Reseña de Coplas y quejas de José Puig Pérez
Decididamente la poesía va de capa caída,—juntamente con otras cosas. Basta fijar un momento la atención en lo que está pasando, y se verá que la desaparición, próxima a todas luces, del arte de la rima, coincide con la mayor afición hacia lo útil que se nota en nuestra época, y a la par, con el incremento que toman ciertas instituciones no del todo favorables al buen nombre de la estética. La oda no es compatible con el cancán; la octava real, sin la monarquía, no tiene razón de ser; la elegía no se comprende faltando niñas románticas; los tercetos no pueden conciliarse con los ferrocarriles, y los poemas históricos son inútiles desde que las dinastías se derrumban tan pacíficamente como ha sucedido en estos tiempos. No hay que darle vueltas; la poesía seguirá dentro de poco la suerte de las comidas -a la española, de los fusiles de chispa y del impuesto de consumos. Esta es una época de transición, y de cada día el arte de hacer versos tiene menos alimento con que nutrirse y le va faltando aire en que respirar; así es que mientras llega el instante en que lance el último suspiro va reduciendo sus antes universales pretensiones, tanto por lo que mira a los asuntos como en lo relativo a la forma que les da.
Y es muy natural. ¿Qué hechos de nuestra edad se prestan a ser poetizados, si en todos hay un fondo de positivismo que repugna? ¿Acaso el ensanche de las poblaciones o la prohibición de las manifestaciones nocturnas? ¿Acaso las minas de carbón de Belmes, como no sabemos si en tono de zumba, recomendaba no ha mucho cierto periódico? Pues eso sería trocar los frenos y hacer representar a la poesía un papel que no le corresponde por ningún concepto.
Sucede, por lo tanto, que los poetas han de limitarse a cantar lo mismo de siempre, es decir, a las mujeres; solamente que como las mujeres de ahora se parecen muy poco a las mujeres de antes, y las modernas Elisas y las recientes Julias no son las antiguas Leonoras y las añejas Escolásticas, han debido cambiar también ellos las fórmulas del canto, y en vez de endilgarles sonetos y odas sálicas, dirigirles Coplas y Quejas, romances, camelos, cantares—que, a veces, como decía un ilustre crítico, no son más que cantazos,—y otras yerbas, ya que no perfumadas flores. Tema fecundo son, a la verdad, las tales mujeres; en todas épocas han tenido poder bastante para inspirar a los poetas, y desde Anacreonte hasta Puig Pérez nunca han faltado cosas nuevas que decir de ellas, casi siempre en son de queja, pocas en términos de gratitud,—en lo cual se ve que la poesía no deja de tener también cierta cantidad de lógica.
Fuente inagotable es dicho sexo de ayes, de lágrimas, de suspiros y de lamentos por parte del nuestro, dejando sentir su despótica influencia en todas las edades de la vida humana; así es que si el hombre fuese poeta desde que nace hasta que se extingue, podría cantar continuamente, sirviéndole de argumentos los tormentos sufridos con el ama, los malos tratos de la niñera, las zurras de la madre, las perradas de la novia, los disgustos con la esposa y los arañazos de la suegra; tan cierto es que el hombre vive en continua tutela de la mujer y gobernado por ella en todo.
Bien puede decirse que el que trata de este punto en la esfera de la poesía sin incurrir en repeticiones ni decir vulgaridades, alcanza un mérito recomendable, y es cuanto se puede exigir en estos tiempos a los que creen todavía en la vitalidad del arte de Homero. El señor Puig Pérez ha dado pruebas de llenar ambas condiciones, y en su virtud la patente de poeta obra con toda legitimidad en su poder.
Esta es una de las quejas:
se multiplicara
mi tormento, serían tormentos,
y nadie negará que si es linda por la forma que reviste, no deja de ser también original, con sus ribetes de filosófica.
Cuando dice:las velas que andan,
mas pronto o más tarde
en un punto paran.
Mis sueños son aves,
son velas mis sueños,
mas ¡ay! que en mi vida
tengo para mí que hay que concederle el verdadero temple de un poeta del siglo XIX, de esta época incansable en todo, colosal en su actividad como en su inercia, febril en su movimiento como en su letargo. He ahí un profundo concepto: ¡Qué niño! me dicen unos; ¡qué loco! me dicen otros; ¡pobres gentes que no saben ni ser niños, ni ser locos! No por los dos ejemplos citados vaya a figurarse el lector que todo el libro se mantiene en ese tono elevado y conceptuoso. Ahí van un par de cantares que demuestran que el autor está bastante enterado de lo que son las mujeres, y que no es extraño a sus costumbres el arte de la galantería:
cuando te vi con aquel,
que quien hace un cesto, suele
cien cestos, muchacha, hacer.
Unas perlas le robaron
al platero de ahí enfrente;
a los civiles del pueblo
no les enseñes tus dientes.
De tus párpados prendido
debe estar mi corazón;
pues cada vez que los mueves
Abundan en el libro cantares tan delicados como los aquí transcritos, y pocos habrá que merezcan del lector la pena de no ser leídos por segunda vez. La impresión que el libro deja es idéntica a la que causan todos los libros de nuestra época, es decir, la de un corazón que sufre, la de un corazón conmovido que choca contra un corazón insensible. ¿Habrá que deducir de ésto que la actual generación ha perdido las cualidades de virilidad que tenían las antiguas? No, ciertamente, y sería equivocarse mucho tomar por almas débiles las almas tiernas; antes al contrario, son con frecuencia las más frágiles aquellas que más duras se ostentan en apariencia.
Si el señor Puig Pérez, dejando a un lado la vihuela del coplero quiere emprender obras de más valía y alto empeño, no es de creer que reciba menos aplausos que los que con ocasión de su primera obra le ha tributado la crítica imparcial.
Algunos acentos han sido modernizados