Al verse nuevamente, después de tan angustiosa y larga ausencia, quedaron Luisa y Fernando pálidos y trémulos, sin determinarse á avanzar uno hacía otro, como si alguien les retuviera, como si una mano invisible clavara contra el suelo sus pies.

Fué Luisa la primera que, venciendo aquella timidez, adelantó hacia donde él estaba, con la mano extendida. Fernando cogió con las dos suyas aquella mano y murmuró con entrecortadas palabras:

-Gracias, Luisa, muchas gracias por sus fraternales atenciones durante mi dolencia.

-Á poder -repuso ella-, á no ser por el qué dirán pícaro, en persona hubiera acudido á prestársela. Amigo es usted de mi padre y no es mi padre solo quien se enorgullece con su amistad. Yo la comparto con orgullo. Es usted digno de ella. Y... basta de cumplimientos. Lo que importa es la salud de usted, y ésa ya no corre peligro. Un poco más delgado y un poco más pálido está. Fuera de esto, el de siempre, ¿no es cierto?

Al formular esta pregunta, los ojos de Luisa se fijaron como una interrogación en los de Fernando. -¡Cierto! -repuso él inclinándose, casi arrodillándose ante la joven.

-Pues andando, que el juez, su esposa, los novios y mi señor padre han subido ya al auto; ayúdeme usted á subir á mí y á su puesto. Supongo que no habrá olvidado el oficio -añadió jovialmente.

-Soy de los que no olvidan -repuso Mendoza junto al oído de la joven, mientras ella se apoyaba en el brazo de él para ganar el coche.

De un salto ocupó Fernando su asiento, empuñaron sus dos manos el guía y el automóvil echó carretera adelante, bocinando con estrepitosa arrogancia, devorando kilómetros entre nubes de polvo que se enrojecían y empurpuraban al reflejo del sol.

Fué alegre el amanecer, bajo el emparrado de la casa, á la verde sombra que se desprendía de las hojas, entre los perfumes que del jardín llegaban, entre las mismas flores, esencieros de aquel perfume, las cuales asomaban por entre hojas y ramas sus multicolores capullos, sus cálices abiertos á la fecundidad. No menos grato fué el paseo por la orilla del río; por aquellas márgenes de leyenda, donde era imposible acertar quiénes aprendieron de quiénes á entonar canciones, si los pájaros de las ondas ó éstas de los pájaros.

Siguieron al largo su corriente, pero no ya por las orillas; embarcados lo hicieron en un bote, que al remar torpe de las muchachas marchó aguas abajo descubriendo á cada vuelta, á cada recodo de las márgenes, paisajes deleitosos, rincones de íntima poesía; oquedades llenas de misterio, senderos apenas hollados por el humano pie, que se perdían entre camarines de verduras; casitas humildes, blanqueando entre el ramaje de árboles centenarios; chozas pastoriles frente á las cuales dormía el ganado y velaba el mastín; praderas que subían por la montaña, brindando el jugo de sus hierbas á vacas de lustrosa piel y de grandes ojos estúpidos.

Por entre los matorrales, sin que se pudiera saber á punto fijo de dónde procedían, llegaban cantores, notas sensuales y melodiosas á cuya vibración crujían las matas con crujimientos besadores. -¿Qué? -preguntaba Luisa á Fernando con seriedad burlona-, ¿tiene alguna cosa que envidiar este río, señor conquistador de montañas salvajes, al Putumayo y al Purus, donde vivió usted en cacique, gobernando leguas y leguas de terreno, cientos y cientos de hombres?

-¿Envidiar? No por cierto -respondió Mendoza en un arranque de sincero entusiasmo-. Ellos serían los envidiosos si la contemplaran á usted... Á ustedes, á todos nosotros -añadió con voz torpe, con rubores de mozalbete en galanteo-, seguramente nunca resbaló por aquellas aguas una embarcación tan digna de ser admirada y envidiada como ésta. Claro que yo me excluyo; casi casi por los años que entre ellos viví, soy de los de allí, de los salvajes putumayos que contemplarían á estas señoras, y no excluya ahora a la suya, señor juez, con asombro, y se arrodillarían á su paso, creyéndolas hijas predilectas del Gran Espíritu.

-Sin perjuicio de merendárselas concluida la adoración -dijo don Pablo jovialmente.

Tanto se prolongó el paseo y tan distraídamente lo pasaron en él, que daba comienzo el crepúsculo cuando echaron cuenta del retorno.

-De noche llegaremos á la casa -dijo la señora del juez.

-Menos mal que habrá luna.

-Aun sin ella es seguro el río -interrumpió don Pablo-. Sólo que para llegar antes y con antes, será bueno que ustedes, señoritas, cedan á los caballeros esos palitroques. De no, vamos á eternizarnos. Por supuesto, cenamos en la finca y hacemos noche en ella. Aún nos quedan por examinar los terrenos donde pienso establecer la granja. Mañana es domingo, y ni Menéndez tiene audiencia, ni yo tengo enfermo en peligro.

El enfermo está aquí y sin más peligro que el del naufragio. Todo será que pierdan la misa Dolores y Matilde. ¡Qué diablo, el padre Enrique tiene la manga ancha! Por habitaciones no hay que apurarse. Las tenemos de sobra. Conque á cenar, á regalarnos después por el jardín con las caricias de la luna, y cada mochuelo á su olivo cuando el sueño le golpee los párpados. ¿Estamos conformes?

-Conformes -gritaron todos á la vez.

-Pues ¡hala!, apretad el remo vosotros, que no hemos merendado, y el aire del campo abre el apetito.

Terminada la cena hicieron los viejos tertulia en el cenador del jardín. Matilde, Luisa, Fernando y Jaime comenzaron á pasear juntos. Pronto los dos novios fueron rezagándose en el paseo, hasta quedar solos, asentados sobre un banco que bajo un rosal se tendía. Allí quedaron entonando en voz baja, labio contra oídos, la estrofa sin fin que llena con esta sola palabra, «Amor», la vida eterna de los mundos.

Luisa y Fernando no se dieron cuenta de la separación hasta tiempo después.

Se encontraban solos en las orillas del estanque que, vuelto espejo de la luna, reflejaba en sus aguas, silenciosos y muertos, el rostro lívido del astro.

-¿Dónde fueron esos enamorados? -preguntó Luisa.

-No tardarán -repuso Fernando-. Nuestro camino han de llevar. ¿Quiere usted que les aguardemos aquí, junto al estanque, sobre estos almohadones que bordó el césped al borde de las aguas?

-No merecía usted que accediera á su pretensión. Pero, en fin, todavía está enfermo, y con los enfermos hay que ser generosos.

-¡Ay, Luisa! -exclamó Fernando-. ¡Si viera usted qué terribles fueron para mí los días que me privé de verla!... ¡A buen seguro que no me condenara usted por la ausencia, si pudiera entrar en mi alma! Acaso y sin acaso el dejar de verla originó mi mal, las horas febriles en que llamaba á la muerte á voces. -¿Y por qué no venir entonces?

-¡Porque...!

-Ya imagino, mal dije, estoy cierta de que una razón poderosa motivó su retraimiento. Pero, ¿á qué no decirla? ¿Tan poca, tan ninguna confianza le merezco á usted yo?

-¿Usted? ¡Pues si toda mi confianza y toda mi esperanza también en usted se hallan puestas! ¿No ha comprendido usted, no sabe usted, sí, lo sabe, que la adoro con toda mi alma?

La joven inclinó su cabecita rubia y cerró los ojos. Tal vez lo hizo para ver dentro de ella, para contemplar su conciencia inundada de luz.

Era como virgen de trova romántica á la luz de la luna, con su vestido blanco, que adornaban gasas azules, con sus cabellos de oro, con su piel de armiño, con su cara entrelarga, donde rojeaban los labios, entreabriéndose para el suspiro, con sus níveas y estrechas manos cayendo en cruz al largo de su cuerpo.

-¡Amarme! -murmuró.

-Como usted merece, como usted debe ser amada. Como yo amo cuando amo. ¿Y usted, Luisa? No respondió; respondieron por ella sus ojos, abriéndose en éxtasis; sus labios, empalideciendo y repretándose para contener el «sí, que desde su corazón á ellos se encaramaba. Respondió empurpurándose su rostro, temblando sus manos, su cuerpo languideciendo contra el césped.

Fernando se acercó á ella. El beso palpitaba en su boca. Pudo darlo. Quizá la joven lo esperaba, no como una caricia, como una promesa, como una rúbrica puesta á la mutua confesión de su amor. Fernando no dió ese beso. Cogió la mano de Luisa entre las suyas y se dejó caer de rodillas ante ella.

-¿Por qué no venir entonces? -dijo ella muy quedo-. Yo le esperaba siempre, ¡siempre!...

-¿Por qué? Antes es preciso que de una manera firme, clara, precisa, me asegures tú que me quieres, que me quieres como te quiero yo.

-Lo aseguro.

-Entonces, mañana concédeme una entrevista á solas. Es mi confesión de aquellas que no deben interrumpirse porque solo se hacen una vez. Después de oírla, á ti te toca decidir. Hasta mañana.

Fernando entró en el comedor. Luisa, reclinada en el césped, vuelta la cabeza hacia las aguas del estanque donde plateaba la luna, murmuró lentamente:

-¡Mañana!