida. Mas, juzgad vosotros, que leéis mi historia, la sorpresa que me llevé cuando una voz me despertó diciendo: «Robinson, Robinson, Robinson Crusoe, pobre Robinson Crusoe. ¿Dónde estás, Robinson Crusoe? ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado?»

Al principio, estaba tan profundamente dormido, por el cansancio de haber remado o bogado, como suele decirse, durante la primera parte del día y por la caminata de la tarde, que no llegué a despertarme del todo, sino que me quedé entre dormido y despierto y pensé que estaba soñando que alguien me hablaba. Como la voz siguió llamándome: «Robinson Crusoe, Robinson Crusoe», me desperté, muy asustado al principio, y me puse en pie con una gran consternación. Pero tan pronto abrí los ojos, vi a mi Poll, apoyado en el borde del cercado y supe, inmediatamente, que era él quien me llamaba porque ese era el tono lastimero en el que solía hablarle y enseñarle a hablar. Lo había aprendido a la perfección y, posándose en mi dedo, me acercaba el pico a la cara repitiendo: «Pobre Robinson Crusoe. ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?», y otras cosas por el estilo que yo le había enseñado.

No obstante, aunque sabía que había sido el loro y que no podía ser nadie más, pasó un buen rato hasta que me repuse del susto. En primer lugar, me asombraba que hubiese podido llegar hasta allí y, luego, que se quedara en ese sitio y no en otro. Mas como ya sabía que no podía ser otro que mi fiel Poll, me tranquilicé y, extendiendo la mano, lo llamé por su nombre, Poll, y la amistosa criatura, se me acercó, se apoyó en mi pulgar y, como de costumbre, acercó el pico a mi rostro y continuó hablando conmigo: «Pobre Robinson Crusoe. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde has estado?», como si se hubiese alegrado de verme nuevamente. Así, me lo traje a casa conmigo.

Estaba saturado de los reveses del mar, lo suficiente para meditar durante varios días sobre los peligros a los que me había expuesto. Me habría gustado traer mi bote de vuelta, de este lado de la isla pero no sabía cómo hacerlo. Sabía que no volvería a aventurarme por la costa oriental, en la que ya había estado, pues el corazón se me apretaba y se me helaba la sangre al pensarlo. No sabía lo que podía encontrar en la otra costa pero, si la corriente tenía la misma fuerza que en la costa oriental, correría el mismo riesgo de ser arrastrado por el agua y alejado de la isla. Con estas razones, me resigné a la idea de no tener ningún bote, aunque hubiese sido el producto de muchos meses de trabajo, no solo para construirlo sino para echarlo al mar.