Ricardo/Capítulo XI

Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo XI

Capítulo XI

Un aniversario

Estaba pocos días después de la anterior escena Carolina en su gabinete. Como las fuentes manan agua, manaban lágrimas sus ojos. Que conservara en su dolor y en su llanto continuos la vista era un milagro de la divina Providencia, como es otro milagro de la previsión divina que ciertos animalejos marinos perdidos en los más negros abismos del Océano, tengan ojos bastante poderosos a recoger la luz absorbida por las aguas y formarse un día para sí en las espesas tinieblas. Apenas asomaba el alba y ya abría Carolina las ventanas de su habitación después de haber pasado la noche entera en pugna con sus insomnios. El día, que tan alegremente brilla para los felices, llegaba a su alma con el siniestro resplandor de una antorcha funeraria. Y en efecto, día tristísimo. Era el aniversario del nacimiento de aquella niña idolatrada que sólo vino al mundo para demostrar el adulterio de su madre, y que le arrebató la implacable crueldad del mismo hombre de cuyo amor naciera, amor en sus goces pasajero como los delirios de una noche, y en sus tristezas perdurable como las llamas del infierno.

Su imaginación exaltada y su memoria fidelísima le pintaban con una exactitud funesta los incidentes varios de semejante trance: el casamiento sin amor, causa de las causas; la separación de su marido, peligro de los peligros: la inteligencia y el sentimiento de su mulato Antonio, tentación de las tentaciones; la escena del incendio, incentivo de los incentivos; la noche del pasajero placer, culpa de las culpas; y la mañana del horrible despertar, remordimiento de los remordimientos. Después pasaba por su imaginación la vuelta del esposo ausente, la tarde del parto terrible, la demostración de su irremediable deshonra, la locura de aquél que le diera su nombre, el robo de la niña arrancada para siempre a las entrañas de su infeliz madre, desde entonces sumida en dolores inenarrables y presa de ponzoñosas angustias.

Como queriendo atormentarse más cruelmente sacó los trapos de cristianar que había ella misma aderezado para su niña. Estaba allí el pañal que la envolvió por vez primera; allí la capa blanca que debió servir para llevarla a la iglesia; allí las papalinillas que cubrieron su angelical cabecita. Carolina tocó cada uno de estos objetos con arrebato; los arrimó a su pecho con exaltación; los llenó de besos con frenesí; los empapó de lágrimas con verdadero dolor. Todo ello, que debía ser en amores legítimos; bajo el techo de una casa consagrada, por la sociedad, por la ley, por la opinión; dentro de una familia amante y afectuosa, manantial de santas delicias, se convirtió por la irreparable culpa de un momento en la más acerba de las penas que pueden ¡ay! sentirse y llorarse en esta triste tierra cubierta de tantas tinieblas y de tantos dolores erizado. En tal situación tendía los brazos como si hablara con algunos seres extraños y se entregaba a desahogos de palabra, dichos en la soledad, y que de haber sido por alguien escuchados u oídos, la acusaran de rematadísima locura. Mujeres, decía, mujeres que veis mi honda tristeza y que no adivináis su recóndita causa. Antes de tropezar, suicidaos mil veces. Os presentaréis más limpias al tribunal de Dios y más limpias a los ojos del mundo, suicidas que adulteras. Sobre todo, no tendréis en vuestra alma, como un hierro candente enrojecido en las llamas del infierno, la mirada torva y escudriñadora de vuestra conciencia. Contra esto no hay defensa. La vida se vuelve ponzoñosa. La sangre, que por las venas discurre, quema como plomo derretido. El sueño no repara las fuerzas ni procura descanso, porque resulta al cabo una sirte de ensueños cuyos estremecimientos concluyen por destruir el cerebro y destrozaros uno a uno todos los nervios agitados en el más terrible desorden. Cada hora es una invocación desesperada a la muerte. En cada aspiración de vuestro pecho se recoge una nueva angustia. No hay defensa, no puede haberla contra esta pena interior, íntima, profundísima, reconcentrada en las entrañas para atormentarnos a todas horas y todos los días con sus horrorosos tormentos. El mundo entero os martiriza porque el mundo entero os reconviene. En la presencia de un semejante vuestro, veis un juez que llama al verdugo, sí, al verdugo de vuestros remordimientos, los cuales, a cada minuto os atormentan y jamás os matan, porque daros la muerte sería teneros compasión y piedad. Mujeres, oídme. Sed puras como el alma que aceptasteis de Dios; puras como la luz primera que recogisteis en vuestra retina.

Y después de haber dicho todas estas palabras que rayaban casi en exaltadísimo delirio, caía como exánime, exhausto el corazón de tanto sentir, vacía la cabeza de tanto llorar, encendidos los ojos como dos carbones ardientes, sobre un sillon donde se revolcaba y se deshacía en estremecimientos parecidos a los que produce el más fuerte ataque de epilepsia. ¡Pobre madre! su hija hubiera sido la compañera de su vida, la dulzura de sus penas, la luz de sus ojos, la compensación a tantos dolores sufridos, la esperanza de toda su existencia atormentada, el ángel de luz que Dios había mandado a sus tinieblas palpables, y que le hubiera sonreído en sus dolores eternos. Haberla sentido en sus entrañas, visto con sus ojos, estrechado contra su corazón, puesto en su seno y recogido en su regazo para después perderla por siempre, era un dolor a cuyos estremecimientos se desesperaba aquella inconsolable madre.

-Dios mío, decía, cuando la fatiga la postraba hasta el aniquilamiento completo de sus fuerzas; Dios mío, yo recibiría como tu visita santísima la muerte. Yo creería que, al matarme, te habías apiadado al fin de esta mujer infeliz. Si a través del estruendo que producen tantas pasiones alteradas, como braman y rebraman en el corazón humano; si a través de los mundos innumerables que ruedan en lo infinito, llegan hasta ti los lamentos de esta pobre naufraga que en mares de lágrimas se ahoga y que se acoge como a su último asidero a la esperanza de una muerte próxima, prívala de esta luz que abrasa el globo de sus ojos y de este aire que aviva la llama de sus dolores y de este mundo donde todo le recuerda su culpa y su castigo. Arroja la ceguera eterna sobre mi vista empañada ya por las lágrimas; el eterno hielo sobre mis rígidos miembros entumecidos por un frío, precursor de la última hora. Aniquílame de suerte que conmigo mueran mi memoria y mi conciencia y mi corazón, porque si hubieras de conservármelos aún allá arriba, delante de ti, en tus cielos eternos, entraría conmigo la sombra del crimen consumado y conmigo el dolor de haber en una noche perdido a mi hija. Pero, al fin, sea cualquiera mi destino, arráncame a este mundo por piedad, que no puedo vivir más en su seno. Desarmen tu justicia mis dolores sin límites y laven mi culpa estas lágrimas sin tasa. Suceda lo que quiera, mátame, Dios mío, mátame. El beso de la muerte será tan dulce a mis labios como pudiera ser dulce el beso de una madre. Yo necesito, Señor, la muerte en mi desdicha y la espero de tu inagotable misericordia.

Después de estas palabras se callaba con profundísimo silencio y se ponía a pensar en su hija con religioso recogimiento. Brotó de su amor, vino a sus brazos una niña hermosísima, hija de la culpa, pero inmaculada como un ángel. Débil, necesitaba de la fuerza de su madre; sujeta a mil enfermedades, de su cuidado, semejante a la divina Providencia; sin pensamiento y sin palabra, de que su madre le enseñase a mirar al cielo, como el ave enseña a volar a sus hijuelos, y le murmurase la primera oración en los oídos, como el ave ensaya a sus hijuelos en los primeros y más dulces gorjeos. Las mujeres necesitan de sus hijas para volver a la infancia y recobrar en ellas la inocencia. Este pensamiento era el que mas atenaceaba a Carolina. Yo, decía para sí, yo hubiera completamente redimido mi culpa consagrando la vida a su cuidado. El que la arrebató a mis brazos, después de haberme tristemente perdido, me arrebató también todo medio de redención y toda esperanza de salud. Yo hubiera de nuevo recibido la primera inocencia con los juegos de mi hija. Yo le hubiera dado una familia de muñecas y cosídole un equipo entero y puéstole una casita con todo el ajuar necesario, donde se ensayara a ser madre y a desempeñar el divino ministerio que luego debía ser la ocupación total y entera de su vida. ¡Con qué éxtasis la hubiera visto coger su muñeco, abrigarlo del frío, vestirlo dos o tres veces por día, mecerlo en sus brazos con una cancion a media voz, dormirlo en su seno, y a sus pechos lactarlo, reproduciendo y remedando, más bien por presentimientos que por recuerdos, todos los actos derivados de las supremas vocaciones que inspira a la tierna alma de una niña en sus misteriosos designios la misteriosa Naturaleza!

Los dos hermanos reunidos me hubieran presentado y resumido la vida entera: la ternura ella y él la fuerza; ella la poesía y él la razón; ella la caridad y el valor él; ella el arte y él la ciencia; ella el amor concentrado que ha puesto el Criador en la diosa de la familia, mientras él tendría aquellos amores, menos intensos, más difusos, más esparcidos, más varios que necesita el hombre, para ser, además del sostén de su casa el sostén de su patria; parte de la familia y parte de la humanidad; menos dulce y tierno, pero más universal y más complejo. Y en ambos hubiera yo vivido; y en ambos hubiera descansado de mis penas; y en ambos hubiera visto resumido y compendiado todo el Universo.

Mi hija se ha llevado consigo hasta los cuidados que yo debía a mi hijo. El dolor no ha permitido que yo velara junto a él como hubiera velado de tener la plena y absoluta posesion de mí misma, teniendo por lo menos a mis dos hijos. Ángel mío, ángel mío ¿que te hiciste? ¿Dónde te ocultaste a mis ojos? ¿Cómo has contraído este corazón que necesitaba dilatarse en tu seno? Mis compañeras hubieran sido tus muñecas. En recortarte y componerte un vestido consumiera el tiempo que ahora consumo en pensar inútilmente cómo serías, ángel mío, cómo habrías crecido, cómo jugado, cómo puesto tus cinco sentidos en los pasatiempos primeros de la infancia, cómo amado a esta madre. Hija mía de mi corazón, me retuerzo de dolor y no puedo aliviar mis penas. Te llamo y me parece oír todavía tu primer lloro al nacer y el lloro último que se deslizó por mis oídos. Si estuvieras muerta, al fin, tendría yo un sitio donde ir a verte, un sitio donde hallarte, un sitio donde poner una corona, un recuerdo donde verter una lágrima, donde a lo menos esperar que nuestros huesos se mezclarían y se confundirían nuestras cenizas por toda una eternidad. Hija, hija mía. ¿Dónde estás? ¿Dónde te ha ocultado a mis ojos la implacable fatalidad empeñada en perseguir a tu madre porque ha sido muy criminal, muy criminal, muy criminal?

Y una carcajada epiléptica respondía a estas desgarradoras observaciones.

Y tras la carcajada decía:

Como, al mismo tiempo que la ejercitaba en los juegos propios de su edad, le hubiera enseñado los divinos misterios de la religión y las efusiones por las cuales se disipa como nube de incienso el alma humana en lo infinito, ¡cuántas veces, al caer la tarde y brillar la primera estrella, y oír la campana llamando a la oración, hubiera plegado sus manecitas y unido su voz al inmenso coro de todas las cosas creadas para pedirle a Dios que la preservara de las desgracias caídas sobre su madre y que diera a su alma la inmaculada pureza a la cual jamás llega el barro de este mundo! Aquí conservo su cuna vacía, la cuna en cuyo breve espacio depositaba yo aquel cuerpecito, escudo entre la cólera de Dios y la culpa de mi alma; aquí aquellos cendales, aquellas mantillas que parecen conservar todavía el calor de su vida. Hija, hija mía, tu madre te engendró en el crimen, te parió en el remordimiento, y te perdió para su castigo. Desde que volaste y te fuiste de mi lado no miro una flor, una de aquellas flores en cuyos pétalos se guardan enjambres invisibles de ideas, porque sus esencias reservadas por mí para ti en los ensueños y en las esperanzas de esta vida hoy me envenenarían el alma; no visito un jardín porque recuerdo aquel por donde entró el raptor y salió mi dicha; no voy a paseo alguno pues en cuanto aparecen jugando los niños o pasan con sus madres algunas jóvenes pierdo el sentido y caigo en frenético delirio. Hasta los animalillos despiertan los dolores del alma. Si veo volar en Abril mariposa delicadísima sobre las macetas, pienso cómo la perseguirías tú. Si llega en invierno, cuando la nieve cubre los tejados, una avecilla hambrienta, me imagino como desmigajarías para alimentarla tú, la miga del pan. Si el gato mismo se espereza a mis pies, al amor de la lumbre, en el hogar, me figuro cómo le acariciarías y le recogerías en tus faldas. Todo cuanto pasa en torno mío, todo me recuerda tu nombre y mi desgracia, tu imagen divina y la tristeza en que me encuentro y la soledad y la desolación de mi alma.

Una enfermedad me costó hace tiempo cierto accidente bien natural y sencillo. Fui a misa y me encontré con las niñas que celebraban su primera Comunión. Los trajes blancos que denotaban la blancura de sus almas; las guirnaldas de blancas rosas prendidas a los cabellos virginales; el velo que las envolvía en sus gasas trasparentes y que dibujaba toda la delicadeza de sus formas; la nube de incienso en que iban como envueltas; los acentos del órgano que acariciaban sus oídos y que abrían sus almas a la comunicación mística con Dios; el coro producido por aquellas voces tan puras como las oraciones mismas que exhalaban; el arrobamiento con que las miraban y las oían sus madres de rodillas ante los altares; la Virgen María en el ara con su corona de estrellas en las sienes y su media luna a los pies, abriendo con sus manos el manto celeste, como para excitarlas a que se guarecieran y abrigaran en sus cerúleos pliegues contra las tormentas del mundo; la figura del sacerdote vestido con su capa pluvial, los ojos en arrobamiento, el cáliz de oro en la mano derecha y en la izquierda la hostia consagrada; todo cuanto mis ojos veían evocó tu dulce recuerdo y me sumió en una tristeza tan amarga que perdí por algunos días mi razón y estuve a punto también de perder la vida.

Cómo te hubiera hecho yo deletrear las primeras nociones que nuestra alma necesita para habitar en el Universo. Cómo hubiera procurado que las primeras letras robustecieran tu fe y el sentimiento moral indispensable a la virtud y a sus rudos combates. Qué celo hubiera yo tenido porque las primeras lecturas prolongaran tu inocencia largo tiempo y te tuvieran como encantada en el paraíso de la vida. De cuántas precauciones hubiera yo rodeado tu juventud, de cuántos muros tu corazón a fin de que nunca la serpiente del mal se deslizara en tu conciencia, llena como un vaso bendito de divinas aromas. Yo hubiera adivinado en la tierra el reptil ponzoñoso que podía envenenarte; en el horizonte la nube que podía formarse y empañar tu pureza o sacudir con una chispa eléctrica tus nervios; en las flores o en los arbustos las espinas que podían punzarte; en las ilusiones el desengaño que podía herirte; en las esperanzas el desencanto que podía dolerte; en el amor el hombre único que Dios había predestinado a tu felicidad sobre el mundo.

Entonces yo fuera a la sociedad; arrojara lejos de mí los lutos de la viudez; y expiara el primer carmín de la pasión en tus mejillas; el primer fuego del amor en tus ojos; el primer latido de la nueva vida en tu corazón; el primer asomo del deseo en tu pecho; el primer dolor y la primera tristeza en tus desgracias; el primer aleteo del alma que te llevaba a posarte sobre otro corazón y a preferir otro hogar. Y hubieras ido por el mundo con tu madre al lado como ángel de la guarda; con la virtud en torno tuyo, como atmósfera necesaria a tu alma; con la felicidad enfrente de ti, como término al largo viaje de la vida y premio a todas tus acciones. ¿Qué te habrá sucedido? ¿Qué mujer despiadada te habrá dado su pecho sin haberte dado su vida? ¿Quién habrá cuidado de preservarte cuando la tempestad de la primera pasión haya venido a sacudir las ramas en flor del arbusto de tu vida? ¿Quién te habrá cogido las manos y te las habrá plegado para enseñarte a pedir a Dios la fortaleza que vanamente buscaríamos en los combates de la tierra? ¿Qué mano te habrá servido de venda para cerrar tus ojos a las tristes realidades de la vida, y qué voz te habrá advertido del peligro a la orilla del abismo? ¡Que me devuelvan a mi hija! ¡Que un momento me la enseñen aunque vea detrás de aquel momento dibujarse siniestramente la muerte! Hija mía, hija mía. ¿Cómo el aire mismo no se apiadará de mí, y no llevará hasta tus oídos la voz de tu madre?

-Madre mía.

Oyó Carolina cuando murmuraba casi interiormente estas palabras.

-Mi hijo, mi Ricardo.

-Madre.

-Entra, hijo mío.

-Me pareció que sollozaba V.

-No.

-Creí oírlo distintamente.

-Sería quizá que me he dormido un poco en el sillón y me ha dado una pesadilla.

-Como llora V. tanto y con tanta frecuencia, no me extrañaba, aunque sí me sobrecogía.

-La viudez...

-Madre, yo he visto muchas viudas que han conservado la más piadosa memoria de sus maridos, que no han pensado en volver a casarse, que han sufrido mucho durante largos años, pero que al cabo se han conformado con su triste suerte y adquirido una resignación que quitaba a su dolor esa continua desesperación, madre mía, en que V. a sí misnia se devora.

-Que quieres; eso va en temperamentos.

-¡La soledad de esta casa!

-Ricardo.

-Madre mía.

-Vamos, sé con tu madre franco.

-Lo seré.

-Habla.

-Madre, madre mía.

-Habla.

-Una pasión, el amor...

-Lo adiviné hace algunos días.

-Mi felicidad, mi vida entera pende por completo de ese amor.

-Dios lo bendiga.

-Bendígalo V., madre mía, y Dios lo bendecirá.

-Hijo mío, yo te bendigo siempre, yo pido a Dios bendiga a la mujer que tú hayas elegido.

-Esa bendición sale de lo más profundo de vuestra alma y llegará a lo más profundo del cielo.

-Óyeme, Ricardo, óyeme.

-Hable V., madre, que yo le escucho como si escuchara a Dios mismo.

-¿Has sondeado tu corazón?

-Lo he sondeado.

-¿Has comprendido que no puede ser feliz sino con esa mujer?

-Lo he comprendido, lo siento, lo conozco. Fuera de ese amor, lejos de esa mujer, la vida me es imposible.

-Pues bien; desde el punto en que tienes esa convicción, es necesario obedecerla. Desde el punto en que tienes ese gran sentimiento es necesario seguirlo.

-Dios la bendiga V.

-Pero comprende mi cuidado. ¿Estás seguro de que sólo obedeces al amor?

-Sólo al amor.

-Mira, Ricardo, estudia profundamente eso.

-Me estudio a mí mismo con la atencion que exige esta suprema crisis.

-¿Qué edad tiene tu novia?

-Hoy mismo cumple diez y siete años.

-¿Hoy? ¿Diez y siete años? ¡Que casualidad!

-¿Qué dice V.?

-Nada, nada. No me atrevo a preguntarte si es hermosa porque no la amarías si no te lo pareciera. Pero lo qué verdaderamente te pregunto es si la amas.

-La amo.

-¿Tú no has sentido inclinación por ninguna otra mujer?

-Por ninguna otra.

-¿De suerte que no puedo comparar ese afecto con ningún otro afecto?

-Con ninguno.

-¿Es una pasión?

-Pasión exaltada.

-¿Te acuerdas de ella a todas horas?

-A todas horas.

-¿Sueñas con ella?

-Sueño.

-Cuando no la ves, ¿deseas con ansia, volver a verla?

-Con ansia indecible.

-Cuando la ves ¿no te apartarías de su lado?

-Solamente para venir a ver a V., madre mía.

-¿No concibes la vida sin su afecto?

-No.

-¿Darías por ella todas las glorias y todas las riquezas?

-Las daría.

-¿Ninguna ambición te mueve más que la de estar a su lado?

-Ninguna.

-Perdona, pues, hijo mío, perdona este largo interrogatorio, perdónalo. El matrimonio con amor, es la felicidad de las felicidades; el matrimonio sin amor, es la desdicha de las desdichas.

-Pues si el amor ha de constituir la felicidad del matrimonio, yo seré completamente feliz.

-Dios te bendiga, hijo mío, como te bendice tu madre.

-Pues bien, le tengo que rogarle una cosa.

-¿Que vaya a pedir su mano?

-Sí, madre mía.

-Iré cuando quieras y como quieras. Pero permíteme añadir mis informes a los tuyos.

-Lo que V. quiera, madre mía.

-Y en cuanto los tenga, te acompañaré. Sólo necesito saber de ti que la amas y saber de ella que es virtuosa. No pregunto ni el nombre que lleva, ni la posición que tiene, ni la fortuna; me basta con que su virtud te honre y tu amor te haga feliz.

-Madre mía, tendrás una hija.

Y se fue Ricardo. Pero al oír esta palabra Carolina, tuvo que llevarse la mano al corazón, y se desplomó en una silla como si la hubiera herido de muerte aquella fatal palabra.