Ricardo/Capítulo III

Ricardo
de Emilio Castelar
Capítulo III

Capítulo III

En el hogar

Al día siguiente, mientras Jaime reposaba después de penosa noche, trabajada por la fiebre y por el delirio en el primer sueño a fuerza de cuidados y de medicinas conseguido, Ricardo se iba un momento a vecina casa para concluir de arreglar un matrimonio desarreglado a causa de esas desavenencias tan frecuentes en algunas familias, y tan dolorosas para aquel corazón que no podía soportar el espectáculo de los ajenos dolores sin socorrerlos y consolarlos. En el camino hablaba consigo mismo, y decía:

-Después que hemos recorrido el mundo y gustado sus amarguras, y visto sus desengaños, y probado cómo la gloria sabe a cenizas, cómo el poder suena a hueco, cómo la ambición jamás encuentra satisfacciones a la altura del deseo, nos recogemos en nosotros mismos, y adivinamos que todas las nobles aspiraciones anhelosas por lo infinito se abrevian y se reducen al nido del hogar donde finalmente encuentra el alma desasosegada la verdadera ventura posible en este mundo. De suerte, que ni pienses en recoger, como Prometeo, la lumbre del sol; no hay lumbre como el amable fuego de un hogar bien provisto: ni te armes como los dioses antiguos del rayo que hierve en las nubes; no hay rayo como el reflejo de una mirada amorosa: ni pasees la imaginación por los espacios infinitos e inconmensurables; no hay espacio como la santa casa donde te acuerdas de tus padres y donde esperas del legítimo amor la venida de los hijos; ni te sumerjas en los embates y en los oleajes alterados de las pasiones; no hay pasión como aquella que jamás cansa ni hastía, y que en espacio brevísimo resume y compendia la vida entera, y se dilata hasta la eternidad; ni te afanes por el arte y por sus inspiraciones, porque no hay poesía, ni arte, ni inspiración, como la que exhala aquella religión purísima que se llama la religión de la familia y el culto a sus dulces y profundos sentimientos. La humanidad es un objeto demasiado colosal para que nosotros podamos conseguir, no ya su felicidad, pero ni siquiera su mejoramiento, mientras una débil esposa puede ser feliz en el nido de nuestros amores, y bajo las tenues alas y el pobre calor de nuestro corazón. Dediquémonos, pues, a hacer la felicidad de esos seres, y mientras no podamos conseguirlo para nosotros mismos porque no llame la pasión a nuestro pecho, sembremos la felicidad doméstica, imposibilitados como estamos de sembrar por lo escaso de nuestras fuerzas y lo grande del objeto, la pública felicidad.

Y diciendo esto, subió a un cuarto tercero de modesta casa en la calle del Caballero de Gracia, y llamó a una sonora campanilla. En aquel humilde albergue, se albergaba la pobreza, es verdad; pero la pobreza modesta, limpia; la pobreza que se encuentra tan alejada de la fortuna como de la miseria. El suelo de ladrillos brillaba como si fuera de acero bruñido; las sillas, de Vitoria, no tenían ni una mancha, ni un átomo de polvo; sobre la mesa de pino pulimentado campeaban dos búcaros de fresco barro y llenos de suaves y olorosas flores. Un espejo era todo el adorno de las blancas paredes, pero espejo de luna reluciente y de brillantísimo marco. Al través de espesas cortinas de algodón cerníase la luz derramando dudosa sombra que daba frescura al cuarto. Habitábalo antigua doncella de la madre de Ricardo, que, originaria de la América española, nunca había querido casarse mientras viviera su señora en Nueva-Orleans, y se casó en cuanto vino a España y dio con la gente de su raza, de sus costumbres y de su habla. Tenía como unos treinta años, y gozaba, según su aspecto, de la mejor salud y robustez, en compañía de una hermosísima niña, a la cual estaba unida como la flor al tallo, o como el tallo a la flor. En cuanto entró Ricardo, hija y madre le recibieron a una con el mayor contento. La niña se cogió a sus rodillas pidiendo un millar de besos, y la joven le tendió la mano con verdadera franqueza, que no excluía profundísimo respeto.

-¿Salvó V., Micaela, a los revolucionarios aquí refugiados?

-Los salvé a todos.

-¿Cómo se arregló V. para salir tan pronto de ellos?

-La pobreza es industriosa. Los repartí entre mis amigas, y a estas horas se encuentran ya en el puerto.

-¿Y cómo va de asuntos domésticos?

-¡Ay, señorito!

-¿Se aflige V.?

-¿Pues no he de afligirme?

-¿Qué sucede?

-Mi marido

-Siempre con historias.

-No.

-Me quiere mucho.

-¿Qué más puede V. desear?

-Quiere mucho a su hija.

-Miel sobre hojuelas.

-Le quiere a V.

-Pues si a todos nos quiere, ninguno podemos quejarnos.

-Yo un poco puedo y debo quejarme.

-¿Por qué?

-Porque algunas veces pasamos apurillos.

-¿Quién no los pasa en el mundo?

-Pero los nuestros son más de sentir.

-Naturalmente, cada cual se duele de los suyos.

-Son más de sentir, porque...,

-Acabe V.

-Porque son más fáciles de evitar.

-Dígame V. en qué consisten; si un profano puede saber sin escrúpulo esas contrariedades matrimoniales, dígamelo clara y lisamente.

-Pues mire V., en que tenemos...

-¿Ya se corta V.?

-En que tenemos alguna falta de cuartos.

-Y eso...

-Si no ha entibiado el cariño de mi marido, ha disminuido la felicidad del matrimonio.

-Vamos, ¿acabará V.?

-¡Ah!

-¿Suspira V.?

-Sí.

-¿Se ha desahogado ese pecho?

-Completamente.

-Y por qué no lo ha dicho V. antes?

-Porque tenía tanta vergüenza...

-Ya sabe V. como la hemos tratado siempre.

-Con la mayor confianza.

-Y ya sabe V. cómo andan los negocios de casa.

-Lo sé todo.

-Yo, que era riquísimo por mi padre, me quedé con una sola de mis haciendas, y no quise tocar a uno sólo de sus pesos duros en cuanto llegué a la plenitud de la razón.

-El señorito ha hecho cosas que ningún otro mortal quizás hubiera hecho en su lugar.

-Obedecí a mi conciencia. Una fortuna, adquirida por la esclavitud, en la esclavitud sustentada, era fortuna para mí imposible. Renuncié a todo cuanto había heredado de mis padres. Emancipé mis negros y les repartí mis haciendas, de acuerdo con mi santa madre. El día que hicimos eso, no teníamos más abrigo que el abrigo de Dios.

-Cuya misericordia no podría faltar a quien de esa suerte realizaba y cumplía su justicia.

-En efecto; cuando más pobres nos creíamos, nos encontramos más ricos. En la familia de mi madre todos tenían un nombre honrado e ilustre; pero ninguno tenía una posición desahogada. El único tío millonario, antes de saber nuestra resolución, sin duda por acumular sobre una sola cabeza inmensa fortuna, le legó a mi madre una cuantiosa herencia. De ella vivimos y viajamos después que se acabó la guerra americana, en la cual combatí por la libertad de los negros y por la unidad de la patria. Mas yo no dispongo de cuanto quisiera, porque me tiene mi madre por pródigo, y no me deja usar de nuestra riqueza a mi arbitrio, entregándome sólo una renta que al principio de cada mes ya está gastada por duplicado. Le doy todas estas explicaciones a fin de que comprenda, cómo para la tranquilidad de su casa, no puedo hacer otra cosa más que desprenderme de este solitario. Ahí le tiene, último resto de mis alhajas.

Y sacando de su bolsillo la cartera, extrajo un anillo que tenía grueso brillante, y se lo entregó a Micaela.

-Señorito, es V. Dios en persona, la Providencia misma hecha hombre. Ya no dependerá mi pobre Antón de las agencias de provincias que llegan o no llegan; dependerá de un comercio que pondremos en esta misma calle para competir con todos los merceros, los cuales se han hecho ricos. Y habrá paz en mi casa, y tranquilidad en la familia, y salud y alegría. Donde no hay harina, todo es mohína. Al perro flaco, pulgas. En comenzando a subir, se llega hasta la cima. ¡Qué alegría! V. nos ha casado; V. nos ha dotado. Y ahora que la estrechez turbaba un poco la paz doméstica, V. nos vuelve el alma al cuerpo con este donativo que es una verdadera fortuna ¡Qué dicha! ¡Qué alegría!

-¡Cómo esa palabra alegría me resuena en el alma!

-La tengo completa.

-¡Envidiable suerte! ¡Cuánto diera yo por verla alguna vez en mi hogar, aunque mi hogar fuese una cabaña!

-Es verdad, señorito. Mamá...

-¡Oh! Mamá no ha recobrado desde su viudez ni por una hora la calma. Nuestra casa parece un convento. Los lutos y los duelos no han cedido un minuto. Las lágrimas no se han secado en sus ojos. Las largas noches se pasan en largos insomnios; los días entre oraciones y recuerdos. Alguna vez procura sonreírse al verme, pero bien pronto vuelve a inclinar la cabeza sobre el pecho y a despedir un sollozo tan amargo que sacude hasta el fondo del alma y desgarra hasta la fibra última de las entrañas. Yo me he criado oyendo llorar, suspirar, gemir perpetuamente. Yo no he visto jamás, desde que alcé la cabeza de la cuna, un rostro placentero. La luz del mirar de mi madre ha llegado siempre hasta mí al través de mares de lágrimas, y el fuego de su amor ha vivido velado entre las nubes de una tempestad continua. Yo no conozco esos días en que las familias celebran fiestas, recuerdan aniversarios felices, se sientan a la mesa para una comida o una cena de esparcimiento, se acercan a la lumbre a referir historias gratas y renovar el culto a los muertos. Mi madre es una santa; pero entregada como las santas de la Edad Media a una perpetua penitencia. En vano le he pedido, le he rogado, le he instado para que considerase cuánto necesitaba su hijo de alguna alegría, de algún contento, del algún reposo en el hogar. Siempre me ha dicho que debía casarme pronto a fin de tener una compañía placentera a mi lado, y en seguida ha añadido que me casara por amor: solamente por amor, muy penetrado, muy persuadido de que estaba perdidamente enamorado de la mujer elegida, y muy resuelto a vivir, a respirar solamente en la felicidad del amor. Y al decir estas palabras con una elocuencia verdaderamente arrebatadora, me cogía ambas manos con sus manos; me llenaba de besos; me regaba de lágrimas amarguísimas, y concluía por caer o en el sueño de un desmayo parecido a la muerte, o en los sacudimientos de un ataque nervioso parecido a la epilepsia. Imagínese V. qué vida mi vida; siempre en estos dolores continuos; siempre con estos espectáculos de horror ante los ojos; siempre con el acento de los sollozos en el oído; siempre amargado; en el pan, la hiel; en la noche, el quejido; en cada hora del día, la reproducción de un estremecimiento de pena, viendo sufrir a la persona más querida del alma, a la única que debía consagrar hoy su existencia a mi ventura. Nadie puede penetrar en esta situación verdaderamente angustiosa; nadie, porque mi madre se aleja hasta de los criados; y solamente V. ha observado alguna vez cómo se retuercen sus brazos, cómo se extravían sus ojos, cómo se parte su pecho en estas exaltaciones de su carácter, y en estos delirios acerbos de sus amargas penas. Yo he dudado de su cariño y me he arrepentido luego de esta duda, al verla tan próvida, tan amante, tan consagrada a mí; combatiendo, por sonreírse, con sus propios dolores, tratando de alentarme con la esperanza de alguna tregua a sus sollozos; pero vencida al fin por la intensidad del dolor y entregada completamente a su invencible dominio. Mi casa, de esta suerte, es un desierto, y de esta suerte mi vida entera es un holocausto. La sociedad nos está completamente vedada, pues las puertas del sepulcro no se abren sino a los muertos. Los placeres y los esparcimientos del mundo, completamente prohibidos, porque mal se puede aspirar a ninguna alegría cuando se habita de continuo con el dolor. Ni siquiera los viajes han logrado distraernos y calmarnos. En vano hemos recorrido el mundo a ruegos míos para procurarnos algún alivio o algún olvido en el conocimiento del mundo, en el trato con nuevas gentes, en la separación de aquellos lugares, testigos de nuestra vida anterior, y por lo mismo, llamadas a despertar dolorosas memorias. Los años, lejos de aminorar, han acrecentado la pena; el movimiento, que para la juventud es un aliciente a la distracción, para la edad madura es un cansancio que fatiga así las fuerzas del cuerpo, como las fuerzas del alma. Hemos llegado a la patria de nuestros abuelos, y nos hemos establecido en este Madrid que tantas veces saludamos desde América. Mi madre, descendiente de antiguos virreyes castellanos, ama quizá tanto como el Nuevo Mundo donde hemos nacido, este viejo mundo en que reposan las cenizas de sus padres. Yo creí que el oír la lengua española y su incomparable melodía; el respirar este aire acariciado tantas veces desde lejos en continuas esperanzas; el ver esta luz espléndida reverberada por un cielo azul que serena hasta las tempestades del alma y que acaricia los globos de nuestros ojos, daría al desgarrado corazón de mi pobre madre algún bálsamo capaz de cicatrizar sus abiertas y profundísimas heridas. Engañéme completamente. Al descubrir estas costas; al penetrar en esta tierra querida; al recorrer sus campos benditos; al orar en sus iglesias góticas; al ver sus históricos monumentos, el ánimo advierte que teatro hubiera sido éste en otro tiempo para su felicidad, cuando era capaz de ser feliz esa alma desolada. Así, después de haber hecho un esfuerzo para visitar algún sitio célebre, su melancolía crece y vuelve a sumergirse su corazón despedazado en las penas continuas que la ahogan, exacerbadas por las dichas con que había soñado su deseo y por la triste realidad de su tormento. En cuanto a mí, nada en el mundo me interesa, sino el dolor. Cuando corro a los campos de batalla como en la tremenda guerra americana; cuando me pierdo en las revoluciones, como ayer mismo; cuando peleo en los tristes hospitales con la peste; cuando busco por las buhardillas la desnudez para vestirla y la miseria para aliviarla, me impulsa siempre el deseo de averiguar si hay en la tierra algún ser tan desdichado como el ser que me dio la vida, y, por consecuencia, tan desdichado como yo. Y siendo imposible llevar un rayo de alegría dulce a mi hogar, lo llevo a los extraños hogares. Y siendo imposible la felicidad en mi pecho, quiero gozarme en labrar la ajena felicidad. Al cabo sé que una palabra puede serenar tempestades como las oídas en mi alrededor, siempre rugientes; que una lágrima de compasión puede ahuyentar dolores como los a mi lado siempre despiertos; que un diamante puede ser seguro talismán para una familia, mientras que para nosotros el cielo parece de bronce y la tierra entera erizada de espinas, entre las cuales jamás brota ni puede brotar una flor. Muchas veces he querido seguir el consejo de mi madre; he querido amar, he querido elegir entre tantas jóvenes como pasan a mi lado, una compañera de mis penas, y una esposa del alma. Y al ver que ninguna ha conseguido fijarme, he imaginado que me encontraba como aquel Satanás, compadecido por Santa Teresa de Jesús; he creído que me encontraba ¡ay! imposibilitado de amar. Pero, ¿adónde íbamos, si pudiera ser feliz; a dónde íbamos imposibilitado de alejar a mi madre, en cuya compañía quiero vivir y morir, imposibilitado de hacer feliz a mi esposa, que al cabo concluiría por contagiarse de desesperación.

No acabaríamos nunca si hubiéramos de repetir todos los lamentos que el infeliz Ricardo expresaba en el seno de aquella fiel mujer, único confidente posible de sus penas, a las cuales creía tributar el mayor tributo de consideración, vertiendo torrentes de compasivas lágrimas.