Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.
VI


Sintió a la niña en su azotea y corrió a la tapia.

— Buenas tardes, Elia,

— Buenas tardes, Rodrigo.

Elia subía infaliblemente después de comer a cuidar los perros, los monos y las dos catalas. Rodrigo la vió ir a su oficio, de jaula en jaula, riñendo a Gut, que trepaba por la alambrera y no dejaba nada a los otros; acariciando a Molk, que gruñía y estiraba la cadena, moviendo la lanosa cola por plantarla las manazas en los hombros.

No la interrumpía Rodrigo hasta que ella distribuía los dos panes despedazados en su falda. La castigaría el clown de hacerlo mal... y ya en las tardes anteriores habíale contado Elia a su amiguito la crueldad con que la pegaban por cualquier cosa: cuando en los ensayos sobre su jaca andaban torpes, le tendían indiferentemente el látigo a la jaca o a ella... Y había llorado la pobrecilla refiriéndolo, haciendo llorar al niño también.

Otra tarde manifestó temores de no poder hacer por la noche, en la gran batuda, un salto mortal de costado que querían que diese y que habían ensayado poco. La iban a hundir a latigazos, dentro, como siempre que lo hacía mal en la función, y por más que el director la mimaba en la pista al ver que reía cariñosamente el público...

— Oye — propuso Rodrigo lleno de piedad —, ¿no has visto mi gimnasio? Ahí está, y un trampolín con arena. Lo malo será que te caigas, si es eso tan difícil; pero si crees que no, ven... ¡ensaya en mi gimnasio!

El estorbo estaba en la tapia, porque Elia no tenía escalera. Sin embargo, halagada por la invitación, bien pronto la pequeña artista halló modo de mirar si servía el gimnasio. Una silla rota, sobre la que colocó dos viejos cajones de petróleo, permitió formar una movible torre a que se encaramó en seguida. «¡Magnífico!» ¿Y no le reñiría la familia de Rodrigo?

— Aquí no viene nadie por la siesta, con este sol.

— Pues ¡hala!

De un salto, apoyada en las manos, quedó sentada en el caballete, una pierna, luego otra... y se tiró ágil desde arriba, aun antes que Rodrigo tuviese tiempo de brindarle la escalera.

— ¡Caramba! ¡Se conoce que eres gimnasta!

— ¡Oh, verás! Y eso que no podré así. Espérate. ¿Tienes una cuerda?

La encontraron y se ató a la cintura el vuelo de la falda cruzándoselo entre los muslos y transformándolo en un gracioso pantalón.

En seguida ensayó, causándole al amiguito admiración y espanto con sus molinetes en la barra, de donde se arrojaba disparada en vueltas por el aire; con sus dominaciones en las anillas, con sus equilibrios en el trapecio, en que de pronto, a un ¡hip! salvaje, daba caídas atrás con todo el cuerpo para quedarse colgada de los pies con la hermosa melena de oro barriendo el suelo. El trampolín le produjo a Rodrigo mayor miedo todavía, porque no se trataba de simples saltos mortales, sino de lanzarse recta por el alto y dar la vuelta como una varilla flexible, o bien de ir a caer de cabeza y saber doblarse con vigoroso empuje a media vara del suelo, en forma que se pusiera de pie después de haber rodado sobre la nuca y la espalda; el salto de costado, principalmente, debía de ser de inmensa dificultad, pues aunque Elia se despedía bien sobre la pierna derecha no podía revolverse por el aire sin perder la lateralidad, cosa que la desesperaba y que la hacía caer de mal modo algunas veces.

— ¡Pero eso es un disparate, tú! ¡Vas a hacerte daño! — repetía el jovencillo, alarmado y rebosando lástima.

Le brotaron las lágrimas una vez que su amiguita fué trompicando hasta arrastrar la cara por la arena, empujándole a él, que cayó también, porque había intentado inútilmente detenerla. — ¡Mira! ¿Sabes?... Eso no quiero verlo. No quiero que lo hagas.

Y como estaba plantado ante el trampolín para impedirlo, ella replicó:

— Ya te decía que no podré a la noche. Descompondré la batuda, porque los que vienen detrás o han de pararse o me caerán encima. ¡Van a pegarme mucho!

Sólo entonces comprendía el muchacho el horror de aquel oficio. No bastaba que la delicada muñeca de ojos verdes fuese una artista notable en muchas cosas: se la pedía siempre más, que hiciese más, que lo hiciese todo, y, si no, le daban palos y latigazos como a la jaca... El corazón se le oprimía. Por último, sacó el pañuelo y se alejó a llorar en un rincón, a llorar amarga y desconsoladamente. Elia se sentó en el trampolín y lloró en silencio.

Pero a Rodrigo le ahogaba la indignación al mismo tiempo que la pena, y volvió a acercarse:

— Oye, tú. Y si ellos no son ni tu padre ni tu madre, ¿por qué tienen que pegarte?

— ¡Yo no tengo a nadie más que a ellos, desde que se mató mi madre! — respondió Elia, separándose el pañuelo y mostrando entre las lágrimas una sonrisa.

Su acento de experiencia dura de la vida contrastaba con su celeste candor amoroso de angel en los ojos, y puesto que Rodrigo comprendió la dolorosa necesidad de que aprendiese, él mismo la invitó de nuevo, poniéndosela enfrente para evitarle caídas fuera de la arena, ayudándola con inocentes consejos que la hacían sonreír y contemplando, en fin, el brutal espectáculo de aquel salto imposible con la solemne atención que si estuviese viéndola prepararse para un sacrificio trágico de muerte.