Recuerdos de un grande hombre

Recuerdos de un grande hombre
de [[Ángel de Saavedra|Ángel de Saavedra, Autor: Duque de Rivas| Duque de Rivas]]]]


A mi sobrino, el Excmo. Sr. don Cristóbal Colón y La Cerda, marqués de la Jamaica.
     I - El niño hambriento

A media legua de Palos,
sobre una mansa colina,
que dominando las mares
está de pinos vestida,

de la Rábida el convento,
fundación de orden francisca,
descuella desierto, solo,
desmantelado, en ruinas.

No por la mano del tiempo,
aunque es obra muy antigua,
sino por la infame mano
de revueltas y codicias,

que a la nación envilecen
y al pueblo desmoralizan,
destruyendo sus blasones,
robándole sus doctrinas.

De este olvidado convento,
ante la portada misma,
en la llana plataforma,
sitio de admirable vista.

Una mañana de marzo,
mientras que solemne misa
en la iglesia se cantaba
y escaso concurso oía,

tres y medio siglos hace,
para gloria de Castilla,
apareció un extranjero,
de presencia extraña y digna.

En aquel punto acababa
de llegar allí; vestía
justillo de roja tela,
aunque usada y vieja, fina;

un manto de lana pardo
con mangotes y capilla,
un birrete de velludo,
y de orejeras caídas,

unas portuguesas botas,
más enlodadas que limpias,
y bajo el brazo pendiente
un zurrón, saco o mochila,

donde un pequeño astrolabio,
una brújula marina,
un libro de devociones
y unos pergaminos iban.

Despejada era su frente,
penetrante era su vista,
su nariz algo aguileña,
su boca muy expresiva,

proporcionados sus miembros,
y su edad, si no florida,
tampoco tan avanzada
que llegase a estar marchita.


Con el cariño de padre,
de la mano conducía
un cansado y tierno niño,
de belleza peregrina,

pues en su cándido rostro
de rosa y jazmín lucían
dos nobles ojos azules,
llenos de inocencia y vida,

y desde su ebúrnea frente
por su cuello descendían
los cabellos anillados,
que el sol miró con envidia.

Ser dijérase el modelo
que de Urbino, el gran artista,
en los ángeles copiaba,
que tanto encanto respiran.

Y de su gallardo padre
a la sombra, parecía
un lirio fresco y lozano
que nace al pie de una encina.


Este extraño personaje,
con esta criatura linda,
taciturno paseaba
con facha contemplativa.

Ora por el mar de Atlante
que rizaban frescas brisas,
como buscando una senda
giraba ansiosa la vista,

ora allá en el horizonte
de Occidente la ponía,
cual si algún objeto viera,
inmóvil, clavada, fija.

Y ya al cielo una mirada
de entusiasmo y de fe viva
daba, animando su rostro
una inspirada sonrisa,

y ya de pronto, inclinando
la frente a tierra, teñían
melancólicos colores
sus deslumbradas mejillas.

De sus hondos pensamientos
y de su inquietud continua,
sacole la voz del niño
que pan y agua le pedía:

pues en cuanto oyó su acento
y vio su aflicción, se inclina,
tierno le toma en los brazos,
lo consuela, lo acaricia,

y diligente se acerca
a la abierta portería,
a demandar el socorro
que aquel ángel necesita.

Recíbele afable un lego,
que entre en el claustro le indica,
y que en un escaño espere
mientras él va a la cocina.


Fray Juan Pérez de Marchena,
guardián entonces por dicha,
junto a los viajeros pasa
volviendo de decir misa,

y curioso contemplando
su apariencia peregrina,
informose del socorro
que cortésmente pedían.

Y por un secreto impulso
que en favor de ellos le anima,
inspiración de los cielos
que su nombre inmortaliza,

o porque era religioso
de caridad y de eximia
virtud, y muy compasivo
con cuantos allí venían,

a aquellos huéspedes ruega
que en su pobre celda admitan
parte de su escaso almuerzo
y descanso a sus fatigas.

Aceptado fue el convite,
y por la escalera arriba,
el religioso delante
y el hijo y padre en pos iban,

formando un sencillo cuadro
cuyo asunto ser diría,
el talento y la inocencia
con la religión por guía.





     II - El almuerzo

En el estrecho recinto
de una franciscana celda,
cómoda, aunque humilde y pobre,
y de extremada limpieza,

de la Rábida el prelado
con sus dos huéspedes entra,
y después que sendas sillas
les ofrece y les presenta,

abre franco y obsequioso
una mezquina alacena,
de donde bizcochos saca,
una redoma o botella

del vino más excelente
que da el condado de Niebla,
aceitunas, pan y queso,
y tres limpias servilletas,

acomodándolo todo
en una redonda mesa,
no lejos de la ventana
que daba vista a la huerta.

En seguida llama al lego,
y que al punto traiga, ordena,
huevos con magras adunia,
y chanfaina si está hecha,

encargándole que todo
caliente y sabroso venga,
que no charle en la cocina,
ni se eternice y se duerma.


Dadas sus disposiciones,
al extranjero se acerca
(que por tal le ha conocido
en el porte, traje y lengua),

con una taza le brinda,
y al niño que tome ruega
un bizcocho, que le alarga,
y lo acaricia y lo besa.

Bebe el huésped, luego bebe
fray Juan Pérez de Marchena,
y el niño come el bizcocho,
toma un sorbo de agua fresca,

y con el zurrón que el padre
se ha quitado y puesto en tierra,
sacando cuanto contiene
vivaracho travesea.

El guardián varias preguntas
hace al extranjero acerca
de su patria, de su estado,
y del arte que profesa,

aunque aquellos instrumentos
con que la criatura juega,
que le son muy familiares,
ya casi se lo revelan.

Que es genovés y vïudo
atento el huésped contesta;
que es navegar su ejercicio,
y de piloto su ciencia.

Y así como una vasija
que está rebosante y llena
de un líquido, algo derrama
a muy poco que la muevan,

dio indicios claros, patentes,
en sus fáciles respuestas,
de aquel grande pensamiento,
portentoso, que le alienta,

que exclusivo su alma absorbe,
que es la sangre de sus venas,
que es el aire que respira,
que es ya toda su existencia,

y que causó los extremos
que delante de la iglesia,
el mar contemplando, hizo,
como referidos quedan.

Que el Occidente escondía,
dijo, riquísimas tierras;
que era el ancho mar de Atlante
de la gran Tartaria senda,

y que dar la vuelta al mundo
para él cosa fácil era,
con otras raras especies
tan inauditas, tan nuevas,

que al escucharle, pasmado
fray Juan Pérez de Marchena
(aunque a osados mareantes
hablaba con gran frecuencia,

por haber muchos en Palos,
y aunque sabe las proezas
y raros descubrimientos
de las naves portuguesas),

no acierta si está escuchando
a un orate o a un profeta,
si es un ángel o un demonio
el hombre que está en su celda.

Mudo se alza; llama al lego,
y que busque a toda priesa
le manda a Garci-Fernández,
que estaba ha poco en la iglesia.

No tardó Garci-Fernández
en presentarse en la escena
con el lego, que el almuerzo
colocó sobre la mesa.

Era médico de Palos,
hombre docto y de experiencia,
de sagacidad y astucia,
de malicia y de reserva.

Viejo y magro, pero fuerte,
mellado, la cara seca,
calvo, la barba entrecana
y la tez tosca y morena.

De estezado una ropilla,
calzas de burda estameña,
la capa de pardo monte,
y el sombrero de alas luengas,

era su traje. La mano
y el hábito al fraile besa,
y al incógnito saluda
con curiosidad inquieta.

El médico, el extranjero
y el padre guardián se sientan,
dando al almuerzo principio,
y mutuamente se observan.

Pero el silencio interrumpe,
después de haber hecho seña
al sagaz Garci-Fernández,
fray Juan Pérez, y comienza

a hablar de navegaciones
y desconocidas tierras,
preguntándole a su huésped
su parecer sobre ellas.

Fue bastante haber tocado
con sagacidad la tecla:
la facilidad verbosa
del genovés se desplega.

Y con aquellas razones
de convencimientos llenas,
con que se sienta y sostiene
lo que se sabe de veras,

sus inspiraciones pinta,
sus observaciones cuenta,
su sistema desenvuelve,
sus proyectos manifiesta.

Recurre a sus pergaminos,
los desarrolla, y enseña
cartas que él mismo ha trazado
de navegar, mas tan nuevas,

y, según él las explica,
en cosmográfica ciencia
demostrándose eminente,
tan seguras y tan ciertas,

que el pasmo del religioso
y su indecisión aumentan,
mientras al médico encantan,
le convencen y embelesan.

De aquel ente extraordinario
crece la sabia elocuencia,
notando que es comprendido,
y de entusiasmo se llena.

Se agranda; brillan sus ojos
cual rutilantes estrellas;
brotan sus labios un río
de científicas ideas;

no es ya un mortal, es un ángel,
de Dios un nuncio en la Tierra,
un refulgente destello
de la sabia omnipotencia.

Comunica su entusiasmo,
que el entusiasmo se pega,
a los que atentos lo escuchan,
a los que mudos lo observan.

El médico, el religioso,
y hasta el lego que a la mesa
sirve, y ha escuchado inmoble,
y con tanta boca abierta,

mas sin entender palabra,
en entusiasmo se queman,
y de haber visto aquel día
dan gracias a Dios sus lenguas.

Y piden que luego luego
se lleve a cabo la empresa,
y quieren ir y una parte
tener en las glorias de ella.

Y ya se ven en los mares,
y ya en ignoradas tierras,
y ya el asombro del mundo
con nombre y con fama eterna,

formando la celda un cuadro
digno de que en él hubieran
o Zurbarán o Velázquez
apurado sus paletas.


Mas, ¡ay!, pronto de aquel cielo
de ilusiones halagüeñas
bajan a lo positivo
de la miserable tierra,

cuando en sí mismos volviendo
reconocen su impotencia,
y los elementos grandes
que ha menester tal empresa.

Se hallan como el desdichado
que en pobre lecho despierta,
cuando soñaba que un trono
era poco a su grandeza,

pues de un obscuro piloto
volviendo a entrar en la esfera
el genovés, abatido,
les refiere su pobreza:

que no han querido ayudarle
ni su patria ni Venecia;
que la corte de Lisboa
se burla de sus propuestas;

que los sabios no le entienden,
que los ricos le desprecian,
que los nobles no le escuchan,
que el vulgo le vilipendia.

Mas como después añade
que aún la esperanza le alienta
de encontrar grata acogida
en el rey de la Inglaterra,

donde ya tiene un hermano
con proposiciones hechas,
y que él mismo, a acalorarlas4,
ir allá muy pronto piensa,

el amor patrio más puro
en las españolas venas
del médico y del prelado
se inflama y súbito truena,

pues unánimes prorrumpen:
«De España la gloria sea;
no busquéis lejanos reinos
cuando el mejor se os presenta,

»y el que sediento de gloria
más imposibles anhela.
Corred, buscad el apoyo
de la castellana reina,

»de doña Isabel invicta,
que es la más grande princesa
que han admirado los siglos,
y que ha ceñido diadema.»

De los dos el entusiasmo
también a su vez se pega
al genovés, y aquel nombre,
pronunciado con tal fuerza

por el físico y el fraile,
el alma y pecho le llenan
de esperanza tan vehemente,
que sus planes desconcierta.

En sus rutilantes ojos,
como en su boca entreabierta,
y en su palpitante pecho,
y en su animada apariencia,

el sagaz Garci-Fernández
lo conoce, y «No se pierda
momento -prosigue-; al punto
id a Córdoba, que es cerca.

»Allí encontraréis la corte:
pues el cielo os la presenta
tan inmediata, propicia
la hallaréis; nada os detenga.»

Y fray Juan Pérez añade:
«Marchad, sí; Dios os lo ordena;
carta os daré para el padre
Hernando de Talavera,

»religioso de valía
que es confesor de la reina.
Y porque ningún cuidado
vuestra jornada entorpezca,

»este vuestro tierno niño
aquí en el convento queda,
de mi seráfico padre
so la protección inmensa.»

No dijeron más. Escribe,
dando la cosa por hecha,
la carta Garci-Fernández;
fray Juan Pérez de Marchena

la firma; su propia mula
ensillar al punto ordena,
y las próvidas alforjas
preparar en la despensa.

Todo está listo. Y entonces,
cual si alguna oculta fuerza
le compeliese, el piloto,
que aún no había dado respuesta,

en pie se puso, y resuelto
exclama de esta manera:
«A Córdoba; Dios lo quiere;
su gracia me favorezca.»

Al tierno y precioso niño
acaricia, abraza y besa,
no sin lágrimas sus ojos,
no su corazón sin pena.

A rezar un corto rato
vase devoto a la iglesia,
do el escapulario viste
de la seráfica regla.

De sus dos nuevos amigos
se despide ya en la puerta,
cabalga, aguija, y a trote,
de la Rábida se aleja.





     III - La dama

De Abderramén la mezquita
y de Almanzor las murallas,
y el puente de Julio César,
y las vividoras palmas,

que más de dos luengos siglos
muerto ornato se miraban
del sepulcro de un imperio,
o de una tumba de hazañas,

como evocadas reviven,
las musgosas frentes alzan,
y para Córdoba juzgan
que una nueva aurora rayan,

y que renacen los días
de gloria, poder y fama,
en que Atenas de Occidente,
en que Roma musulmana,

o ilustró al mundo con ciencias
o rindió al mundo con armas,
como de sabios emporio,
como de guerreros patria.


Los dos católicos reyes
que son Atlantes de España,
los que un imperio fundaron
que ningún imperio iguala,

a Córdoba han elegido
para corte, centro y plaza
de los bélicos aprestos
que han de triunfar en Granada.

Los grandes y ricos homes
acuden con sus mesnadas,
y con todo el aparato
de sus espléndidas casas.

Allá envían sus pendones
las ciudades más lejanas,
con sus bravos caballeros
y con sus huestes gallardas.

Allí los grandes maestres
sus estandartes levantan.
Y allí prelados concurren,
y allí legados del Papa,

los personajes de corte,
los magistrados de fama,
los más ilustres señores
y las más apuestas damas.

Y llegan aventureros
y soldados de ventaja,
y jinetes, y peones,
ballesteros y hombres de armas.

Y cual nube de pardales
que viene a la seca parva,
o cual reguero de hormigas
que al costal volcado ataca,

traficantes, labradores
y ganaderos se afanan
en apurar la moneda
con sus ventas y contratas.


Por ciudad de encantamento
a Córdoba reputara
quien notase su bullicio,
quien oyese su algazara.

Y al ver llenos sus palacios
de rica nobleza tanta,
y sus calles, y sus muros,
y sus huertos y sus plazas

hervir en enjambre inmenso
de tan diversas comparsas,
de tan distintos vivientes,
de ocupaciones tan varias.


A las funciones de iglesia
suceden las cabalgadas,
a los consejos de corte,
los alardes y las danzas;

los saraos a los banquetes,
a los torneos las farsas,
a las consultas y audiencias
festejos, toros y cañas.

Todo es movimiento y vida,
todo actividad extraña,
todo bélico aparato,
todo fiestas cortesanas.

Todo es riqueza y aliento,
todo brocados y holandas,
todo confusión alegre,
todo caprichos y galas.

Córdoba es concilio, corte,
almacén, campo de armas,
tribunal, mercado, lonja,
escuela, taller y sala.

Ya una procesión solemne
lenta por las calles marcha,
ya los reyes atraviesan
con su comitiva y guardias.

Aquí llegan municiones,
allí granos y vituallas,
acá se doman corceles,
allá se adiestran escuadras.

Allí armaduras se bruñen,
aquí se bordan gualdrapas,
acá se recaman vestes,
allá se templan espadas.

Las banderas y penachos,
los pendoncillos y lanzas,
las enseñas y divisas
forman espesa enramada.

El sol chispea en el oro,
arde en bruñidas corazas,
y en plumas, telas, recamos,
vivos colores esmalta.

Ora resuenan clarines,
ora rimbomban campanas,
ya redoblan los tambores,
ya retumban las lombardas.

No hay una persona ociosa,
no hay sin movimiento un alma,
ni imaginación tranquila,
ni pecho sin esperanza.

Unos sueñan en despojos,
otros nombre y lauros ansían,
quién va a ganar indulgencias,
quién gloria pide y aguarda.

Y todas estas ideas
se humillan, aunque tan varias,
a un gigante pensamiento,
LA CONQUISTA DE GRANADA.


Entre el inmenso gentío
y entre barahúnda tanta,
como en medio de un desierto,
solo y silencioso vaga,

soñador, pobre, abatido,
sin que sus proyectos hayan
un solo apoyo encontrado,
merecido una mirada,

el genovés navegante,
que a la corte castellana
desde la Rábida vino
tras falaces esperanzas.

Y el cual bien puede decirse
que ha llegado en hora mala
a aquel abreviado mundo,
a aquella Babel de España.


Fray Hernando Talavera
es persona de importancia,
ve una mitra en perspectiva,
todo lo demás es nada.

Con desdén ha recibido
de un fraile obscuro la carta,
y juzga al recomendado
un arbitrista sin blanca.

De estado los grandes hombres,
que con los reyes trabajan,
no tienen tiempo, no escuchan,
solo de la guerra tratan.

Los cortesanos se burlan
de una catadura extraña,
y del humilde atavío
de la persona más sabia.

Los guerreros nada tienen
de común con el que habla
de círculos y de estrellas,
y de cosas que no alcanzan.

El vulgacho vil se mofa,
cual un loco, del que anda
tan desharrapado, y grave
ofrece montes de plata.

Y conseguir una audiencia,
y de los reyes la gracia
con tan contrarios auspicios,
en cosa imposible raya.

Hace un mes que el extranjero
rueda por las antesalas,
siendo burla de los pajes,
juguete de la canalla.

Y aburrido y despechado
de volver por su hijo trata,
y de volar a otros reinos
sin pensar más en España.

Pero acá en el mundo somos
de la omnipotencia sabia
sólo instrumento, sus miras
nadie puede penetrarlas;

y por medios tan ocultos,
por ocurrencias tan raras
se cumplen, que en vano el hombre
esto, dice, haré mañana.


En la catedral sombría
que Guadalquivir retrata,
aún no del perverso gusto,
cual después, contaminada,

devoto entra el mareante
cuando el son de la campana
a las vísperas solemnes
a los fieles convocaba.

Por las más obscuras naves,
y por las más solitarias,
siempre huyendo del gentío,
cruza con incierta planta.

Y en aquel bosque de mármol,
y a su luz tibia y opaca,
una evocación parece,
un espectro, una fantasma.

Frente de aquella capilla
de esmaltes y filigranas,
que del Zancarrón el vulgo,
y todo Córdoba llama,

a una columna de jaspe
al cabo apoya la espalda,
y en hondas meditaciones
sueña, delira, se extasía.

Cuando acaso una señora,
sin advertir en él, pasa
tan cerca, que con el manto
casi le toca la cara.

Este pequeño incidente
para volverle en sí basta,
y sintiéndose arrastrado
por una violencia extraña,

por un superior impulso
de aquellos que no se aguardan,
sigue, cual can a su dueño,
maquinalmente, a la dama.

Esta, ante un altar dorado
donde la imagen brillaba
de la Virgen, se arrodilla,
abre el manto y se destapa.

Y a la luz de seis candelas
que el retablo iluminaban,
deja ver un lindo rostro
lleno de candor y gracia,

y de expresión tan devota,
y de belleza tan rara,
y de modestia tan grande,
y de nobleza tan alta,

como se admira en los rostros
que dio Murillo a sus santas,
y que de un ángel del cielo
pudo tan solo copiarlas.

El extranjero, encantado,
sus afanes y sus ansias
olvida un punto, y los ojos
en aquel tesoro clava.

Levántase la señora
al acabar sus plegarias,
retírase, y el piloto
sigue absorto sus pisadas,

sin saber qué le sucede,
sin acertar qué le pasa,
como sujeto y ligado
por hechizo, encanto o magia.

Al patio de los Naranjos
salen ambos, y él se aparta,
al ver que dos escuderos
a la señora acompañan.

Mas aún de lejos la sigue,
cuando quiso su desgracia,
mejor diré su fortuna,
que en la calle se encontrara

con un tropel de muchachos,
que de pronto en él reparan,
y como de que era loco
varias especies volaban,

«Al loco», gritan, y empiezan
con silbidos y pedradas,
con insultos y con voces,
que suelen pasar por gracia.

Al estruendo, la señora
con curiosidad se para,
y al ver en tal paso a un hombre
pobre, mas de noble traza,

que le den auxilio al punto
a sus escuderos manda,
y ella se acerca y le ofrece
el amparo de su casa.


Con doña Beatriz Enríquez,
que es la cordobesa dama,
tan discreta como hermosa,
tan buena como gallarda,

entra el genovés piloto
en una soberbia cuadra,
de guadamecí vestida
con las molduras doradas,

y un estrado de almohadones
de terciopelo con franjas,
y con grandes borlas de oro
sobre alfombras de Granada;

mas tan turbado y confuso,
que no acierta a hablar palabra,
y tan solo en que respira
se ve que no es una estatua.

Tampoco está la señora
muy en sí; tampoco halla
aquellas frases precisas
de quien recibe en su casa.

No ha reparado en la iglesia
en aquel hombre, y le pasma
su noble fisonomía,
que con su traje contrasta.

Y acertando prontamente
que es el marino a quien llaman
unos loco y otros sabio,
atenta le observa y calla.

Al cabo el hielo rompiose,
y la primera la dama
le ruega que tome asiento
y ordena le sirvan agua.

Entra obediente al mandato
una berberisca esclava,
con búcaros primorosos
en su salvilla de plata.


Sosegado el extranjero,
con tal dignidad y tanta
cortesanía, le rinde
por aquel servicio gracias,

que el parabién la señora
de ocurrencia tan extraña
se da a sí misma, y se esmera
en obsequios y en palabras.

Esta primera visita
otras produjo más largas,
y de muy pocas al cabo
se entendieron sus dos almas.

Ya no piensa el navegante
en dejar tan pronto a España,
renueva sus pretensiones,
torna a rodar antesalas.

De Hernando de Talavera
la altivez ya no le espanta.
Insiste en ver a los reyes
y renueva sus demandas.

Doña Beatriz, afanosa,
siendo ya depositaria
de sus planes y proyectos,
que la envanecen y exaltan,

le aconseja y lo reanima,
lo consuela y lo entusiasma,
y conexiones le busca
con femenil eficacia.

Él mismo en Córdoba logra
con su permanencia larga,
que algunos doctos le escuchen,
tratar a personas altas.

Y ya sus propuestas toman
cierto color de importancia,
y ya con calor y aprecio
del extranjero se habla.

Alonso de Quintanilla,
del rey tesorero, enlaza
con él amistad estrecha
y en protegerlo se afana.

Y don Pedro de Mendoza,
el gran cardenal de España,
uno de los más ilustres
varones de nuestra patria,

afable se le demuestra,
y con su poder alcanza
que el mismo rey le conceda
la audiencia tan deseada.

Frío, suspicaz, severo
le oye el rey. Pero le llaman
la atención de aquel piloto
la dignidad y la calma,

el convencimiento firme,
las explicaciones claras.
Y aunque de la inmensa idea
toda la extensión no alcanza,

la envidia a los portugueses,
de dominación el ansia,
y el carácter de aquel siglo
caballeresco y de hazañas,

le obligan a que al instante
dé acogida afable y grata
al hombre y a su proyecto,
porque otro rey no lo haga.

Mas los gastos de la guerra
hacer nuevos le embarazan,
ni otra empresa empezar puede
hasta rendir a Granada.

Y cual político astuto,
por ganar tiempo y dar largas,
su protección y su auxilio
al piloto ofrece, y manda

que los sabios eminentes
de la docta Salamanca
con detención examinen
la propuesta extraordinaria.

No contenta al navegante
tal decisión del monarca,
mas que con ella se avenga
doña Beatriz quiere, y basta.





     IV - Tiempo perdido

Dejando atrás a Granada,
en cuyas torres el viento
ya la cruz triunfante adora
entre cristianos trofeos,

y dejando atrás la corte
de los hispánicos reinos,
donde tristes desengaños
cogió y amargos desprecios,

va el genovés navegante,
va el portentoso extranjero
en una mula de paso
hacia Córdoba derecho.

Sin volver atrás los ojos,
pobre, abatido y enfermo,
sale de la hermosa vega,
que le parece el infierno.

Lleva en su faz las señales
del infortunio y del tiempo,
que los años y desgracias
dan con un bronce en el suelo.

Seis años cuenta perdidos
desde que llegó al convento
de la Rábida y el nombre
quiso hacer de España eterno.

Y sus esperanzas todas,
y todos sus pensamientos,
disipadas mira en humo,
en polvo mira deshechos.


De la insigne Salamanca
los doctores y maestros,
más bien que examinadores,
jueces inflexibles fueron.

Y le trataron altivos,
aunque era más sabio que ellos,
no cual docto que consulta,
sino cual convicto reo.

Sus geométricas verdades
por respuesta hallaron textos;
sus cálculos, silogismos;
sus demostraciones, ergos.

Y aunque varios religiosos
de San Esteban (colegio
donde fue la conferencia)
que eran sabios verdaderos,

si comprender no lograron
al inspirado extranjero,
le escucharon con asombro
y su importancia advirtieron,

los más, cual siempre acontece,
arrollaron a los menos,
y sobre un hombre tan grande,
y sobre un tan gran proyecto

informaron a la corte
con el más alto desprecio,
de visionario y de loco
prodigándole dicterios.

El no entendido, más firme
en sus altos pensamientos;
de su plan, el contradicho,
más convencido y más cierto;

de sí mismo más seguro
mientras halla más tropiezos,
y nuevas fuerzas cobrando
de su propio abatimiento;

del genovés navegante
parece el alma de acero,
escollo inmoble que arrostra
siglos, rayos, olas, vientos.

Pero no quiere que España
acoja ya sus esfuerzos,
ni que las ventajas logre
de tales descubrimientos.

Y a Córdoba, despechado,
veloz regresó, resuelto
de irse a buscar a otra corte
para realizarlos medio.

Mas doña Beatriz Enríquez
y el fruto inocente y tierno
de sus plácidos amores,
detenerle aún consiguieron.

Eslabones más tenaces
que los de forjado hierro,
y con que a aquel hombre insigne
ató a mi patria el Eterno.


El genovés, obligado
por las prendas de su afecto
a no abandonar a España,
buscó en ella rumbo nuevo,

y partió con gran reserva
de Santa María al puerto,
que era del ínclito duque
de Medinaceli feudo,

a buscar su patrocinio
y a ofrecerle ignotos reinos.
El duque con grandes honras
lo acogió con sumo aprecio,

y ya preparaba naves,
propias suyas, y dinero
con que el hombre extraordinario
llevase a cabo su intento,

cuando de la corte tuvo
aviso de que con ceño
y con envidia y sospechas
miraba el rey sus aprestos.

Suspendiolos advertido,
y exhortó con noble celo
al piloto a que a la corte
y al rey regresase luego.


A la inexorable suerte
que sus más vivos anhelos
contrariaba, y le tenía
atado al hispano suelo,

tuvo el genovés constante
que humillarse con despecho,
y tornó a la hispana corte,
y en ella a luchar de nuevo.

El mismo rey don Fernando,
que no quedó satisfecho
del salamanquino informe,
le maneja astuto y diestro.

Le halaga con esperanzas
(que detenerle es su objeto),
hasta que la infiel Granada
rinda a sus plantas el cuello.

Siguió aburrido a la corte
el soñador extranjero,
de aquella famosa guerra
presenciando los progresos.

En el asalto de Baza,
de Málaga en el asedio,
en otras altas acciones,
y en muchos duros reencuentros,

discurrió como perito,
se mostró cual caballero,
combatió como cristiano
y se portó como bueno.

De la opulenta Granada
rendirse el poder soberbio
presenció, en fin, de Castilla
y de Aragón al esfuerzo,

y de las regias ofertas
llegado el plazo creyendo,
con más tesón y energía
llamó la atención de nuevo.

Mas en vano; otras consultas
y otros plazos le han propuesto,
que los gastos de la guerra
tienen el tesoro yermo.

Conque de toda esperanza
perdidos los fundamentos,
dejar a España de veras,
de veras tiene resuelto.

Ni aun de Alonso Quintanilla
se ha despedido, temiendo
que elocuente y amistoso
aún pretenda detenerlo.

Y hacia Córdoba camina,
seguro de que los ruegos
de doña Beatriz Enríquez
no han de hacer mella en su pecho.

Nada ya, nada en el mundo
le detiene, no hay remedio.
¡Oh cuánto poder y gloria
pierde España con perderlo!

En su acalorada mente
tanto agravio recorriendo,
y ansioso ya de encontrarse
en la corte de otro reino,

aguija la tarda mula,
no le permite resuello,
ya de Pinos de la Puente
llega al miserable pueblo,

y, sin detenerse, pasa
el despeñado riachuelo,
que entre riscos y entre juncias
va de Genil al encuentro.

Sigue adelante el camino,
cuando, detrás, el estruendo
de un caballo que galopa
oye resonar violento,

y alcánzale a pocos pasos,
en un cordobés overo,
de sudor cubierta el anca,
blanco de espumas el pecho,

arrogante y decidido,
un atildado mancebo
vestido un rico tabardo
de carmesí terciopelo,

con castillos y leones
de plata y oro cubierto,
y un penacho rojo y jalde
volando sobre el sombrero.

Era un paje de la reina,
que al punto reconociendo
a la persona a quien busca
en el piloto extranjero,

le dice en voz alta: «Amigo,
atrás volved luego luego,
pues de que sin vos no torne
orden terminante tengo.»

El genovés, irritado,
para la mula de presto,
pone la mano en la espada,
y dice con gran denuedo:

«Antes que la rienda vuelva
me dejaréis aquí muerto;
basta, vive Dios, de burlas;
a España nada le debo.»

Desconcertose al mirarlo
tan decidido y dispuesto
el paje, que le responde:
«Ni me burlo ni os ofendo,

»pues la reina, mi señora,
me ha mandado deteneros
y que a su presencia os lleve;
ved si obedecerla debo.»

Bastó el nombre de la reina
para un trastorno completo
del navegante ofendido
hacer en cabeza y pecho,

que era nombre a quien tan alto
prestigio dio el mismo cielo,
que allanara un alto monte,
que domara el mar soberbio.

A tal nombre sus agravios,
todos sus resentimientos,
todos los años perdidos
y todos sus planes nuevos

el genovés olvidando,
abre palpitante el pecho
a tan vehemente esperanza,
a porvenir tan risueño,

que le parece aquel paje
ángel bajado del cielo,
y en éxtasis delicioso
queda inmóvil y suspenso.

Jamás conseguido había
explicar su alto proyecto,
de la gran reina delante,
y ahora ve ocasión de hacerlo.

Por lo que, rompiendo al punto
aquel rato de silencio,
lleno de vida el semblante,
responde al mudo mancebo:

«Pues doña Isabel lo manda,
voy con vos y la obedezco.»
Y revolviendo la mula
sigue detrás del overo.





     V - La reina

Del apartado Occidente
a las ignotas regiones,
que solo nuestro viajero
por revelación conoce,

ya el sol descendido había,
dejando estos horizontes
envueltos en vagas sombras
de una sosegada noche,

cuando a Santa Fe llegaron,
sin haber dejado el trote,
caminando en gran silencio
el extranjero y el joven.

A las puertas del palacio
descabalgan, y veloces
la regia escalera suben,
sin que los guardias lo estorben,

pues el paje de la reina,
a quien todos reconocen,
le sirve a su compañero
de seguro pasaporte.

Llegados a la antesala,
donde damas y señores
acaso esperan audiencia
con distintas pretensiones,

al piloto dice el paje
que allí lo espere, y entrose
a dar parte a su señora
de estar cumplida la orden.

Vuelve al instante, y llamando
al genovés, indicole
la respetada mampara
que, en cuanto este entró, cerrose.


En un camarín pequeño,
vestido con pabellones
de berberiscos damascos
y una alfombra de colores,

junto a un cuadrado bufete,
que rico tapete esconde
de carmesí terciopelo
con franjas de oro y borlones,

enfrente de un oratorio
de concha, nácar y bronces,
donde la imagen brillaba
del Redentor de los hombres,

y a la luz de dos bujías,
de aquel breve cielo soles,
que en candeleros de oro
daban vivos resplandores,

sentada en la regia silla,
con la presencia más noble
que jamás tuvo matrona,
que jamás respetó el orbe,

doña Isabel, la gran reina
de Castilla y León, mostrose
a los admirados ojos
del genovés sabio y pobre.

Un brial de raso morado,
con castillos y leones,
de perlas, esmalte y oro
en recamadas labores,

era su traje. En su pecho
brillaban, como en la noche
los luceros rutilantes,
las cruces que en los pendones

de las órdenes guerreras
son de la victoria norte.
Y de flamencos encajes,
que regia diadema coge,

una delicada toca
ornaba su rostro, donde
formando un todo divino
de altos celestiales dotes,

el más claro entendimiento,
la virtud más pura y noble,
el esfuerzo más gallardo
resplandecían conformes.

Doña Beatriz de Galindo,
que aún hoy conserva el renombre
de la Latina, por serlo
muy aventajada entonces,

camarera de la reina,
señora de altos blasones,
y esposa del gran Ramírez,
del moro en Málaga azote,

y Alonso de Quintanilla,
letrado de claro renombre,
tras la regia silla estaban
en pie, y con humilde porte.

Todo lo notó el piloto,
tanto esplendor deslumbrole,
y en el suelo, de rodillas,
a tal majestad postrose.

Con una sola mirada
la reina vio en aquel hombre
de la inspiración celeste
los divinos resplandores.

Y él de una mirada sola
la grandeza reconoce
y la inteligencia suma
de la reina que le acoge.


Tras de un sublime silencio,
aunque brevísimo, donde
la admiración y el encanto
de entrambos a dos mostrose,

con grande bondad la reina
que alce del suelo mandole,
que a la mesa se aproxime,
y que de su plan la informe.

Obedécela el piloto,
y con respeto tan noble
se acerca, y a hablar principia,
que a la atención regia absorbe.

Y con tal convencimiento,
con tal claridad, tal orden,
con tan sencilla elocuencia,
con tan potentes razones

sus asombrosos proyectos
en breve discurso expone,
que la gran reina, pasmada,
se le figura que oye

a un inspirado, a un profeta,
a un ángel, y que son voces
del cielo aquellas que escucha,
y que en tal pasmo la ponen.

Abarca su entendimiento
el vasto plan, que doctores,
reyes, repúblicos, pueblos
juzgan quimeras informes.

Ve la expedición segura,
y ya en ignotas regiones
triunfante la fe de Cristo
con el castellano nombre.

Ve un torrente de riquezas
que hacia sus vasallos corre,
y una gloria y poderío
que envidiarán las naciones.

Y superior a sí misma,
del cielo ayudada entonces,
ve aún más que el mismo piloto,
aún más alta que él alzose.


En entusiasmo y fe viva,
germen de grandes acciones,
abrasada su alma heroica,
henchido su pecho noble,

quítase la alta diadema,
y de su pecho recoge
las riquísimas insignias
de incalculables valores,

las joyas y pedrería,
los brazaletes y broches
que sus brazos y su cuello
engalanaban, y pone

aquella breve riqueza
(breve, sí, pero de enorme
precio) encima del bufete,
y «Toma -dice a aquel hombre-.

»Toma, emplea este tesoro,
sin que nadie te lo estorbe,
en cumplir el pensamiento
que Dios te ha inspirado. Corre,

»vuela. En naves castellanas
mares nunca vistos rompe,
arrostra las tempestades,
tu estrella a los vientos dome.

»Lleva a ese ignorado mundo
los castellanos pendones,
con la santa fe de Cristo,
con la gloria de mi nombre.

»El cielo tu rumbo guíe;
y cuando glorioso tornes,
o almirante de las Indias,
duque y grande de mi corte,

»tu hazaña bendiga el cielo,
tu arrojo el infierno asombre,
tu gloria deslumbre al mundo,
abarque tu fama el orbe.»

En tanto que así decía
reina tan ilustre, sobre
su cabeza colocaba,
con altas aclamaciones,

un ángel, corona eterna
de luceros y de soles,
que mientras más siglos pasan
adquiere más resplandores.

Con ella la admira el mundo
y adoran los españoles,
cuando absortos la recuerdan
en tan importante noche.





     VI - Conclusión

Bajo un cielo borrascoso
que jamás mortal alguno
visto había, en un inmenso
mar encrespado y sañudo,

do jamás altiva nave
osó abrir incierto surco,
en una región extraña,
parte ignorada del mundo,

una frágil carabela,
casi imperceptible punto,
con grandes peligros lucha,
y sin amparo ninguno.

Las olas como montañas
atajar quieren su curso,
ya la arrojan contra el cielo,
ya la hunden en el profundo,

ya en sus costados se estrellan,
volando en espuma y humo,
ya la anegan en torrentes
de amargo espeso diluvio.

El huracán de otra parte,
y no menos iracundo,
brama entre sus rotas velas,
cruje en sus mástiles rudos,

silba en su jarcia deshecha,
la arrastra con recio impulso,
y la vuelca y la levanta,
y combátela sañudo.

No se ve la faz del cielo;
por el espacio confuso
los relámpagos deslumbran,
cruzan los rayos trisulcos,

retumban y estallan truenos
cual si reventara el mundo,
y envuelto en cárdenas nubes
el sol parece difunto.

Mas la frágil carabela
sigue pertinaz su curso,
y en tan espantoso caos
lleva hacia Occidente el rumbo.

Sin duda que se confía
en el talismán seguro
del pabellón castellano
que en su osada popa puso,

pabellón que en aquel siglo
al Omnipotente plugo
hacer de rara fortuna
y de excelsas glorias nuncio.


Un mortal extraordinario,
tenaz, inflexible, duro
más que el bronce, el gran piloto
genovés tranquilo y mudo,

en la brújula ambos ojos,
en el timón ambos puños,
gobierna la dócil nave
sin mostrar su frente susto.

Mas, ¡ay!, no tiene su temple
de la ciega chusma el vulgo,
y aunque esforzados, se postran
los marineros robustos,

rendidos y amedrentados
de tantos horrores juntos,
de navegación tan larga,
de porvenir tan confuso:

Recuerdan la dulce España,
de su familia el arrullo,
y recuerdos y temores
abortan ciego tumulto.

«Si vive desesperado
este advenedizo iluso,
y busca la muerte, muera,
pero él solo», dicen unos.

«Muera, pues -repiten otros-;
es un hechicero, un brujo,
que aquí a perecer nos trajo
por sus designios ocultos.»

«¡Muera! -gritan todos-. ¡Muera!
Y atrás volvamos el rumbo.
¡A España, a España!...» Y osados,
trocando en furor el susto,

a la popa se abalanzan
esgrimiendo el hierro agudo
contra el heroico piloto,
que desprecia sus insultos,

y que con serena frente,
aunque con semblante adusto,
«¿Qué queréis? -les grita, osado-;
sin temor os lo pregunto:

»¿Qué queréis» «¡España, España!»,
suena en gritos furibundos.
Y el piloto les responde:
«Con indignación lo escucho.

»Gente sin fe ni esperanza,
cuando a coger vais el fruto
de tanto valor y arrojo,
de tanto peligro y susto,

»¿queréis tornarle la espalda?
Que en vos volváis os conjuro,
y el nuevo sol, os lo afirmo,
será de ventura nuncio.»

La turba, como agitada
por un satánico influjo,
«¡Muera!», repite, y desoye
su acento noble y augusto.


El gran hombre, ya resuelto,
deja el timón, y ceñudo,
avanzándose, les grita:
«Llegad, pues; matadme al punto;

»pero sabed, insensatos,
que de vosotros ninguno
puede, desde estas regiones,
hallar de la patria el rumbo,

»y que a mí tan solo es dado,
porque así a los cielos plugo,
el dominar estos mares
y el hallar puerto seguro.

»Matadme, pues, ¿qué os detiene?»
La chusma en espanto mudo
no responde, y se deshace
en terrorizados grupos.

Torna al timón el piloto,
torna la nave a su curso,
y todos a la obediencia,
aunque a despecho y disgusto.


Con la noche la borrasca
cedió de su fuerza mucho,
amansáronse las olas,
más blando el viento se puso.

Y al rayar en el Oriente,
tras de los mares cerúleos,
la nueva luz, ve el piloto
a su frente un leve punto,

que alzándose lentamente
de las olas, forma el bulto
de azul monte, en cuyas crestas
brilla el sol cual oro puro.

Se cerciora de que es tierra,
y hacia el trono del Ser Sumo
ojos, corazón y brazos
alza y le rinde el tributo

de gratitud. Y en seguida,
«¡Mirad!», les dice a los suyos,
enseñándoles el monte
con noble y triunfante orgullo.

La chusma que ve la tierra,
que ve el fin de tantos sustos,
y en aquel piloto un ángel,
convierte la rabia en culto.

Y arrojándose a sus plantas,
del entusiasmo al impulso
grita, y acordes repiten
cielo, tierra y mar profundo:

              «¡Viva Colón, descubridor de un mundo!»