Recuerdos de un grande hombre
A mi sobrino, el Excmo. Sr. don Cristóbal Colón y La Cerda, marqués de la Jamaica.
I - El niño hambriento A media legua de Palos, sobre una mansa colina, que dominando las mares está de pinos vestida, de la Rábida el convento, fundación de orden francisca, descuella desierto, solo, desmantelado, en ruinas. No por la mano del tiempo, aunque es obra muy antigua, sino por la infame mano de revueltas y codicias, que a la nación envilecen y al pueblo desmoralizan, destruyendo sus blasones, robándole sus doctrinas. De este olvidado convento, ante la portada misma, en la llana plataforma, sitio de admirable vista. Una mañana de marzo, mientras que solemne misa en la iglesia se cantaba y escaso concurso oía, tres y medio siglos hace, para gloria de Castilla, apareció un extranjero, de presencia extraña y digna. En aquel punto acababa de llegar allí; vestía justillo de roja tela, aunque usada y vieja, fina; un manto de lana pardo con mangotes y capilla, un birrete de velludo, y de orejeras caídas, unas portuguesas botas, más enlodadas que limpias, y bajo el brazo pendiente un zurrón, saco o mochila, donde un pequeño astrolabio, una brújula marina, un libro de devociones y unos pergaminos iban. Despejada era su frente, penetrante era su vista, su nariz algo aguileña, su boca muy expresiva, proporcionados sus miembros, y su edad, si no florida, tampoco tan avanzada que llegase a estar marchita. Con el cariño de padre, de la mano conducía un cansado y tierno niño, de belleza peregrina, pues en su cándido rostro de rosa y jazmín lucían dos nobles ojos azules, llenos de inocencia y vida, y desde su ebúrnea frente por su cuello descendían los cabellos anillados, que el sol miró con envidia. Ser dijérase el modelo que de Urbino, el gran artista, en los ángeles copiaba, que tanto encanto respiran. Y de su gallardo padre a la sombra, parecía un lirio fresco y lozano que nace al pie de una encina. Este extraño personaje, con esta criatura linda, taciturno paseaba con facha contemplativa. Ora por el mar de Atlante que rizaban frescas brisas, como buscando una senda giraba ansiosa la vista, ora allá en el horizonte de Occidente la ponía, cual si algún objeto viera, inmóvil, clavada, fija. Y ya al cielo una mirada de entusiasmo y de fe viva daba, animando su rostro una inspirada sonrisa, y ya de pronto, inclinando la frente a tierra, teñían melancólicos colores sus deslumbradas mejillas. De sus hondos pensamientos y de su inquietud continua, sacole la voz del niño que pan y agua le pedía: pues en cuanto oyó su acento y vio su aflicción, se inclina, tierno le toma en los brazos, lo consuela, lo acaricia, y diligente se acerca a la abierta portería, a demandar el socorro que aquel ángel necesita. Recíbele afable un lego, que entre en el claustro le indica, y que en un escaño espere mientras él va a la cocina. Fray Juan Pérez de Marchena, guardián entonces por dicha, junto a los viajeros pasa volviendo de decir misa, y curioso contemplando su apariencia peregrina, informose del socorro que cortésmente pedían. Y por un secreto impulso que en favor de ellos le anima, inspiración de los cielos que su nombre inmortaliza, o porque era religioso de caridad y de eximia virtud, y muy compasivo con cuantos allí venían, a aquellos huéspedes ruega que en su pobre celda admitan parte de su escaso almuerzo y descanso a sus fatigas. Aceptado fue el convite, y por la escalera arriba, el religioso delante y el hijo y padre en pos iban, formando un sencillo cuadro cuyo asunto ser diría, el talento y la inocencia con la religión por guía. II - El almuerzo En el estrecho recinto de una franciscana celda, cómoda, aunque humilde y pobre, y de extremada limpieza, de la Rábida el prelado con sus dos huéspedes entra, y después que sendas sillas les ofrece y les presenta, abre franco y obsequioso una mezquina alacena, de donde bizcochos saca, una redoma o botella del vino más excelente que da el condado de Niebla, aceitunas, pan y queso, y tres limpias servilletas, acomodándolo todo en una redonda mesa, no lejos de la ventana que daba vista a la huerta. En seguida llama al lego, y que al punto traiga, ordena, huevos con magras adunia, y chanfaina si está hecha, encargándole que todo caliente y sabroso venga, que no charle en la cocina, ni se eternice y se duerma. Dadas sus disposiciones, al extranjero se acerca (que por tal le ha conocido en el porte, traje y lengua), con una taza le brinda, y al niño que tome ruega un bizcocho, que le alarga, y lo acaricia y lo besa. Bebe el huésped, luego bebe fray Juan Pérez de Marchena, y el niño come el bizcocho, toma un sorbo de agua fresca, y con el zurrón que el padre se ha quitado y puesto en tierra, sacando cuanto contiene vivaracho travesea. El guardián varias preguntas hace al extranjero acerca de su patria, de su estado, y del arte que profesa, aunque aquellos instrumentos con que la criatura juega, que le son muy familiares, ya casi se lo revelan. Que es genovés y vïudo atento el huésped contesta; que es navegar su ejercicio, y de piloto su ciencia. Y así como una vasija que está rebosante y llena de un líquido, algo derrama a muy poco que la muevan, dio indicios claros, patentes, en sus fáciles respuestas, de aquel grande pensamiento, portentoso, que le alienta, que exclusivo su alma absorbe, que es la sangre de sus venas, que es el aire que respira, que es ya toda su existencia, y que causó los extremos que delante de la iglesia, el mar contemplando, hizo, como referidos quedan. Que el Occidente escondía, dijo, riquísimas tierras; que era el ancho mar de Atlante de la gran Tartaria senda, y que dar la vuelta al mundo para él cosa fácil era, con otras raras especies tan inauditas, tan nuevas, que al escucharle, pasmado fray Juan Pérez de Marchena (aunque a osados mareantes hablaba con gran frecuencia, por haber muchos en Palos, y aunque sabe las proezas y raros descubrimientos de las naves portuguesas), no acierta si está escuchando a un orate o a un profeta, si es un ángel o un demonio el hombre que está en su celda. Mudo se alza; llama al lego, y que busque a toda priesa le manda a Garci-Fernández, que estaba ha poco en la iglesia. No tardó Garci-Fernández en presentarse en la escena con el lego, que el almuerzo colocó sobre la mesa. Era médico de Palos, hombre docto y de experiencia, de sagacidad y astucia, de malicia y de reserva. Viejo y magro, pero fuerte, mellado, la cara seca, calvo, la barba entrecana y la tez tosca y morena. De estezado una ropilla, calzas de burda estameña, la capa de pardo monte, y el sombrero de alas luengas, era su traje. La mano y el hábito al fraile besa, y al incógnito saluda con curiosidad inquieta. El médico, el extranjero y el padre guardián se sientan, dando al almuerzo principio, y mutuamente se observan. Pero el silencio interrumpe, después de haber hecho seña al sagaz Garci-Fernández, fray Juan Pérez, y comienza a hablar de navegaciones y desconocidas tierras, preguntándole a su huésped su parecer sobre ellas. Fue bastante haber tocado con sagacidad la tecla: la facilidad verbosa del genovés se desplega. Y con aquellas razones de convencimientos llenas, con que se sienta y sostiene lo que se sabe de veras, sus inspiraciones pinta, sus observaciones cuenta, su sistema desenvuelve, sus proyectos manifiesta. Recurre a sus pergaminos, los desarrolla, y enseña cartas que él mismo ha trazado de navegar, mas tan nuevas, y, según él las explica, en cosmográfica ciencia demostrándose eminente, tan seguras y tan ciertas, que el pasmo del religioso y su indecisión aumentan, mientras al médico encantan, le convencen y embelesan. De aquel ente extraordinario crece la sabia elocuencia, notando que es comprendido, y de entusiasmo se llena. Se agranda; brillan sus ojos cual rutilantes estrellas; brotan sus labios un río de científicas ideas; no es ya un mortal, es un ángel, de Dios un nuncio en la Tierra, un refulgente destello de la sabia omnipotencia. Comunica su entusiasmo, que el entusiasmo se pega, a los que atentos lo escuchan, a los que mudos lo observan. El médico, el religioso, y hasta el lego que a la mesa sirve, y ha escuchado inmoble, y con tanta boca abierta, mas sin entender palabra, en entusiasmo se queman, y de haber visto aquel día dan gracias a Dios sus lenguas. Y piden que luego luego se lleve a cabo la empresa, y quieren ir y una parte tener en las glorias de ella. Y ya se ven en los mares, y ya en ignoradas tierras, y ya el asombro del mundo con nombre y con fama eterna, formando la celda un cuadro digno de que en él hubieran o Zurbarán o Velázquez apurado sus paletas. Mas, ¡ay!, pronto de aquel cielo de ilusiones halagüeñas bajan a lo positivo de la miserable tierra, cuando en sí mismos volviendo reconocen su impotencia, y los elementos grandes que ha menester tal empresa. Se hallan como el desdichado que en pobre lecho despierta, cuando soñaba que un trono era poco a su grandeza, pues de un obscuro piloto volviendo a entrar en la esfera el genovés, abatido, les refiere su pobreza: que no han querido ayudarle ni su patria ni Venecia; que la corte de Lisboa se burla de sus propuestas; que los sabios no le entienden, que los ricos le desprecian, que los nobles no le escuchan, que el vulgo le vilipendia. Mas como después añade que aún la esperanza le alienta de encontrar grata acogida en el rey de la Inglaterra, donde ya tiene un hermano con proposiciones hechas, y que él mismo, a acalorarlas4, ir allá muy pronto piensa, el amor patrio más puro en las españolas venas del médico y del prelado se inflama y súbito truena, pues unánimes prorrumpen: «De España la gloria sea; no busquéis lejanos reinos cuando el mejor se os presenta, »y el que sediento de gloria más imposibles anhela. Corred, buscad el apoyo de la castellana reina, »de doña Isabel invicta, que es la más grande princesa que han admirado los siglos, y que ha ceñido diadema.» De los dos el entusiasmo también a su vez se pega al genovés, y aquel nombre, pronunciado con tal fuerza por el físico y el fraile, el alma y pecho le llenan de esperanza tan vehemente, que sus planes desconcierta. En sus rutilantes ojos, como en su boca entreabierta, y en su palpitante pecho, y en su animada apariencia, el sagaz Garci-Fernández lo conoce, y «No se pierda momento -prosigue-; al punto id a Córdoba, que es cerca. »Allí encontraréis la corte: pues el cielo os la presenta tan inmediata, propicia la hallaréis; nada os detenga.» Y fray Juan Pérez añade: «Marchad, sí; Dios os lo ordena; carta os daré para el padre Hernando de Talavera, »religioso de valía que es confesor de la reina. Y porque ningún cuidado vuestra jornada entorpezca, »este vuestro tierno niño aquí en el convento queda, de mi seráfico padre so la protección inmensa.» No dijeron más. Escribe, dando la cosa por hecha, la carta Garci-Fernández; fray Juan Pérez de Marchena la firma; su propia mula ensillar al punto ordena, y las próvidas alforjas preparar en la despensa. Todo está listo. Y entonces, cual si alguna oculta fuerza le compeliese, el piloto, que aún no había dado respuesta, en pie se puso, y resuelto exclama de esta manera: «A Córdoba; Dios lo quiere; su gracia me favorezca.» Al tierno y precioso niño acaricia, abraza y besa, no sin lágrimas sus ojos, no su corazón sin pena. A rezar un corto rato vase devoto a la iglesia, do el escapulario viste de la seráfica regla. De sus dos nuevos amigos se despide ya en la puerta, cabalga, aguija, y a trote, de la Rábida se aleja. III - La dama De Abderramén la mezquita y de Almanzor las murallas, y el puente de Julio César, y las vividoras palmas, que más de dos luengos siglos muerto ornato se miraban del sepulcro de un imperio, o de una tumba de hazañas, como evocadas reviven, las musgosas frentes alzan, y para Córdoba juzgan que una nueva aurora rayan, y que renacen los días de gloria, poder y fama, en que Atenas de Occidente, en que Roma musulmana, o ilustró al mundo con ciencias o rindió al mundo con armas, como de sabios emporio, como de guerreros patria. Los dos católicos reyes que son Atlantes de España, los que un imperio fundaron que ningún imperio iguala, a Córdoba han elegido para corte, centro y plaza de los bélicos aprestos que han de triunfar en Granada. Los grandes y ricos homes acuden con sus mesnadas, y con todo el aparato de sus espléndidas casas. Allá envían sus pendones las ciudades más lejanas, con sus bravos caballeros y con sus huestes gallardas. Allí los grandes maestres sus estandartes levantan. Y allí prelados concurren, y allí legados del Papa, los personajes de corte, los magistrados de fama, los más ilustres señores y las más apuestas damas. Y llegan aventureros y soldados de ventaja, y jinetes, y peones, ballesteros y hombres de armas. Y cual nube de pardales que viene a la seca parva, o cual reguero de hormigas que al costal volcado ataca, traficantes, labradores y ganaderos se afanan en apurar la moneda con sus ventas y contratas. Por ciudad de encantamento a Córdoba reputara quien notase su bullicio, quien oyese su algazara. Y al ver llenos sus palacios de rica nobleza tanta, y sus calles, y sus muros, y sus huertos y sus plazas hervir en enjambre inmenso de tan diversas comparsas, de tan distintos vivientes, de ocupaciones tan varias. A las funciones de iglesia suceden las cabalgadas, a los consejos de corte, los alardes y las danzas; los saraos a los banquetes, a los torneos las farsas, a las consultas y audiencias festejos, toros y cañas. Todo es movimiento y vida, todo actividad extraña, todo bélico aparato, todo fiestas cortesanas. Todo es riqueza y aliento, todo brocados y holandas, todo confusión alegre, todo caprichos y galas. Córdoba es concilio, corte, almacén, campo de armas, tribunal, mercado, lonja, escuela, taller y sala. Ya una procesión solemne lenta por las calles marcha, ya los reyes atraviesan con su comitiva y guardias. Aquí llegan municiones, allí granos y vituallas, acá se doman corceles, allá se adiestran escuadras. Allí armaduras se bruñen, aquí se bordan gualdrapas, acá se recaman vestes, allá se templan espadas. Las banderas y penachos, los pendoncillos y lanzas, las enseñas y divisas forman espesa enramada. El sol chispea en el oro, arde en bruñidas corazas, y en plumas, telas, recamos, vivos colores esmalta. Ora resuenan clarines, ora rimbomban campanas, ya redoblan los tambores, ya retumban las lombardas. No hay una persona ociosa, no hay sin movimiento un alma, ni imaginación tranquila, ni pecho sin esperanza. Unos sueñan en despojos, otros nombre y lauros ansían, quién va a ganar indulgencias, quién gloria pide y aguarda. Y todas estas ideas se humillan, aunque tan varias, a un gigante pensamiento, LA CONQUISTA DE GRANADA. Entre el inmenso gentío y entre barahúnda tanta, como en medio de un desierto, solo y silencioso vaga, soñador, pobre, abatido, sin que sus proyectos hayan un solo apoyo encontrado, merecido una mirada, el genovés navegante, que a la corte castellana desde la Rábida vino tras falaces esperanzas. Y el cual bien puede decirse que ha llegado en hora mala a aquel abreviado mundo, a aquella Babel de España. Fray Hernando Talavera es persona de importancia, ve una mitra en perspectiva, todo lo demás es nada. Con desdén ha recibido de un fraile obscuro la carta, y juzga al recomendado un arbitrista sin blanca. De estado los grandes hombres, que con los reyes trabajan, no tienen tiempo, no escuchan, solo de la guerra tratan. Los cortesanos se burlan de una catadura extraña, y del humilde atavío de la persona más sabia. Los guerreros nada tienen de común con el que habla de círculos y de estrellas, y de cosas que no alcanzan. El vulgacho vil se mofa, cual un loco, del que anda tan desharrapado, y grave ofrece montes de plata. Y conseguir una audiencia, y de los reyes la gracia con tan contrarios auspicios, en cosa imposible raya. Hace un mes que el extranjero rueda por las antesalas, siendo burla de los pajes, juguete de la canalla. Y aburrido y despechado de volver por su hijo trata, y de volar a otros reinos sin pensar más en España. Pero acá en el mundo somos de la omnipotencia sabia sólo instrumento, sus miras nadie puede penetrarlas; y por medios tan ocultos, por ocurrencias tan raras se cumplen, que en vano el hombre esto, dice, haré mañana. En la catedral sombría que Guadalquivir retrata, aún no del perverso gusto, cual después, contaminada, devoto entra el mareante cuando el son de la campana a las vísperas solemnes a los fieles convocaba. Por las más obscuras naves, y por las más solitarias, siempre huyendo del gentío, cruza con incierta planta. Y en aquel bosque de mármol, y a su luz tibia y opaca, una evocación parece, un espectro, una fantasma. Frente de aquella capilla de esmaltes y filigranas, que del Zancarrón el vulgo, y todo Córdoba llama, a una columna de jaspe al cabo apoya la espalda, y en hondas meditaciones sueña, delira, se extasía. Cuando acaso una señora, sin advertir en él, pasa tan cerca, que con el manto casi le toca la cara. Este pequeño incidente para volverle en sí basta, y sintiéndose arrastrado por una violencia extraña, por un superior impulso de aquellos que no se aguardan, sigue, cual can a su dueño, maquinalmente, a la dama. Esta, ante un altar dorado donde la imagen brillaba de la Virgen, se arrodilla, abre el manto y se destapa. Y a la luz de seis candelas que el retablo iluminaban, deja ver un lindo rostro lleno de candor y gracia, y de expresión tan devota, y de belleza tan rara, y de modestia tan grande, y de nobleza tan alta, como se admira en los rostros que dio Murillo a sus santas, y que de un ángel del cielo pudo tan solo copiarlas. El extranjero, encantado, sus afanes y sus ansias olvida un punto, y los ojos en aquel tesoro clava. Levántase la señora al acabar sus plegarias, retírase, y el piloto sigue absorto sus pisadas, sin saber qué le sucede, sin acertar qué le pasa, como sujeto y ligado por hechizo, encanto o magia. Al patio de los Naranjos salen ambos, y él se aparta, al ver que dos escuderos a la señora acompañan. Mas aún de lejos la sigue, cuando quiso su desgracia, mejor diré su fortuna, que en la calle se encontrara con un tropel de muchachos, que de pronto en él reparan, y como de que era loco varias especies volaban, «Al loco», gritan, y empiezan con silbidos y pedradas, con insultos y con voces, que suelen pasar por gracia. Al estruendo, la señora con curiosidad se para, y al ver en tal paso a un hombre pobre, mas de noble traza, que le den auxilio al punto a sus escuderos manda, y ella se acerca y le ofrece el amparo de su casa. Con doña Beatriz Enríquez, que es la cordobesa dama, tan discreta como hermosa, tan buena como gallarda, entra el genovés piloto en una soberbia cuadra, de guadamecí vestida con las molduras doradas, y un estrado de almohadones de terciopelo con franjas, y con grandes borlas de oro sobre alfombras de Granada; mas tan turbado y confuso, que no acierta a hablar palabra, y tan solo en que respira se ve que no es una estatua. Tampoco está la señora muy en sí; tampoco halla aquellas frases precisas de quien recibe en su casa. No ha reparado en la iglesia en aquel hombre, y le pasma su noble fisonomía, que con su traje contrasta. Y acertando prontamente que es el marino a quien llaman unos loco y otros sabio, atenta le observa y calla. Al cabo el hielo rompiose, y la primera la dama le ruega que tome asiento y ordena le sirvan agua. Entra obediente al mandato una berberisca esclava, con búcaros primorosos en su salvilla de plata. Sosegado el extranjero, con tal dignidad y tanta cortesanía, le rinde por aquel servicio gracias, que el parabién la señora de ocurrencia tan extraña se da a sí misma, y se esmera en obsequios y en palabras. Esta primera visita otras produjo más largas, y de muy pocas al cabo se entendieron sus dos almas. Ya no piensa el navegante en dejar tan pronto a España, renueva sus pretensiones, torna a rodar antesalas. De Hernando de Talavera la altivez ya no le espanta. Insiste en ver a los reyes y renueva sus demandas. Doña Beatriz, afanosa, siendo ya depositaria de sus planes y proyectos, que la envanecen y exaltan, le aconseja y lo reanima, lo consuela y lo entusiasma, y conexiones le busca con femenil eficacia. Él mismo en Córdoba logra con su permanencia larga, que algunos doctos le escuchen, tratar a personas altas. Y ya sus propuestas toman cierto color de importancia, y ya con calor y aprecio del extranjero se habla. Alonso de Quintanilla, del rey tesorero, enlaza con él amistad estrecha y en protegerlo se afana. Y don Pedro de Mendoza, el gran cardenal de España, uno de los más ilustres varones de nuestra patria, afable se le demuestra, y con su poder alcanza que el mismo rey le conceda la audiencia tan deseada. Frío, suspicaz, severo le oye el rey. Pero le llaman la atención de aquel piloto la dignidad y la calma, el convencimiento firme, las explicaciones claras. Y aunque de la inmensa idea toda la extensión no alcanza, la envidia a los portugueses, de dominación el ansia, y el carácter de aquel siglo caballeresco y de hazañas, le obligan a que al instante dé acogida afable y grata al hombre y a su proyecto, porque otro rey no lo haga. Mas los gastos de la guerra hacer nuevos le embarazan, ni otra empresa empezar puede hasta rendir a Granada. Y cual político astuto, por ganar tiempo y dar largas, su protección y su auxilio al piloto ofrece, y manda que los sabios eminentes de la docta Salamanca con detención examinen la propuesta extraordinaria. No contenta al navegante tal decisión del monarca, mas que con ella se avenga doña Beatriz quiere, y basta. IV - Tiempo perdido Dejando atrás a Granada, en cuyas torres el viento ya la cruz triunfante adora entre cristianos trofeos, y dejando atrás la corte de los hispánicos reinos, donde tristes desengaños cogió y amargos desprecios, va el genovés navegante, va el portentoso extranjero en una mula de paso hacia Córdoba derecho. Sin volver atrás los ojos, pobre, abatido y enfermo, sale de la hermosa vega, que le parece el infierno. Lleva en su faz las señales del infortunio y del tiempo, que los años y desgracias dan con un bronce en el suelo. Seis años cuenta perdidos desde que llegó al convento de la Rábida y el nombre quiso hacer de España eterno. Y sus esperanzas todas, y todos sus pensamientos, disipadas mira en humo, en polvo mira deshechos. De la insigne Salamanca los doctores y maestros, más bien que examinadores, jueces inflexibles fueron. Y le trataron altivos, aunque era más sabio que ellos, no cual docto que consulta, sino cual convicto reo. Sus geométricas verdades por respuesta hallaron textos; sus cálculos, silogismos; sus demostraciones, ergos. Y aunque varios religiosos de San Esteban (colegio donde fue la conferencia) que eran sabios verdaderos, si comprender no lograron al inspirado extranjero, le escucharon con asombro y su importancia advirtieron, los más, cual siempre acontece, arrollaron a los menos, y sobre un hombre tan grande, y sobre un tan gran proyecto informaron a la corte con el más alto desprecio, de visionario y de loco prodigándole dicterios. El no entendido, más firme en sus altos pensamientos; de su plan, el contradicho, más convencido y más cierto; de sí mismo más seguro mientras halla más tropiezos, y nuevas fuerzas cobrando de su propio abatimiento; del genovés navegante parece el alma de acero, escollo inmoble que arrostra siglos, rayos, olas, vientos. Pero no quiere que España acoja ya sus esfuerzos, ni que las ventajas logre de tales descubrimientos. Y a Córdoba, despechado, veloz regresó, resuelto de irse a buscar a otra corte para realizarlos medio. Mas doña Beatriz Enríquez y el fruto inocente y tierno de sus plácidos amores, detenerle aún consiguieron. Eslabones más tenaces que los de forjado hierro, y con que a aquel hombre insigne ató a mi patria el Eterno. El genovés, obligado por las prendas de su afecto a no abandonar a España, buscó en ella rumbo nuevo, y partió con gran reserva de Santa María al puerto, que era del ínclito duque de Medinaceli feudo, a buscar su patrocinio y a ofrecerle ignotos reinos. El duque con grandes honras lo acogió con sumo aprecio, y ya preparaba naves, propias suyas, y dinero con que el hombre extraordinario llevase a cabo su intento, cuando de la corte tuvo aviso de que con ceño y con envidia y sospechas miraba el rey sus aprestos. Suspendiolos advertido, y exhortó con noble celo al piloto a que a la corte y al rey regresase luego. A la inexorable suerte que sus más vivos anhelos contrariaba, y le tenía atado al hispano suelo, tuvo el genovés constante que humillarse con despecho, y tornó a la hispana corte, y en ella a luchar de nuevo. El mismo rey don Fernando, que no quedó satisfecho del salamanquino informe, le maneja astuto y diestro. Le halaga con esperanzas (que detenerle es su objeto), hasta que la infiel Granada rinda a sus plantas el cuello. Siguió aburrido a la corte el soñador extranjero, de aquella famosa guerra presenciando los progresos. En el asalto de Baza, de Málaga en el asedio, en otras altas acciones, y en muchos duros reencuentros, discurrió como perito, se mostró cual caballero, combatió como cristiano y se portó como bueno. De la opulenta Granada rendirse el poder soberbio presenció, en fin, de Castilla y de Aragón al esfuerzo, y de las regias ofertas llegado el plazo creyendo, con más tesón y energía llamó la atención de nuevo. Mas en vano; otras consultas y otros plazos le han propuesto, que los gastos de la guerra tienen el tesoro yermo. Conque de toda esperanza perdidos los fundamentos, dejar a España de veras, de veras tiene resuelto. Ni aun de Alonso Quintanilla se ha despedido, temiendo que elocuente y amistoso aún pretenda detenerlo. Y hacia Córdoba camina, seguro de que los ruegos de doña Beatriz Enríquez no han de hacer mella en su pecho. Nada ya, nada en el mundo le detiene, no hay remedio. ¡Oh cuánto poder y gloria pierde España con perderlo! En su acalorada mente tanto agravio recorriendo, y ansioso ya de encontrarse en la corte de otro reino, aguija la tarda mula, no le permite resuello, ya de Pinos de la Puente llega al miserable pueblo, y, sin detenerse, pasa el despeñado riachuelo, que entre riscos y entre juncias va de Genil al encuentro. Sigue adelante el camino, cuando, detrás, el estruendo de un caballo que galopa oye resonar violento, y alcánzale a pocos pasos, en un cordobés overo, de sudor cubierta el anca, blanco de espumas el pecho, arrogante y decidido, un atildado mancebo vestido un rico tabardo de carmesí terciopelo, con castillos y leones de plata y oro cubierto, y un penacho rojo y jalde volando sobre el sombrero. Era un paje de la reina, que al punto reconociendo a la persona a quien busca en el piloto extranjero, le dice en voz alta: «Amigo, atrás volved luego luego, pues de que sin vos no torne orden terminante tengo.» El genovés, irritado, para la mula de presto, pone la mano en la espada, y dice con gran denuedo: «Antes que la rienda vuelva me dejaréis aquí muerto; basta, vive Dios, de burlas; a España nada le debo.» Desconcertose al mirarlo tan decidido y dispuesto el paje, que le responde: «Ni me burlo ni os ofendo, »pues la reina, mi señora, me ha mandado deteneros y que a su presencia os lleve; ved si obedecerla debo.» Bastó el nombre de la reina para un trastorno completo del navegante ofendido hacer en cabeza y pecho, que era nombre a quien tan alto prestigio dio el mismo cielo, que allanara un alto monte, que domara el mar soberbio. A tal nombre sus agravios, todos sus resentimientos, todos los años perdidos y todos sus planes nuevos el genovés olvidando, abre palpitante el pecho a tan vehemente esperanza, a porvenir tan risueño, que le parece aquel paje ángel bajado del cielo, y en éxtasis delicioso queda inmóvil y suspenso. Jamás conseguido había explicar su alto proyecto, de la gran reina delante, y ahora ve ocasión de hacerlo. Por lo que, rompiendo al punto aquel rato de silencio, lleno de vida el semblante, responde al mudo mancebo: «Pues doña Isabel lo manda, voy con vos y la obedezco.» Y revolviendo la mula sigue detrás del overo. V - La reina Del apartado Occidente a las ignotas regiones, que solo nuestro viajero por revelación conoce, ya el sol descendido había, dejando estos horizontes envueltos en vagas sombras de una sosegada noche, cuando a Santa Fe llegaron, sin haber dejado el trote, caminando en gran silencio el extranjero y el joven. A las puertas del palacio descabalgan, y veloces la regia escalera suben, sin que los guardias lo estorben, pues el paje de la reina, a quien todos reconocen, le sirve a su compañero de seguro pasaporte. Llegados a la antesala, donde damas y señores acaso esperan audiencia con distintas pretensiones, al piloto dice el paje que allí lo espere, y entrose a dar parte a su señora de estar cumplida la orden. Vuelve al instante, y llamando al genovés, indicole la respetada mampara que, en cuanto este entró, cerrose. En un camarín pequeño, vestido con pabellones de berberiscos damascos y una alfombra de colores, junto a un cuadrado bufete, que rico tapete esconde de carmesí terciopelo con franjas de oro y borlones, enfrente de un oratorio de concha, nácar y bronces, donde la imagen brillaba del Redentor de los hombres, y a la luz de dos bujías, de aquel breve cielo soles, que en candeleros de oro daban vivos resplandores, sentada en la regia silla, con la presencia más noble que jamás tuvo matrona, que jamás respetó el orbe, doña Isabel, la gran reina de Castilla y León, mostrose a los admirados ojos del genovés sabio y pobre. Un brial de raso morado, con castillos y leones, de perlas, esmalte y oro en recamadas labores, era su traje. En su pecho brillaban, como en la noche los luceros rutilantes, las cruces que en los pendones de las órdenes guerreras son de la victoria norte. Y de flamencos encajes, que regia diadema coge, una delicada toca ornaba su rostro, donde formando un todo divino de altos celestiales dotes, el más claro entendimiento, la virtud más pura y noble, el esfuerzo más gallardo resplandecían conformes. Doña Beatriz de Galindo, que aún hoy conserva el renombre de la Latina, por serlo muy aventajada entonces, camarera de la reina, señora de altos blasones, y esposa del gran Ramírez, del moro en Málaga azote, y Alonso de Quintanilla, letrado de claro renombre, tras la regia silla estaban en pie, y con humilde porte. Todo lo notó el piloto, tanto esplendor deslumbrole, y en el suelo, de rodillas, a tal majestad postrose. Con una sola mirada la reina vio en aquel hombre de la inspiración celeste los divinos resplandores. Y él de una mirada sola la grandeza reconoce y la inteligencia suma de la reina que le acoge. Tras de un sublime silencio, aunque brevísimo, donde la admiración y el encanto de entrambos a dos mostrose, con grande bondad la reina que alce del suelo mandole, que a la mesa se aproxime, y que de su plan la informe. Obedécela el piloto, y con respeto tan noble se acerca, y a hablar principia, que a la atención regia absorbe. Y con tal convencimiento, con tal claridad, tal orden, con tan sencilla elocuencia, con tan potentes razones sus asombrosos proyectos en breve discurso expone, que la gran reina, pasmada, se le figura que oye a un inspirado, a un profeta, a un ángel, y que son voces del cielo aquellas que escucha, y que en tal pasmo la ponen. Abarca su entendimiento el vasto plan, que doctores, reyes, repúblicos, pueblos juzgan quimeras informes. Ve la expedición segura, y ya en ignotas regiones triunfante la fe de Cristo con el castellano nombre. Ve un torrente de riquezas que hacia sus vasallos corre, y una gloria y poderío que envidiarán las naciones. Y superior a sí misma, del cielo ayudada entonces, ve aún más que el mismo piloto, aún más alta que él alzose. En entusiasmo y fe viva, germen de grandes acciones, abrasada su alma heroica, henchido su pecho noble, quítase la alta diadema, y de su pecho recoge las riquísimas insignias de incalculables valores, las joyas y pedrería, los brazaletes y broches que sus brazos y su cuello engalanaban, y pone aquella breve riqueza (breve, sí, pero de enorme precio) encima del bufete, y «Toma -dice a aquel hombre-. »Toma, emplea este tesoro, sin que nadie te lo estorbe, en cumplir el pensamiento que Dios te ha inspirado. Corre, »vuela. En naves castellanas mares nunca vistos rompe, arrostra las tempestades, tu estrella a los vientos dome. »Lleva a ese ignorado mundo los castellanos pendones, con la santa fe de Cristo, con la gloria de mi nombre. »El cielo tu rumbo guíe; y cuando glorioso tornes, o almirante de las Indias, duque y grande de mi corte, »tu hazaña bendiga el cielo, tu arrojo el infierno asombre, tu gloria deslumbre al mundo, abarque tu fama el orbe.» En tanto que así decía reina tan ilustre, sobre su cabeza colocaba, con altas aclamaciones, un ángel, corona eterna de luceros y de soles, que mientras más siglos pasan adquiere más resplandores. Con ella la admira el mundo y adoran los españoles, cuando absortos la recuerdan en tan importante noche. VI - Conclusión Bajo un cielo borrascoso que jamás mortal alguno visto había, en un inmenso mar encrespado y sañudo, do jamás altiva nave osó abrir incierto surco, en una región extraña, parte ignorada del mundo, una frágil carabela, casi imperceptible punto, con grandes peligros lucha, y sin amparo ninguno. Las olas como montañas atajar quieren su curso, ya la arrojan contra el cielo, ya la hunden en el profundo, ya en sus costados se estrellan, volando en espuma y humo, ya la anegan en torrentes de amargo espeso diluvio. El huracán de otra parte, y no menos iracundo, brama entre sus rotas velas, cruje en sus mástiles rudos, silba en su jarcia deshecha, la arrastra con recio impulso, y la vuelca y la levanta, y combátela sañudo. No se ve la faz del cielo; por el espacio confuso los relámpagos deslumbran, cruzan los rayos trisulcos, retumban y estallan truenos cual si reventara el mundo, y envuelto en cárdenas nubes el sol parece difunto. Mas la frágil carabela sigue pertinaz su curso, y en tan espantoso caos lleva hacia Occidente el rumbo. Sin duda que se confía en el talismán seguro del pabellón castellano que en su osada popa puso, pabellón que en aquel siglo al Omnipotente plugo hacer de rara fortuna y de excelsas glorias nuncio. Un mortal extraordinario, tenaz, inflexible, duro más que el bronce, el gran piloto genovés tranquilo y mudo, en la brújula ambos ojos, en el timón ambos puños, gobierna la dócil nave sin mostrar su frente susto. Mas, ¡ay!, no tiene su temple de la ciega chusma el vulgo, y aunque esforzados, se postran los marineros robustos, rendidos y amedrentados de tantos horrores juntos, de navegación tan larga, de porvenir tan confuso: Recuerdan la dulce España, de su familia el arrullo, y recuerdos y temores abortan ciego tumulto. «Si vive desesperado este advenedizo iluso, y busca la muerte, muera, pero él solo», dicen unos. «Muera, pues -repiten otros-; es un hechicero, un brujo, que aquí a perecer nos trajo por sus designios ocultos.» «¡Muera! -gritan todos-. ¡Muera! Y atrás volvamos el rumbo. ¡A España, a España!...» Y osados, trocando en furor el susto, a la popa se abalanzan esgrimiendo el hierro agudo contra el heroico piloto, que desprecia sus insultos, y que con serena frente, aunque con semblante adusto, «¿Qué queréis? -les grita, osado-; sin temor os lo pregunto: »¿Qué queréis» «¡España, España!», suena en gritos furibundos. Y el piloto les responde: «Con indignación lo escucho. »Gente sin fe ni esperanza, cuando a coger vais el fruto de tanto valor y arrojo, de tanto peligro y susto, »¿queréis tornarle la espalda? Que en vos volváis os conjuro, y el nuevo sol, os lo afirmo, será de ventura nuncio.» La turba, como agitada por un satánico influjo, «¡Muera!», repite, y desoye su acento noble y augusto. El gran hombre, ya resuelto, deja el timón, y ceñudo, avanzándose, les grita: «Llegad, pues; matadme al punto; »pero sabed, insensatos, que de vosotros ninguno puede, desde estas regiones, hallar de la patria el rumbo, »y que a mí tan solo es dado, porque así a los cielos plugo, el dominar estos mares y el hallar puerto seguro. »Matadme, pues, ¿qué os detiene?» La chusma en espanto mudo no responde, y se deshace en terrorizados grupos. Torna al timón el piloto, torna la nave a su curso, y todos a la obediencia, aunque a despecho y disgusto. Con la noche la borrasca cedió de su fuerza mucho, amansáronse las olas, más blando el viento se puso. Y al rayar en el Oriente, tras de los mares cerúleos, la nueva luz, ve el piloto a su frente un leve punto, que alzándose lentamente de las olas, forma el bulto de azul monte, en cuyas crestas brilla el sol cual oro puro. Se cerciora de que es tierra, y hacia el trono del Ser Sumo ojos, corazón y brazos alza y le rinde el tributo de gratitud. Y en seguida, «¡Mirad!», les dice a los suyos, enseñándoles el monte con noble y triunfante orgullo. La chusma que ve la tierra, que ve el fin de tantos sustos, y en aquel piloto un ángel, convierte la rabia en culto. Y arrojándose a sus plantas, del entusiasmo al impulso grita, y acordes repiten cielo, tierra y mar profundo: «¡Viva Colón, descubridor de un mundo!»