Recuerdos de provincia/Los Oro


Casóse doña Elena Albarracín con don Miguel de Oro, hijo, según tradición de la familia, del capitán don José de Oro, que vino a la conquista después de terminadas las guerras del Gran Capitán en Italia. Llevóle en dote bienes de fortuna y el patronato de Santo Domingo, que se conserva aún entre sus descendientes; y si dos generaciones no habían desmentido la reputación de sesudos que traía la sangre Albarracín, por la línea de don Miguel, vínoles a sus hijos una imaginación ardiente, caracteres osados, y tal actividad de espíritu de acción que hasta las mujeres de aquella casa se distinguen por cualidades notabilísimas en que el conato de la ambición y la sed de gloria corren parejas. Tenía don Miguel un hermano clérigo loco, está loca hoy una de sus hijas, monja, y el presbítero don José de Oro, mi maestro y mentor, tenía tales rarezas de carácter que, a veces por disculpar sus actos, se achacaba a la locura de familia las extravagancias de su juventud. Capellán del número 11 del ejército de los Andes, jinete como el primero, compañero de camorras y locuras del célebre Juan Apóstol Martínez, no estorbándole la sotana para llevar el uniforme de su batallón y sable largo de la época, tenía desenfado bastante para atravesar su caballo con una real moza en ancas, a la puerta de un baile, y desnudar su alfanje y chirlear al más pintado, si tenía la rara ocurrencia de hallárselo a mal. Compañeros suyos de francachela me han asegurado que había en esto más malicia y travesura que verdadero libertinaje.


Lígase mi infancia a la casa de los Oro por todos los vínculos que constituyen al niño miembro adoptivo de una familia. Era mi madrina, y esposa de don Ignacio Sarmiento, mi tío, la matrona doña Paula, blanda de carácter como una paloma, grave y afectuosa a la par como una reina, y un tipo de la perfección de la madre de familia entre nosotros. Don José, el presbítero, llevóme de la escuela a su lado, enseñóme el latín, acompañéle en su destierro en San Luis, y tanto nos amábamos maestro y discípulo, tantos coloquios tuvimos, él hablando y escuchándolo yo con ahínco, que, a hacer de ellos uno solo, reputo que haría un discurso que necesitaría dos años para ser pronunciado. Mi inteligencia se amoldó bajo la impresión de la suya, y a él debo los instintos por la vida pública, mi amor a la libertad y a la patria, y mi consagración al estudio de las cosas de mi país, de que nunca pudieron distraerme ni la pobreza, ni el destierro, ni la ausencia de largos años. Salí de sus manos con la razón formada a los quince años, valentón como él, insolente contra los mandatarios absolutos, caballeresco y vanidoso, honrado como un ángel, con nociones sobre muchas cosas, y recargado de hechos, de recuerdos y de historia de lo pasado y de lo entonces presente, que me han habilitado después para tomar con facilidad el hilo y el espíritu de los acontecimientos, apasionarme por lo bueno, hablar y escribir duro y recio, sin que la prensa periódica me hallase desprovisto de fondos para el despilfarro de ideas y pensamientos que reclama.


Salvo la vivacidad turbulenta de su juventud, que yo fui siempre taimado y pacato, su alma entera trasmigró a la mía, y en San Juan mi familia, al verme abandonarme a raptos de entusiasmo, decía: "Ahí está don José Oro hablando", pues hasta sus modales y las inflexiones en voz alta y sonora se me habían pegado. Creílo, durante el tiempo en que vivimos juntos, un santo, y me huelgo de ello, que así pudo transmitirme sus sabios consejos, sin que embotara su eficacia la duda que trae el ejemplo contrario. De hombre barbado y por la voz pública, supe de otros su historia. Era insigne domador, de apostárselas a don Juan Manuel Rosas, y a la fiesta del Acequión , descendía de las montañas donde tenía su hacienda de ganado de los Sombreros , cabalgando un potro, garantidas sus piernas por espesos guardamontes que le permitían salvar barrancos y esteros, y arremeter con los altos y tupidos espinos que embarazan el tránsito en nuestros campos. La energía de su físico le acompañó hasta la vejez. Una vez le vi agarrar a un español cuadrado y hacerlo rodar diez varas por el suelo. Era valiente y se preciaba de serlo, gustaba de las armas, y una chapa de pistolas adornaba siempre la cabecera de su silla. Vestía de paisano con chaqueta, y no rezaba el breviario por concesión especial del Papa. Gustaba con pasión de bailar, y él y yo hemos fandangueado todos los domingos de un año enredándonos en pericones y contradanzas en San Francisco del Monte, en la Sierra de San Luis, en cuya capilla, estando él de cura, reunía por las noches, después de la plática de la tarde, a las huasitas blancas o morenas, que las hay de todo pelaje y lindas como unas Dianas, para domesticarlas un poco, porque ningún pensamiento deshonesto se mezcló nunca a estos recreos inocentes. No digo que no hiciese de las suyas cuando joven, que eso no me atañe. Tenía un profundo enojo con la sociedad, que huía, no viéndosela en la ciudad sino en la fiesta de Santo Domingo, en el púlpito. Díjome una vez que llevaba predicados sesenta y seis sermones hasta 1824; y como yo le escribí tres o cuatro de ellos, puedo hablar de su oratoria concisa, llena de sensatez y de ideas elevadas, expresadas en lenguaje fresco, y sin aquel aparato de citas latinas y palabras abibliadas. Señores, decía al comenzar su sermón dirigiéndose al público desde el fondo del púlpito, donde permanecía inmóvil, cruzados los brazos sobre el pecho, para evitar el manoteo de ceremonial, y pronunciaba su oración en tono de conversación, parecido al sistema que M. Thiers ha introducido con tanto brillo en la cámara francesa. Una vez, dictándome un sermón de San Ramón, recordó una escena de infancia en que había sido aplastado por una tapia, y sido necesario desmoronarla sobre sus hombros, a golpes de azadón, para desembarazarlo. Salváronlo los huesos de hierro en que estaba armado su cuerpo, colocado de bruces sobre pies y manos, y la intercesión de San Ramón, a quien invocaba llorando su madre, sobre cuyo corazón resonaba cada golpe de azada temiendo que le reventaran el hijo de sus entrañas, mientras que el fornido travieso gritaba desde abajo: "Den no más, que todavía aguanto". Hacía alusión a este milagro del santo, y el llanto de la gratitud empezó a humedecer su voz, a medida que me iba dictando; anublábanseme a mí mis ojos, y caían sobre el papel gruesas lágrimas que echaron a perder lo escrito e impedían continuar hasta que soltando él el llanto de recio, pude yo desahogarme, y, oyéndome él, me llamó con sus brazos, y sollozamos juntos largo rato, hasta que me dijo: "¡Dejémoslo para mañana... Somos unos niños!"


La manera de transmitirme las ideas habría hecho honor a los más grandes maestros. Llevábamos un cuaderno con el título de Diálogo entre un ciudadano y un campesino , que siento haber perdido no hace mucho tiempo. Era yo el ciudadano, y sabiendo la gramática castellana y comparando con ella la latina, me iba enseñando las diferencias. Declinaciones distintas de las de Nebrija servían de tema, y al estudio de las leyes de la conjugación, se seguía el de los verbos regulares formados por mí sobre las radicales. De mis preguntas y de sus respuestas íbase de día en día engrosando el diario, y a poco, y siempre estudiando los rudimentos, empecé a traducir en lugar de Ovidio y Cornelio Nepos , un libro de geografía de los jesuitas. Dábale lectura casi siempre a la sombra de unos olivos, y más que al latín, me aficionaba a la historia de los pueblos, que él animaba con digresiones sobre la tela geográfica de la traducción. Así olvidé y volví a estudiar varias veces el latín, pero desde niño fue mi estudio favorito la geografía. Pasábamos en pláticas variadas el tiempo, y de ellas algún dato útil se quedaba siempre asentado en mi memoria. Todos los accidentes de la vida suministraban asidero a alguna observación, y yo sentía de día en día que el horizonte se me agrandaba visiblemente. Una vez me dijo: "Pásame tal libro de sobre la cómoda". Al tomarlo hube de remover el mueble; y un crucifijo de bella escultura que había en ella, se estremeció, escurriéndosele la corona de cordel entretejido sobre el cabello de madera hasta detenerse sobre los hombros. "—¿Qué le ha sucedido, al Señor? —me preguntó con tono blando. —Es que yo fui a tomar el libro, y la cómoda... —No importa —me replicó—; explícame lo que ha sucedido y por qué". Hícelo, en efecto, y añadió: "En Chile sucedió en un temblor lo mismo que tú has visto"; y me contó la historia del Señor de Mayo, con comentarios que al vulgo de los creyentes habrían parecido impíos, citándome las disposiciones del Concilio de Trento sobre imágenes innobles y sobre la autenticidad de los milagros y los requisitos legales , diré así, para estar en el deber de darles crédito. No hace muchos años que, dando cuenta de una pieza de teatro, añadí, sin saberlo, qué sé yo qué frase en que entraba la monja Zañartu. ¡Grande alboroto en Santiago! Gruesas y gordas injurias me llovieron sobre la calumnia, y hasta un personaje de la Iglesia metió su cucharada contra el escándalo . ¿De dónde diablos, me decía yo a mí mismo confundido, he sacado yo este maldito cuento? Era, según pude recordarlo, historia que me había contado mi tío José; pero que yo creía basada en autoridad de cosa juzgada y de ahora cien años. Guardéme mi explicación para mí mismo, mandando de retirada algunas merecidas andanadas a mis adversarios.


Cuidábase don José de expurgar mi tierno espíritu de toda preocupación dañina, y las candelillas, los duendes y las ánimas desaparecieron después de largas dudas y aun resistencias de mi parte. Estábamos una noche solos ambos en nuestra solitaria habitación de San Francisco del Monte, y había velándose en la vecina iglesia el cadáver de una mujer hidrópica. "Anda, Domingo, me dijo, y tráeme de la sacristía el misal, que necesito ver un spelbus que hay, contra lo que dice Nebrija". Tenía yo que entrar por la puerta de la iglesia, dejar atrás el ataúd rodeado de velas, tomarle en el cañón obscuro del edificio, y entrar en la sacristía. Estuve sudando a mares en la puerta gran rato, avanzando un paso y retrocediendo, hasta que desenvolviéndose el miedo que se estimula a sí mismo y multiplica sus fuerzas, yo renuncié a entrar, y me volvía, cola entre las piernas, a confesarle a mi tío que tenía miedo a los difuntos; iba resuelto como un balandrón puesto a prueba a pasar por la vergüenza de humillarme hasta merecer el desprecio cuando por una ventanilla vi la cara plácida, tranquila de mi tío que dejaba deslizar lentamente el humo de una reciente fumada del cigarro. Al ver esta fisonomía noble me creí un vil, y volviendo mis pasos entré en la iglesia, dejé atrás al difunto, y en alas del sentimiento del honor, que no ya del miedo, tomé a tientas el libro y salí levantándolo alto, como si dijera ya a mi maestro: he aquí la prueba de que no tengo miedo. De regreso, empero, parecíame de lejos que no había espacio suficiente para pasar sin exponerme a que el difunto me echase garra de las piernas. Esta seria reflexión me conturbó un momento, y describiendo en torno suyo un círculo, vuelto el cuerpo y los ojos hacia él, rozando la espalda contra la muralla, marchando de lado, después para atrás por no perderlo de vista hasta tomar la puerta, yo salí de aquella aventura sano y salvo, y mi tío recibió el libro, y buscó en él y halló el caso. Pero él ignoró toda su vida las peripecias que habían agitado mi espíritu en seis minutos. Yo había sido vil, grande, heroico y miedoso, y pasado por un infierno, por no sentirme indigno de su aprecio.


La historia de don José de Oro puedo recomponerla de mis recuerdos. Estudió y se ordenó en Chile y sé casi todos los accidentes de su vida de colegio. Clérigo joven, ardiente y gaucho, hacía arreos de mulas para Salta, cuando la reconquista de Chile hubo de ofrecer a su ardorosa virilidad campo más digno. Hallóse en la batalla de Chacabuco y auxilió a varios moribundos en medio de la metralla. Nunca pude hacer a San Martín, en Francia, entrar en pormenores sobre sus desagrados con el clérigo Oro; pero ellos habían chocado, y los Oros sido presos como partidarios de los Carrera, o más bien como enemigos de San Martín y de don Ignacio de la Rosa, su teniente en San Juan. Conservábales una profunda enemiga, y me hablaba siempre de sus feudos. Algo de serio debió, sin embargo, ocurrir, puesto que, cuando nos reunimos, hacía años que estaba sepultado en su viña, sin relaciones, y separado de toda ingerencia en las cosas públicas. Durante la administración ilustrada de don Salvador M. del Carril, fue nombrado representante de la junta provincial, y su presencia bastó para cortar una grave cuestión que se debatía de mucho tiempo, y traía alborotado al público que acudía a las ventanas y puertas del salón de Jofré, en que se tenían las sesiones. Tratábase de abolir el derecho de óleos, aquel peaje que pagamos a la entrada de la vida, y el clérigo Astorga, que había sido godo empecinado y era entonces católico rancio , para ser después federal neto , azuzaba el fanatismo de los mismos pobres a quienes se quería aligerar de aquella gabela, ni más ni menos como ahora los bárbaros llaman salvajes y extranjeros a los que se interesan por volverlos a contar entre los pueblos civilizados. El presbítero Oro, no bien hubo prestado juramento, pidió la palabra, apartó la cuestión de religión de lo que era puramente financiero, confundió a Astorga, que arañaba la silla con sus dedos crispados, y los óleos fueron abolidos y continúan así hasta hoy.


Más tarde don José se separó del partido de los hombres de progreso de entonces, que eran centenares y se disgustó con Carril, no tanto por las ideas liberales, cuanto por algunas susceptibilidades heridas. He oído contar un hecho de entonces que muestra la rara mezcla de cualidades altas con las más injustificables extravagancias. Dábase un convite en el Tapón de los Oros, represa hecha sobre un arroyo, a que asistían Carril y medio San Juan para sondear la opinión sobre la Carta de Mayo; don José no había sido invitado, y en desquite desnudóse en su casa como para echarse en el baño, montó en pelo un caballo, y presentóse a la vista de los convidados al arrojarse a la represa de agua; bañóse tranquilamente un buen rato, y saltando con gracia en el caballo negro en que resaltaban sus formas blancas y nerviosas como un atleta antiguo, tomó la vuelta hacia su casa, sin responder a los que lo llamaban. No respondo de la veracidad del hecho, que yo nunca le vi hacer nada extravagante.


Estos incidentes lo echaron en el partido federal de entonces, que contaba en su seno hombres de pro e ilustrados.


Era el doctor don Salvador María del Carril el mayor de los hijos de don Pedro del Carril, graduado en la Universidad de Córdoba, discípulo aventajado del célebre Deán Funes, lleno del espíritu de Rivadavia y trasluciendo en sus modales elegantes y altaneros la cultura de la época y la hidalguía de su familia.


Su palabra era breve, precipitada, como la del jefe que se excusa de explicarse ante sus subalternos acompañada de movimientos rápidos y gesticulaciones desdeñosas e impacientes. Era Carril el generoso aristócrata que, otorgando instituciones a la muchedumbre, parecía estar de antemano convencido de que no sabrían apreciar el don, y se cuidaba poco de hacerlo aceptable. "Sed libres —les decía en la Carta de Mayo— que sois demasiado inhábiles para que os tome por esclavos". ¡Tenía razón! Los colonos españoles han mostrado el mismo sentimiento de los negros viejos emancipados, que prefirieron la esclavitud a la sombra del techo de sus amos, desechando una libertad que habría exigido que pensasen por sí mismos. Carril dictaba con una rapidez que traía atareados a sus escribientes, dando en esto muestra de la claridad y fuerza con que se sucedían sus ideas.


Ejerció en San Juan tal influencia que llegaba hasta la fascinación. Tenía fe la población en masa en sus talentos y saber, y todas las reformas que adoptó, eran de antemano apoyadas y sostenidas por el asentimiento público. Tal debía ser su popularidad en los primeros tiempos de su gobierno, que para oponerse a la sanción de la Carta de Mayo se corrieron listas entre las mujeres, tan conocido era de sus opositores mismos su escaso número. Las altas cuestiones de organización que propuso, le suscitaron descontento, y una guarnición de cincuenta hombres, bastante apenas para cubrir las guardias, se sublevó contra él y lo depuso del mando. Carril con los suyos emigró a Mendoza, de donde vino una división y sofocó el motín. Tuvo lugar entonces un hecho que muestra la noble escuela a que pertenecía. La víspera de la batalla de las Leñas reunió en su tienda de campaña a todos los que le seguían, y les expuso la necesidad de costear de sus bolsillos los gastos de la expedición, que serían reembolsados por el tesoro nacional. Mas el triunfo cegó aquellos ánimos bisoños, y el resentimiento por las injusticias, exacciones y violencias de que habían sido víctimas, les aconsejó imponer multas a los vecinos complicados en el motín del 26 de julio. La mayoría inmensa de votos sofocó su voz, y no queriendo marcharse, renunció el mando. ¡Bastante caro la han pagado los que, desoyéndole, se dejaron arrastrar por las pasiones del momento! Las medidas de persecución de entonces tuvieron horrible desquite más tarde, y todos, con ligerísimas excepciones, han expiado después una primera falta.


Don Salvador María fue llamado al ministerio de Hacienda por Rivadavia, y mostró en aquel destino poderes a la altura de su situación. Renunció con Rivadavia, hasta que con la revolución del 1º de diciembre fue nombrado de nuevo ministro por el gobierno provisorio, siguiendo más tarde la suerte de su partido. Casóse en Mercedes, en la Banda Oriental, ejerció la profesión del comercio algún tiempo, reapareció en 1840 con Lavalle, como comisionado de los argentinos de Montevideo; asistió a las conferencias tenidas en Martín García con los jefes de la escuadra francesa; fue nombrado después intendente del ejército y, a haber seguido Lavalle sus consejos, otro rumbo hubiera tomado la revolución. Reside hoy en el Brasil, en Santa Catalina, respetado de cuantos le conocen. San Juan le debe la creación de su única imprenta, inutilizada ya después de veinticuatro años de rudo servicio, la formación del Registro Oficial , la delineación de la ciudad, una alameda, y la vana tentativa de dar una carta fundamental que contuviese y reglamentase los poderes. Rodeóse de los hombres más eminentes que la provincia tenía, y entonces eran muchos; y la época de su gobierno fue, sin duda, la más brillante de San Juan. Su memoria está hoy olvidada, como la de Laprida, la de Oro, y tantos otros hombres de genio de que debiera honrarse aquella provincia. Cinco familias de Carriles, hermanos de don Salvador María, están hoy establecidas definitivamente en Santa Catalina, Copiapó y Coquimbo, rayando en cosa de medio millón de pesos la fortuna que entre todos han sabido reunir en el destierro; la casa paterna en San Juan ha servido hasta este año de palacio episcopal, y los cuantiosos bienes del antiguo jefe de la familia, el ricacho de San Juan, don Pedro, se han consumido y desmoronado en una partición, que la impericia, la pereza y las malas pasiones, prolonga inconclusa hace ya doce años. Miden sesenta y seis cuadras cuadradas las viñas de la testamentaría y las tierras incultas describen una línea de siete leguas de costado desde la calle Honda hasta las faldas del Pie-de-Palo.


Después de la batalla de las Leñas, en que los suyos fueron vencidos, don José de Oro emigró a San Luis, y fui yo a poco a reunírmele, abandonando la carrera de ingeniero que había principiado. Nos queríamos como padre e hijo, y yo quise seguirlo, y mi madre por gratitud lo aprobaba. Algunos rastros han debido quedar en San Francisco del Monte de nuestra residencia allí. Introdujimos flores y legumbres que nosotros cultivábamos pasando horas enteras en derredor de un alhelí sencillo, el primero que nos nació. Fundamos una escuela, a que asistían dos niñitos Camargos, de edad de veintidós y veintitrés años, y a otro discípulo fue preciso sacarlo de la escuela, porque se había obstinado en casarse con una muchacha lindísima y blanca, a quien yo enseñaba el deletreo. El maestro era yo, el menor de todos, pues tenía quince años; pero hacía dos por lo menos que era hombre por la formación del carácter, y ¡ay de aquel que hubiese osado salirse de los términos de discípulo a maestro a pretexto de que tenía unos puños como perro de presa! La capilla estaba sola en medio del campo, como acontece en las campañas de Córdoba y San Luis. Yo tracé, pues que tenía unos tres meses de ingeniero, el plano de una villa, cuya plaza hicimos triangular para darnos buena maña con la escasa tela; delineóse una calle, en cuyo costado trabajó un señor Maximiliano Gatica, si no me olvido, demolimos el frente de la iglesia que había pulverizado un rayo, y construimos un primer piso de una torre y coro, compuesto de pilares robustos de algarrobos, coronado de un garabato natural, encontrado en los bosques, que describía tres curvas, la del centro más elevada que las otras, en la cual tallé yo en grandes letras de molde esta inscripción: San Francisco del Monte de Oro, 1826 . ¡Por qué rara combinación de circunstancias mi primer paso en la vida era levantar una escuela y trazar una población, los mismos conatos que revelan hoy mis escritos sobre Educación popular y colonias!


Vagaba yo por las tardes, a la hora de traer leña, por los vecinos bosques, seguía el curso de un arroyo trepando por las piedras; internábame en las soledades prestando el oído a los ecos de la selva, al ruido de las palmas, al chirrido de las víboras, al canto de las aves, hasta llegar a alguna cabaña de paisanos, donde conociéndome todos por el discípulo del cura y el maestro de la escuelita del lugar, me prodigaban mil atenciones, regresando al anochecer a nuestra solitaria capilla, cargado con mi hacecillo de leña, algunos quesos o huevos de avestruz con que me habían obsequiado estas buenas gentes. Aquellas correrías solitarias, aquella vida selvática en medio de gentes agrestes, ligándose, sin embargo, a la cultura del espíritu por las pláticas y lecciones de mi maestro mientras que mi físico se desenvolvía al aire libre, en presencia de la naturaleza triste de aquellos lugares, han dejado una profunda impresión en mi espíritu, volviéndome de continuo el recuerdo de las fisonomías de las personas, del aspecto de los campos, aun hasta el olor de la vegetación de aquellas palmas en abanico, y del árbol peje tan vistoso y tan aromático. Por las tardes, vuelto a casa, oía en la cocina cuentos de brujos a una Ña Picho, y volvía más tarde al lado de mi tío a promover conversación sobre lo pasado, a leer un libro juntos y preparar las lecciones del día siguiente. Una mañana aparecióse uno de mis deudos que venía a llevarme a San Juan, para mandarme de cuenta del gobierno a educar a Buenos Aires. Dejóme optar libremente mi tío, y escribí a mi madre la carta más indignada y más llena de sentimiento que haya salido de pluma de niño de quince años. ¡Todo lo que en ella decía era, sin embargo, un puro disparate! Vino a poco por mí mi padre, y entonces no había que replicar. Nos separamos tristes sin decirnos nada, estrechándome él la mano y volviendo los ojos para que no lo viera llorar. ¡Ah! Cuando nos juntamos después de su regreso de la Convención de Santa Fe a que fue nombrado diputado en 1827, era yo... ¡unitario! La razón que él había desenvuelto con tanto esmero, había visto claro, y una vez que tocamos el asunto, vio él que había de mi parte convicciones profundas, lógicas, razonadas, que podían ser respetadas. Después nos veíamos como amigos; visitábalo yo después en su viña de noche, y ya hombre y teniente de línea, pasaba las más gratas horas al lado de su lecho, en que estaba postrado, oyéndole hablar y abandonarse sin reserva a los recuerdos de lo pasado. Alguna vez le vi poseído de tal preocupación, que dudé por la primera vez si en aquel momento estaba fresca su razón. Más tarde supe que los vapores del vino avivaban aquella existencia monótoma para remontar su alma, cuando el cuerdo decaía. Mientras vivimos juntos, nunca le vi señal alguna de exaltación extraordinaria, sin embargo de que no usaba del vino en cantidades moderadas. En San Juan, es ésta una enfermedad que se lleva a centenares de vecinos, al declinar de la edad, desencantados de la vida, sin esperanzas, sin emociones, sin teatros, sin movimiento, porque no hay ni educación, ni libertad, dan muchos en irse temprano a sus viñas. La soledad y el vacío del espíritu traen el tedio, éste llama al vino como antídoto, y concluyen por perderse de la sociedad y darse a la embriaguez, misantrópica, solitaria y perenne.


Murió don José de Oro en 1836, como había vivido, el hijo de la Naturaleza, el campesino, como gustaba apellidarse en el Diálogo conmigo. Dormía entre dos puertas en el invierno, bajo la techumbre celeste en el verano. Saltaba de la cama a las tres de la mañana en todos los tiempos, y su tos muy conocida, se oía en la soledad de la noche, mientras vagaba por las vecindades de su viña. Jamás el sol pudo sospechar que se acostaba en la cama. Cuando su fin se aproximaba, fuese a las cordilleras, donde estaba su hacienda, para respirar aires más puros, y allí murió rodeado de algunos de sus deudos, bendecido de todos y casi sin sentirlo. La bondad de este hombre rarísimo pasaba todos los límites conocidos. Preveníanle una vez que su mayordomo le robaba y contestaba riéndose: "Ya lo sé, pero, ¿qué diablos quieren que haga? Tiene este canalla un cardumen de hijos, y si lo despido se mueren de hambre". Siendo ministro de gobierno de don José Tomás Albarracín el año 30, cúpole a mi madre por mi cuenta una contribución de seis bueyes gordos a tres días vista. Había firmado mi tío José la implacable orden, y cuando mi madre se desolaba no sabiendo de dónde pintar seis bueyes, ella, que no tenía qué comer, el ministro entraba en su casa, diciéndole: "No llore, no sea zonza hace media hora que partió un propio para bajar de los Sombreros ocho novillos gordos que le traerán para que pague la contribución y haga sus provisiones de invierno". últimamente Facundo le echaba una contribución de vestuarios; y el buen clérigo, sabiéndolo, trajo a su casa su guardarropa de pantalones, levitas y manteos, se dio maña y trazó media docena de piezas de guarnición.