Recuerdos de provincia/Los hijos de Mallea


Las familias españolas venidas posteriormente a establecerse a San Juan, se vengaron del hijodalgo Mallea en los hijos de la india reina de Angaco. ¡Decíanles mulatos!, y yo los he alcanzado luchando todavía contra esta calumnia que se transmitió de padres a hijos. Mi madre, que no sabe que don Juan Eugenio de Mallea servía a sus expensas, con sus propias armas y caballos, me cuenta que don Luciano Mallea, era muy conocedor en genealogías, y sostenía que eran ellos mestizos de pura y noble sangre. Fue aquel viejo el tipo de la colonia española, especie de patriarca pobre y severo, sentencioso en sus palabras, y además poeta, que tenía un adagio o un verso para cada ocurrencia de la vida. Los pueblos que no piensan viven de la tradición moral, y el Libro de los Proverbios anda desparramado entre los ancianos. Así decía con tono modulado el viejo Mallea, a los jóvenes novios:

Cásate y tendrás mujer;
Si es bonita, que celar,
Si es fea, que aborrecer,
Si es rica, que obedecer,
Si es pobre, que mantener;
Cásate y tendrás mujer.


Cuando oía palabras descompuestas en boca de persona respetable, increpándole decía con sorna: "No se ve el moco, sino de donde cuelga" [7.], lo cual me trae a la memoria el haber visto a un personaje respetable de Chile hacer un gesto de asco al leer en una nota oficial estas palabras: asqueroso , infame , vil . Este no veía el moco sino de donde colgaba.


Otra rama de Mallea se debió establecer en Mendoza, pues el padre de don Alejo Mallea, hoy gobernador de aquella provincia, era su descendiente y se llamaba como él Juan Eugenio. En fin, los actuales representantes del alférez real entraron en nuestra familia por doña Angela Salcedo, esposa de don Domingo Soriano Sarmiento, y don Fermín Mallea marido de doña Mercedes. Doña Angela, viuda, me encargó de los negocios de su marido y de la primera educación de su hijo. Una esclava suya, alzada, la denunció en mi ausencia por unitaria, prueba de ello que tenía en un agujero escondidas unas cuantas talegas de plata. Acudió la policía y el ministro de gobierno a verificar el hecho y los primeros funcionarios del Estado federalizado, atraídos, irresistiblemente, seducidos por aquellos pesos fuertes... se llenaban los bolsillos en presencia de la inocente víctima de aquel salteo. Facundo, el ladrón de pueblos, tuvo asco esta vez de los suyos, y Benavídez quince años después, ha pagado parte del robo, por un movimiento de pudor que le honra. Don Fermín Mallea, a quien aludo en mis Viajes con motivo de las ruinas de Pompeya, tuvo el fin más desdichado. Su muerte, acaecida en 1848, la deben los tribunales de justicia, y un día han de pagarla en la ignominia de sus hijos, los jueces, escribanos, partidores, que fueron de ella causa; en ellos, en la común ignorancia, en la torpeza de los jueces, en las pasiones desenfrenadas que azuza, en lugar de contener, un sistema de iniquidad que trae escrito ya en la frente el crimen, encabezando todos sus actos con el sacramental mueran ; que, al lanzar el decreto, deja escapar como la baba del leproso la injuria: salvaje , inmundo , malvado ... ¡Ah! ¡La pagaréis en vuestros hijos, pueblos inmorales, víctimas degradadas, que os hacéis cómplices del vicio que desciende de lo alto!


Era mi tío Fermín de carácter áspero y de condición dura. Harto me lo hizo sentir en mi juventud; pero estas genialidades no alcanzaban a empañar algunas dotes de corazón muy laudables. Creó a su lado un dependiente, Oro de apellido, que era la dulzura por excelencia, y tan honrado y laborioso, que Mallea, en recompensa, hubo de asociarlo en su negocio de tienda que ambos manejaban. Discurrieron los años, los negocios marchaban. Mallea distraía fondos para sus necesidades, y jamás una sola nubecilla turbó la armonía que resultaba de la extrema oposición de sus caracteres. Un día hubieron de balancear el negocio, y resultó que todo él pertenecía por cuenta de utilidades al dependiente. Mallea se mesaba los cabellos, echaba pestes, y negaba la evidencia; pero las cifras estaban ahí, matadoras, inflexibles. ¡El había sacado en diez años tanto, y el joven, no había tocado nada! Y aquí de la tenacidad de Mallea. Del balance se pasó al contador, del contador a los jueces, y a los escritos; y de allí a la exasperación, las alcaldadas, y el pleito interminable. La naturaleza suave y amorosa de Oro no pudo resistir a tan dura prueba. Amaba entrañablemente a Mallea, y aquella tierna planta empezó a doblarse sobre su tallo marchito; a la hipocondría del ánimo, se sucedió la postración física, y a la enfermedad, la muerte; porque el triste murió de pena, de ver la injusticia que le hacía su patrón y protector. ¡Los médicos abrieron su cadáver y aseguran que le hallaron el corazón seco!


Mallea, en tanto que agitaba aquel malhadado pleito, un mes antes de la muerte del joven, había dejado de salir a la calle; hablaba a cuantos veía de su negocio, y, a cada momento, se le sorprendía abstraído, sacando una cuenta, cuyos números figuraba con el dedo en el aire. Los feudos y reyertas en las ciudades de provincia, son como todos saben, asuntos que glosan todas las mañanas los corrillos de comadres; y bajo aquel sistema de gobierno, donde no hay vida pública, donde es bueno callarse sobre todo, las cuestiones domésticas ocupan la atención pública y llenan, en lugar de periódicos, debates, partidos, proyectos, noticias y leyes, los ocios de las personas más graves. La muerte del joven Oro conmovió hasta los cimientos la ciudad entera. Larga procesión de vecinos condolidos acompañaba al panteón el fúnebre carro, cuando cruje el rodado, rómpese, y es fuerza descender el féretro en la puerta misma del infortunado Mallea, que estaba a la sazón sacando afanado aquella fatal cuenta que lo traía confundido. La maledicencia se decía por lo bajo, con ojos espantados, "¡castigo de Dios!", mientras que los jueces que habían con su inepcia traído este desenlace de una cuestión de cifras que no habían sabido aclarar en seis años, echaban plantas también de creer que hay una Providencia que castiga las malas acciones. ¡Ya se ve, el crimen allí no es crimen, si lo comete el funcionario! El último resto de razón abandonó desde entonces a Mallea, y llorando día y noche, y borrajeando papel sin tregua, se fue desfigurando, carcomido por la duda, sacando su cuenta siempre por aclararla, aullando, cuando el llanto de sus ojos se había agotado, hasta que expiró después de un suplicio de muchos años, que hacían más agudo el amor y la estimación que conservaba por el joven que había mirado como hijo, y su propia honradez; pues que en todo este triste negocio, no hubo más que terquedad de carácter y pasiones desbordadas, que no supo ni quiso refrenar la injusticia e ineptitud de los jueces.


[7.] En la nariz se le columpia un moco. Quevedo.