Riqueza de pobre
¡Pobre don Santiago! -le decíamos-; haber trabajado tantos años y no tener en propiedad ni siquiera media legua de campo.
-¡Qué media legua!, ¿adónde van? ni una cuadra siquiera; ni donde caerme muerto. Pero no me quejo; la vida me ha sido suave.
-¿Suave?, así, no más.
-¡Oh!, como lo entenderán muchos, es claro que no; y si tuviese tantos ponchos como de veces he sentido no tener uno más, por el frío o por el agua, podría poner una tienda que ni la de don Eusebio. Pero, con todo, también he tenido muchos goces que no a cualquiera tocan, en la tierra: y muchas veces pienso que de mí podría estar envidioso con mucha razón el mismísimo patrón.
-Cuéntenos, don Santiago.
-¡Oh!, no es cuento. Se pueden contar hechos; pero no, ¿cómo diré?, ilusiones. Asimismo, las ilusiones, mientras duran, pueden parecerle a uno realidad; y tal ha sido mi caso.
«Mi padre era mayordomo, o capataz, lo que ustedes quieran, del padre de mi patrón. Mi madre era cocinera y ama de llaves, como quien dice dueña de casa. Yo nací en esta misma estancia y siempre he vivido en ella. Mis hermanos también en ella se criaron, pero se tuvieron poco a poco que desparramar y andan, o anduvieron -los que ya se han muerto- un poco en todas partes. Yo no. Aquí nací, aquí me crié y aquí sigo viviendo, con un solo y único deseo: el que esto dure tanto como yo. No será difícil; ya soy viejo.
»Y puedo, si no decir, pensar y hasta casi creer que esta estancia es mía. Durante los treinta años que pasé en ella con mi padre, criatura, niño, peoncito de mano, peón de campo, capataz, he visto llegar acá unas diez veces, en todo, al padre de mi patrón. Es que también era todo un viaje venir de la ciudad. ¡Figúrense, a veinte leguas del Azul!, ¡de 1846 a 1876!
»Con galera o con tropilla, era un viaje lo más difícil y bastante expuesto. Nosotros aquí, siempre estábamos esperando a los indios, y más de una vez tuvimos que pelear con ellos. Desde el 70, ya era más fácil, por el tren que entonces llegó al Azul; pero, asimismo, era poco el gusto y bastante el trabajo para llegar. A más de esto, el padre del patrón ya era viejo y poco le agradaba viajar, ¿para ver qué? Unos campos casi desiertos, muy poco poblados de hacienda, por el perpetuo temor a los indios. El señor tenía otras estancias al norte, más lindas y seguras, donde iba a veranear con la familia; y a nosotros, como de lástima, nos visitaba a cada muerte de obispo.
»Cuando venía, era todo un batifondo. Avisaba siempre un mes antes, para darnos tiempo de arreglar un poco el rancho, blanquear su pieza, comprar lo que podría hacer falta, etc.; y en todo se quedaba con nosotros tres días.
»La verdad es que esos tres días contaban en nuestra vida como tres años, por lo menos. Mire, ¡venirse el patrón!, ya con la sola noticia, todos se volvían locos. No atinaba nadie a ordenar tanto preparativo, y como nadie sabía escribir bastante en la estancia para hacer una lista de apuntes y que la casa de negocio más cercana quedaba a cinco leguas y era bastante mal surtida, cualquier pedido se volvía todo un asunto. A mí me tocaba hacer los mandados; y en esas ocasiones, iba y venía veinte veces, recorriendo las cinco leguas, con la memoria hasta el tope, a la ida, y las maletas desbordando, a la vuelta. Cuando no se había olvidado algo mamá, había sido mi padre, y, por supuesto, yo también, por el camino, dejaba volar una punta de pedidos. ¡El trabajo, señor!
»Había en la estancia, siempre, una tropilla de doce caballos de tiro, gordos, a grano, nada más que para las repentinas llegadas del patrón viejo. Sólo se ataban de vez en cuando en el breack, para que no se olvidasen y no estuviesen por demás gordos cuando se presentase la ocasión; y desde que se tenía noticia de la venida del patrón, entonces, todos los días, se movía la tropilla, atando unos cuantos y amansándolos, se puede decir, hasta el momento de ponerse en viaje. Pero también, que hubiese llovido o que estuviese seco el camino, el patrón sabía que saliendo del Azul por la mañana, llegaría todavía con sol a la estancia.
»Lo demás, en realidad, importaba menos, pues si hubiera tenido que sufrir algún chasco durante el viaje, todo, al llegar, le hubiese parecido malo en el establecimiento; mientras que así, el primer día que pasaba entre cosas, animales y gente de la estancia, todo lo veía en buen estado y podía suponer que, lo mismo que el carruaje y los de tiro, andaba bien el resto.
»No siempre era así. Ha habido momentos en que no había en todo el campo más animales en buen estado que ellos, los caballos de la volanta; pero siempre cuando vino era en la primavera o en el otoño, y todo entonces andaba bien, o por lo menos regular.
»Recorría el campo con mi padre o conmigo; hacía parar rodeo; a veces, contaba parte de los animales, calculaba la cantidad de gordos que se podrían vender, y ¡abur!
»Desde el 76, hasta hoy, otros treinta años, han cambiado bastante las cosas, y de capataz he pasado a mayordomo. Recibo órdenes a menudo; tengo que recibir tropas de los campos de afuera, y hacerlas descansar aquí antes de despacharlas para las invernadas de adentro. Por suerte, a mi patrón no le ha dado todavía por meter arado en todas partes. Tiene muchos campos y le gusta más la hacienda que el cultivo. Mandó sembrar bastante alfalfa, pero siempre es pasto, y fuera de que así los animales engordan más, no hay mayor cambio.
»He conocido esos mismos campos, en tiempo de su majestuosa soledad, cubiertos de pasto puna y de hermosas cortaderas y me gustaban así; hoy los veo verdes como alfombra; y tampoco me disgusta. He cuidado en ellos haciendas bravas, y me gustaba porque era joven y guapo; hoy son haciendas mansas y las prefiero tales, porque ya soy viejo y medio pesado. Antes he peleado con los indios, hoy lidio con los gringos que me manda el patrón, y no sé con cuál me quedo.
»Pero, con todo, sigo gozando de la vida; admirando lo que siempre admiré y otras cosas más que antes no había. No poseo nada, ni campo, ni hacienda; pero mías son la salida y la puesta de sol en el horizonte, y su buen calor durante el día, y la sombra de los árboles que he visto plantar y que he visto crecer. Para mí -no para el patrón que nunca viene- son los hermosos reflejos de los mil colores del rodeo de la mirazón; para mí balan las ovejas, al volver al corral, en la melancolía de la oración; para mí cantan en el monte los pájaros silvestres, al despertarse, por la mañana, al ponerse, por la noche; en la alfalfa cubierta de flores, para mí revolotean por millones las mariposas de oro. Para mí humea, por la mañana, la tierra negra surcada por el arado bajo el esfuerzo del buey de lánguidos ojos.
»Del trigo sacará el patrón mucho dinero; por él conseguirá muchos otros goces, -se entiende, allá, en la ciudad-; pero no como yo, el de haberlo visto brotar, crecer y madurar.
»De su bien, les aseguro que, sin que lo sepa, he tomado y sigo tomando la mejor parte. El más rico de nosotros, soy yo.
»No se lo vayan a decir; me podría criar envidia y quizá para vengarse me quitaría la dicha única que hoy ambiciono, la de morir aquí.»
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