Relato de un oficial polaco
En cierta ocasión hablé con un oficial polaco, un capitán, que fué herido en la Mandchuria, y, de aquella guerra vergonzosa y, como todas, atrozmente inútil, me hizo relaciones que causan vértigo, porque son tales, que la imaginación más desenfrenada no puede concebir nada semejante, ni siquiera bajo el dominio del más terrible y angustioso sueño. Por excepcionalmente espantosos que nos hayan parecido ciertos episodios transmitidos por corresponsales de periódicos, en tiempos de guerra, todos juntos no alcanzan al horror que inspira uno solo, el que, por no poder referirlos todos, escojo entre muchos iguales o más horrorosos, de los que el oficial polaco me refiriera.
— Era la noche siguiente a una acción desgracíada, como siempre... Estabamos en el campo, tristes, con el corazón oprimido, con los cuerpos agotados. Sin víveres, sin ambulancía, sin leña que quemar... nada ! Un frío de veinticinco grados nos exfoliaba la piel y acarreaba sangre helada en nuestras venas. Permanecer inmóvil, dormirse, era la muerte. Muchos murieron, en efecto, aquella noche !
» Representaos, si podéis, esto : un montón de diez mil hombres, silenciosos, de quienes sólo se percibía el rumor del movimiento de los pies sobre la tierra helada, pero ni una voz, ni un soplo... Unos rezagados que llegaron dijeron que, a su paso por la llanura, a la, derecha, habían oido gritos, quejas y ayes de dolor... Los heridos, los pobres heridos perdidos en el desconsuelo y en las tinieblas de la noche ! Habían topado con algunos, pero no teniendo con qué conducirlos, les habían abandonado, pensando : ¿ Para qué ? Yo exclamé : « Es preciso recoger los herldos ; no podemos dejarlos morir así... ¿ Quién viene conmigo ? » Nadie respondió... Me dirigi al coronel ; me volvió la espalda... Al general ; ni me escuchó siquiera... Un cirujano de alta graduación me respondió : « ¿ Dónde los pondremos ? No tenemos camillas, ni farmacía, ni instrumentos... nada... ¡ Que mueran como puedan ! » Ni una palabra de justicía, ni de piedad, ni siquiera de miedo... sólo indiferencía, pero esa indiferencía brutal del más repugnante egoismo, que es tanto más brutal y repugnante porque se manifiesta en el hombre, en el ser capaz de las más sublimes concepciones. Y todo porque así es la guerra, porque así degenera el hombre, y porque todos aquellos infelices, jefes y simples fusileros, tenían la convicción intima de que al día siguiente les tocaría a ellos. Sin embargo, a fuerza de buscar, logré descubrir algunas malas angarillas, y a fuerza de remover aquellas masas inertes, aquellos seres humanos transformados en guerreros, pude arrancar de tal degradación a un centenar. Partimos... la noche era negra... encendimos antorchas, pero después de haber andado una hora, los gritos de los heridos nos guíaron mejor que nuestro lúgubre alumbrado. A cada paso tropezábamos con montones de cadáveres de hombres y animales... De pronto me sentí detenido, inmovilizado, pegado al suelo... Dos manos, como dos tenazas, me oprimían los tobillos, se me aferraban e incrustaban en las piernas, en tanto que una boca mordía el cuero de mis botas a plena dentellada, esforzándose pur desgarrarla, gruñendo como fiera rabiosa... A mis gritos acudieron unos soldados y vimos un herido con las dos piernas cortadas, que se retorcía a mis pies, en un estado que parecía una larva humana. No pudiendo hacerle soltar la presa, le remataron a patadas y a culatazos en el cráneo.. Viví entonces allí un minuto de espanto imposible de expresar.
El narrador se puso más pálido aún de lo que estaba, sus pupilas se dilataron bajo una impresión de horror y, con voz temblorosa, prosiguió :
— Tenía el corazón desfallecido, el cerebro trastornado por todas las sacudidas del delirio. Queriendo escapar a las otras visiones de la noche, pude aún reunir mis hombres, y pensaba, oyendo los gritos que resonaban esparcidos en la Ilanura : « ¡ Que mueran ! ¡ Sí, que mueran todos ! » Y me disponía a volver al campo, cuando de repente llegaron de la derecha clamores, alaridos, algo más rabioso y salvaje que las quejas ya oídas... a pesar mio, puede decirse, me dirigí a aquel sitio, y, bruscamente, surgiendo de la sombra, alumbrados por las antorchas, ví — no era ilusión de la fiebre, no era visión de opresora pesadilla — ví diez, ciento, doscientos hombres desnudos que saltaban, gritaban y gesticulaban... A veinticinco grados de frío, aquellos cuerpos mostraban rostros sangrientos, pechos agujereados, heridas rojas, largas cuchilladas cerradas por negros coágulos... unos se arrastraban o intentaban saltos sobre muñones sanguinolentos, algunos estaban armados de sables y revólvers, que blandían dando gritos, y a nosotros, que ibamos en su socorro, no reconociéndonos, nos gritaban : « No os acerquéis ! » Estaban locos.
Después de una pausa continuó :
— Sonaron algunos tiros... cayó uno de nuestros hombres ; ¿ Qué habíamos de hacer ? Retrocedí. Durante algunas horas permanecí con mi escolta a alguna distancía de aquel grupo de condenados. Sus clamores se exaltaron más todavía ; después disminuyeron poco a poco... cesaron. Decaída la exaltación de su locura, les dominó el frío ; al amanecer, estaban muertos... al amanecer, todos los heridos de la llanura estaban muertos !
Nueva pausa y añadió :
— Al día siguiente me tocó ser herido... una bala me abrió la articulación del hombro derecho... No sé cómo no morí, ni sé si curaré... Voy hacía el Mediodía, donde tengo familia. Desde que he visto eso no tengo interés en vivir, porque mi vida es horrible.
» Imposible, de día ni de noche, alejar de mí la espantosa, la mortificante visión... siempre... siempre... aquel tronco humano que me muerde las piernas ! Y siempre aquellos locos... aquellos pobres locos desnudos y sangrientos en la noche glacíal ! No podéis comprenderme... Hasta me pregunto si me volveré loco también !... ¡ Si lo soy ya !... Cuánto hubiera preferido morir allí... »
(1905)