Ricardo/Capítulo VIII

Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Un baile

Estaba Ricardo algún tiempo después en su cuarto vistiéndose y arreglándose para ir a un baile, y encontraba tantas dificultades al querer ceñirse con arte y sin arrugas su corbata blanca, que llamó en su auxilio a su madre. Esta fue en seguida al llamamiento del hijo, y le arregló el nudo con esmero y lo arregló con la solicitud propia de una madre.

-No te conozco, Ricardo.

-Me he vuelto muy calavera.

-No, calavera no. Dios nos libre. Tú siempre serás bueno, como tu natural. Pero vamos, te diviertes ahora mucho; andas de toros a teatros, de teatros a bailes, de bailes a paseos con un empeño bien extraño en ti.

-Qué quiere V., madre. Alguna vez había de reclamar la juventud sus derechos.

-No creas que lo siento. Hora es ya de que conozcas un poco el mundo. Criado en esta casa de luto y de viudez, tu juventud ha tenido un carácter bien triste y bien impropio de tu posición y de tus años. Pero ¿qué quieres? Hay dolores muy acerbos en esta vida, y tu madre es una verdadera Dolorosa.

-¡Madre mía!

-Yo nunca he intentado oponerme a las expansiones naturales a tu corazón, nada de eso. Te he infundido el sentimiento de la honra y el temor a Dios, y luego he dejado tu voluntad entregada a tu conciencia. He atendido a tu educación como a un culto. Cuando has llegado a cierta edad, y he visto y tocado el imposible de celarte como en la niñez, te he dejado libre y te he dicho que practicaras las máximas aprendidas al dejar la cuna, y que, si sentías inclinación hacia una obra o un pensamiento indigno de ti, evocaras la imagen de tu madre. Hasta ahora sólo satisfacciones me has dado. Así es que veo con grande contento despertarse en ti cierta juventud de alma y cierta ligereza de gustos necesarias para no envejecer antes de sazón. A cada tiempo sus obras: las flores a la primavera; los frutos al otoño.

-No ha habido una madre como V.; pero confiese V. que yo soy un buen hijo.

-Es verdad, Ricardo.

-Y por consiguiente V. una madre muy feliz, muy feliz, muy feliz.

Carolina se turbó por completo al oír esta afirmación, y se puso a trastear en los muebles y en los objetos de tocador que por allí tenía Ricardo, a fin de ocultarle su emoción y de encubrirle las gruesas lágrimas, por aquellas palabras, llevadas a sus ojos. La punzada de su remordimiento penetró en la conciencia y en el corazón; el recuerdo de su culpa se levantó en la memoria y el cariño de su hija robada a su amor y perdida por siempre para ella en el corazón; las entrañas se le agitaron con un dolor de tal intensidad, que perdió por algunos segundos la luz de los ojos. Pero acostumbrada a dominar, no el dolor, al cual se entregaba en cuerpo y alma, sino la expresión del dolor, volvió bien pronto a reanudar el diálogo antes empeñado, y a reanudarlo con ademán tranquilo y serena voz.

-Mira, Ricardo, tengo una observación que comunicarte.

-Dígame V, mamá, cuantas observaciones quiera. Yo las oiré como si bajaran del cielo, que cielo es, y dilatadísimo y luminoso el alma de una madre.

-Pues he notado que cuanto más te diviertes más triste pareces.

-Eso es aprensión de V.

-Vamos, sé con tu madre franco.

-No puedo serlo todavía.

-¿Todavía?

-He pesado, santa mamá, todas mis palabras.

Cualquiera que presenciara esta escena viera nublarse la frente y fruncirse el ceño de Carolina al oír este calificativo de santa. Pero cuando estaba con su hijo tenía el hábito ya arraigado de dominar sus emociones, y no dijo ni una sola palabra, devorando aquel nuevo remordimiento, gota de plomo candente llovida sobre su corazón.

-Vamos. Algo te pasa; dijo Carolina con la serenidad que usaba, siempre que no la vencían mucho los dolores, en presencia de su hijo.

-Algo me pasa, madre mía. Así lo ha presentido V. en su corazón mucho antes de que sucediera; lo ha adivinado, leyéndolo y divisándolo en la frente de su hijo.

-He visto que a medida de tus distracciones crecían tus tristezas. Cuanto más te entregas a la sociedad y a sus goces, más nubes pasan por tus ojos. Ábrelo el corazón a tu madre. Dile cuanto te sucede o puede sucederte.

-Madre mía, por ahora nada; deseos vagos, inquietudes del alma, quizá alguna aspiración a la felicidad doméstica, miradas que ignoro si son advertidas, suspiros que ignoro si son escuchados, en realidad, algo vago, algo incierto, algo todavía misterioso, como el lejano albor de nueva revelación, como el anuncio de una vida nueva; suceso de inmensa importancia para mí, que de llegar a la realidad y de encarnarse en la vida, será de V. inmediatamente conocido y a V. consultado, pues todos los actos míos necesitan el amor y la bendición de mi madre.

-Mira, hijo mío, tu madre desea la felicidad del ser que más ha querido en este mundo, de su hijo, y sabe que tal felicidad no puede existir sin el amor en el hogar, que es la prenda más segura de tranquilidad en la vida. Pero tu madre te aconseja que estudies profundamente tu corazón, que te cerciores de sus preferencias y de sus inclinaciones, y que te muevas solamente por aquella pasión, que al cabo llega a ser el alma del alma, lo infinito en la existencia, la única insaciable, porque no se satisface con cosa alguna material, la única inextinguible, porque es el fuego mismo de la vida, el amor, el amor, el amor sin el cual no hay ventura alguna posible aquí en la tierra.

-Yo nunca he comprendido el matrimonio sin amor.

-Hijo mío, el matrimonio sin amor es el mayor de los crímenes. Vale más la muerte que un estado cuyas consecuencias trascienden a los hijos. No comprendo tormento más cruel que vivir confundido o identificado bajo el mismo techo, con persona, o bien indiferente, o bien odiosa. Mira si te quiero, hijo mío, pues preferiría verte muerto a verte casado, sin que precedan a tu casamiento la inspiración y las bendiciones del amor. Ama, ama, ama mucho y cuando estés seguro de amar mucho, cásate sin dilación con la mujer a quien ames. Matrimonio sin amor, matrimonio sin amor, matrimonio sin amor, ahí está el infierno verdadero, que no lo hay, como no amar y tener que fingir una pasión exaltada en la cual no cabe fingimiento.

En esto, cuando Ricardo iba a confirmar la observación de su madre, se oyó una voz que decía: «el Sr. D. Jaime ha llegado». En efecto, el herido, repuesto, dado de alta, trasladado ya a su casa, volvía para ver a su cariñoso amigo y caritativo enfermero, e ir en su compañía al baile, que en obsequio a sus sobrinos los condes de la Floresta, daba el marqués de la Tafalera en su palacio de la Fuente Castellana. Ricardo besó en la frente a su madre, y se dirigió con Jaime a la fiesta. En cuanto se hubo cerrado la puerta, Carolina, que tanto había sufrido para reprimirse en aquella conversación, se echó sobre un sofá, se cubrió el rostro con las manos, y lloró amargamente, hasta el extremo de que sus ojos parecían carbones encendidos, y el sueño tranquilo parecía negado a su triste y desolada existencia, pues toda la noche estuvo en aquella triste actitud, entregada a sus recuerdos y a sus pensamientos, como si fuera la estatua del dolor erigida sobre un sepulcro.

Brillaba el baile de una manera que no podría justamente encarecerse. Un jardín amplísimo le servia de salón magnífico en deliciosa noche de estío. Con decir que lucían a un tiempo las luces en la enramada, las estrellas en el cielo, y los ojos meridionales en la faz de nuestras mujeres, se dice, sin necesidad de nuevos encarecimientos, toda la hermosura y todo el esplendor de aquella fiesta. El acento melodiosísimo de una orquesta de cuerda se confundía con el susurro de los árboles, y el susurro de los árboles con el rumor de las conversaciones, y el rumor de las conversaciones animadísimas con el eco de los surtidores y de las cascadas. Ricardo había ido solamente por ver a Elena, y él tan arrojado, siempre que a ella se acercaba sentía un descorazonamiento tan grande, como si desfalleciese su voluntad y se desmayara su ánimo, en la seguridad de no merecer tanta ventura. En cambio Jaime había pasado toda la noche junto a Elena, y le había hablado largamente, sin advertir, sin sospechar siquiera que fuese aquella hermosa joven la amada de su amigo.

Pero el señor marqués de la Tafalera, que desde la célebre tarde de los toros, no obstante sus graves censuras al que había sobrepuesto su caridad a las leyes y conveniencias del toreo, sintiera por Ricardo una grande amistad, trató de aproximar Elena a su médico, y la llevó al fin del brazo, hasta cederla al brazo de Ricardo, mezclando a su buena acción ese número de frases pintorescas y varias que salían a borbotones de sus labios, y que daban a su vejez algo de la gracia que tiene el candor y la inocencia de la infancia.

Por fin Elena y Ricardo se quedaron solos al pie de una colinilla bordada de pinos, al borde de una fuente que fluía tan melodiosamente como las canciones de una serenata, a la entrada de una gruta misteriosa que cubrían cortinas de jazmines, cuyas corolas exhalaban ese embriagador aroma que trastorna. La sombra de los añosos y gigantescos árboles hacía resaltar la figura de Elena, vestida de blancas gasas, con una sencillez verdaderamente griega, en cuya virtud no ostentaba más adorno que los rizos de su negra cabellera, natural candor, en artístico desorden sobre sus anchos y desnudos hombros. Si el pobre Werther estuviera allí diría que al borde de las fuentes se arreglan los matrimonios que han de ser felices, y se mecen los genios benéficos que hay en el Universo.

Los dos jóvenes se encontraron frente a frente en una situación bien difícil, porque ni uno ni otro acertaban a comenzar una conversación. Ricardo, tan elocuente, así que veía a Elena callaba como un muerto, y no sabía qué decir, temeroso de alguna indiscreción o de alguna de esas traiciones de los labios al corazón ya harto rendido por las estáticas miradas de sus ojos. El viejo, después de haber andado por algunas alamedas, volvió a su encuentro, y les dijo estas palabras en su tono festivo, franco y bonachón:

-Mire V, caballero lidiador, héroe en los peligros, como un semidiós antiguo, melindroso en la sociedad, como una monja mística, no vaya V. a perder el tiempo hablando de astronomía o de historia con esta perla que gustará de otras conversaciones más dignas de su hermosura y más en proporción justa con sus años. Yo no acierto a explicar el proceder de la gente al uso. Perder el tiempo de la juventud equivale a perder el capital más cuantioso y más productivo. Y la juventud no puede ejercer sus facultades en cosa más alta y más provechosa que amar, sí, amar: que tal es su destino. Si yo me encontrara joven, Ricardo, con sus años, con su figura, con su talento ya le hubiera hecho cien mil declaraciones a Elena, y rendido ese su corazón inexpugnable.

Y desapareció de nuevo, después de haber lanzado esa bomba a los pies de la gentil pareja.

-Dispense V., Ricardo, dijo Elena, poniéndose de veinte mil colores, como en el habla vulgar decimos. Este buen marqués pasa su vida entera en broma, como si el mundo fuese un carnaval perpetuo y la vida un baile de máscaras. Ya comprendo que deben molestar a usted esas gracias. Pero hay que tener con los viejos la misma tolerancia que con los niños. No saben muchas veces lo que dicen.

Después de estas breves palabras volvieron a caer en profundo silencio, en el mismo en que habían caído algunos minutos antes. Elena levantaba tanto los ojos que los ponía en las estrellas, pareciéndose su mirada en tales momentos a la de esas Vírgenes de Murillo, que buscan algo invisible y sobrehumano allá en la inmensidad de los cielos. Ricardo los bajaba tanto, que los tenía clavados en el suelo, a guisa de novicio o de doctrino. Pero de vez en cuando la mirada de Elena bajaba del cielo a la frente del joven, y la mirada del joven subía furtivamente de la tierra al cielo de aquellos ojos, y ambos se quedaban inmóviles, como si les doliera salir de aquel éxtasis, y fiar al aire el sentimiento íntimo de sus respectivos corazones. Por fin la joven tuvo más valor que el joven, y rompió aquel silencio con estas palabras:

-¿Le gusta a V. el baile?

-¿Qué entiende V. por que guste el baile?

-Pues, que guste.

-¿Asistir al baile o tomar parte en el baile?

-Me explicaré mejor. ¿Le gusta a V. bailar?

-Diréle a V. Con todo el mundo, como hacen muchos, que bailan indistintamente e invitan a cuantas encuentran, no. Pero con una pareja de mi elección bailaría con mucho gusto.

-Entonces no puede haber aquí pareja alguna de su elección.

-¿Por qué?

-Porque no ha bailado V. en toda la noche.

-Y si le dijera que no he sacado a bailar a la que desde el primer momento he elegido por...

-¿Por cortedad?

Preguntó Elena.

-Llámele V., si quiero, cortedad al miedo que tendría a una negativa. Ahora, en la incertidumbre, todavía me queda la esperanza. Si rehusara el bailar conmigo ¡oh! no sé lo que me pasaría.

-No parece sino que el baile sea algún compromiso de mayor cuantía. ¿A quién podría dirigirse que le negara un vals o un rigodón?

-¿No me lo negaría V.?

-Yo de ninguna manera.

-¿Conque podemos bailar?

-Como V. quiera y cuando V. quiera.

En aquel momento entonaba la música un vals de Strauss, y Ricardo cogió del brazo a Elena, la llevó a la glorieta donde se bailaba, y comenzó a dar con ella vertiginosas vueltas al compás de la música de Strauss, que parece poseer el secreto de acompañar al baile y prestarle una embriaguez que da verdaderos vértigos. Las manos se tocaban; el brazo se ceñía a la cintura; mezclábanse los dos alientos; sentíanse los latidos de los dos corazones uno junto a otro. Ricardo creyó perder el sentido al estrechar aquella mano que le comunicaba torrentes de electricidad; al ceñir aquel cuerpo que se mecía en sus brazos; al contemplar de cerca aquella mirada que le abrasaba la sangre; al respirar aquel aliento que difundía el amor más exaltado en su pecho; al sentir, rozándole la frente, los rizos de la negra cabellera; y en las vertiginosas vueltas experimentó el deseo que se experimenta siempre junto al objeto amado: el deseo de permanecer así perpetuamente. Rodaron los dos a compás, y no oían la música; dieron mil vueltas entre las parejas, sin chocar con ninguna, y no veían el baile; ejercitaron sus fuerzas en términos que hubieran cansado a los seres más robustos, más fuertes, más hercúleos, y no se fatigaban. El amor tuvo una expresión y mil satisfacciones de aquellas que en su primera florescencia valen por todas las satisfacciones posibles en la vida; el desahogo de un suspiro, el premio de una mirada, el roce de un vestido, el placer de una palabra, la esperanza de una expansión futura, el bien supremo de un vals, en el cual los dos seres que se buscan y se necesitan, se han dulcemente encontrado en estrechísimo abrazo. Estaban fuera del mundo; movíanse impulsados del deseo en espacios fingidos por sus almas; no sabían nada de cuánto les rodeaba, como si el Universo entero hubiera desaparecido a sus ojos; y por una eternidad continuaran en semejante éxtasis, a no llamarlos a volverse a lo real y lo cierto la suspensión del vals y la interrupción de la música.

Pero los dos jóvenes, a la verdad, no se cansaron de la soledad que tuvieron durante el baile; necesitaban más, e instintivamente, sin curarse de nada ni de nadie, cogiéronse del brazo y se entregaron a pasear por aquellas alamedas. Durante algunos minutos no se dijeron ni una sola palabra. Luego, la tibieza voluptuosa de aquella noche; el resplandor de los astros entre los pliegues del cielo y de las luciérnagas entre las hojas del follaje; la vibración casi imperceptible de las tranquilas auras y el acento armonioso de la música; esa inspiración que cae de las alturas y que se respira en los aires durante estas orientales noches de nuestro estío, tan propicias al deseo, llevaron casi insensiblemente la conversación de los dos jóvenes a lo que llenaba su corazón y su inteligencia, al tierno coloquio de amor. Guardáronse muy bien de decir ni de revelar lo que sentían mutuamente aquellos dos seres el uno por el otro, y departieron como si de un tema ajeno a su corazón se tratase, pero con grande calor y con vivísima elocuencia, como habla siempre la pasión.

-El mundo, decía Ricardo, envía contra cada uno de nosotros muchos enemigos; pero basta el sentir una pasión profunda y la seguridad de una correspondencia cierta para probar la felicidad en medio de las más agudas espinas. El amor puede embellecer hasta un calabozo y convertirlo en cielo. La pena de un desengaño puede trocar en calabozo los edenes más bellos de la tierra.

-Pero permítame V. decirle, replicó Elena, que para mi el amor sólo existe en el corazón de la mujer. Nuestra alma necesita como ciertas delicadas aves arrullar perpetuamente y ser arrulladas. El hombre tiene otras muchas pasiones que divierten su ánimo del amor. Nosotras sólo entendemos las vibraciones de esa arpa eólica que forma la melodía de la vida. Ustedes, aunque tengan su corazón cautivo, y estén a una beldad rendido, se enardecen como el caballo cuando oye el clarín guerrero que les habla del odio, del combate y de la matanza.

-Casi estoy por concederle a V. cuanto dice. El amor vive en el corazón de la mujer. Pero no puede V. imaginarse cuánto en el conocimiento y en la experiencia de esa pasión progresa el hombre, si encuentra en su camino la mujer que le está predestinada. Entonces lo olvida todo, lo arroja todo lejos de sí, los gustos, las pasiones, las artes guerreras, las glorias, las luchas, y se rinde y se entrega exclamando: todo eso es vanidad y sombra; la vida, amor mío, está en ti, o mátame de un desprecio o hazme feliz para siempre.

-Es verdad, dicen eso. Pero, ¿lo cumplen? Yo creo que damos nosotras todo el corazón a cambio de medio corazón, si acaso, que nos entregan. Para los hombres hay la plaza, el Campo de batalla, la tribuna, la autoridad, el poder; para nosotras sólo hay el rincón de la casa, el culto de la familia, la devoción perpetua al ser a quien una vez hemos amado; para nosotras sólo existe el amor. Y por eso yo aconsejo que antes de ceder al vértigo y de adorar al hombre, como sólo nosotras adoramos, comencemos por enterarnos un tanto del espacio que en su corazón, lleno de afectos contrarios, nos ha podido dejar.

-Esos recelos son como las ausencias, como las riñas, como las tempestades del amor, incentivos que acrecientan su fuerza, combustibles que avivan su fuego.

-Ciertamente, al fin y al cabo un corazón lleno de amor lo perdona todo. El pobrecito se resigna muchas veces a que lo engañen. ¡Necesita tanto del engaño! Como él ama cree que lo aman, y es feliz y venturoso. Y muchas veces se funda su ventura sobre una mentira; no quiero averiguarla, porque sería la verdad más triste que la muerte.

-Los sentimientos no se comprenden hasta que no se experimentan. Si la vida. no los enseña, jamás los enseña la idea. De aquí la imposibilidad en que estamos cuando no sabemos si somos o no correspondidos de entrever la delicadeza y la ternura capaces de penetrar en nuestra alma, a virtud de un amor correspondido, y por consiguiente, satisfecho y feliz. Las otras pasiones son como sorpresas que al descuido nos asaltan, como estremecimientos que nos sacuden, como relámpagos que pasan; la única pasión perenne, la que está en la primavera, en el otoño, en el invierno de la vida, como la savia en el árbol, aunque no tenga ni hojas, ni frutos, ni flores, como la sangre en el cuerpo, como la luz en el Universo, es el amor.

Y Ricardo miró con tanto afecto a Elena después de esta afirmación soberana, que la joven sintió encenderse sus mejillas, anunciando la aurora del amor, como los horizontes sonrosados anuncian la aurora del día. Y este rubor no fue parte a que el enamorado saliera de sus vaguedades generales y entrara en una declaración concreta, a causa de la timidez que inspiran siempre al hombre una belleza adorable, una pasión naciente y el temor a no ser correspondido. Las abstractas discusiones que habían empeñado avivaban su amor; y desde el punto en que tomó esta vivacidad ya no pudo encontrar palabras, sino suspiros, miradas, expresiones reveladoras de un estado del ánimo que por necesidad ocultaba el labio, al mismo tiempo que debían revelarlo claramente los ojos, esos soles del amor, que atraen las almas y las tienen como suspensas de la virtud de su atracción. En realidad, Ricardo estaba preso de la pasión que Elena en él despertara. En cuanto a ésta, conocía ya la pasión, y comenzaba a corresponderla antes de revelársela de palabra, si no con la voluntad toda entera, con el instinto propio de su sexo, ese primer grado del amor. Para Ricardo, Elena era lo visible y lo invisible, el tiempo y la eternidad, la naturaleza y el arte, la tierra y los cielos, todo el ser, como acontece al joven de gran corazón siempre que por vez primera ama. Todas sus ideas habían caído en aquella viva llama del amor, evaporándose éstas, rompiéndose aquéllas, trastornándose todas, como le sucedería a los planetas si cayeran de pronto sobre la superficie del sol. Pero hay que decirlo en su honra; si respecto a su vocación y a su destino conocía haberse engañado, pues en lugar de ser padre de todos los desgraciados exclusivamente cual pensó en cierto tiempo, iba a ser padre de familia, esposo amante, sobre todo, el amor exaltó sus virtudes con verdadera exaltación. Cuando se sintió mejor quiso que todos sus semejantes fueran mejores: cuando se sintió más feliz quiso que todos fueran felices. Una nueva alma entró en su seno, pero sin perder y sin deslustrar a la antigua. Aquel amor que comenzara por una inspiración súbita, como esas nubes formadas de súbito en cielo sereno, aspiraba ya a la correspondencia y necesitaba ser correspondido. El único temor que le asaltaba era el recelo de una negativa, a la cual no hubiera podido en manera alguna resistir una vida reconcentrada en el amor. En aquella noche del baile no se atrevió a una declaración, la aplazó para otro momento, puesto que tenía abiertas de par en par las puertas de la casa de Elena, y segura la amistad de la familia, a pesar de la ausencia del padre, que en cuanto conociera a Ricardo contribuiría sin duda a este afecto. Ricardo adivinaba que Elena se había enamorado de él; pero no adivinaba que Jaime se había enamorado de Elena.