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Robinson Crusoe
de Daniel Defoe
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El trato que allí recibí no fue tan terrible como temía al principio, pues, no me llevaron al interior del país a la corte del emperador, como le ocurrió al resto de nuestros hombres. El capitán de los corsarios decidió retenerme como parte de su botín y, puesto que era joven y listo, y podía serle útil para sus negocios, me hizo su esclavo. Ante este inesperado cambio de circunstancias, por el que había pasado de ser un experto comerciante a un miserable esclavo, me sentía profundamente consternado. Entonces, recordé las proféticas palabras de mi padre, cuando me advertía que sería un desgraciado y no hallaría a nadie que pudiera ayudarme. Me parecía que estas palabras no podían haberse cumplido más al pie de la letra y que la mano del cielo había caído sobre mí; me hallaba perdido y sin salvación. Mas, ¡ay!, esto era solo una muestra de las desgracias que me aguardaban, como se verá en lo que sigue de esta historia.

Como mi nuevo patrón, o señor, me había llevado a su casa, tenía la esperanza de que me llevara consigo cuando volviese al mar. Estaba convencido de que, tarde o temprano, su destino sería caer prisionero de la armada española o portuguesa y, de ese modo, yo recobraría mi libertad. Pero muy pronto se desvanecieron mis esperanzas, porque, cuando partió hacia el mar, me dejó en tierra a cargo de su jardincillo y de las tareas domésticas que suelen desempeñar los esclavos, y cuando regresó de su viaje, me ordenó permanecer a bordo del barco para custodiarlo.

En aquel tiempo, no pensaba en otra cosa que en fugarme y en la mejor forma de hacerlo, pero no lograba hallar ningún método que fuera mínimamente viable. No había ningún indicio racional de que pudiera llevar a cabo mis planes, pues, no tenía a nadie a quien comunicárselos ni que estuviera dispuesto a acompañarme. Tampoco tenía amigos entre los esclavos, ni había por allí ningún otro inglés, irlandés o escocés aparte de mí. Así, pues, durante dos años, si bien me complacía con la idea, no tenía ninguna perspectiva alentadora de realizarla.

Al cabo de casi dos años se presentó una extraña circunstancia que reavivó mis intenciones de hacer algo por recobrar mi libertad. Mi amo permanecía en casa por más tiempo de lo habitual y sin alistar la nave (según oí, por falta de dinero). Una o dos veces por semana, si hacía buen tiempo, cogía la pinaza del barco y salía a pescar a la rada. A menudo, nos llevaba a mí y a un joven morisco para que remáramos, pues le agradábamos mucho. Yo di muestras de ser tan diestro en la pesca que, a veces, me mandaba con uno de sus parientes moros y con el joven, el morisco, a fin de que le trajésemos pescado para la comida.

Una vez, mientras íbamos a pescar en una mañana clara y tranquila, se levantó una niebla tan espesa que, aun estando a media legua de la costa, no podíamos divisarla, de manera que nos pusimos a remar sin saber en qué dirección, y así estuvimos remando todo el día y la noche. Cuando amaneció, nos dimos cuenta de que habíamos remado mar adentro en vez de hacia la costa y que estábamos, al menos, a dos leguas de la orilla. No obstante, logramos regresar, no sin mucho esfuerzo y peligro, porque el viento comenzó a soplar con fuerza en la mañana y estábamos débiles por el hambre.

Nuestro amo, prevenido por este desastre, decidió ser más cuidadoso en el futuro. Usaría la chalupa de nuestro barco inglés y no volvería a salir de pesca sin llevar consigo la brújula y algunas provisiones. Entonces, le ordenó al carpintero de su barco, que también era un esclavo inglés, que construyera un pequeño camarote o cabina en medio de la chalupa, como las que tienen las barcazas, con espacio suficiente a popa, para que se pudiese largar la vela mayor y, a proa, para que dos hombres pudiesen manipular las velas. La chalupa navegaba con una vela triangular, que llamábamos lomo de cordero y la bomba estaba asegurada sobre el techo del camarote. Este era bajo y muy cómodo y suficientemente amplio para guarecer a mi amo y a uno o dos de sus esclavos. Tenía una mesa para comer y unos pequeños armarios para guardar algunas botellas de su licor favorito y, sobre todo, su pan, su arroz y su café.

A menudo salíamos a pescar en este bote y, como yo era el pescador más diestro, nunca salía sin mí. Sucedió que un día, para divertirse o pescar, había hecho planes para salir con dos o tres moros que gozaban de cierto prestigio en el lugar y a quienes quería agasajar espléndidamente. Para esto, ordenó que la noche anterior se llevaran a bordo más provisiones que las habituales y me mandó preparar pólvora y municiones para tres escopetas que llevaba a bordo, pues pensaba cazar, además de pescar.

Aparejé todas las cosas como me había indicado y esperé a la mañana siguiente con la chalupa limpia, su insignia y sus gallardetes enarbolados, y todo lo necesario para acomodar a sus huéspedes. De pronto, mi amo subió a bordo solo y me dijo que sus huéspedes habían cancelado el paseo, a causa de un asunto imprevisto, y me ordenó, como de costumbre, salir en la chalupa con el moro y el joven a pescar, ya que sus amigos vendrían a cenar a su casa. Me mandó que, tan pronto hubiese cogido algunos peces, los llevara a su casa; y así me dispuse a hacerlo.

En ese momento, volvieron a mi mente aquellas antiguas esperanzas de libertad, ya que tendría una pequeña embarcación a mi cargo. Así, pues, cuando mi amo se hubo marchado, preparé mis cosas, no para pescar sino para emprender un viaje, aunque no sabía, ni me detuve a pensar, qué dirección debía tomar, convencido de que, cualquier rumbo que me alejara de ese lugar, sería el correcto.

Mi primera artimaña fue buscar un pretexto para convencer al moro de que necesitábamos embarcar provisiones para nosotros porque no podíamos comernos el pan de nuestro amo. Me respondió que era cierto y trajo una gran canasta con galletas o bizcochos de los que ellos confeccionaban y tres tinajas de agua. Yo sabía dónde estaba la caja de licores de mi amo, que, evidentemente, por la marca, había adquirido del botín de algún barco inglés, de modo que la subí a bordo, mientras el moro estaba en la playa, para que pareciera que estaba allí por orden del amo. Me llevé también un bloque de cera qué pesaba más de cincuenta libras, un rollo de bramante o cuerda, un hacha, una sierra y un martillo, que me fueron de gran utilidad posteriormente, sobre todo la cera, para hacer velas. Le tendí otra trampa, en la cual cayó con la misma ingenuidad. Su nombre era Ismael pero lo llamaban Muly o Moley.

-Moley -le dije-, las armas de nuestro amo están a bordo del bote, ¿no podrías traer un poco de pólvora y municiones? Tal vez podamos cazar algún alcamar (un ave parecida a nuestros chorlitos). Sé que el patrón guarda las municiones en el barco.

-Sí -me respondió-, traeré algunas.

Apareció con un gran saco de cuero que contenía cerca de una libra y media de pólvora, quizás más, y otro con municiones, que pesaba cinco o seis libras. También trajo algunas balas, y lo subió todo a bordo de la chalupa. Mientras tanto, yo había encontrado un poco de pólvora en el camarote de mi amo, con la que llené uno de los botellones de la caja, que estaba casi vacío, y eché su contenido en otra botella. De este modo, abastecidos con todo lo necesario, salimos del puerto para pescar. Los del castillo, que estaba a la entrada del puerto, nos conocían y no nos prestaron atención.

A menos de una milla del puerto, recogimos las velas y nos pusimos a pescar. El viento soplaba del norte-noreste, lo cual era contrario a lo que yo deseaba, ya que si hubiera soplado del sur, con toda seguridad nos habría llevado a las costas de España, por lo menos, a la bahía de Cádiz. Mas estaba resuelto a que, soplara hacia donde soplara, me alejaría de ese horrible lugar. El resto, quedaba en manos del destino.

Después de estar un rato pescando y no haber cogido nada, porque cuando tenía algún pez en el anzuelo, no lo sacaba para que el moro no lo viera, le dije:

-Aquí no vamos a pescar nada y no vamos a poder complacer a nuestro amo. Será mejor que nos alejemos un poco.

Él, sin sospechar nada, accedió y, como estaba en la proa del barco, desplegó las velas. Yo, que estaba al timón, hice al bote avanzar una legua más y enseguida me puse a fingir que me disponía a pescar. Entonces, entregándole el timón al chico, me acerqué a donde estaba el moro y agachándome como si fuese a recoger algo detrás de él, lo agarré por sorpresa por la entrepierna y lo arrojé al mar por la borda. Inmediatamente subió a la superficie porque flotaba como un corcho. Me llamó, me suplicó que lo dejara subir, me dijo que iría conmigo al fin del mundo y comenzó a nadar hacia el bote con tanta velocidad, que me habría alcanzado en seguida, puesto que soplaba muy poco viento. En ese momento, entré en la cabina y cogiendo una de las armas de caza, le apunté con ella y le dije que no le había hecho daño ni se lo haría si se quedaba tranquilo.

-Pero -le dije-, puedes nadar lo suficientemente bien como para llegar a la orilla. El mar está en calma, así que, intenta llegar a ella y no te haré daño, pero, si te acercas al bote, te meteré un tiro en la cabeza, pues estoy decidido a recuperar mi libertad.

De este modo, se dio la vuelta y nadó hacia la orilla, y no dudo que haya llegado bien, porque era un excelente nadador.

Tal vez me hubiese convenido llevarme al moro y arrojar al niño al agua, pero, la verdad es que no tenía ninguna razón para confiar en él. Cuando se alejó, me volví al chico, a quien llamaban Xury, y le dije:

-Xury, si quieres serme fiel, te haré un gran hombre, pero si no te pasas la mano por la cara -lo cual quiere decir, jurar por Mahoma y la barba de su padre-, tendré que arrojarte también al mar.

El niño me sonrió y me habló con tanta inocencia, que no pude menos que confiar en él. Me juró que me sería fiel y que iría conmigo al fin del mundo.

Mientras estuvimos al alcance de la vista del moro, que seguía nadando, mantuve el bote en dirección al mar abierto, más bien un poco inclinado a barlovento, para que pareciera que me dirigía a la boca del estrecho (como en verdad lo habría hecho cualquier persona que estuviera en su sano juicio), pues, ¿quién podía imaginar que navegábamos hacia el sur, rumbo a una costa bárbara, donde, con toda seguridad, tribus enteras de negros nos rodearían con sus canoas para destruirnos; donde no podríamos tocar tierra ni una sola vez sin ser devorados por las bestias salvajes, o por los hombres salvajes, que eran aún más despiadados que estas?

Pero, tan pronto oscureció, cambié el rumbo y enfilé directamente al sur, ligeramente inclinado hacia el este para no alejarme demasiado de la costa. Con el buen viento que soplaba y el mar en calma, navegamos tan bien que, al día siguiente, a las tres de la tarde, cuando vi tierra por primera vez, no podía estar a menos de ciento cincuenta millas al sur de Salé, mucho más allá de los dominios del emperador de Marruecos, o, quizás, de cualquier otro monarca de aquellos lares, ya que no se divisaba persona alguna.

No obstante, era tal el temor que tenía de los moros y de caer en sus manos, que no me detuve, ni me acerqué a la orilla, ni bajé anclas (pues el viento seguía soplando favorablemente). Decidí seguir navegando en el mismo rumbo durante otros cinco días. Cuando el viento comenzó a soplar del sur, decidí que si alguno de nuestros barcos había salido a buscarnos, a estas alturas se habría dado por vencido. Así, pues, me aventuré a acercarme a la costa y me anclé en la boca de un pequeño río, sin saber cuál era, ni dónde estaba, ni en qué latitud se encontraba, ni en qué país o en qué nación. No podía divisar a nadie, ni deseaba hacerlo, porque lo único que me interesaba era conseguir agua fresca. Llegamos al estuario por la tarde y decidimos llegar a nado a la costa tan pronto oscureciera, para explorar el lugar. Mas, tan pronto oscureció, comenzamos a escuchar un aterrador ruido de ladridos, aullidos, bramidos y rugidos de animales feroces, desconocidos para nosotros. El pobre chico estaba a punto de morirse de miedo y me suplicó que no fuéramos a la orilla hasta que se hiciese de día.

-Bien, Xury -le dije-, entonces no lo haremos, pero puede que en el día veamos hombres tan peligrosos como esos leones.

-Entonces les disparamos escopeta -dijo Xury sonriendo-, hacemos huir.

Xury había aprendido a hablar un inglés entrecortado, conversando con nosotros los esclavos. Sin embargo, me alegraba ver que el chico estuviera tan contento y, para animarlo, le di a beber un pequeño trago (de la caja de botellas de nuestro amo). Después de todo, el consejo de Xury me parecía razonable y lo acepté. Echamos nuestra pequeña ancla y permanecimos tranquilos toda la noche; digo tranquilos porque ninguno de los dos pudo dormir. Al cabo de dos o tres horas, comenzamos a ver que enormes criaturas (pues no sabíamos qué llamarlas) de todo tipo, descendían hasta la playa y se metían en el agua, revolcándose y lavándose, por el mero placer de refrescarse, mientras emitían gritos y aullidos como nunca los habíamos escuchado.

Xury estaba aterrorizado y, en verdad, yo también lo estaba, pero nos asustamos mucho más cuando advertimos que una de esas poderosas criaturas nadaba hacia nuestro bote. No podíamos verla pero, por sus resoplidos, parecía una bestia enorme, monstruosa y feroz. Xury decía que era un león y, tal vez lo fuera, mas yo no lo sabía. El pobre chico me pidió a gritos que leváramos el ancla y remáramos mar adentro.

-No -dije-, soltaremos el cable con la boya y nos alejaremos. No podrá seguirnos tan lejos.

No bien había dicho esto, cuando me percaté de que la criatura (o lo que fuese) estaba a dos remos de distancia, lo cual me sorprendió mucho. Entré a toda velocidad en la cabina y cogiendo mi escopeta le disparé, lo que le hizo dar la vuelta inmediatamente y ponerse a nadar hacia la playa. Es imposible describir los horrorosos ruidos, los espeluznantes alaridos y los aullidos que provocamos con el disparo, tanto en la orilla de la playa como tierra adentro, pues creo que esas criaturas nunca antes habían escuchado un sonido igual. Estaba convencido de que no intentaríamos ir a la orilla por la noche y me preguntaba cómo lo haríamos durante el día, pues me parecía que caer en manos de aquellos salvajes era tan terrible como caer en las garras de leones y tigres; al menos a nosotros nos lo parecía.

Sea como fuere, teníamos que ir a la orilla a por agua porque no nos quedaba ni una pinta en el bote; el problema era cuándo y dónde hacerlo. Xury decía que, si le permitía ir a la orilla con una de las tinajas, intentaría buscar agua y traérmela al bote. Le pregunté por qué prefería ir él a que fuera yo mientras él se quedaba en el bote, a lo que respondió con tanto afecto, que desde entonces, lo quise para siempre:

-Si los salvajes vienen y me comen, tú escapas.

-Entonces, Xury -le dije-, iremos los dos y si vienen los salvajes, los mataremos y, así, no se comerán a ninguno de los dos.

Le di un pedazo de galleta para que comiera y otro trago de la caja de botellas del amo, que mencioné anteriormente. Aproximamos el bote a la orilla hasta donde nos pareció prudente y nadamos hasta la playa, sin otra cosa que nuestros brazos y dos tinajas para el agua.

Yo no quería perder de vista el bote, porque temía que los salvajes vinieran en sus canoas río abajo. El chico, que había visto un terreno bajo como a una milla de la costa, se encaminó hacia allí y, al poco tiempo, regresó corriendo hacia mí. Pensé que lo perseguía algún salvaje, o que se había asustado al ver alguna bestia y corrí hacia él para socorrerle. Mas cuando me acerqué, vi que traía algo colgando de los hombros, un animal que había cazado, parecido a una liebre pero de otro color y con las patas más largas. Esto nos alegró mucho, porque parecía buena carne. Pero lo que en realidad alegró al pobre Xury fue darme la noticia de que había encontrado agua fresca y no había visto ningún salvaje.

Poco después, descubrimos que no teníamos que pasar tanto trabajo para buscar agua, porque un poco más arriba del estuario en el que estábamos, había un pequeño torren te del que manaba agua fresca cuando bajaba la marea. Así, pues, llenamos nuestras tinajas, nos dimos un banquete con la liebre que habíamos cazado y nos preparamos para seguir nuestro camino, sin llegar a ver huellas de criaturas humanas en aquella parte de la región.

Como ya había hecho un viaje por estas costas, sabía muy bien que las Islas Canarias y las del Cabo Verde, se hallaban a poca distancia. Mas, como no tenía instrumentos para calcular la latitud en la que estábamos, ni sabía con certeza, o al menos no lo recordaba, en qué latitud estaban las islas, no sabía hacia dónde dirigirme ni cuál sería el mejor momento para hacerlo; de otro modo, me habría sido fácil encontrarlas. No obstante, tenía la esperanza de que, si permanecía cerca de esta costa, hasta llegar a donde traficaban los ingleses, encontraría alguna embarcación en su ruta habitual de comercio, que estuviera dispuesta a ayudarnos. Según mis cálculos más exactos, el lugar en el que nos encontrábamos debía estar en la región que colindaba con los dominios del emperador de Marruecos y los inhóspitos dominios de los negros, donde solo habitaban las bestias salvajes; una región abandonada por los negros, que se trasladaron al sur por miedo a los moros; y por estos últimos, porque no consideraban que valiera la pena habitarla a causa de su desolación. En resumidas cuentas, unos y otros la habían abandonado por la gran cantidad de tigres, leones, leopardos y demás fieras que allí habitaban. Los moros solo la utilizaban para cazar, actividad que realizaban en grupos de dos o tres mil hombres. Así, pues, en cien millas a lo largo de la costa, no vimos más que un vasto territorio desierto de día, y, de noche, no escuchamos más que aullidos y rugidos de bestias salvajes.

Una o dos veces, durante el día, me pareció ver el Pico de Tenerife, que es el pico más alto de las montañas de Tenerife en las Canarias. Me entraron muchas ganas de aventurarme con la esperanza de llegar allí y, en efecto, lo intenté dos veces, pero el viento contrario y el mar, demasiado alto para mi pequeña embarcación, me hicieron retroceder, por lo que decidí seguir mi primer objetivo y mantenerme cerca de la costa.

Después de abandonar aquel sitio, me vi obligado a volver a tierra varias veces a buscar agua fresca. Una de estas veces, temprano en la mañana, anclamos al pie de un pequeño promontorio, bastante elevado, y allí nos quedamos hasta que la marea, que comenzaba a subir, nos impulsase. Xury, cuyos ojos parecían estar mucho más atentos que los míos, me llamó suavemente y me dijo que retrocediéramos:

-Mira allí -me dijo-, monstruo terrible, dormido en la ladera de la colina.

Miré hacia donde apuntaba y, ciertamente, vi un monstruo terrible, pues se trataba de un león inmenso que estaba, echado a la orilla de la playa, bajo la sombra de la parte sobresaliente de la colina, que parecía caer sobre él.

-Xury -le dije-, debes ir a la playa y matarlo.

Me miró aterrorizado y dijo:

-¡Matarlo!, me come de una boca.

En verdad quería decir de un bocado. No le dije nada más, sino que le ordené que permaneciese quieto. Tomé el arma de mayor tamaño, que era casi como un mosquete, la cargué con abundante pólvora y dos trozos de plomo y la dejé aparte. Entonces cargué otro fusil con dos balas y luego un tercero, pues teníamos tres armas. Apunté lo mejor que pude con el primer arma para dispararle en la cabeza pero como estaba echado con las patas sobre la nariz, los plomos le dieron en una pata, a la altura de la rodilla, y le partieron el hueso. Intentó ponerse en pie mientras rugía ferozmente, pero, como tenía la pata partida, volvió a caer al suelo. Luego se puso en pie con las otras tres patas y lanzó el rugido más espeluznante que jamás hubiese oído. Me sorprendió no haberle dado en la cabeza, e inmediatamente, tomé el segundo fusil, y, pese a que ya había comenzado a alejarse, le disparé otra vez en la cabeza y tuve el placer de verlo caer, emitiendo apenas un quejido y luchando por vivir. Entonces Xury recobró el valor y me pidió que le dejara ir a la orilla.

-Está bien, ve -le dije.

El chico saltó al agua, sujetando el arma pequeña en una mano. Se acercó al animal, se puso la culata del fusil cerca de la oreja, le disparó nuevamente en la cabeza y lo remató.

Esto era más bien un juego para nosotros, pero no servía para alimentarnos y lamenté haber gastado tres cargas de pólvora en dispararle a un animal que no nos servía para nada. No obstante, Xury dijo que quería llevarse algo, así que subió a bordo y me pidió que le diera el hacha.

-¿Para qué la quieres, Xury? -le pregunté.

-Yo corto cabeza -me contestó.

Pero no pudo hacerlo, de manera que le cortó una pata, que era enorme, y la trajo consigo.

De pronto se me ocurrió que la piel del león podía servirnos de algo y decidí desollarlo si podía. Inmediatamente, nos pusimos a trabajar y Xury demostró ser mucho más diestro que yo en la labor, pues, en realidad, no tenía mucha idea de cómo realizarla. Nos tomó todo el día, pero, por fin, pudimos quitarle la piel y la extendimos sobre la cabina. En dos días se secó al sol y desde entonces, la utilizaba para dormir sobre ella.

Después de esta parada, navegamos hacia el sur durante diez o doce días, consumiendo con parquedad las provisiones, que comenzaban a disminuir rápidamente, y yendo a la orilla solo cuando era necesario para buscar agua fresca. Mi intención era llegar al río Gambia o al Senegal, es decir, a cualquier lugar cerca del Cabo Verde, donde esperaba encontrar algún barco europeo. De lo contrario, no sabía qué rumbo tomar, como no fuese navegar en busca de las islas o morir entre los negros. Sabía que todas las naves que venían de Europa, pasaban por ese cabo, o esas islas, de camino a Guinea, Brasil o las Indias Orientales. En pocas palabras, aposté toda mi fortuna a esa posibilidad, de manera que, encontraba un barco o perecía.

Una vez tomada esta resolución, al cabo de diez días, comencé a advertir que la tierra estaba habitada. En dos o tres lugares, a nuestro paso, vimos gente que nos observaba desde la playa. Nos percatamos de que eran bastante negros y estaban totalmente desnudos. Una vez sentí el impulso de desembarcar y dirigirme a ellos, pero Xury, que era mi mejor consejero, me dijo:

-No ir, no ir.

No obstante, me dirigí a la playa más cercana para hablar con ellos y vi cómo corrían un buen tramo a lo largo de la playa, a la par que nosotros. Observé que no llevaban armas, con la excepción de uno, que llevaba un palo largo y delgado, que, según Xury era una lanza, que arrojaban desde muy lejos y con muy buena puntería. Mantuve, pues, cierta distancia pero me dirigí a ellos como mejor pude, por medio de señas, sobre todo, para expresarles que buscábamos comida. Con un gesto me dijeron que detuviera el bote y ellos nos traerían algo de carne. Bajé un poco las velas y me quedé a la espera. Dos de ellos corrieron tierra adentro y, en menos de media hora, estaban de vuelta con dos piezas de carne seca y un poco de grano, del que se cultiva en estas tierras. Aunque no sabíamos qué era ni una cosa ni la otra, las aceptamos gustosamente. El siguiente problema era cómo recoger lo que nos ofrecían, pues yo no me atrevía a acercarme a la orilla y ellos estaban tan aterrados como nosotros. Entonces, se les ocurrió una forma de hacerlo, que resultaba segura para todos. Dejaron los alimentos en la playa y se alejaron, deteniéndose a una gran distancia, hasta que nosotros lo subimos todo a bordo; luego volvieron a acercarse.

Les hicimos señas de agradecimiento porque no teníamos nada que darles a cambio. Sin embargo, en ese mismo instante surgió la oportunidad de agradecerles el favor, porque mientras estaban en la orilla, se acercaron dos animales gigantescos, uno venía persiguiendo al otro (según nos parecía) con gran saña, desde la montaña hasta la playa. No sabíamos si era un macho que perseguía a una hembra ni si estaban en son de juego o pelea. Tampoco sabíamos si esto era algo habitual, pero nos inclinábamos más hacia la idea contraria; en primer lugar, porque estas bestias famélicas suelen aparecer solamente por la noche; en segundo lugar, porque la gente estaba aterrorizada, en especial, las mujeres. El hombre que llevaba la lanza no huyó, aunque el resto sí lo hizo. Los dos animales se dirigieron hacia el agua y, al parecer, no tenían intención de atacar a los negros. Se zambulleron en el agua y comenzaron a nadar como si solo hubiesen ido allí por diversión. Al cabo de un rato, uno de ellos comenzó a acercarse a nuestro bote, más de lo que yo hubiese deseado, pero yo le apunté con el fusil que había cargado a toda prisa, y le dije a Xury que cargara los otros dos. Tan pronto se puso a mi alcance, disparé y le di justo en la cabeza. Se hundió en el acto pero en seguida salió a flote, volvió a hundirse y, nuevamente, salió a flote, como si se estuviese ahogando, lo que, en efecto, hacía. Rápidamente se dirigió a la playa pero, entre la herida mortal que le había propinado y el agua que había tragado, murió antes de llegar a la orilla.

No es posible expresar el asombro de estas pobres criaturas ante el estallido y el disparo de mi arma. Algunos, según parecía, estaban a punto de morirse de miedo y cayeron al suelo como muertos por el terror. Mas cuando vieron que la bestia había muerto y se hundía en el agua, mientras yo les hacía señas para que se acercaran a la playa, se armaron de valor y se dieron a su búsqueda. Fui yo quien la descubrió, por la mancha de la sangre en el agua y, con la ayuda de una cuerda, con la que até el cuerpo y cuyo extremo luego les arrojé, los negros pudieron arrastrarlo hasta la orilla. Era un leopardo de lo más curioso, que tenía unas manchas admirablemente delicadas. Los negros levantaron las manos con admiración hacia aquello que había utilizado para matarlo.

El otro animal, asustado con el resplandor y el ruido del disparo, nadó hacia la orilla y se metió directamente en las montañas, de donde habían venido, pero, a esa distancia, no podía saber qué era. Me di cuenta en seguida, que los negros querían comerse la carne del animal. Estaba dispuesto a dársela, a modo de favor personal y les hice señas para que la tomaran, ante lo cual, se mostraron muy agradecidos. Inmediatamente, se pusieron a desollarlo y como no tenían cuchillo, utilizaban un trozo de madera muy afilado, con el que le quitaron la piel tanto o más rápidamente que lo que hubiésemos tardado en hacerlo Xury y yo con un cuchillo. Me ofrecieron un poco de carne, que yo rechacé, fingiendo que se la daba toda a ellos, pero les hice señas de que quería la piel, la cual me entregaron gustosamente, y, además, me trajeron muchas más de sus provisiones, que, aun sin saber lo que eran, acepté de buen grado. Entonces, les indiqué por señas que quería un poco de agua y di la vuelta a una de las tinajas para mostrarles que estaba vacía y que quería llenarla. Rápidamente, llamaron a algunos de sus amigos y aparecieron dos mujeres con un gran recipiente de barro, seguramente, cocido al sol. Lo llevaron hasta la playa, del mismo modo que antes lo habían hecho con los alimentos, y yo envié a Xury a la orilla con las tinajas, que trajo de vuelta llenas. Las mujeres, al igual que los hombres, estaban desnudas.

Provisto de raíces, grano y agua, abandoné a mis amistosos negros y seguí navegando unos once días, sin tener que acercarme a la orilla. Entonces vi que, a unas cuatro o cinco leguas de distancia, la tierra se prolongaba mar adentro. Como el mar estaba en calma, recorrimos, bordeando la costa, una gran distancia para llegar a la punta y, cuando nos disponíamos a doblarla, a un par de leguas de la costa, divisé tierra al otro lado. Deduje, con toda probabilidad, que se trataba del Cabo Verde y que aquellas islas que podíamos divisar, eran las Islas del Cabo Verde. Sin embargo, se encontraban a gran distancia y no sabía qué hacer, pues de ser sorprendido por una ráfaga de viento, no podría llegar ni a una ni a otra parte.

Ante esta disyuntiva, me detuve a pensar y bajé al camarote, dejándole el timón a Xury. De pronto, lo sentí gritar:

-¡Capitán, capitán, un barco con vela!

El pobre chico estaba fuera de sí, a causa del miedo, pues pensaba que podía ser uno de los barcos de su amo, que nos estaba buscando, pero yo sabía muy bien que, des de hacía tiempo, estábamos fuera de su alcance. De un salto salí de la cabina y, no solo pude ver el barco, sino también, de dónde era. Se trataba de un barco portugués que, según me parecía, se dirigía a la costa de Guinea en busca de esclavos. Mas, cuando me fijé en el rumbo que llevaba, advertí que se dirigía a otra parte y, al parecer, no se acercaría más a la costa. Entonces me lancé mar adentro, todo lo que pude, decidido, si era posible, a hablar con ellos.

Aunque desplegamos todas las velas, me di cuenta de que no podríamos alcanzarlo y desaparecería antes de que yo pudiera hacerle cualquier señal. Cuando había puesto el bote a toda marcha y comenzaba a desesperar, ellos me vieron a mí, al parecer, con la ayuda de su catalejo. Viendo que se trataba de una barcaza europea, que debía pertenecer a algún barco perdido, bajaron las velas para que yo pudiera alcanzarlos. Esto me alentó y, como llevaba a bordo la bandera de mi amo, la agité en el aire, en señal de socorro y disparé un tiro con el arma. Al ver ambas señales, porque después me dijeron que habían visto la bandera y el humo, aunque no habían escuchado el disparo, detuvieron la nave generosamente y, al cabo de tres horas, pude llegar hasta ellos.

Me preguntaron de dónde era en portugués, español y francés pero yo no entendía ninguna de estas lenguas. Finalmente, un marinero escocés que iba a bordo, me llamó y le contesté. Le dije que era inglés y que me había escapado de los moros, que me habían hecho esclavo en Salé. Entonces me dijeron que subiera a bordo y, muy amablemente, me acogieron con todas mis pertenencias.

Cualquiera podría entender la indecible alegría que sentí al verme liberado de la situación tan miserable y desesperanzada en la que me hallaba. Inmediatamente, le ofrecí al capitán del barco todo lo que tenía, como muestra de agradecimiento por mi rescate. Más él, con mucha delicadeza, me dijo que no tomaría nada de lo mío, sino que todo me sería devuelto cuando llegáramos a Brasil.

-Puesto que -me dijo-, os he salvado la vida del mismo modo que yo habría deseado que me la salvaran a mí, y puede que alguna vez me encuentre en una situación similar. Si os llevo a Brasil, un país tan lejano del vuestro, y os quito vuestras pertenencias, moriréis de hambre y, entonces, os estaré quitando la misma vida que ahora os acabo de salvar. No, no, Seignior Inglese, os llevaré por caridad y vuestras pertenencias os servirán para buscaros el sustento y pagar el viaje de regreso a vuestra patria.

Así como se mostró caritativo en su oferta, fue muy puntual a la hora de llevarla a cabo, pues les ordenó a los marineros que no tocaran ninguna de mis pertenencias. Tomó posesión de todas mis cosas y me entregó un inventario preciso de ellas, en el que incluía hasta mis tres tinajas de barro.

En cuanto a mi bote, que era muy bueno y él se dio cuenta de ello, me dijo que lo compraría para su barco y me preguntó cuánto quería por él. Yo le respondí que había sido tan generoso conmigo, que no podía ponerle precio y lo dejaba completamente a su criterio. Me contestó que me daría una nota firmada por ochenta piezas de a ocho, que me pagaría cuando llegáramos a Brasil y, una vez allí, si alguien me hacía una mejor oferta, él la igualaría. También me ofreció sesenta piezas de a ocho por Xury pero yo no estaba dispuesto a aceptarlas, no porque no quisiera dejárselo al capitán, sino porque no estaba dispuesto a vender la libertad del chico, que me había servido con tanta lealtad a recuperar la mía. Cuando le expliqué mis razones al capitán, le parecieron justas y me propuso lo siguiente: que se comprometía a darle al chico un testimonio por el cual obtendría su libertad en diez años si se convertía al cristianismo. Como Xury dijo que estaba dispuesto a irse con él, se lo cedí al capitán.

Hicimos un estupendo viaje a Brasil y llegamos, al cabo de unos veinte días, a la bahía de Todos los Santos. Una vez más, había escapado de la suerte más miserable y debía pensar qué sería de mi vida.