Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo V

Capítulo V

La velada de San Juan

Noche divina en verdad, esta noche del solsticio de verano. Como el 23 de Junio es el día más largo del año, el instinto de los pueblos ha consagrado su hermosa noche con poéticas y placenteras fiestas. Recuerdo, como, hace tiempo, recorriendo en tal aniversario los feraces campos del bello Portugal, a cada paso encontrábamos hogueras alimentadas por plantas aromáticas que esclarecían el camino con sus destellos y embalsamaban los aires con su humo. De la misma suerte, en los antiguos pueblos, al borde luminoso de los mares del arte, a la puerta de los templos de mármol erigidos en los altos promontorios y retratados en las tranquilas aguas, encendíanse esta tarde hogueras, a cuyo alrededor danzaban los mancebos y las doncellas, entre canciones de amor y coros, acompañados por cítaras de oro, coronadas con ramas de laurel y flores de verbena.

En nuestros pueblos del Mediodía la noche de San Juan era la noche de los misterios; la noche decisiva para la incierta humana suerte, la noche en que cuajan los amores, la noche destinada al encuentro de los seres que han de dormir en el mismo lecho y que han de reposar en el mismo sepulcro, para despertarse abrasados y confundidos también allá en la eternidad. Las gitanas hacen su agosto. Son de ver con el zagalejo de seda celeste, bordado con argentadas lentejuelas; con el cinto al talle, de cuyos hilos caen sonajas y cascabeles y amuletos y relicarios; con el pañuelo de mil colores ajustado al jubón de raso negro; la castaña a la nuca; el peine dorado sobre la sien izquierda en la ancha cabeza; morenas como el pórfido egipcio, negras de ojos, que tienen toda la atracción y toda la profundidad del abismo, escudriñando, a la luz de los astros, las palmas de las manos, para decir a las casadas si sus maridos les guardan fidelidad o no en las largas navegaciones y a las solteras si vendrá o no el novio a pedirlas pronto en casamiento.

¡Cuántas veces he visto yo a mis vecinas, más hermosas y más admiradas, allá por las riberas de nuestro Mediterráneo, abrir las ventanas con sigilo, mirar los astros con escrutiñadora inquietud, apercibir las orejas a recoger la primera campanada de la media noche, y en cuanto su tañido caía de la alta torre dando las doce, romper un huevo fresco, puesto aquella mañana por una gallina negra, y depositar la clara en un vaso de agua, para deducir de los dibujos formados por aquella extraña mezcla secretos de amor, que no le habían revelado ni los latidos de su propio corazón, ni los ojos de su adorado amante!

Naturalmente, noche así es noche de amores. Y el amor no tiene expresión tan propia de sus aspiraciones infinitas y de sus melancolías indecibles, como la música, y la música no tiene momento tan bello y tan digno de sus cadencias como la alta noche en que todo se recoge y calla, y solamente vela y escucha quien padece los desvelos del amor. Y en la noche, la melodía que se esparce más dulcemente por los aires, como un aroma venido del cielo, y que penetra a través de paredes y puertas y rejas, como la luz al través del cristal, es la melodía de la serenata. El rasguear y el pespuntear de los dedos en la guitarra arrancan chispas, que cargan de sentimientos las almas, y que en deseos inexplicables encienden la sangre. Las cuerdas de la guitarra suspiran, gimen, sollozan, lloran, como si fueran las fibras de un corazón enamorado. Y tras aquellos suspiros de dolor, porque la pasión siempre es dolorosa; tras aquellas gotas de reprimidos lloros que se escapan y se evaporan y se elevan de cada una de las melancólicas notas; suena la canción meridional, la más bella de las canciones que han ideado los hombres, con sus cadencias larguísimas como el rumor de las selvas y el susurro de los arroyos y la resonancia de los mares, con esas cadencias, sobre las cuales se levantan aquellas cuartetas incorrectas pero sublimes, llenas de hondas quejas, esmaltadas de orientales comparaciones, reducidas a continuas imágenes, que expresan la tristeza, la nostalgia, la aspiración a lo infinito, la pena del alma enamorada, el recelo de los perversos, la incertidumbre y las dudas eternas, los celos desgarradores, la felicidad de la posesión, la angustia de las separaciones, el anhelo por un suspiro y por una mirada, la desesperación por una ausencia, el deseo al descanso de la muerte, todos los temas y todas las formas del más humano entre los sentimientos expresado en el habla sencilla del más poeta entre los pueblos.

La ronda y la rondalla; la soledad y la malagueña; las playeras y las saetas son los poemas de amor más bellos que han cantado los hombres, profundos de pensamiento como las poesías del Norte, hermosos de forma como las obras del Mediodía, cadenciosos y sostenidos a la manera de una melodía árabe inspirada por la uniformidad del desierto, tristes y desgarradores como una lamentación de los profetas hebreos a las orillas de extranjeros ríos, propias para cantar las tristezas del amor y para henchir de inspiración una noche como la noche de San Juan, iluminada por las estrellas de los cielos clarísimos y por los ojos de las almas enamoradas. Y a todos estos poemas, entonados al son de la guitarra, se unen allá en el Mediodía entre nosotros la enramada que cubre de tomillo y de romero la visitada reja, y la orna de rosas y de jazmines, cuyo olor embriaga, y de frutas de aquella estación, que parecen, por lo delicadas y por lo olientes, verdaderas flores.

¡Cuánta poesía y cuánto sentimiento en la noche de San Juan! Cuando en la madurez y en el otoño de la vida recuerda el ánimo entristecido aquellas horas de sublime tristeza, aquellas sombras de dudosa incertidumbre, aquellas inspiraciones respiradas en el aire al par que el aliento de las flores se convence de una cosa profundamente verdadera y profundamente sencilla, de que sólo se vive mucho cuando mucho se siente. No digamos que el corazón es el órgano donde reside el criterio de la verdad, no digamos que el sentimiento es el grado superior de la vida. Realmente el corazón ocupa un rango muy inferior a la celeste bóveda del cerebro, y el sentimiento nos confunde hasta con las plantas. Pero quizá por eso mismo, por ser más propio de nuestra condición, y más acomodado a nuestra pobre naturaleza; en el sentir, ó en el amar, si queréis que concretemos la palabra, se encuentra la vida verdadera. Pensar, elevarse en alas de la idea a lo infinito, descubrir el Universo desde la vertiginosa cima de lo ideal, penetrar en el origen de los pensamientos y en el origen de las cosas, todo eso es superior a la humanidad, y por lo mismo tiene algo como lo divino, que abruma nuestro ser, agota extraño nuestras fuerzas y despedaza nuestro organismo. Yo os conjuro a que miréis a todos los héroes principales del pensamiento para convenceros de que en esas alturas reina una soledad a la cual es muy preferible la ignorancia del campesino a quien rodean los próvidos cuidados de la amistad y del amor. Así la vida es más humana que cuando se espacia en la ambición o en la ciencia, cuando se reduce al breve nido del sentimiento donde se encierra en una felicidad cuya dulzura nace de su propia limitación. Sentir es vivir, mientras que pensar es algo verdaderamente sobrehumano; algo superior a la humana existencia.

Mas, volviendo a la noche de San Juan, debemos recordar cómo en Madrid no tiene la poesía que en nuestras regiones meridionales. Pero tiene mucha vida y mucha animación. Nuestra calle de Alcalá y nuestro Prado, ofrecen dilatado espacio y natural teatro a todas las expansiones del pueblo. Hacia el Este, los bosques del Retiro que huelen como rebosando aún el aroma de la primavera; hacia el Norte, la desembocadura del paseo de Recoletos, y la blanca masa y la línea de la estatua de Cibeles; entre las alamedas, esas fuentes teatrales que toman por la noche fantásticos aspectos a los reflejos de las luces artificiales; en lo alto de las colinas, las torres semi-góticas de San Jerónimo, y en lo hondo del valle el intercolumnio casi griego del Museo de Pinturas; a la mitad, el Obelisco del Dos de Mayo con sus fúnebres cipreses, y en todos estos espacios, barracas donde se venden flores y macetas, tiendas de campaña donde se fríen apetitosos buñuelos, aguadores con sus faroles aparatosos y sus botijos y sus azucarillos níveos: botillerías que ostentan todos los colores y todos los matices más brillantes en sus botellas de varios tamaños; tabernas y cafés al aire libre; grupos de gentes que cuchichean y que cantan al son de la guitarra, y que beben, ora licores, ora refrescos, entre dichos, requiebros, jácaras, gritos, clamores, juegos de los niños, suspiros de los amantes, canciones de los ciegos, coros de las rondallas, pespunteo de las guitarras, estridor de las murgas, chirridos de las matracas, flauteo de los pitos, ruido y animación universal. Los madrileños no llevan a ninguna de sus fiestas la poesía que los meridionales. Entre el Prado de Madrid y las delicias de Sevilla, hay tanta diferencia como entre el Manzanares y el Guadalquivir. Es el Prado más propio de la corte, aparatoso como un salon de Palacio, rico y regio, adornado a mayor abundamiento en aquellos tiempos en que la casa de Borbón obligaba a todas las naciones de Europa a decorar sus paseos y sus monumentos como se decoraban los gigantescos palacios y los alineados jardines de Versalles. Pero desde las alamedas del Prado, no se ven las florestas de San Telmo con sus palmas y sus naranjales; no se descubre en lo lejos del horizonte la Torre del Oro acompañada por la gallardísima Giralda; no se mezclan las velas blancas de las naves con las verdes ramas de los árboles, no se oye aquel río sonoro que parece irse al mar entonando melancólicamente los romances moriscos repetidos por las almenas, y por las celosías y por los ajimeses del mudéjar alcázar. A la verdad, donde quiera cine la palma viva, que el azahar huela, que el Cielo reverbere espejismos de Oriente; que un gran río murmure, que las olas del mar canten, que el calor meridional anime los campos y encienda las mejillas, que el recuerdo de nuestras cruzadas continuas habite, hay mucha más poesía indudablemente que en nuestras prosaicas llanuras del Centro de nuestra península. En Madrid hay feria, como hay feria en Sevilla. Pero comparad nuestros empolvados muebles, nuestros puestos de melocotones de Aragón, nuestras tiendas parecidas a barracas, nuestros viejos trastos, nuestro árido y triste paseo de Atocha con los gallardos jinetes andaluces, con las pintorescas serranas, con las gitanas que tienen toda la poesía de las razas orientales, con las tiendas parecidas a jardines y a salones de baile, con la poesía infinita de la feria de Sevilla, encarecida por todos los poetas, visitada de todos los extranjeros, viva como la naturaleza del Mediodía, llena de placer, y al mismo tiempo de esas melancólicas y poéticas ideas a que parece inclinado el genio incomparable de la bellísima y sin par Andalucía.

Pero aquí, allí, en toda España, hay algo común que deslumbra; el cielo de nuestras noches de estío. Cuando levantamos los ojos y descubrimos los astros innumerables tachonando lo infinito, sentimos no tener alas para volar hasta esos abismos de vida poblados de mundos, cuyas armonías quisiéramos oír como vemos sus divinos resplandores. La tinta azul oscura que la noche extiende en los espacios, parece destinada a que resalten las infinitas luminarias y su continuo centelleo. Unas tienen color de oro, otras color de luna, muchas reflejos rojizos; éstas de verdaderos soles aspecto; aquéllas la indecisión de gasas trasparentes o la brevedad de cónicos gérmenes, todos la vida de la luz, alma del Universo, la cual, por etérea, por pura, por impalpable, se aproxima al ser y esencia de la idea. ¡Cuántas veces el pensamiento vuela entre esos planetas, esos mundos, esos soles para recoger su impalpable sustancia como la tenue mariposa vuela entre las flores para recoger en las tenues alas sus matices y bañarse en sus deliciosos aromas! Noches de Junio, en que la primavera se despide y envía sus últimos suspiros; en que el ruiseñor, criados ya sus polluelos, se calla y exhala sus últimos gorjeos; en que el calor comienza a encender la tierra y el relampagueo de la exuberante electricidad a centellear por los rojizos horizontes; en que las rosas levantan el incienso de sus más delicados perfumes, y las fajas blanquecinas de la vía láctea, comienzan a rayar en la bóveda celeste; ¡cuánto amor y cuánta poesía se encierran en tus misterios y en tus sombras!

Ricardo, que después de dejar a Micaela tan pagada de su felicidad, no se apartó un minuto de Jaime, cuya herida, tomada por mortal en los primeros momentos, perdía gravedad en el concepto de los médicos, a medida que se revelaba a su ciencia, Ricardo, decía, salióse a eso de las once en la noche de San Juan a dar un paseo por el Prado, y ver si había sucedido a la batalla del veintidós alguna animación. Madrid estaba, a la verdad, de triste luto y en profundo duelo. Los comerciantes se habían presentado pero apenas se habían presentado los compradores. Humeaba en la sartén el hirviente aceite; resplandecían colgados de las ramas los faroles; exhalaban las verdes albahacas sus aromas desde los rojos tiestos; lucian las botillerías sus frascos y los aguaduchos sus botijos, y los teatros ambulantes sus polichinelas, y los dioramas sus vistas, y los organillos sus sonatas, y los confiteros sus provisiones, y los acróbatas su agilidad, sin que el bullicioso Madrid, que por el Prado se esparce todos los años en semejante noche, corriera a participar de la nocturna fiesta y a henchirla con su inagotable alegría..Veíase por este apartamiento, por esta invencible tristeza, cómo había la población peleado en el combate y caído en el desastre.

Ricardo, penetrado de esto, comenzó a pasear por las más apartadas alamedas y a perderse en los más vagos ensueños. Sus ojos, que buscaban en la creación todo lo grande, como buscaba su alma en el pensamiento y en la conciencia todo lo divino, sus ojos erraron por el cielo y se perdieron absortos en la contemplación de aquellas sus innumerables bellezas. Lo tibio del aire, lo hermoso del horizonte, el centelleo de los astros, el aroma exhalado por los vecinos bosques, todo cuanto lo circunda, le hablaba de esa pasión propia de la juventud, que emplea tan persuasivos llamamientos, porque completa y perfecciona nuestra débil naturaleza. Su alma necesitaba, más que apartadísimas estrellas, cercanas miradas. Sus manos se tendían casi involuntariamente hacia las rosas, y al sentir que no tenía para quién cogerlas, ni a quién regalarlas, dejábalas con febril y nerviosa repulsión. El mundo está vacío, pensaba para sí, cuando no se oye en sus rumores un suspiro; cuando no se ve en el centellear de su lumbre el rayo de unos ojos, cuando no se mezcla a sus espectáculos y a sus armonías un pensamiento de amor. No podía estar tan alto y tan lejano como el más apartado mundo otro corazón amante, con cuyo cariño compartir la inmensa pesadumbre de la vida insoportable, por lo abrumadora, para una sola alma. Muy vívido era el incienso de las plantas, el resplandor de los astros, el magnetismo de la electricidad difundida en los aires; pero nada tan vívido como el amor. Ahí está, en ese reducido círculo, y no en el inmenso espacio, toda nuestra felicidad. Hacia ese centro gravitan nuestros sentimientos, y en ese fuego se encienden nuestras ideas. Después de haberlo visto todo, y de haberlo todo gustado, no queda más verdadera aspiración que el anhelo por un casto cariño recibido y pagado en modesto y limpio hogar. Fuera de eso, la vida es una tormenta continua. Y Ricardo se volvía a todas partes como para pedirlo al aire, al cielo, a la luz, a la noche de San Juan, que le trajera alguna revelación del objeto amado para quien había venido a la tierra. Nuestros cuerpos habrán sido amasados en el barro de la tierra, pero nuestras almas lo han sido en el amor de los cielos. Y como en cosa tan frágil cual nuestro cuerpo, no podría contenerse fuego tan vivo cual nuestro espíritu, recibimos sólo media alma, lo bastante para no calcinar todos nuestros huesos, para no romper todo nuestro organismo, para no abrasar toda nuestra sangre, y andamos buscando la otra mitad depositada en el seno de una mujer, y no somos felices hasta que no la encontramos completando con su ser nuestro ser, y con su vida nuestra vida.

Cuando más embebido estaba Ricardo en tales reflexiones, oye un rumor de femeniles voces y femeniles faldas, semejante al cántico y al aleteo de gorjeadoras e inquietas avecillas. Y este rumor le obliga a volver la cabeza, y en cuanto vuelve la cabeza, se encuentra con hermoso grupo de encantadoras jóvenes ceñidas todas de esos vaporosos trajes de estío que tanta gracia añaden con su ligereza a las naturales gracias, e iluminadas con los reflejos de las varias luces artificiales medio ocultas entre los árboles, que tanto atractivo dan con su misterio a los naturales atractivos. Había en el franco regocijo de aquellas niñas, en el andar ligero, en los graciosos movimientos, en el natural abandono, en el decir sencillo al par de poético, tantas seducciones, que Ricardo, decidido a andar a la ventura por los paseos del Prado, se fijó en ellas y se dio resueltamente a seguirlas. Todos los pensamientos tristes se iban al rayo de aquellos ojos y al conjuro de aquellas risas. Parecía que tanto júbilo tornaba jubiloso al ánimo más triste. El corazón y el cerebro de Ricardo se sintieron como aligerados de todo peso, como poseídos de calor primaveral, como llenos de esperanzas, como renovados; así, que siguió aquel grupo encantador y oyó sus palabras varias, y recogió el magnético influjo de sus indescriptibles miradas. Ninguna de las jóvenes llega a los veinte años; y todas ellas, de tipos varios, tienen particulares encantos. Esta es rubia y pálida y delgada como la aparición de Ofelia que atraviesa, luz entre sombras, las dudas y los terrores y los remordimientos esparcidos en el más sublime de los dramas modernos, en el Hamlet; aquélla, por la línea esférica de su cabeza que anuncia la benevolencia, por la lumbre de sus ojos que anuncia la pasión, y por la esbeltez de sus formas que revelan la más acabada hermosura meridional, se asemeja completamente a una Virgen de Murillo; es decir, a una sevillana perfecta; tiene la de más aquí, ese color pálido que a verdoso tira, tan frecuente en nuestras mujeres, pero contrastado con el correctísimo dibujo de sus facciones, el perfil oriental de su rostro, el encendido calor de sus ojos negros y brillantes, el ondear de sus cabellos del mismo color que los ojos; tiene la de más allá cierta crasitud impropia de sus juveniles años, pero en cambio, remata aquel cuerpo un tanto pesado la más hermosa faz que podía idearse, por sus griegas líneas, por su aguileña nariz, por sus labios rojos, por sus blancos dientes, por los hoyuelos de sus mejillas, por la corrección de su barba partida en corte graciosísima, por la blanca y sonrosada tez llena de paz y de calma: en fin, ¿a qué detenernos más en esta descripción? todas, sin excepción, e iban más de diez, todas eran, o lindas, o graciosas, o hermosísimas.

Si Ricardo hubiera tenido las costumbres españolas, digérales a hurtadillas miles de requiebros y miles de ternezas, aún a riesgo de disgustar a sus custodios. En efecto; alejados de bien que atentos a sus pasos, iban un matrimonio joven, y un caballero de apuesta figura. Al ver a este, los más indiferentes notaban su elegancia, su gentileza, su gallardía, y solamente por el color cetrino y el dibujo de los labios, dedujeran que pertenecía a la raza de los mulatos. La gravedad de este segundo grupo contrastaba con la ligereza y la alegría del grupo formado por las jóvenes.

Decíamos que si Ricardo tuviera las costumbres españolas, regalara con mil requiebros los tiernos oídos de aquellas jóvenes. Y en efecto, nada tan español como la libertad que los hombres se toman para decirles cuanto les atraviesa por las mentes a las mujeres. Cuando estas bromas se contienen dentro de la más exquisita cortesía, pueden pasar como un desahogo de nuestro corazón exaltado; pero cuando llegan a temeridades de lenguaje, como las temeridades entre nosotros usadas y corrientes, desdicen de la antigua caballerosidad española, y ofenden al sexo cuyo principal escudo y cuya principal belleza es sin duda alguna el pudor. Muchas veces suelen decirse frases de una oportunidad incomparable, inspiradas por la natural influencia de una hermosura indecible. La imaginación meridional, tan fácil para las súbitas improvisaciones, y tan rica en esas imágenes que relacionan el mundo externo con el interno, vierte su facundia inagotable en una frase pronta y deliciosa, donde se mezcla al ardor de la pasión el centellear de la idea, luz y fuego a un mismo tiempo. Pero con la costumbre arraigada de hablar entre sí los hombres libremente, nada más fácil que convertir giros, interjecciones, frases de más o menos limpieza en pies forzados de toda conversación, lanzarlos como la más natural de las expresiones a la frente inmaculada de una hermosa mujer, digna por mil títulos, y sobre todo por su sexo, a religioso respeto, que debe confinar en religiosísimo culto. De todos modos, cuando por el extranjero se viaja, por el Norte especialmente, se echa de ver en seguida la reserva con que son admitidas y tratadas por todos las mujeres, con las cuales no media o antiguo trato o ceremoniosa presentación. Y verdaderamente contrasta esta reserva y esta ceremonia extranjeras con nuestros dichos, requiebros, chicoleos, con las frases de efecto, con las imágenes de brillo, con las palabras de doble sentido, con las ternezas que inspira en España la presencia de una hermosa mujer, continuamente rodeada de esta clase de homenajes. Pero Ricardo no se atrevió a desplegar sus labios, ni a decir ni una sola palabra.

Bien pronto, sin embargo, la admiración general que todas inspiraban, se fijó muy particularmente en una sola, en una que descollaba entre ellas por la singularidad de su belleza. Tendría como diez y siete años, y llegaba a lo que puede llamarse un portento, descollando entre sus compañeras, no por su mayor hermosura, sino por la naturaleza de esta hermosura, extraordinariamente singular y extraña. Sucede con la belleza femenil exactamente lo mismo que sucede con la belleza musical. Una sonata suele no gustarnos a la primera audición, y una mujer suelo no atraernos a la primera vista. Cuando los oídos se acostumbran a la melodía, y la recogen y la aprenden y la hacen suya, como si saliera de la voz del propio sentimiento, aquella melodía arrebata. Cuando la mujer que a primera vista no os ha gustado, consigue atraeros con su mirada, fijaros en su hermosura, seduciros, o con una de esas palabras, o con uno de esos suspiros, cuyo secreto ella sola posee, concluye al fin por cautivaros, como si ella sola existiera en el mundo.

Ricardo se fijó a los pocos pasos, pues, en la joven a quien sus compañeras llamaban Elena con mucha frecuencia, y que pertenecía a ese género de hermosura poco asequible a primera vista, y sin embargo, perfectísima. Ciertas perfecciones de aquella tentadora Elena al pronto no podían advertirse. No se podía advertir su brevísimo pie, cubierto por los pliegues de su largo traje, no se podía advertir toda la pequeñez de sus manos. Y al mismo tiempo que no se podían advertir estas perfecciones tampoco ciertos defectos que necesitaban especial estudio; lo corto de aquellos sus brazos y la media luna entre morada y azul que se veía en la raíz misma de sus uñas. Pero podía advertirse a primera vista el color moreno de una gracia y de una transparencia verdaderamente indecibles; los ojos negros, de una profundidad insondable; la nariz de un corte estatuario, arrancando de frente espaciosísima; el dibujo ovalado de aquella cara, que no hubieran podido trazar mejor los dos primeros dibujantes de la Historia, Fidias en lo antiguo y Rafael en lo moderno; la boca grande y los labios gruesos, que al abrirse revelaban unos dientes de armoniosísimas proporciones y de nívea blancura, el aire de su persona, en que mezcló naturaleza a la majestad más solemne el más exquisito recogimiento y la más sencilla modestia.

Elena tenía lo que llamaban los latinos prestancia, una hermosura imponente, sin dejar de ser femenina y delicada. La suavidad era en ella como la fragancia en las flores, esencia misteriosa que se exhalaba de cada una de sus facciones como de cada una de sus palabras. A esta suavidad inexplicable mezclábase la proporción más completa, y de tal suerte, que las líneas de sus formas cumplían y realizaban la más acabada armonía. Su belleza era naturalmente la belleza femenina, delicada, suave, melodiosa, a expensas de la energía y de la fuerza. Aquella mano era breve, diminuta, suave, como destinada a las caricias. Aquella su frente, por lo ancha, revelaba la más centelleante fantasía. No había en sus músculos ninguna contracción, ni en su cutis ninguna arruga, y por lo mismo era su virtud culminante la serenidad. Tenía los ojos grandes, y no saltones, más bien salientes, como anunciando con su luz aquella fisonomía de una atracción irresistible, cual anuncia el faro los escollos. Sus labios aspiraban el amor, y parecían pedir un beso hasta al aire que los circundaba. A estas cualidades propias de una hermosura europea, reunía la oriental languidez, que tan admirablemente cuadra a la hermosura americana, de suerte que Elena estaba llamada por su belleza propia, y por la singularidad de esta belleza, a ejercer un soberano influjo en cuantos la rodeaban, y causar grandes estragos, como decirse suele entro nosotros, en los exaltados corazones de los entusiastas y ardientes españoles.

Siguió el joven a las bellísimas niñas por el Prado; y oyó sus conversaciones, y bebió en esas conversaciones multitud de ideas, que despertaron en su pecho multitud de afectos. Una deshojaba blanca rosa para interrogarla sobre si el amado ausente la quería o no. Otra dejaba errar sus ojos azules por las apartadas estrellas, y decía que solamente en aquel regazo depositaría sus secretos. Ésta recitaba unos versos sentimentales, que hablaban cadenciosamente del amor. La otra modulaba una melodía beliniana, de esas que encierran las tristezas del alma y las nostalgias del corazón. Todas al fin se mostraban afectuosas y tiernas para el sentimiento. Sólo Elena aparecía entre aquel coro como indiferente y superior a las humanas pasiones. Cuando sus compañeras lanzaban algún suspiro, ella se sonreía con una sonrisa de candor que revelaba la más pura inocencia. Cuando todas hablaban de sus pasiones, ella sólo hablaba de sus viajes. Y Ricardo recogió de las palabras sueltas que llegaban hasta sus oídos la especie de que Elena, como viajera, iba el domingo próximo a la plaza de toros a experimentar las emociones de nuestras azarosas corridas. Mucho disgustó esta resolución al joven, porque era irreconciliable enemigo de los toros; pero se reconcilió un tanto con semejante ocurrencia, cuando supo que la realizaba por mandato de sus padrinos, a los cuales no podía negar cosa alguna, y que repugnaba realmente tal espectáculo a su corazón. Lo cierto es, que durante mucho tiempo siguió Ricardo embebecido al coro de las muchachas; volvió cuando ellas volvían; se paró cuando ellas se paraban; y no pudo resistir al poder de su atracción y de su influjo. Pero, entre todas, tenía especial virtud para fijarle Elena, en cuyos ojos se miró varias veces absorto. El mirar de la joven resplandecía entre todas aquellas miradas con ardientes resplandores. Su cabeza descollaba sobre todas aquellas angelicales cabezas. Sonreíanse sus labios, con una gracia tan natural y tan sencilla, que provocaba a esos sentimientos afectuosos, tiernos, duraderos, cuya falta de intensidad está de sobra contrastada por su larga vida, como que llegan a confundirse con nuestro propio ser, y a formar como parte de su esencia. Era Elena el retrato de la ternura, de la delicadeza, de la sensibilidad, de la inocencia, de toda esa parte femenil de la naturaleza humana, que parece venida al mundo para encantarlo y esclarecerlo, y convertirlo en el edén perdido, que ya se esconde en nuestros recuerdos, o ya renace en nuestras esperanzas. Ricardo, sin darse cuenta casi de lo que hacía, aplicaba el oído con tanta atención al coloquio de las jóvenes, que acababa por saber todo cuanto atañía a la niña que, a lo menos por aquel momento, había sostenido y fijado su atención. Venía de Méjico. La acompañaba un matrimonio, engalanado con el condado de la Floresta, el marido habanero, la mujer mejicana. Y solamente tenía padre, sin que nunca hubiera conocido a su madre. Con tanta porfía siguió las conversaciones, las preguntas, las respuestas, las confidencias de las jóvenes, que se enteró de todo cuanto le convenía saber, y lo guardó avaro en su memoria.

A las altas horas de la noche volvió a su casa, y penetrado de que el herido Jaime dormía perfectamente, se encerró en su cuarto. Parecíale que algo nuevo pasaba por todo su ser. Parecíale que un extraño afecto, nunca antes sentido, embargaba por completo su corazón. Quería pensar, y la imagen de la joven se interponía entre su voluntad y su inteligencia para distraerle de todo pensamiento que no fuera la contemplación de aquella recién aparecida imagen. Quería dormir, y la idea fija en el alma revelada a su alma le quitaba el sueño. ¡Qué trasformación! Ya no estaba solo como antes. A su aislamiento había sucedido la correspondencia con un corazón que, distinto del suyo, era del suyo complemento. A veces creía que adelantaba mucho el juicio y que sentía verdaderos desvaríos, inexplicables por lo fugaz de la aparición que se deslizó como un sueño por sus ojos. Pero el pensamiento, el corazón volvían solícitos a la porfía de sentir y de pensar siempre lo mismo. Apagó la luz y se encendieron los luceros de aquellos ojos encantadores. Cerró fuertemente los párpados para no ver ni las sombras, y la voz dulcísima se deslizó en su oído. Quiso convertir su pensamiento a los problemas filosóficos a cuya contemplación lo llamaba el hábito, ya antiguo, de ejercitar su razón, y volvió a caer rendido por el éxtasis ante aquella imagen del amor. Quiso pulsar las cuerdas de su lira, trasportarse en alas de la imaginación al cielo de las inspiraciones artísticas, y le dominó de nuevo la realidad que tenía impresa en la fantasía como en la retina, y en la retina como en el corazón. Se alejó de todas estas esferas de la actividad, y se fue a pensar en la emancipación del género humano, a ver si le distraía pensamiento tan absorbente de este amor tan imperioso. Hasta el ídolo de la libertad apareció pálido a su vista en comparación del ídolo a quien acababa de ofrecer un altar en su pecho. Las tristezas y las desgracias humanas no le conmovieron, no, en aquel momento como en otros momentos de su vida. Era tanta su felicidad interior, que le irradiaba sobre todos los objetos exteriores. Una punta de egoísmo comenzó a penetrar en aquel corazón abierto al Universo entero, cerrado sólo al propio interés y al amor propio.

Estaba visto; en una sola noche había sentido toda la fuerza avasalladora del amor. Cien veces apagó la luz, y cien veces volvió a encenderla. Cien veces se tendió en la cama, llamando el sueño a su auxilio, y cien veces se irguió sin poder pecar los ojos. Cien veces abrió los balcones, y cien veces los cerró maquinalmente, sin saber ni por qué los abría ni por qué los cerraba. Cien veces hojeó sus libros más favoritos, sus obras más queridas, y leyó páginas enteras sin saber qué había leído. Cien veces contempló las obras de arte que otras veces le distraían, sus estatuillas, su álbum de dibujos, su colección de acuarelas, y todo le pareció frío, descolorido, indigno de su atención y de su interés en aquella noche misteriosa que había doblado su vida y decidido de la vocación de su alma. Hasta la contemplación de las estrellas le cansaba; esa contemplación en la cual había consumido por otro tiempo noches enteras de reveladores desvelos. ¿Qué parte del cielo podía compararse con la frente de la hermosísima joven? ¿Qué estrella del firmamento podía lucir como lucía aquel mirar celeste? ¿Dónde buscar rayos de luz comparables a las hebras de su cabellera? ¿Dónde recoger una corriente de magnetismo como la corriente que despedía aquel breve cuerpo centelleante de vivificadora electricidad? Estaba enamorado. Pero en el atolondramiento que le produjera la aparición de la celestial mujer, no había pensado cómo verla de nuevo, ni cómo averiguar las señas de su casa. En una de aquellas vueltas había Elena subido a su coche y había desaparecido a la vista de Ricardo. Así, éste solamente pudo recordar el anuncio de que iría a los toros. Pues a los toros también iría Ricardo por vez primera en su vida.