Tradiciones peruanas - Octava serie
Refraneto limeño

de Ricardo Palma


I - Soy camanejo, y no cejo

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Siempre he oído decir en mi tierra, tratándose de personas testarudas o reacias para ceder en una disputa: «¡Déjele usted, que ese hombre es más terco que un camanejo».

Si en todos los pueblos del mundo hay gente testaruda, ¿por qué ha de adjudicarse a los camanejos el monopolio de la terquedad? Ello algún origen ha de tener la especie, díjeme un día, y echeme a averiguarlo, y he aquí lo que me contó una vieja más aleluyada que misa gregoriana, si bien el cuento no es original, pues Enrique Gaspar dice que en cada nación se aplica a los vecinos de pueblo determinado.

Tenía Nuestro Señor, cuando peregrinaba por este valle de lágrimas, no sé qué asuntillo por arreglar con el Cabildo de Camaná, y pian piano, montados sobre la cruz de los calzones, ósea en el rucio de nuestro padre San Francisco, él y San Pedro emprendieron la caminata, sin acordarse de publicar antes en El Comercio avisito pidiendo órdenes a los amigos.

Hallábanse ya a una legua de Camaná, cuando del fondo de un olivar salió un labriego que tomó la misma dirección que nuestros dos viajeros. San Pedro, que era muy cambalachero y amigo de meter letra, le dijo:

-¿Adónde bueno, amigo?

-A Camaná -contestó el patán, y murmuró entre dientes: -¿quién será este tío tan curioso?

-Agregue usted si Dios quiere, y evitará el que le tilden de irreligioso -arguyó San Pedro.

-¡Hombre! -exclamó el palurdo, mirando de arriba abajo al apóstol.

-¡Estábamos frescos! Quiera o no quiera Dios, a Camaná voy.

-Pues no irás por hoy -dijo el Salvador terciando en la querella.

Y en menos tiempo del que gastó en decirlo, convirtió al patán en sapo, que fue a zabullirse en una lagunita cenagosa vecina al olivar.

Y nuestros dos peregrinos continuaron su marcha como si tal cosa. Parece que el asuntillo municipal que los llevara a Camaná fue de más fácil arreglo que nuestras quejumbres contra las empresas del Gas y del Agua: porque al día siguiente emprendieron viaje de regreso, y al pasar junto a la laguna poblada de ranas, acordose San Pedro del pobre diablo castigado la víspera, y le dijo al Señor:

-Maestro, ya debe estar arrepentido el pecador.

-Lo veremos -contestó Jesús.

Y echando una bendición sobre la laguna, recobró el sapo la figura de hombre y echó a andar camino de la villa.

San Pedro, creyéndole escarmentado, volvió a interrogarlo:

-¿Adónde bueno, amigo?

-A Camaná -volvió a contestar lacónicamente el transfigurado, diciendo para sus adentros: -¡Vaya un curioso majadero!

-No sea usted cabeza dura, mi amigo. Tenga crianza y añada si Dios quiere, no sea que se repita lo de ayer.

Volvió el patán a medir de arriba abajo al apóstol, y contestó:

-Soy camanejo, y no cejo. A Camaná o al charco.

Sonriose el Señor ante terquedad tamaña y le dejó seguir tranquilamente su camino. Y desde entonces fue aforismo lo de que «la gente camaneja es gente que no ceja».

II - La del su único hijo

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No pocas veces hemos oído en boca de la gente de bronce estas palabras: «Te clavo tal puñalada que no llegas al sunicuijo», frase a la que no encontrábamos, no diremos entripado, pero ni sentido común. Para nosotros era uno de tantos gazapos o despapuchos del habla popular.

También, para significar que alguno había muerto con ignominiosa muerte, oíamos decir: «Le llegó la del sunicuijo», y quedábamos tan a obscuras como un ciego; y así habríamos seguido, aunque Dios nos acordara


más años de los que cuenta
y de los que vivirá,
entre mis paisanos, la
Constitución del sesenta.


Pero cata que ayer una doña Mariquita, contemporánea y costurera de Rodil, como que diz que le pegaba los botones de los calzoncillos, me dio explicación clara y correcta de la frase, que en verdad no puede ser más expresiva. Juzguen ustedes.

Alta en los patriarcales tiempos del rey nuestro amo y señor, cuando un prójimo era por ladrón o asesino sentenciado a la pena de horca, tan luego como el verdugo le ceñía en el pescuezo la escurridiza lazada y estaba en aptitud de cabalgar sobre los hombros del criminal, daba tres palmadas, que eran la señal de no quedarle preparativo por hacer y de estar listo para el cabal desempeño de sus funciones. Entonces el fraile auxiliador del reo, que se situaba frente al callejón de Petateros, a pocas varas del cadalso, mostraba un crucifijo, y con tono pausado decía en voz alta:

-Creo en Dios Padre, todopoderoso, criador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo...

Y no decía más; porque, al llegar al su único Hijo, el jinete de gaznates daba la pescozada, y verdugo y víctima se balanceaban en el aire.


III - No tener ni cara en qué persignarse

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«¡Ay, hija! Estoy tan pobre que no tengo ni cara en qué persignarme», era frase usual y corriente entre nuestras abuelas, y con la que exageraban lo menesteroso de una situación que, por mala y apurada que fuese, siempre sería holgada y de hartura comparada con la que hogaño aflige a las viudas, pensionistas del Estado, que pasan meses y meses sin ver más sol que el del cielo. Esas sí que ya no tienen ni cara sobre qué persignarse.

De mis investigaciones filológicas he sacado en limpio que el origen de la frase fue el siguiente:

Hallábase en covacha del hospital de Santa Ana una enferma, llegada a tal punto de consunción y flacura, que cuando se pasaba la mano por el enjuto rostro, decía suspirando: «¡Ay, ya esta cara no es la mía!»

Antes de ir a parar en el santo asilo había sido poseedora de algunos realejos que se evaporaron en médicos y menjurges de botica; pero vecinas maldicientes aseguraban que si bien era cierto que la infeliz no era ya dueña de la estampa del rey en monedas, no por eso le faltaban arracadas de brillantes, collarín de perlas panameñas, sortijas con piedras finas y otros chamelicos de oro. Añadían las muy bellacas que la enferma, cuando se decidió a refugiarse en casa de beneficencia, enterró las alhajitas como quien guarda un pedazo de pan para mañana.

El runrún de hablillas tales llegó a oídos del capellán, el que, venido el momento de confesar a la moribunda, principió por decirla:

-Persígnate, hija.

La enferma no atinaba con las facciones de su rostro, y hacíase en la boca la cruz que a la frente correspondía. El capellán tuvo que guiarle la mano para ayudarla a persignarse en regla.

A mitad de confesión insinuó el padre:

-Me han dicho, hija mía, que tienes algunos teneres, y si esto fuese cierto harías bien en hacer testamento.

La pobre mujer le miró con sorpresa, y dijo:

-¿Qué he de tener, padre? ¿No ha vista usted que no tengo ni cara en qué persignarme?

Y nació la frase, que popularizándose llegó a ser refrán limeño.

Y a propósito de cara. No quiero perder la oportunidad para hablar de un refrán numismático que usaban las abuelitas cuando querían ponderar el número de navidades que una persona carga a cuestas. Decir de una mujer, por ejemplo: Fulana no tiene ya cara ni sello, era declararla moneda antigua, fea y gastada.


IV - Servir para lo que servía Benito

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Que no hay hombre tan inútil que no sirva para algo, es para mí verdad de tomo y lomo. El quid está en ocuparlo para aquello que Dios quiso que fuera apropiado. En apoyo de mi tesis va la historia de Benito.

Así se llamaba un indezuelo, mocetón de diez y ocho años, que en la serranía de Yauli, donde el frío es casi como el de Siberia, dragoneaba de pongo del señor cura, que era un respetabilísimo anciano. Pero el demonio del muchacho era una verdadera calamidad por lo bruto, lo inútil y lo negado para todo. Jamás hizo cosa a derechas, y ni siquiera aprendió a persignarse, por mucho que su patrón se empeñara en enseñarlo.

Nunca fregó platos sin quebrar media docena, y no pasaba día sin proporcionar al cura dos o tres sofocones y berrinches, de esos que atabardillarían la sangre hasta a los peces del mar.

Y sin embargo, el señor cura estaba cada día más contento y satisfecho de este pedazo de bestia, que no de carne humana; lo que traía maravillados a los feligreses. Su merced no podía vivir sin el Cacaseno del imbécil pongo.

Una noche lo mandó encender el cerillo, y por poco arden la casa curial y el pueblo entero. Entonces el alcalde y los vecinos caracterizados se apersonaron ante el cura para obligarlo a que despidiese de su servicio a ese borrico, que ellos se encargarían de alejarle del pueblo.

El señor cura, al imponerse de la legítima exigencia del vecindario, casi se echó a llorar, terminando por decir que renunciaría el curato si se obstinaban en separarlo de su criado.

-Pero, señor cura -le preguntó algo conmovido el alcalde,- ¿por qué tiene usted tanto cariño a ese animal? ¿Para qué le sirve?

Al oír esta pregunta se reaccionó el cura y contestó con energía:

-¿Que para qué me sirve? ¿Quieren ustedes saberlo? Pues me sirve para quemarme la sangre, y como esta tierra es tan fría, entro en calor y me ahorro el gastar en aguardiente, y el emborracharme, y el dar mal ejemplo.

Los vecinos se retiraron, satisfecha su curiosidad de saber que Benito servía para quemar sangre.

Y desde entonces fue refrán popular limeño esta frase: «Usted sirve, mi amigo, para... lo que servía Benito».


V - El sermón de la Samaritana

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Cuando un marido empezaba a echar una repasata a la señora porque el sancochado (que en Lima es el santo que más devotos tiene) estaba soso, madama le interrumpía diciéndole: «Ya me viene usted con el sermón de la Samaritana. Cállese usted y tengamos la fiesta en paz».

Cuando una limeña contaba a sus amigas que a otra ídem le había chantado cuatro frescas, no lo hacía sin rematar con esta frase: «Hijas, le prediqué el sermón de la Samaritana».

Confieso que tanto oía, allá en mis mocedades, esto del sermón de la Samaritana en boca de las limeñas del tiempo del rey, que picose mi curiosidad, abrí la Biblia y echeme a buscar el sermoncito tan cacareado. ¡Qué había de encontrarle, si el tal sermón no se predicó en Judea, sino en mi tierra! Y van a saber ustedes el cuándo y el porqué.

Érase un caballero muy caballero, llamado don Francisco de Toledo, clavero en la orden de Alcántara, y por más señas virrey en estos reinos del Perú por su majestad don Felipe II. Su excelencia, que a pesar de ser hombre muy beato, como que comulgaba cada ocho días, sentía con frecuencia subírsele la mostaza a las narices, supo un día que el padre Sanabria de los dominicos de Lima, y que era el predicador a la moda, tenía la llaneza y bellaquería de satirizar en el púlpito a los hombres del gobierno, y aun criticaba, sin pararse en repulgos, disposiciones administrativas.

Ya muchos oficiosos habían prevenido al padre Sanabria que se abstuviese de indirectas directas que podrían costarle caro; pero el orgulloso fraile contestaba: «Lástima es que el virrey no me oiga, que en sus barbas le diría verdades que le amargasen».

Un domingo de Cuaresma del año de 1576 fuese de tapadillo el virrey a Santo Domingo, curioso de oír el tan celebrado pico de oro. El tema del sermón del día era Jesús y la Samaritana.

Aquella tarde, y en momentos de subir al púlpito, otro fraile se acercó al predicador y le dijo:

-Mucha cautela, compañero, que el virrey está en el coro.

-¿Sí? Pues me alegro, porque va a divertirse.

Pasó el exordio y pasaron los floreos, y entró su paternidad en el meollo del tema, y al comentar el bíblico sucedido dijo: «A la Samaritana Nuestro Salvador le pidió de beber, como hoy los conquistadores que ganaron esta tierra para España piden pan, para sí y para sus hijos, al representante del rey. Deles algo su excelencia, y que no sea todo para los favoritos palaciegos; y si no lo hiciere así, en justicia y reparación de inmerecido agravio, pronóstico que las barras de plata que el virrey va a enviar a Cádiz para su casa y familia, se las tragará el mar sin misericordia».

Y continuó echando bomba.

Don Francisco de Toledo, a quien tildaban de nepotismo, porque las mejores brevas y los bocados más suculentos de esta tierra los repartía entre sus allegados y amigos, se mordió el belfo y tragó saliva. Pero cuando el padre Sanabria bajó del púlpito, dijo al oído al oficial que lo acompañaba:

-Cuando encuentre usted por la calle el ese fraile taimado, llévelo preso a palacio.

Al día siguiente el dominico estaba delante del virrey, quien le dijo sonriendo:

-Me alegro de verlo, padre, porque llega a tiempo para embarcarlo mañana bajo partida de registro en el galeón que zarpa con las barritas de plata que mando a mi familia. Vaya su paternidad a predicar en España el sermón de la Samaritana.

Y no hubo vuelta de hoja. Fue el fraile a bordo, sin que valieran empeños a librarlo; y para colmo de desdicha suya, al desembarcar en Panamá atacolo una fiebre maligna, que lo llevó sin muchos perfiles al mundo de donde no se vuelve.

En cuanto a las barras de plata, el cronista Meléndez dice que en efecto se las tragó el mar. Quizá Meléndez, que era también dominico, lo estampa así por espíritu de cuerpo y para que no quedase por mal profeta su compañero de claustro.

Tal es el origen del refrán.


VI - Ser de Padre nuestro

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Hay refranes que son verdaderos limeñismos, y que no atinamos a explicarnos el porqué han caído en desuso. No hay razón para que mueran uno de ellos es el que sirve de título a este artículo, y que en mi concepto es de lo más intencionado que cabe en materia de refranes.

En mi ya remota mocedad oía decir a las muchachas de mi tiempo, cuando desenfundando las tijeritas de la lengua se echaban a cortar mangas y capirotes de alguna otra descendiente de Eva: «¡Ay, hija! Si esa cándida es de las de Padre nuestro y la liga».

También los hombres, y principalmente los politiqueros cuando pretendían crear reputación de tonto a algún prójimo, exclamaban: «¡Ball! ¡Si fulano es de los de rezarle Padre nuestro!»

De más está decir que por entonces maldito si me ocupé de escudriñar el origen de tal frase o refrán. Bastábame saber que era proyectil de alcance, y mortal.

Hará veinte años que una doña Pepa \ ..., amiga mía, y con la cual murió la última limeña de cuño antiguo, refería algo de crónica social que yo no descifraba con claridad, y la abrumaba con preguntas, obligándola a poner punto sobre las íes. Aburriose la buena señora, y me dijo:

-¡Jesús, hombre de Dios! Hoy está usted de Padre nuestro.

(Traducción libre: «Hoy está usted tonto de remate, tonto de canasta y palito»).

«Aquí sí que te pillo, grillo», dije para mí. Y aproveché la oportunidad para que doña Pepa me contase el origen del refrán. Helo aquí.

Hubo en Lima por los tiempos de Amat una hembra muy decidora, la Mariquita Castellanos, de cuyas agudezas me he ocupado en dos de mis tradiciones. Llegada a vieja la Castellanos, se hizo beata de correa y hábito carmelo, conservando siempre sus resabios de murmuración juvenil. Por las mañanas, y después de persignarse, rezaba un Padre nuestro con esta variante en el final: «y líbrame, Señor, de cándidos, de cándidas y de todo mal: amén». Luego se vestía, y se encaminaba a la iglesia vecina para oír misa. Si por el tránsito encontraba a alguna prójima adefesieramente vestida, a algún pollo cursi o a algún personaje de esos de pantorrilla gruesa, mirábalos la beata de arriba abajo, sonreíase y murmuraba entre dientes:

-Anda, anda, que ya te recé tu Padre nuestro.

Conque, lectoras mías, ya que conocen ustedes la historia del refrán, les pido gracia para que no me lo recen por esta mi manía de desenterrar antiguallas.