Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
XI


En cambio, la curiosidad de muchos espectadores de los palcos y de las sillas parecía tener al de Rodrigo por objeto. Buscaban los lentes a Petrita, divina con su pelo oscuro partido en bandas y su vestido claro que le aprisionaba el talle, graciosamente apoyado en la almohadilla escarlata de la baranda del antebrazo, cubierto por el guante, entre cuyos blancos dedos brillaba el nácar de los gemelos. Buscaban también a Josefina, con su arrogancia de mujer hermosa y su distinguida altivez de virtuosa dama, sentada junto a la noble doña Luz, que vestía severamente de negro.

Al entrar, habían contestado acá y allá los saludos de algunas personas de su amistad. Aurora y su madre estaban con la familia del gobernador; Pedro Lujan, en el palco del teniente coronel Romero, y Luis Contreras, en una silla de primera fila, cerca del callejón de las cuadras, donde, cuando terminaron los clowns, una doble fila de criados con librea azul dejó calle a un equilibrista, mientras la orquesta rompía en un vals lento. También estaba en sillas Román de Herrera, el joven estudiante de último de Leyes y ya novio de Petra. — ¡Tonta, mírale! ¡Vuelve la cabeza! — la aconsejaba Josefina,

Y como en la disposición que se habían sentado quedaba Petra dándole al novio la espalda, esperó que el equilibrista concluyese y le propuso a la joven cambiar de sitio con el pretexto de «favorecer a los enamorados» . No tardó en descubrir algo ingrato: cerca de Román ocupaba otra silla el maldito notario eclesiástico..., el único hombre que, con su capa de beato, osaba hacerle la corte...; ¡pero qué hombre, gran Dios!... Le observaba mirarla con descaro a través de unos enormes gemelos negros de latón, por debajo de los cuales, y entre sus manos morenas y huesudas, no se descubrían sino la boca grande de macho cabrío, con dientes amarillos, rodeada de hirsuta y rizosa barba de azabache. El cráneo, completamente calvo, excepto por encima de las orejas, relucía como una vieja calavera bruñida y puntiaguda.

Era la primera vez que le veía sin sombrero, y llegaba Josefina al colmo de la repugnancia. El hombre aquel que, a fuerza de cinismo, quería imponérsele, sin disimular siquiera su fealdad, la llenaba de ira. Pasaba de los cincuenta años y, ¡oh, adorador macabro!..., ¿no juzgaba siquiera indispensable para merecerla ni aun limpiarse aquellas uñas largas y achocolatadas por el tabaco, que lucían festones de negrísima porquería?

Rabiosa contra él, cayeron sus ojos en Rodrigo, muy atento a ver cómo cambiaba el espectáculo.