Redención: 1
Todo fueron murmuraciones en los comienzos de su arribo á la población marinera.
¿Quién sería el desconocido, aquel buen mozo de treinta y cinco años que había comprado la finca de El Parral, instalándola con un fausto que no igualaban, ni con mucho, las de los ricachos en diez leguas á la redonda?
Dos meses anduvieron albañiles, carpinteros, tapiceros, fontaneros, pintores y marmolistas, limpiando, arreglando, decorando, higienizando la vivienda, hasta dejarla que no la reconocería su edificador.
Tocóles después á jardineros y hortelanos. Una gran estufa se construyó al fondo del jardín. De cristalería era con ventanales automáticos y juegos dobles de persianas. Á ella fueron llegando, como á congreso mundial de botánica, las más raras plantas de todos los países; las que en los trópicos arraigan, á temperatura de cuarenta y cinco y más grados, y las que brotan inmediatas á la región polar: las que se crían en húmedos y sombríos abismos y las que florecen en remontadas cimas.
Para cada una hubo en la estufa un conveniente lugar. Cámaras frigoríficas para las plantas que verdean entre la nieve; calefacción para las necesitadas de altas temperaturas; humedades fungosas para las precisadas de ellas; atmósferas enrarecidas para las hijas de las cumbres. Cada zona de aquel muestrario aparecía sabia y totalmente apartada de la otra; pero todas juntas se mostraban de golpe á la admiración del curioso por cristales de tan pura diafanidad, que era menester tactearlos si no quería confundírselos con las transparencias del aire.
El parque se dispuso, no con arreglo á cánones de la inglesa jardinería; no tampoco con sumisión á la geometría prerafaélica que algunos pintores extreman en sus lienzos. Acordado fué con la naturaleza, dejando crecer á las flores en absoluta libertad, mezclarse, confundirse, enlazarse en comunión franca de matices y de perfumes; permitiendo á los céspedes esparcirse en melenas de trovador, no erizarse al rape, como cabezotas de quinto.
Sólo tuvo por límites aquella libertad los necesarios á la conservación de paseos y de macizos; los precisos al desenmarañamiento de las hierbas, al franqueo de los boscajes, al cuido de árboles y trepadoras plantas, de hiedras y de arbustos. Todo era allí armónico albedrío de hojas, ramas y flores que se desparramaban en borracha paleta y se abrían en esenciero multicolor contra las gasas del espacio.
El huerto desbordaba en frutos, por obra de abonos y labores hasta entonces desconocidos ó no usados en la comarca. Ocurría igual con la granja, que arrancaba desde los remates del muro.
Habíase planteado en ella el cultivo al uso moderno, y traído, con objeto de realizarlo útilmente, las máquinas y herramientas de última invención.
Especies animales, sujetas á escrupuloso régimen de alimento, reproducción y cruce, eran gala de corralones, establos, torrecillas, cuadras y cochiqueras. La instalación en sus diversos y múltiples oficios acusaba el regimiento de manos expertas en ingeniería agronómica.
No fueron menos la sorpresa y los vecinescos runrunes cuando inmediatos al edificio principal se establecieron una cuadra, capaz para cuatro ó seis bestias, y un amplio cocherón con habitaciones destinadas á dependencia y guadarnés.
-¿Pero se nos va á meter un príncipe en la población? -decían los vecinos-. ¡Pues no trae pocos humos y poca faramalla el propietario de El Parral! ¿Quién será él? ¿Cuándo vendrá aquí? Ni el día de su llegada, ni su nombre sabemos. Hízose en la capital el trato de la casa. Como en la capital residen el propietario antiguo y el notario que dictó la escritura, seguimos in albis. Sólo sabemos ciertamente que á la población vino á pasar cinco meses un viejo de muy pocas palabras; que visitó la finca y terrenos colindantes; que tomó del alcalde informes; que se fué por mar, con la marea de las doce, y que á poco empezó el tragín de reparos, obras y faenas agrícolas. ¿Quién será el comprador? ¿Cuándo aportará por el pueblo? ¿Vendrá de fijo? ¿Vendrá por temporada? ¿Será un joven? ¿Será un anciano? ¿Tendrá ó dejará de tener familia? ¿Será español? ¿Será extranjero? ¿Habrá hecho estos desplantes para apandar con el distrito? ¿Querrá irse apoderando poquito á poquito de cuanto nuestros padres nos transmitieron en herencia?...
Éste era el chismorreo. Estas las preguntas que cruzaban de labio á labio en el casino, en los cafés, en las tertulias señoriles, en las reuniones tabernarias, en las casas de los pobres y de los ricos. Hasta en el Concejo dedicaron una sesión al amo de El Parral. De la sesión nada sacaron los ediles en limpio: ocurrióles como con las cuentas presentadas anualmente por el alcalde.
Quien, por excepción única, no tomaba parte en tales dimes y diretes, era el médico, don Pablo Núñez, buena y sabia persona, á quien su mucha hacienda y las injurias de los años reintegraron á su pueblo natal. Acogióse al pueblo en compañía de una excelente biblioteca, donde alternaban con los propios á su carrera, libros científicos, literarios y filosóficos. Era hombre leído y aprovechado en sus lecturas el doctor. Gustaba de saber y no circunscribía á la medicina el caudal de sus conocimientos. Docto químico, había montado en un pabellón su laboratorio. Dentro de él se daba á experimentos y manipulaciones, de aquellos por cuya virtud avanzan mejor tal vez que por otros caminos las humanidades hacia su perfección. Más han hecho algunos químicos en beneficio de la humanidad con sus descubrimientos, que cien discursistas mitineros con sus arrogantes arengas.
Amaba don Pablo todas las bellas artes, creyéndolas tan precisas, tan de obligación, por lo menos, como las útiles. En punto filosófico formaba con los más avanzados. En problemas sociales hallábase más cerca de Kropotkin que de Carlos Marx. Claro que, en teoría, ante los hechos manifestábase prudente. Gustaba de vivir enseñando al mundo la sociedad futura, pero reculaba ante las acciones inexcusables para su advenimiento. Aun prolongarlas con independencia y arrestos personales, en lo que afecta á usos y costumbres, le costaba trabajo.
Sobre todos estos amores estaba el de su hija, una hermosa joven de veinte años, que tenía por nombre Luisa, y había substituido en el corazón de su padre, viudo y sin más hijos que ella, á todas las imágenes con que adorna sus altares la Iglesia.
Educada Luisa por el doctor, no pertenecía á esa juventud ñoña, hipócrita é ignorante que compone, para su desgracia, el surtido de la burguesía femenina española. Era Luisa criatura franca, instruida, libre de gazmoñez, con el alma de par en par abierta á todo lo noble y con la biblioteca paterna abierta también de par en par á sus ojos, á sus manos y á su cerebro. Claro que don Pablo y Luisa no tomaban parte en la lugareña murmuración.
Subió ésta de punto una tarde en la cual llegaron á la población marinera dos coches de campo tirados por sendos troncos: una yegua de silla montada por un chicuelo de doce años y un automóvil que á pleno taf-taf atravesó la carretera y enfiló con el cocherón.
Dos mujeres, ninguna de ellas joven, el muchacho jinete, los cocheros y el chauffeur debían componer la servidumbre del «misterioso» propietario; amén del viejo cano y silencioso que fué anteriormente en examen y compra de la finca. Éste, por las trazas, era administrador ó mayordomo ó secretario.
No pararon las sorpresas en tales acontecimientos. Al anochecer entróse por la ría una lancha automóvil que atracó en el muellecito de la finca, donde ya gallardeaba una barca con corte y armadura de balandro.
De la lancha automóvil desembarcó un hombre como de unos treinta años cumplidos, moreno, con recortada barba negra y ojos graves, que brillaban tras unos lentes de oro. Vestía traje de americana y tocábase con una gorra de charolado viserón.
No dudaron los curiosos que presenciaban el arribo de que era aquel sujeto el propietario de El Parral.
Dieron la noticia. Esparcióse ella por el pueblo y siguieron los comentarios, mientras el recién llegado, luego de salvar con pie rápido los escalones que desde el muellecillo conducía al anteportal, de ganar la entrada y asentarse en el comedor, devoró con gran apetito la cena que le sirviera uno de los criados.
El misterio del personaje cesó al siguiente día. Él mismo se encargó de desvanecerlo en visita que hizo al alcalde por cortesía y por entregarle cartas de presentación que para él llevaba suscritas por personajes influyentes.
Llamábase el dueño de El Parral don Fernando Mendoza; un ingeniero agrónomo que, luego de haber hecho caudales en América instalando y explotando granjas agrícolas, regresaba á España, resuelto, por desengañado ó por estudioso, á instalarse solitariamente en una población tranquila donde pudiera dedicarse al cultivo de sus aficiones sin que ninguno le estorbara y sin ánimos de estorbar á nadie.
También hizo visita y entregó cartas de presentación á don Pablo Núñez. Le recibió con su agrado habitual; y Mendoza una vez cumplidas tales obligaciones, se entró en su finca á vivirla solitario, esquivo á toda intimidad.
A veces se le veía por entre la verja del jardín, con un libro en la mano; otras observábale la curiosidad escribiendo durante horas y horas muchas cuartillas sobre su mesa de despacho. Todas las mañanas visitaba la granja. En ella proporcionó trabajo y no escaso jornal á dos veintenas de hombres. De tiempo en tiempo hacía viajes automovilescos ó expediciones á caballo.
Al mar salía con frecuencia. Iba solo en su barca, que manejaba como experto marino.
Los pescadores le sorprendieron muchas veces enmedio del Océano, dejando ir su lancha al azar con la vela arrollada al palo y los remos pendientes del estribo. Así iba, hundido el rostro entre los puños, el cuerpo desmayado é inmóvil.
Algún pescador hubiera jurado que lloraba.