Revista de España (Tomo I)/Número 4/Episodios de la guerra civil

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original. Publicado en la Revista de España, Tomo I, Número 4.

EPISODIOS DE LA GUERRA CIVIL.

De cómo se salvó Elisondo, y por qué fué condenado Lecároz.


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"Aqui existió Castelfollit. Pueblos, tomad
ejemplo, no abriguéis á los enemigos de la
Patria" ....................
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(Alocución dirigida al Principado de Cataluña,
por el Capitán general D. Francisco Espoz
y Mina en el año de 1822.)
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"y en el dia de hoy principia la verdadera
guerra en Navarra. — El pueblo de Lecároz,
infiel á S. M. y á la Patria, protector
decidido de los enemigos que la devoran,
ocultador de sus armas y municiones,
quebrantando todas las leyes vigentes,
fugándose sus moradores al aproximarse con
tropas, y no dando parte de nada á las Autoridades
legítimas, según está prevenido,
fué entregado esta tarde á las llamas,
y sus habitantes quintados y fusilados
en el momento, en justo castigo
de sus delitos. Igual suerte espera á
toda poblacion..............
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(Alocución del General en Jefe del ejército
del Norte, D. Francisco Espoz y Mina, fe-
chada en Nabarte en 14 de Marzo de 1835.)


Nube de la melancolía que acudes á mi memoria á semejanza del ave nocturna, cuando llega y se posa en la rama del árbol despojado!.... Tú me recuerdas sucesos lastimosos, y los voy á referir paso tras paso, porque las narraciones tristes me entretienen.

En medio del valle de Baztan, allá entre bosques de castaños y de ayas, la villa de Elizondo se levanta, llenas sus cercanías de manzanos y de maizales; y el rio divide la población, extendiéndose luego al llano como un brazo protector de la labranza. ¡Oh manso Vidasoa! Limpias tus aguas, inocente tu curso, rústicas y apacibles tus orillas, jamás te vieron aquellos sencillos moradores convertido en espejo de delitos, hasta que estallando una lucha fratricida se mezcló tu caudal con sangre y se perturbó el cristal de tu corriente con golpes de cadáveres.

Era una noche que por largo espacio se mantuvo serena, y sobre el azul profundo del éter infinito, en donde refulgían las estrellas, apenas se iniciaba la luna con tal delgada curva, que más que astro parecia un perfil luminoso acentuando lo incesantemente admirable...... Acentuando la creación en aquel conjunto perceptible y vago, impenetrable y manifiesto del orbe sideral, que aviva la esperanza del alma humana hacia un fin eterno. ¡De nuestra alma, dichosa y necesariamente mística!

Y tras de tanta y tan sublime grandeza, más acá, muy más abajo, en este humilde suelo, cerca de la población sitiada y sobre la colina de Lecároz, se velan grandes fogatas, las que prolongándose por el Norte hasta la frontera de Francia y avanzando por el lado opuesto hasta junto á la villa de Irurita, revelaban un campamento militar con su aparente magnificencia y su desorden interior.

Cruzaban sucesivamente, ó ya en tropel y á favor de las llamas se distinguian bultos de hombres armados, de mujeres con cestos, cántaros ó botellas; ginetes cuyos caballos huian ingrávidos como el viento, y de cargados y embarazosos bagajes que iban á remolque con la perezosa resignación de los presidiarios: y allá en confuso todo, todo revuelto y con arrebatado colorido, entre estos y los otros objetos, sobre aquel fondo de cambiantes diáfanos, de vez en cuando se destacaban figuras infernales en agitado movimiento; diablos de claro oscuro..... digo.... (más que de claro oscuro) diablos iluminados con almazarrón y sombreados con humo, al parecer constreñidos á atizar sin descanso las hogueras.

Asi es que los poco versados en aquellos más comunes ardides de la guerra se preguntaban: ¿qué será tan poco ruido con tanto movimiento?

Los morteros de catorce pulgadas, que dirigían sus fuegos parabólicos á la villa sitiada, únicamente solemnizaban con pausado estampido aquella escena fantástica y funesta luminaria; pero cada vez eran más tardíos los ecos de las máquinas de guerra , y estos ecos, atendidos desde una dura cama, metida allá en el último rincón de un sucio y empobrecido alojamiento, despertaba tal vez en el que allí acudia para el descanso de sus fatigas anteriores, la idea que debe despertar la campana de la agonia cuando dobla por el espirante que aun la oye.

A todo ello, aunque Elizondo estaba en los dias de su mayor aprieto por efecto del cerco, parecía haberse sumergido; tanta era la mudez en su fondo, y tan pocas apariencias de vida se notaban en su recinto. Los centinelas de entorno movíanse acompasados en las sombras, más semejantes á autómatas circunscritos á discurrir dentro del límite de diez pasos, que seres animados; y solo la voz de alerta, que proferían perezosamente de cuarto en cuarto de hora, alternaba con el eco de los montes, degradando el sonido hasta perderse en la vaguedad, lejos, muy lejos.

Las grandes guardias, sentadas, sin fumar ni hablar, velaban en sigilo con el fusil entre las manos; los escuchas se tendían á distancia con el oído atentísimo pegado contra la tierra, y cada soldado imaginaba ver un vestiglo, ó recordaba los cuentos de trasgos que oyera referir en su niñez, ó traía á la memoria las sorpresas con que en ocasiones parecidas había recibido susto y arriesgado la vida por un poco de sueño, en mal hora venido á sus ojos y en peor momento logrado.

De vez en cuando reventaba una bomba dentro de la población y con siniestra claridad lucia un instante para alumbrar su propio estrago.

Jamás ardieron tanto las hogueras en el campo de los sitiadores, mientras que iba decreciendo el ruido de la artillería hasta que cesó completamente.

Al crepúsculo del alba sacaron los sitiados sus descubiertas, y con gozosa extrañeza se encontraron estas sin oposición á su paso, y reconocieron que el campamento enemigo estaba levantado.

Novedad de tanta monta llegó pronto á noticia de la guarnición y del vecindario de Elizondo, y fué celebrada por los soldados con cierto aire de júbilo arrogante que contrastaba con la frialdad que la recibian los patrones.

El Gobernador accidental de Elizondo era uno de esos militares que bajo el nombre de guerrilleros nos son hoy conocidos y se improvisaron Jefes en la guerra de la Independencia. Ordenancista, según la ordenanza íntima de los empíricos que surgen por su valor, cuidaba poco de la subordinación y mucho de la alegría de la tropa, y al paso que recogia por su mano una habichuela caida del saco, no le importaba que un soldado se desprendiera de su compañía por poco amor á la disciplina, con tal que hoy gritara viva y muera, que equivale á gritar mañana muera y viva.

Este sujeto, tan pronto como se encontró sin contrarios que le estrecharan, tomó un cabo de pluma, es decir, llamó un cabo de escuadra que escribía de corrido y diciéndole —llévame la pluma,— sentólo en su silla, y él se puso á pasear, dictando de esta manera: «Excmo. Sr.: La canalla anda lejos de nosotros y está en precipitada fuga, como no podía menos de suceder, dando yo...»

Aquí llegaba con su razonamiento el Gobernador, cuando entró un jefe de superior graduación á la suya, el cual mandaba una brigada de operaciones, refugiada á la plaza por consecuencia de una derrota honrosa, producto de una empresa temeraria.

El jefe se presentó algo azorado, más antes por la incertidumbre que por ningún género de temor, y dijo al Gobernador que se ofrecían de nuevo á la vista, en las posiciones más distantes, fuerzas considerables, las que, como ignoraba que pudieran ser amigas, dudaba si podrían ser contrarias.

El Gobernador con tal noticia rasgó su comenzado parte y cargó á cuestas con un anteojo enfundado, que con no ser muy bueno, era mayor que una pieza de montaña. Luego se asomó á la ventana y previno al cabo de pluma, diciéndole: ponte tú de cureña, que les voy d apuntar el catalejo para contarles hasta los botones.

En efecto, el cabo que ya tenia practicado aquel oficio, represando el aliento, dejó que sobre su hombro se apoyara y se desarrollara el largo anteojo.

No bien hubo el Gobernador enderezado la vista para fijarla en los objetos aquellos que á la manera de rebaños montaban el horizonte, exclamó y dijo: no haya susto, mi Brigadier, que son cristinos.

El Brigadier probó cerciorarse por sí mismo, y quedando ambos convencidos de la verdad, mandaron que les trajesen los caballos, y al poco rato salieron al encuentro de los que á su socorro venían. Componíanse las fuerzas recien llegadas nada ménos que de dos divisiones, con el General en jefe del ejército á la cabeza.

Entraron en la plaza aquellos libertadores de Elizondo con todas las señales del cansancio y llenos de la fiereza de su profesión. Traian los rostros tiznados de pólvora y los hombros cargados de nieve; el barro por delante les cubría las rodillas y por detrás les pasaba de la cintura; brillábales en los bigotes su propio aliento cuajado en carámbanos, y en los ojos les relampagueaba el ansia de abrigarse y de reposar junto al fuego y la patrona; allá bajo aquellos techos de aquellas casas que conforme los cansados hombres seguían impulsados de la obediencia marchando en falange, les parecía ¡tanta era la ilusión de su deseo! que contramarchaban las viviendas, negándose á refugiarlos; y asi dejaban al pasar una maldición al frente de cada puerta.

De esta manera desfiló la tropa á formar pabellones en la plaza de armas, y el General en jefe se mantenía á caballo.

Aquel anciano, tan celebrado en época de mayor gloria para sus heroicos hechos, cabalgaba en una poderosa muía torda, de la que él mismo decia ser tan buena su bestia que amanecía con el alba en Alsasua y se ponía con el sol en Zaragoza.

El traje de este Viriato era una capa parda sobre una levita de paisano y un sombrero redondo, forrado de hule y puesto sobre un pañuelo de colores que llevaba liado á la cabeza.

A pesar de este porte, su fisonomía era elevada y enérgica; la decoraban respetables canas y la enaltecía la fama sobre el mismo teatro de sus antiguas hazañas.

Los ojos azules del indomable General acaso no tenían la radiante mirada del genio, pero se asomaba á ellos la perspicacia junto á la inquebrantable firmeza del caudillo. No usaba bigote; antes al contrario, una breve, blanca, modesta y apaisanada patilla apenas le rebasaba la oreja. Su sable era su único signo militar; no su espada, su sable; que fulminado por su brazo se habia teñido y reteñido en sangre de los enemigos de su Rey, de su Patria y de su Religión; y con el que habiendo dado cien victorias á su Rey y á su Patria, volvia también con él de la segunda emigración á la que le tuvieran condenado largos años su Rey y su Patria.

Así se ofrecía al frente de un ejército formidable el General Espoz y Mina; así mandaba en las batallas aquellos aguerridos soldados que en valor igualaban y en indisciplina comenzaban á igualar á nuestros tercios de Flandes, ó á los aventureros de Cortés y de Pizarro, cual creo que harán siempre los españoles en las campañas prolongadas.

Sin embargo, ninguno seria osado á mirarle sin respeto (tanto era imponente su rostro y el gesto de su boca tan imperativo) ni nadie al ver al hombre vestido con el traje de nuestro pueblo, montado en una mula aparejada á la española y con estribos de fraile, nadie al verle por vez primera á la punta de las tropas habria dicho, aquel paisano será un guia que les enseña el camino, sino que al mirarle todos dirian aquel es el General Mina que las manda y conduce por sendas extrañas; porque Mina tenía un aspecto tan característico de héroe de la guerra de la Independencia, en la que fué modelo, un sello tan peculiar de Capitán aclamado por el pueblo, que no solamente le revelaba al primer golpe de vista, sino que lo imprimió en muchos de los caudillos de su escuela; si bien desapareció con él, sin dejar continuador es cuando bajó al sepulcro.

Al parecer, ninguna zozobra asomaba al espíritu del General, ni dolor alguno mortificaba su cuerpo; pero al ir á echar pié á tierra, lo hizo sin aquel natural desembarazo con que suelen hacerlo los hombres acostumbrados al ejercicio de las armas; y como el Gobernador acudiera á sostenerle de un brazo, dijole que no le tocara allí porque tenia un balazo.

En efecto, el General Mina habia sido herido horas antes en un reñido encuentro al forzar el paso de Larramiar, y nadie lo supo durante el combate, más que uno de sus Ayudantes que le ayudó á echar el embozo izquierdo sobre el hombro derecho, apenas recibida la herida, para tapar el taladro y esconder la sangre ¡Serenidad admirable en un hombre es aquella, que cuando le llega de súbito el golpe matador, le halla prevenido para no fruncir las cejas ni advertir á los circunstantes de su daño!

César, tapándose el rostro con el manto para morir digno y resignado bajo el puñal de Bruto, y el Condestable Borbon mandando en su agonía al pié de los muros de Roma, que lo arreparan con su capa blanca, para no ser conocido, acaso no revelan mayor temple de alma, si son figuras trazadas en la historia con rasgos más evidentes.

Distribuidos por fin los soldados á 80 y á 100 en cada casa, el General pasó á su alojamiento acompañado de algunos Jefes y el Gobernador; é iba muy avanzada la noche, cuando esta última autoridad volvió á la calle, mas nadie supo la operación militar que se disponia para el dia siguiente.

Antes de amanecer, salieron de Elizondo unas compañías de cuerpos francos con un pliego cerrado para el alcalde de Lecároz y se posesionaron del pueblo. De allí á poco rato las divisiones rompían el movimiento hácia el mismo punto.

Llegaron; y los soldados francos formaban un cordón enderredor del pueblo sin permitir la salida á ningún paisano.

Por orden del General en Jefe debían los vecinos de Lecároz esperar reunidos en la plaza pública la llegada del ejército.

Eran estos vecinos veintitantos ancianos, vestidos con las modestas y aseadas galas de los días festivos, y llevaban sus blancas guedejas peinadas mansamente sobre la espalda. No habia jóvenes entre ellos, porque estaban entre todos los del reino de Navarra reunidos en armas.

Presentóse el General, y los ancianos rodearon su mula para saludarle con palabras vascuences y patriarcales ademanes. Entonces Mina, contestándoles en el propio idioma, les conminó para que declararan el lugar en donde los facciosos habían escondido la artillería, ó que de lo contrario, aquellos á quienes se dirigía serian pasados por las armas en castigo de su tenacidad, y que tras de esto haría incendiar el pueblo de Lecároz como en años anteriores, y por motivo semejante, hizo en Cataluña con Castellfollit.

Todos á la vez se sorprendieron cual si los hubiese sacudido un rayo, y unánimemente contestaron que nada sabían de lo que se les preguntaba.

Repitió su mandato el General, y como nada más contestaran, sino que antes juraban su inocencia, los mandó contar de cinco en cinco, y cada uno que cerraba este número, quedaba aferrado entre las manos de un cabo.

Juntáronlos, y gritaban, y gemían, y se desesperaban los infelices con la muerte al ojo y las protestas de su fe en los labios.

Las víctimas resultaron ser cinco, y no parecía sino que Dios, apiadado de aquel pueblo, hubiese señalado para la muerte inmediata los hombres más cercanos por sus años á la muerte natural.

Los habia tan infirmes, que apenas podían andar; ancianos, caducos, decrépitos, de encorvadas espaldas, arrastrándose bajo el peso de los años; y en torno á estos se agrupaban los ménos entorpecidos de sus miembros para llorar, para rezar, protestando juntos de su inocencia; y protestaban, lloraban y rezaban, lanzadas al cielo las manos temblorosas.

De esta suerte aquella múltiple plegaria y queja dolorida, hija de un solo dolor y de una común inocencia, despedazaba las entrañas, cuando se precipitó rompiendo hacia ellos, y se colocó en mitad de ellos un sacerdote, procurando ampararlos á todos con sus hábitos, queriendo abrazarlos á todos con sus brazos, y bañándolos juntos con sus lágrimas.

Si el entusiasmo ó la ambición crea los héroes, la fe y la caridad hacen los santos.

El héroe es un mártir aguijado por la pasión que siente, pero que no reflexiona; y se arroja á una muerte casi cierta por el seguro logro de la gloria histórica; pero el santo es un héroe sencillo y sensible que medita, y meditando y sintiendo, lleva espontáneamente al sacrificio su breve vida, derramando consuelo en sus semejantes con la esperanza de verse consolado.

¡Oh! Aquel sacerdote cuyo nombre ignoro, pero cuya gran figura moral está presente en el altar de mi memoria donde reverencio las virtudes, era una de esas naturalezas perfectibles que no se dan cuenta de su bondad, porque el Evangelio las funde y las troquela en su molde.

Tenia mucho de la abnegación de San Pedro y algo de la energía de San Pablo; pero le faltaba el ejemplo vivo é inmediato del Divino Maestro, y el Teatro de la Roma de Nerón para evidenciarse y crecer.

Bah! un pobre Cura de Aldea (dirán algunos).... También sin duda se dijo cosa semejante del pobre pescador de la mar de Tiberiades.

Allí, el grupo de los que iban á morir como dejo expuesto; y en medio de ellos tan solamente el pobre Cura de aldea estaba en pié, rígido el semblante, el índice marcando la eternidad.

Enfrente, otro grupo de soldados francos con las armas preparadas, prontos á ejecutar las muertes.

A un lado, el General Mina con su Estado Mayor á retaguardia.

A más distancia, los batallones cerrados en masas paralelas; y acá y allá los incendiadores atentos con las teas ardiendo entre sus manos.

Los condenados al suplicio se confesaban á grito herido como los cristianos primitivos; y al derramar el pastor de las almas la bendición absolutoria sobre todos, quedáronse inefablemente serenos esperando la muerte.

En este punto, y mientras que unos de los soldados ejecutores apuntaban y otros retiraban las armas, el oficial del piquete gritó al sacerdote que se apartara para no recibir daño; mas el pobre Cura de aldea, lejos de eso, extendió los brazos y tendió las manos sobre las víctimas, para que ellas bajo su amparo recibieran la corona del martirio.

El oficial, después de instar en vano al sacerdote dos, tres y más veces, encargó á los soldados que se acercaran mucho, evitando tocar al Cura, y mandó por último la fatal descarga.

Sonaron veinte tiros contados.

¿Saben nuestros lectores lo que son veinte tiros contados en una ejecución en masa?

Heridos con poco tino votaban contra el suelo los ajusticiados; y algunos pedían más/ más! más....! mientras que el sacerdote en medio de aquellos derribados agonizantes era escabel de la gloria, y hasta que avanzando una mitad de compañía, se dispararon sobre ellos muchos tiros y cesaron los ayes y aquel pedir el término de la vida, porque la había llegado ya la quietud de la muerte.

Aquí acabó la obligación del ministro de Dios; y pues comenzaba la del subdito del Estado, que no siempre van asociadas, llegóse acto continuo al General en jefe, y le saludó con humildad tan profunda, cuan antes fuera levantada, enérgica é independiente su empresa.

Entonces se publicó por las calles, á viva voz, un bando militar, previniendo que los niños y mujeres salieran en el acto de sus casas, porque la población iba á ser incendiada en castigo de la contumacia y rebeldía de sus moradores.

Los soldados francos, con las teas en los manos, seguían detrás y entraban en las casas repitiendo el sentido de la orden militar.

A poco rato salieron las mujeres con sus hijos más pequeñuelos en los brazos; y algunos rapaces seguíanlas cargados con líos de ropas y otros utensilios domésticos, á la manera de aquellas familias hebreas de los tiempos bíblicos que huían de Faraón con sus penates.

Pero estas hembras, soberbia raza de amazonas, ni se atropellaban en la fuga, ni daban alaridos; no lloraban, no maldecían, no se quejaban siquiera: lento el paso y la mirada iracunda, juntáronse todas, y juntas se pararon á contemplar el estrago.

Cundió el fuego con espantable rapidez; su base era todo Lecároz; su cúspide se perdia en las nubes.

Viéronle desde lejos los hombres de los montes, asi como los que habitaban en los valles, y se asustaron; pero cuando oyeron referir la lastimosa historia, claváronse las uñas en las palmas de las manos y callaron.

La hoguera era inmensa; y en medio de ella sonaban tiros.... ¡Ay! era que los heridos enemigos, no pudiendo presentarse ni huir, se habian refugiado en los pajares por esconderse, y allí morían abrasados y abrazados á sus fusiles que candentes estallaban al espirar el defensor carlista.

¡La hoguera era inmensa! y los soldados se replegaron con paso á retaguardia por no poder sufrir tanto calor. Las mujeres no echaron ni un pié atrás.

Ya, por último, las tropas Cristinas deshicieron aquella formación compacta para desfilar al llano.

Marcharon: y como fuesen por tortuoso camino en prolongada hilera, las armas á discreción y los hombres muy callados; parecían en su conjunto una larguísima serpiente de aceradas escamas que se desliza y huye cautelosa porque le habian incendiado el matorral de su guarida.

Marchaba yo como uno de tantos otros cabizbajo y encerrado en mis meditaciones, cuando mi amigo Mr. Saintyon, coronel francés, que de orden de su Gobierno seguia al cuartel general, me tocó en el hombro y volví hacia él la cabeza.

Entonces el coronel, levantando el brazo, me señaló un objeto á corta distancia de la población que ardia; era el contorno de una mujer inmóvil, erecta, plantada como una estatua. Me preguntó el coronel diciéndome: ¿qué os parece? A lo que le respondí: «me recuerda á la mujer de Lot frente á Sodoma.» El noble extranjero me replicó: «Ese es el cuadro, pero en verdad que Sodoma tenia mayor culpa.» Luego continuamos marchando en la fila, porque éramos anillos de aquella larga serpiente que se deslizaba.


Antonio Ros de Olano.