Recuerdos de un pintor

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
RECUERDOS DE UN PINTOR


¡Cómo sufrí en aquel primer año de prueba! Yo predicaba la concordia que engendra la fuerza, comprendiendo que en un medio poco propicio es necesaria. Y decía: — combatid si queréis las manifestaciones de tal talento, pero no neguéis el talento; desdeñad los frutos, pero no hiráis de muerte el tronco; no desarméis un caballero frente á la grosería triunfante.

Se trataba de un cuadro del más fuerte realismo, y allí estaba yo para admirar lo bueno y saltar con generosidad sobre lo malo ó mediocre. Se discutía á un refinado, á un pintor esencialmente intelectual, y mi visión del arte cambiaba para defenderle con brío. Y así yo que había encomiado excelencias de obras realistas llegué á exclamar ante fantasías de ensueño, de dibujo indeciso y concepción vaga:

— Saludemos con amor á estas mujeres pensativas, ya negras como el luto, ya blancas como corderos pascuales, entre calles de árboles silenciosos, reflejadas sobre cielos de pesadilla, bogando en mares desolados, que traen por vida, una luz de más allá de los ojos.

Aplaudía, pués, con el entusiasmo de mis veinte años, lo más diverso, si adivinaba en las tintas la vibración de un alma de elegido. Para mí se usó la forma contraria, y me retiré amargado, sin más recuerdo cariñoso, que el del maestro que enterré un día, sin pensar que enterraba con sus consejos y lecciones, el regocijo de mis años juveniles.


* * *

De vuelta del campo, expuse un cuadro. Declaró la crítica que no era pintor, ni lo sería jamás y que aquel paisaje era un epitafio.

Pocos días después, me dirigí al bazar de la exposición con la cara de un enfermo grave. Me llevaba la idea de retirar el cuadro. Un grupo de personas, bajo un cielo triste de otoño, permanecía frente á la vidriera. Del pecho de una estatua de Rebeca, reproducida al infinito por dos espejos, caía un paño perturbando su rostro blanco con un reflejo de púrpura, y sobre el paño, en la plena luz, resaltaba mi pobre pradera.

Hablaban y me detuve. Había jurado de tiempo atrás no oír nada, y sin embargo las observaciones de cualquier imbécil me excitaban ó afligían.

Un caballero, metido en irreprochable gabán, se dirigía á un joven. De seguida comprendí que era uno de los felices que saben todo sin haber sido discípulos de nada, y que frente aun cuadro, con el bagaje de la factura, las pinceladas calientes, la carnación, y otras palabras, hablan con un desparpajo que hoy desprecio en la medida que entonces me irritaba.

Para ser zapatero, ó cualquier cosa, es menester pasarse meses de aprendizaje sobre el banco; para ser, abogado ó ingeniero, muchos años en las aulas; pero para dominar el arte entero, de suyo lo más complicado y difícil, basta nacer y crecer como las plantas y los animales. Admirable lógica!

Y el señor del gabán, con voz probablemente habituada á disertar en las comidas y almuerzos caseros, entre su esposa y las amigas de su esposa, arremetió con las figuras y los pastos y las nubes de mi cuadro, como don Quijote con los títeres de Maese Pedro.

¿Que yo debí reírme? Por supuesto; pero aun así descendió á mi espíritu, como frescura balsámica, la voz de un viejo que exclamó:

— ¡Admirable, señor don José, admirable! Se dirigía á otro viejo, pero lo escuchaba todo el grupo.

— Ese campo, es campo que huele á trébol, la luz se mete hasta la nuca, y á las ovejas hay que decirles: arre, arre, porque están vivas. ¡Cuántos años que no veo una madrugada de estancia! Don José, este cuadro dá alegría.

Comprendí la exageración del juicio, pero oh! bendita criada de Moliere, tú cruzaste en aquel instante por la acera. Sentí un impulso, y bajo los ojos del caballero que parecían arrojar un cobre de limosna al nuevo crítico, los transeúntes vieron que un joven se prendía de un viejo, y que la cara del viejo, sorprendida, estupefacta, preguntaba á otro viejo: ¿qué es ésto? ¿agresión ó abrazo?


* * *

Expliqué todo y nos hicimos amigos. Los ofrecimientos no fueron vanos; al otro día estaba don Pedro en casa. Volvió á la semana siguiente y acabó por ser la sombra de mi estudio. Su constante buen humor era la antítesis de mi constante esplín silencioso. Había de niño vivido en el campo, y dijérase que sus vientos le habían soplado en el espíritu, aventándole todo germen de tristeza futura. Concluyó por hacerme hablar y reír.... Mientras yo pintaba, él leía. Calderón y Lope eran sus favoritos. ¡Oh! los parlamentos de sonantes endecasílabos, y los ingeniosos discreteos de damas y galanés; he ahí para él el ideal del arte, por serb de la vida.

Vestir calzón corto, tocarse con emplumado sombrero, llevar espadín al cinto y sacarlo por un quítame allá esas pajas, á los rayos del sol ó á la luz de los candiles, y batirse, matar, huir de la ronda, subir una reja, caer en tiernos brazos.... ¡Qué tristeza la de haber llegado, como Rolla, tarde, muy tarde!

A sentir la nostalgia de todo eso, llevaba al viejo su espíritu aventurero, su amor á las mujeres, su antipatía á la fe conyugal, su desprecio por la vida.

Pero eso sí, en cuanto á lo último, había de caer herido por hierro, y él diría á la muerte: —adelante, señora— y diciendo y haciendo, saludaba, mitad ceremonia, mitad sonriente.

En cambio morir en cama, de pulmonía por ejemplo, era ridículo, vulgar, grosero.

— Así es, hijo,que le doy un consejo: en Agosto, sobre todo, coserse á tiempo.

— ¿Qué dice Vd?

— ¡Que obedezca á un viejo y lo imite! Por las mañanas, hilo y aguja á las medias con el calzoncillo y al calzoncillo con las medias, y que vengan vientos, que á pie firme se les hace....

Y el tercio de Flandes, galán de Lope y Calderón, volvía á saludar con su sombrero de copa.


* * *

Ofrecí á don Pedro un retrato, y él me pidió primero el de su esposa.

— ¿Es ese un artículo del programa contra el matrimonio?

Comprendí que le incomodaba la pregunta, y le propuse un grupo, que aceptó radiante.

Con verdadero amor me puse á la obra. La vieja decía: vaya con los modelos, porqué no retrata niñas, si Vd. con el color puede ser poeta.

— No sirvo para tales cosas — contestaba yo; telas así, deben manar gracia juvenil y arrancar á los labios del que las vé, la sonrisa espiritual del encanto. Quise el año pasado pintar una joven, al concluir de una fiesta. Es hermosa, rica, inteligente, y después del baile, metida en una capa, con la cabeza alta y el rostro alegre, salía como una triunfadora... Empecé el retrato con esa impresión; la joven se prestó gustosa de modelo varias veces, y poco á poco, se fué cambiando su primera actitud hasta mostrar con el hastío del placer colmado, las huellas físicas del decaimiento y la melancolía de las cosas que se van, con el leve roce de los dolores presentidos.

Con paréntesis de esta clase y de otras muchas, pintaba frente á los modelos, descansando los ojos en la perspectiva de los jardines vecinos. El sol de otoño se filtraba á través de vidrios modestamente cortinados. Me acostumbré á unir en una sola deliciosa sensación la luz de ese sol y la cháchara de los viejos, confundida á la de los gorriones de afuera.

Concluí el grupo y quedé satisfecho; creí que los modelos podían verse como en un cristal azogado; hasta que mostrándoselo don Pedro á un amigo exclamó: —está bien, pero mirarse así, dá tristeza.

¿Había cumplido yo con la síntesis de todo buen retrato? ¿Brillaba en el del viejo lo que era salud y hermosura de su espíritu? ¿Lucía el de la vieja su gesto autoritario, no abatido por los achaques, en que se condensaba el carácter de una vida?.... Oh no! tenían en sus rasgos fisonómicos, una luz de cosa que se apaga y siente apagarse, que en verdad daba pena. Mi espíritu les había modificado, como si hubiese amanecido con el don de idealizar rostros de viejos melancólicos!

¡Era menester reaccionar por siempre! Combatir la tristeza, prenderse á la vida y amarla; arrancarle lo que tiene de joven y bello; inundarla de sol, perseguir como á cruel enfermedad el estéril hastío; bañarse en idealidades, aunque resulten nieblas azules, si son capaces de engendrar un espejismo de bienes en el mundo. ¡0h! bienhechora enseñanza de aquel rincón de cariño!


* * *

La esposa de don Pedro me cautivó por completo: era todo un tipo. Su fuerte inteligencia vivía inalterable bajo sus canas. Sus ojos despedían á veces destellos de brasa moribunda que asoma momentánea entre cenizas. Había de niña viajado por Europa; admiraba su memoria llena de la visión de cuadros antiguos, así como la lucidez de su juicio robustecido en la lectura. Su voz no acostumbrada á acariciar hijos, tenía cierta ternura maternal el dirigirse á mí, y cierto dejo melancólico, único que se le traslucía como á través de una esperanza de otro tiempo. El orgullo de su familia, venida á menos, se le salía á cada instante, y cuando hablaba de ciertas cosas, con cierto tono, parecía querer pulverizar una sociedad nueva, con su mano de aristócrata, amarillenta ya, en su pellejo veteado y tirante. Mi situación, en algo igual á la suya, hizo que su simpatía se convirtiera en afecto: y mi respeto se fué haciendo cariño hacia aquel conjunto de fuerza y ternura.

Fué la única persona que dijo: —Vd. será un artista; y yo desvalido, solo en el mundo, me pegué á aquel girón de vida, temeroso de que el aire me lo llevase con sus presagios.

Con la cabeza llena de ensueños, volvía á la ciudad al caer la tarde. Caminaba entre quintas y por terrenos baldíos, mirándolo todo sumergido en la vida del crepúsculo. Sobre el oeste de amarillento fulgor teñido por alguna nube roja, se inclinaban los árboles con sus recortes vivientes, vibrantes, casi espiritualizados. Un molino se erguía con nitidez violenta; los pájaros no acababan de perderse agujereando la zona brillante.

Me detenía á descansar un punto. ¡Cuántos planes, cuántos anhelos! Parpadeaba la primera estrella, y como si fuese la mía, caminaba de nuevo mirándola, y el horizonte perdía su lumbre, que cual la de mi inspiración, había animado cosas, destacándoles con fuerza de sutilidad extraordinaria, detalles antes invisibles.

Muchas veces me sorprendió la noche fuera de la ciudad, que encendía sus casas y sus calles. Allí estaba en frente repleta de vida; con todos sus roces excitadores de mis nervios; con sus falsías abominables y sus odios buenos, si son francos; con su turba de filisteos, con sus críticos de pega; con sus intelectuales de verdad en suplicio, martirizados por la falta de respeto... Y á poco sobre su sombra, se elevaba un vaho de incierto brillo, como si fuese su espíritu flotante.

Mi esperanza, otra vez vigorosa, restablecida en su fuerza, murmuraba: —á él; y un ruido sordo, amenazante, era su voz que se oía como un reto.


* * *

Acabé por trasladar mi domicilio al de los viejos. Fui el nieto de aquellos seres que con sus últimos calores me reconciliaban con muchas cosas de la vida. Así me aparté de todo, y en la paz de la quinta, que tenía mucho de beatitud, trabajé aguijoneado por la vieja que parecía mirar en mí, retoño floreciente del árbol carcomido de su casa.

Pasaron dos años en igual calma, interrumpida por incidentes nimios, de los cuales fué el mayor la lucha provocada por las armas de don Pedro. Puñales y pistolas, que según él eran de su juventud borrascosa, ceñía al cinto con marcial talante. Primero las usó en casa, después quiso pasearlas por las calles, y entonces la vieja se opuso con energía.

— ¿De dónde las habrá sacado? — se preguntaba á cada instante — este hombre está chocho, nunca ha sido pendenciero!


* * *

¡Pobre viejo! En el mes de Setiembre, después del Agosto tan temido, por atacar con muertes tan vulgares, le encamó una neumonia doble. Fué cosa de tres días. Suspendido entre dos almohadones, casi moribundo: —ya lo ves —me dijo— lo que es ahora... y se detuvo mirando la cara de la viejita.

Aquel tuteo al borde del sepulcro, por vez primera, como un último cariño del espíritu que partía, hizo que temblara mi voz al contestarle.

Él me interrumpió: —¡eh! ¿también tú! ¿pero hombre? Y quería poner cara de maestro de armas italiano, sin darse cuenta que solo tenía la de los hombres de buena voluntad.

La muerte fué compasiva: sobre el débil estertor de un cuerpo inerte, pasó como una brisa que se lleva un sonido.

El pelo de nieve le formó una plácida, tranquila aureola, en torno á la frente de cera. ¡Qué no hubiera dado, por quitarle la mortaja, vestirle su levita familiar, mirarle redivivo, y oirle en un rapto de recuerdos alegres, tararear algún trozo de música de su buen tiempo!


* * *

Dos meses después iba á dejar aquellos lugares: la carrera del arte me llevaba á Roma. Bañados por el sol de Diciembre, ante mis ojos llenos de tristeza, los jardines se vestían de nuevo. Por todas partes, en la resurrección de la pompa verde, estallaba con alegría el vigor juvenil de la tierra.

Entre los gorjeos de los pájaios escuché á la viejita su última charla, comprendiendo que no volvería á verla.

— Hasta el año que viene.

La vi tan afligida que no quise decirle el verdadero plazo de mi ausencia; y la dejé más sola que nunca, frente al retrato de don Pedro, que parecía mirar con pena sus armas herrumbrosas.


* * *

En Europa recibí una sola carta de la que pronto siguió á su compañero.

La campaña de Roma fué laboriosa y fecunda. Vosotras, telas de templos y museos, sabéis cuántas horas se prosternó un alma ante la antigüedad robusta y gloriosa.

Y esa misma alma se embebió en misterios y memorias de ruinas; en grandezas de monumentos; en detalles de artísticas esquisiteces, un camafeo, una estampa; en el mudo y soberano lenguaje de mármoles y bronces; en todo aquel tesoro, fatigante al fin con su hermosura.

Un buen día la aconsejaron: —á París, esa es tu patria: admiras y respetas el pasado, pero eres una inquieta; hija de tu época, sueñas y sufres; en otro ambiente viven tus maestros.

Y escuchó la voz y me dijo: — vamos.

Hallé en Francia manos fraternales, envejecidas y juveniles. Seguí los cursos libres de la escuela de Bellas Artes. Después campé por mis impulsos. Nuevas luchas, nuevos sinsabores. La crítica era fuerte, la discordia inmensa, pero la unión, entre muchos de la misma afinidad, robustecía. La excitación se llevaba hasta la fiebre del trabajo.

Se adhería á todos una fuerza que sin cesar clamaba: hé ahí el drama de la vida; ¿queréis idealizarlo?.... bien: pero interpretadlo en todas sus formas, en todas sus cosas, en todas sus sensaciones, porque todas son vuestras, angustiosamente amargas ó fugitivamente adorables.

Eso era luchar, vivir, y sentí la alegría de ver desprenderse de mis colores, vaga ó vibrante, la emoción que martiriza cuando muere sin forma. La impotencia me abrumaba á veces; pero sin las vacilaciones de la primera juventud. Sentía un fuerte equilibrio; mis ideas vibraban con nitidez robusta; era dueño de una forma que iba recta hacia un fin, y trabajé como un jornalero.


* * *

Cinco años después, en el Palacio de la Industria, desfilaba todo París frente á un lienzo, sin bautismo de nombre ni de firma.

El paisaje era triste, parecía condensar las lágrimas de las cosas de que habló el poeta.

El sol, bajo el horizonte, coloreaba una nube con un fulgor único y tan lejano, que hacía más melancólico un grupo de árboles.

Esos árboles tenían su alma ¡Dios sabe lo que esto significa, aunque los críticos no siempre se lo pregunten á Dios!

Por la escena un ciego que llevaba de lazarillo á un perro, se detenía junto á un rosal. Los gajos llenos de flores se inclinaban airosos, como si quisieran deponer con gracia, la gloria de su fecundidad, sobre la tierra.

Era la planta, sonrisa inconsciente en la tristeza de la luz ensoñadora. Era un contraste con el aire familiar de las cosas, que se antojaban nacidas para exornar un paisaje meditativo. Imposible que el alba las alumbrase nunca; las horas habían muerto para siempre; la vida se paraba en un crepúsculo, y eterno, inmóvil, se cristalizaba en un pedazo de lienzo.

El ciego aspiraba el perfume de las rosas, y el rostro se le llenaba de una luz fugitiva.... ¿Significaba esa luz un recuerdo, una visión, una esperanza? ¡No sé! pero el rostro ponía triste hasta la angustia.

El perro por otra parte, incomodado en la tardanza, tiraba de la cuerda al amo, con su cola alta, movediza, feliz y satisfecho.

La gente se arremolinaba en torno del cuadro. En las fisonomías pensativas, en la vaga expresión de algunos ojos que se iban del primer término á las dilatadas lejanías, se adivinaba la sensación dominante.

— ¡La hora del triunfo! murmuró á mi lado un amigo, y lanzó mi modesto nombre á las olas de la gente. Aparté los ojos para ver mi otro cuadro que nadie veía.

Un viejo leñador aserraba un tronco. Le ayudaba un niño, y el viejo parecía si no en su mano, cobrar en sus ojos la antigua fuerza. Yo había puesto en las figuras, fibras de hondo amor, luces de tiernas memorias. El viejo era don Pedro y el nieto mi hijo.

Evoqué al instante el rostro de una anciana. Aura de perfumes de una quinta de Buenos Aires, pareció bañar mí espíritu. Creí que la viejita se reía, al ver en traje de leñador á su fierabrás, y cuando un gran crítico temido, me abrazó frente al lienzo, oí que ella me decía algo que no entendí, con el tono de voz con que hablan el gozo y la ternura.