Recuerdos de provincia/Domingo de Oro
Es el hijo mayor de don José Antonio de Oro, hermano del presbítero y obispo, Domingo de Oro, cuyo nombre ha oído todo hombre público en la República Argentina, en Bolivia y en Chile, y de quien Rosas escribía: "Es una pistola de viento que mata sin hacer ruido", y a quien los argentinos no han podido clasificar, viéndolo asomar en cada página de la historia de la guerra civil, a veces en malas compañías, y casi siempre rodeado del misterio que precede a la intriga. Y como sus actos no pueden inspirar terror porque nada hubo jamás de cruento en su carácter, desconfían de él a lo lejos, prometiéndose huir de las seducciones irresistibles, de las artes encantadoras de este Mefistófeles de la política. Y, sin embargo, Domingo de Oro pudiera apostar que saldría sano y salvo de la caverna de una tigre parida, si las tigres pueden ser sensibles a los encantos de la voz humana, a la elocuencia blanda, risueña, sin aliño, pérfida, si es posible decirlo, como los espíritus que atacando una a una las fibras adormecen el cerebro y entregan maniatada la voluntad. Este ensalmo se ha ensayado con el mismo éxito sobre Bolívar y sobre Portales, sobre Rosas y sobre Facundo Quiroga, sobre Paz y sobre Ballivián, sobre unitarios y federales, sobre amigos y enemigos, y en los consejos del gabinete, como en los estrados y en las tertulias, la palabra de Oro ha resonado única, dominante, atractiva, haciéndose un círculo de auditores, domeñando todas las aversiones, acariciando artificiosamente las objeciones para poder desnudarlas de sus atavíos, y así en descubierto, entregarlas al ridículo. Oro, de quien todos los hombres, que de él han oído hablar, han pensado mucho mal, y a quien han amado cuantos lo han tratado de cerca, no es el pensador más sesudo, no es el político más hábil, no el hombre más instruido: es sólo el tipo más bello que haya salido de la naturaleza americana. Oro es la palabra viva rodeada de todos los accidentes que la oratoria no puede inventar. Yo he estudiado este modelo inimitable, he seguido el hilo de su discurso, descubierto la estructura de su frase, la maquinaria de aquella fascinación mágica de su palabra. Sus medios son simples, pero la ejecución es tan artística, tan peculiar del maestro, como la pintura de Rafael o la más rápida de Horacio Vernet. La nobleza de su fisonomía entra por mucho en los efectos de su dialéctica, como las decoraciones de la ópera de París en Roberto el Diablo . Su alta estatura, sostenida con abandono y flexibilidad, está ya protestando contra la idea de arte o aliño en la frase: su cara oval, pálida, morena, prolongada, se baña por segundos en emociones de sonrisas que se derraman de su boca acentuada y graciosa, como el perfume de la palabra que va a abrir su capullo, como las luces crepusculares que preceden a la salida de la luna, convidando a todos los concurrentes a estar alegres. Sus ojos llenos de bondad, de animación y de escepticismo, dan a aquella fisonomía alegre, juguetona, un aire melancólico al mismo tiempo, lo que dobla la fascinación ejercida por una frente que prematuramente ha invadido toda la parte superior del cráneo, limpio y brillante cual si nunca hubiese tenido cabellos. Así cree uno estar oyendo a un sabio, a un anciano quebrantado por los sinsabores del desencanto, y que se ríe de lástima y de pena de que haya tanto de qué reírse en esta vida. He aquí, pues, uno de los grandes secretos de Oro; los otros son de ejecución, y no son menos certeros. Pronuncia las palabras nítidas y pausadamente, modulando cada una con el finido de una miniatura, con un esmero que se conoce ser obra de un estudio largo y perseverante, que ha concluido por convertirse en segunda naturaleza. La pasión, el fervor, de una réplica fulminante no lo harán jamás precipitar la frase, dejar inapercibida una coma, sin rotundidad un período, aunque no se trate sino de dar órdenes a su criado. Si combate la idea ajena, Oro la adopta, la prohija, y teniéndola en sus brazos la presenta al que la emite, preguntándole con cariño si tal otra forma no le convendría mejor, si no la reconocería por hija suya con tales o cuales lunares menos, y el padre embobado empieza a negar a su criatura, y a acariciar y adoptar la que Oro supone ser legítima; si asiente, lo hace de tal manera, que preste al pensamiento ajeno la fuerza de un axioma, de un resultado confirmado por su experiencia de los hombres y de las cosas; si discute, oye las réplicas con interés, con mil sonrisas de benevolencia, hasta que la impertinencia de su adversario le deja tomar la palabra, y entonces, si la cosa no vale la pena de discutirla, ni el contrario convencerlo, lleva por rodeos infinitos la conversación a mil leguas de distancia, a pretexto de digresiones involuntarias, sembrando el camino de los dichos más picantes, de los chistes más risibles; porque Oro sabe todo lo ridículo que ha sucedido en América, y posee la tradición íntegra de cuanto la lengua posee inventando para reír; historias de frailes enamorados, de zafios consentidos, de decretos y leyes dictados por estúpidos, con un repertorio de cuentos eróticos, para solaz y animación de mozos y solterones que harían de él siempre un compañero de pagar a tanto el minuto de francachela, en la cual hace entrar al neófito, por una exclamación de sargentón, lanzada oportunamente, a fin de que cada uno se halle a sus anchas, desprendido de todo encogimiento y sujeción.
Este hombre tan espléndidamente dotado ha abierto a don Juan Manuel Rosas su camino, y abandonándolo con estrépito el día que se lanzó en la carrera de violencias inútiles de donde no puede salir hoy; ha combatido al lado del caudillo López, sido el predilecto de Bolívar, el amigo del general Paz figurado en los más ruidosos acontecimientos de la República Argentina, y hoy, si no me engaño, es mayordomo de una casa de amalgamación, lidiando con patanes que muelen metales, como lidió toda su vida con patanes generales, gobernadores y caudillos que demolían pueblos. Estos pueblos no le han perdonado, no, sus actos, sino su superioridad. Nos vengamos siempre hablando mal de nuestros amos, y el rato de fascinación involuntaria ejercida por Oro, lo paga en las desconfianzas que suscita, porque nadie se cree realmente tan pequeño y tan tonto como se ha visto al lado de él, sino porque ha de haber habido de parte del embaucador un engaño y un fraude manifiesto, pero que no se puede explicar en qué consiste.
Oro, con las cualidades de exposición que lo adornan, sería un hombre notable entre los jóvenes notables de Europa. Jóvenes he visto, que acababan de salir del seno de la sociedad más culta de Madrid y a quienes dejaba azorados aquella distinción exquisita de maneras, hechas aun más fáciles por el tinte americano, argentino, gaucho, que da Oro a los modales cultos sin hacerlos descender a la vulgaridad; porque Oro, salido de una de las familias más aristocráticas de San Juan, ha manejado el lazo y las bolas, cargado el puñal favorito como el primero de los gauchos. Vilo una vez en la fiesta del Corpus en San Juan con un hachón en la mano y envuelto en su poncho, que caía en pliegues lleno de gracia artística. Estas predilecciones adquiridas en su contacto con las masas de jinetes en Corrientes, Santa Fe, Córdoba y Buenos Aires, han subido hasta su cabeza y organizándose en sistema político, de que aun hasta hoy puede curarse. Pero estas predilecciones gauchas en él son un complemento sin el cual el brillo de su palabra habría perdido la mitad de su fascinación; el despejo adquirido por el roce familiar con los hombres más eminentes de la época, el conocimiento de los hombres, la seguridad del juicio adquirido en una edad prematura, y las dotes que traía ya de la Naturaleza, toman aquel tinte romancesco que dan a la vida americana las peculiaridades de su suelo, sus pampas, sus hábitos medio civilizados. Oro ha dado el modelo y el tipo del futuro argentino, europeo hasta los últimos refinamientos de las bellas artes, americano hasta cabalgar el potro indómito: parisiense por el espíritu, pampa por la energía y los poderes físicos. Conocí a don Domingo de Oro en Santiago de Chile en 1841, y tal era la idea que de la República Argentina traía de su superioridad, que cuando publiqué en El Mercurio mi primer escrito en Chile, mandé secretamente un amigo a la tertulia en que Oro solía hallarse, para que leyese en su fisonomía qué efecto le causaba su lectura. Si él hubiese desaprobado mi ensayo, si él lo hubiese hallado vulgar o ridículo, c'en était fait , yo habría perdido por largo tiempo mi aplomo natural y mi confianza en la rectitud de mis ideas, única cualidad que puede formar escritores. El amigo volvió después de dos horas de angustiosa expectativa, diciéndome, desde lejos: "¡Bravo! Oro ha aplaudido". Yo era escritor, pues, y lo he probado hasta cierto punto. Después vi en él una de las dotes que más lo distinguen. A diferencia de muchos, Oro, a medida que yo salía de mi obscuridad, iba dejando agrandarse en su espíritu la pequeña idea que había tenido el principio de mi valimiento. Creo que un día empezó a creer que yo le llegaba a la barba ya, sin manifestar otra cosa que placer e indulgencia, y llegaría a persuadirse de que puedo continuar sin desdoro la carrera que él ha abandonado, sin que esta persuasión le cause pena ni descontento.
La vida de Oro es una prueba de mi modo de comprender su rara elocuencia, obra toda de una naturaleza rica y esplendorosa. Su carácter político es el mismo en todos los tiempos, y en medio de aquellas contradicciones aparentes de las diversas fases de su vida, hay una unidad tal de intento, que constituye la serie más lógica de actos.
Oro cuenta los años con el siglo diecinueve. Su infancia se deslizó sin aquellas sujeciones que debilitan las fuerzas de acción por el conato mismo de educar la inteligencia que ha de dirigirlas; un poco de latín en San Juan, algo de álgebra y geometría en Buenos Aires y el conocimiento del francés, he aquí todo el caudal que hasta los diecinueve años tenía atesorado cuando la vida política se levantó a su lado para lanzarlo en una serie de actos que debían trazarle su porvenir. El presbítero Oro, su tío, había incurrido en el desagrado de los partidarios de San Martín. La familia de los Oro se halló bien pronto comprometida, y sobreviniendo la revolución de Mendizábal, Oro, de veinte años, fue el intermediario entre aquel oficial sublevado y San Martín, para proponer una transacción que, firmada en Mendoza por el coronel Torres, hoy residente en Rancagua, San Martín rehusó ratificar. Vuelto Oro a San Juan, encontró una segunda revolución del número 1 de cazadores de los Andes, y habiendo acercádose a los sublevados, fue preso y desterrado por el gobierno a Valle Fértil o Jachal. La nueva faz, sin embargo, que la revuelta tomaba, cambiando de promotores, reconciliaba al gobierno de San Juan con Oro.
En 1821, y apenas se había visto San Juan libre de los amotinados, un peligro nuevo, imprevisto, hacía echar menos la cooperación de aquellos valientes desertores del ejército de los Andes, extraviados por intrigas que venían desde lejos: don José Miguel Carrera emprendía su campaña para pasar a Chile a vengar la exclusión de su bando y la muerte de sus hermanos.
Carrera, inspirado por la venganza, se presentó en la tienda de Ramírez, el montonero teniente de Artigas; tocó ese resto de hidalguía que no falta nunca en el alma del bandolero, y de entre sus jinetes tomó los guías y de su fogón la tea con que iba a correr la pampa, incendiar los pajonales para trazar un horizonte de llamas y humo que avanzase con él tierra adentro, hasta descubrir en el occidente las crestas nevadas de los Andes, que se proponía escalar con sus jinetes. La montonera, como avalancha de hombres desalmados, se desplomaba sobre las villas de las campañas argentinas, degollaba los rebaños, saqueaba las habitaciones y robaba las mujeres; y de la orgía del festín que iluminaba los campos y las techumbres incendiadas, partían vencedores y vencidos, hombres y mujeres, poseídos ya del mismo vértigo de pillaje y de sangre de que acababan los unos de ser víctimas. Las mujeres peleaban como furias en los combates; y sé de lances en que un montonero tomando por un extremo un escuadrón que estaba formado esperando órdenes, lo deshizo, a fuerza de estarle matando cabos en el extremo.
El terror de los pueblos dura aún en las tradiciones locales; muéstrense en los caminos las osamentas blancas de los ganados que degolló a su tránsito, por aquel exquisito sentimiento del mal que aguijoneaba a aquellos filibusteros que traían a la cabeza un heroico Morgan que había echado llave a su corazón para que no oyese el clamor de las víctimas ni el espanto de las poblaciones. Pero para aquellos pueblos, el patriota chileno y sus feudos con San Martín, desaparecieron en presencia del pavoroso nombre de la montonera. Carrera, en efecto, para atravesar con seguridad la pampa, se había hecho argentino, y tomado el tinte nacional en su color más negro. Fuerzas imponentes de San Juan y Mendoza se adelantaron a salirle al encuentro, y en el Río IV fueron destrozadas, aumentando los dispersos con la abultada relación de las atrocidades de la montonera de Carrera, el terror que precedía ya a su nombre. Carrera habría ocupado a San Juan y Mendoza, los dos pueblos que tienen la llave de los Andes, sin que sus propios elementos bastasen a salvarlos. A Oro le ocurrió lanzar a la circulación una buena idea, y el terror pánico se asió de ella como de la única tabla de salvación; Oro mismo fue encargado de hacerla efectiva yendo en busca de Urdininea y ocho oficiales más, bolivianos, que se hallaban en La Rioja. Urdininea vino, y aquella provincia tan desolada cambió su abatimiento en exaltación; todos los hombres en estado de llevar las armas se presentaron sin distinción de clases ni edad. Urdininea traía consigo la ciencia militar que había faltado en el Río IV, y todos se creyeron salvados. Como una de las reminiscencias de mi niñez recuerdo la figurita extravagante y diminuta de Rodríguez, que se atraía la atención de los muchachos. Este es el mismo Rodríguez que se encontró asesinado en la playa de Buenos Aires, quedando su muerte un arcano entre los muchos que aclarará más tarde el tiempo que recompone y endereza la historia.
Carrera llegó a seis leguas de San Juan; un soldado chileno, Cruz, que se le pasó en la Majadita, le instruyó del aspecto nuevo que las cosas habían tomado y cambió de rumbo, echándose sobre Mendoza, por campos áridos que destruyeron sus caballos y le hicieron caer en manos de sus enemigos. A San Juan le cupo la menos gloriosa parte en los hechos de armas, recoger prisioneros, los cuales, por un decreto de venganza, fueron condenados a muerte con todos los que hubiesen acompañado a Carrera, como oficiales, amigos o consejeros. Cúpole la mala suerte de caer entre los prisioneros a Urra, joven de veintiocho años, secretario de Carrera, dotado de talentos rarísimos, lleno de instrucción, y como era raro entonces, poseedor de muchos idiomas. Más que su mérito y su juventud, abogaban por Urra la causa misma que se le había seguido, por la cual constaba que lejos de haber participado en los crímenes de la montonera que eran horribles, había estorbado mucho por su influencia. Oro se puso en campaña para salvar la vida de aquel malhadado joven que se había cautivado la voluntad de la población entera; intercedió el clero en su favor, y pidiéronle las tropas mismas que habían hecho la campaña. Pero líbrenos Dios de los gobiernos y de los hombres a quienes aconseja el miedo: son implacables con los vencidos. Urra fue fusilado de noche, al fin de unos muros viejos, como aquel duque d'Enghien tan estimable. La vida de Oro estuvo por horas pendiente de un hilo, por haber interesado a las tropas en favor de Urra, y no estuvo libre de cuidados sino cuando se hubo alejado de su provincia, para principiar aquella romancesca peregrinación que aún no ha terminado todavía. Visitó a Córdoba, donde lo persiguieron las asechanzas de sus enemigos; pasó a Buenos Aires, donde Agrelo lo hizo trasladarse a Corrientes; y allí, al lado del general Mansilla, gobernador de aquella provincia, concluyó de formarse su fisonomía especial, revistiendo el fondo aristocrático que traía de su familia, con aquel barniz que da el contacto inmediato con los pastores argentinos. Allí había visto Oro levantarse de nuevo la montonera, en su suelo nativo, por decirlo así, sobre la huella fresca aún de Artigas y Ramírez, allí se le presentaba por la primera vez aquel odio de las provincias contra los porteños, odio de pura descomposición y de desorden, pero que tan poderoso instrumento político había de ser más tarde; allí debía educarse sirviendo al partido de las ciudades en la lucha impotente contra la montonera, y de allí sacar aquel profundo convencimiento de que era desesperada la oposición de los hombres de cultura europea contra aquellos titanes de la guerra, que estaban destinados a vencer; convicción que Oro ha conservado hasta 1842, en que disputábamos largamente sobre este punto, y que conserva, según entiendo, hasta hoy. Oro por separación del mando de Mansilla, quedó de secretario de un Sola, gobernador del partido gaucho, con quien, como era de esperarlo, no pudo entenderse jamás, como que era imposible poner coto a las estúpidas voluntariedades de aquellos hijos de la Naturaleza, que desde Artigas hasta el último capataz de pueblos, tienen las ideas de Harún-al-Raschid en materia de gobierno. En esta época, sin embargo, tuvo el joven Oro hospedado en su casa a otro joven de Buenos Aires, gaucho también y cuyo nombre debía ser conocido, aunque de una manera bien triste, de todos los pueblos del mundo. Este joven estanciero era un tal don Juan Manuel Rosas, con quien Oro hizo desde entonces conocimiento.
Don Domingo de Oro había, sin embargo, desde aquella polvorosa obscuridad que en torno suyo hacían en Corrientes las montoneras interiores, los brasileños y orientales que las instigaban, llamado la atención del gobierno de Rivadavia, que cuidaba mucho de poner de relieve todos los hombres notables que veía a lo lejos despuntando en el horizonte político. Era el ánimo de Rivadavia enviar a Bolívar, cuyo nombre aspiraba a eclipsar el de la República Argentina, una misión, y para ello escogió al general Alvear, el más brillante militar de la época; al doctor Díaz Vélez, y a don Domingo de Oro, nombrado secretario. La legación argentina llegó a Chuquisaca, y por lo que respecta a Oro, Bolívar, Sucre, Miller, Infante y Morán, hallaron en él un digno representante en la diplomacia de aquella juventud argentina que habían visto representada en la guerra por Necochea, Lavalle, Suárez, Pringles y tantos calaveras brillantes, los primeros en las batallas, los primeros para con las damas, y, si el caso se presentaba, nunca los postreros en los duelos, en la orgía y en las disipaciones juveniles. Bolívar y Sucre se disputaban sucesivamente las horas de aquella charla amena como una mañana de primavera, vivaz y picante como espumosa copa de champaña, nutrida ya de la savia que dan los riesgos corridos, las dificultades vencidas en la vida política tan tormentosa de la República Argentina, sol que agosta las plantas débiles, pero que sazona y madura el fruto que anticipa en las bien nacidas.
Oro, malgrado el objeto de la misión, recibió despachos de secretario de la legación en Lima; y aun antes de pasar a desempeñar este nuevo destino, recibió los de secretario del diputado que debía enviarse al congreso de Panamá, que tampoco tuvo lugar.
Aun no había regresado a la República Argentina, cuando fue nombrado diputado al Congreso Constituyente, por San Juan, al cual no se incorporó, sin embargo[13.]. De aquellos comienzos de carrera política y diplomática de Oro, había quedado en todos los espíritus la persuasión de que veía claro en todos los negocios, y que su palabra era un poder que podía oponerse a las fuerzas materiales que empezaban a desencadenarse en torno de la presidencia de Rivadavia.
En Santiago del Estero encontró Oro cartas de los ministros de Rivadavia que le ordenaban pasar a San Juan a organizar la resistencia contra Facundo Quiroga. Facundo había entrado ya en San Juan, por faltar un hombre que, como Oro, supiese señalar dónde estaba la parte débil de la situación política para reforzarla. Pasó, sin embargo, a Córdoba y Mendoza, donde encontró que los amigos mismos del gobierno general conspiraban con los Aldaos. Mandó a Buenos Aires, el cuadro estadístico de la opinión pública y de los intereses que se rozaban, sin que acto ninguno posterior revelase que aprovechaban de su consejo. La presidencia cayó, y en aquel punto final que se ponía a uno de los más brillantes capítulos de la historia argentina, Oro volvió a ver a su familia en San Juan, cargado de años, puesto que desde su partida habían corrido siete, y transformado de fisonomía con aquel barniz que dejan sobre el rostro humano el contacto con los hombres notables y los grandes acontecimientos.
Oro regresó a Buenos Aires, cuando Dorrego, su conocido y su compañero de viaje, un año antes, estaba a la cabeza del gobierno. Dorrego era la realización de la idea política que Domingo de Oro había sacado de su largo aprendizaje en Corrientes, y que sus viajes por las provincias no habían hecho más que corroborar el gobierno de los hombres cultos a nombre de los caudillos; pero los hombres de los principios no gobiernan en nombre de lo que destruye esos principios; los gobiernos en América son aprobados o reprobados por la minoría culta de la nación en que está la vida política. Fuera de este terreno no se gobierna a la manera de los pueblos cristianos: se desquicia y se extermina todo lo que se opone; así lo había hecho Artigas, así lo hizo Facundo, así lo hizo más tarde Rosas. Oro se equivocaba, como se equivocó Dorrego, y Oro tuvo que ir bien pronto a poner el dedo en la herida que ya empezaba a sangrar. Detrás de Dorrego, la mentira constitucional y culta, estaba Rosas, la verdad horrible, que encubrían las formas y los nombres de los partidos. Oro no simpatizaba con el partido caído, ni acababa de decidirse por Dorrego, quien lo llamó pocos días después de su llegada a Buenos Aires a servir en un ministerio, que rehusó por entonces, si bien aceptó otro destino más tarde en el ministerio de la Guerra, bajo la expresa condición de no escribir en la prensa política. Renunció aquel destino en un momento en que sus simpatías personales por la mayoría de los hombres públicos lo empezaban a inclinar a decidirse por el partido unitario. Tomó una imprenta, la del Río de la Plata ; publicó como editor el primer número de El Porteño , periódico de oposición, y hubiera publicado El Granizo , si sus R. R. hubiesen consentido en darle una firma abonada.
Rosas era entonces comandante general de campaña, estaba encargado de fundar la nueva frontera, y del Negocio pacífico , que era un arreglo hecho con los salvajes, por el cual, mediante cierta subvención del gobierno, los bárbaros ocuparían ciertos lugares, sometiéndose a la jurisdicción del gobierno. Rosas solicitó a Oro, a quien había conocido en Corrientes, para correr con la contaduría de aquel negocio, y Oro aceptó creyendo salvar así de la decisión que lo determinado de los partidos políticos exigía imperiosamente de todo hombre notable. Pero Rosas se ocupaba ya de traer la frontera a la plaza de Buenos Aires, y Dorrego menos temía la oposición de los amigos del congreso y la presidencia, que había desbaratado, que la insurrección abierta del Comandante de Campaña. Oro empleó su influjo por evitar o postergar el rompimiento. Dorrego quería separar a Oro del lado de Rosas, por temor a que a la astucia y tenacidad de su adversario viniese a añadirse la sagacidad y claridad de percepción del joven cuya capacidad había tenido ocasión de apreciar antes; insistiendo Rosas en conservarlo a su lado, seguro de haber encontrado lo que hasta entonces le faltaba: un barniz culto a sus designios. En este quita-hijos, o como lo ha dicho Oro una vez, entre aquellas dos piedras de molino, él trató de ponerse a salvo, aprovechando la ocasión que el gobierno le ofreció de ir a interponer su influencia en Corrientes para estorbar que estallase una revolución que se preparaba por instigaciones de Rivera, quien debía apoderarse de aquella provincia, lo cual se logró completamente, si bien reapareció más tarde. Dominóla algunos momentos, hasta que nuevas complicaciones hicieron imposible todo esfuerzo. Oro se retiró a Santa Fe, desde donde, reunido a Mansilla, volvió a desbaratar la revolución, hasta que apoderado de ella aquel Sola, antiguo gobernador de Corrientes, entró en su verdadero terreno la exclusión de toda idea política, la saciedad de las pasiones egoístas.
En Santa Fe, Oro formó un proyecto de explotación de los bosques de dominio público, y pasó a Buenos Aires a formar una compañía para el efecto. Buenos Aires ardía en aquel momento, y a sus amigos de Santa Fe escribió cuánta conmoción sentía bajo sus pies y los rumores que anunciaban la crisis. El 1° de diciembre era apenas el estallido de las fuerzas que habían estado hasta aquel momento comprimidas. La conducta de Oro en este momento supremo fue sublime a fuerza de ser franca, audaz y extraviada. Hoy que nos hemos reunido en el desierto, arrojados por la misma mano los que sostenían la revolución y él, que la combatió, puede convencerse él de que el esfuerzo, por ser bien intencionado, no era menos útil. Oro venía de las provincias, y estaba en contacto con todas las fuerzas desorganizadoras; las había compulsado y sentídoles su peso; la revolución del 1° de diciembre no hacía más que provocar toda su energía y hacerlas aparecer en la superficie. Oro combatió el intento; después de consumado, desaprobó el hecho, y en la plaza de la Victoria, en medio de aquel pueblo embriagado por la presencia del ejército, delante de dos mil ciudadanos apiñados en torno suyo, asombrados de tanta audacia y de tanta elocuencia, y de Salvador María del Carril, Oro, rodeado de aquellos militares que, acariciando su bigote y apoyados en sus tizonas imperiales, sonreían de lástima de los que osasen avistar sus lanzas, hizo la más elocuente, la más desesperada protesta contra aquella revolución que parecía ser el fin de todos los males pasados, y que, según él, no era sino el precursor de todas las calamidades que iban a sobrevenir. Hablábale Carril de derechos ultrajados, de violencias cometidas, y Oro le ponía el detalle de violencias, de crímenes y de males aun ignorados, como la muestra del hecho dominante, irresistible. Oro no defendía la justicia de los procedimientos inculpados, sino la ineficacia de los medios adoptados para derribarlos. Dorrego fue vencido, fusilado; y el 14 de diciembre en el café de la Victoria, Oro volvió a insistir en su teoría, calificando, en medio de los vencedores, de asesinato aquel acto que parecía por el momento desmentir sus anteriores predilecciones. Sostenía él que los gobernadores no eran causa, sino efecto de un mal que venía trabajando a la República desde los tiempos de Artigas; que este mal había invadido poco a poco la República entera; que la elevación de Dorrego al gobierno de Buenos Aires era el complemento de su triunfo, y su toma de posesión de la República; que la revolución parecía poner en cuestión lo decidido entonces, pero que, en realidad, no era más que provocar al vencedor; que, desenfrenado el elemento gaucho, iba a hacer ahora lo que no había hecho antes; que degollaría al partido que contenía más hombres de luces y de dinero y nos llevaría a la barbarie; que debía combatirse la revolución en Buenos Aires antes que prendiera en el interior y la disolución se hiciese general.
Esta versión de la cuestión me la hizo Oro en 1842, y sin duda que era yo el más dispuesto entonces a comprenderla, puesto que de largos años venía estudiando la misma cuestión, y cuya solución intenté dar en Civilización y Barbarie , solución que han adoptado todos los partidos, y que hoy se abre paso en Europa, disipando la nube de obscuridades que ha levantado la astucia de Rosas. Esta teoría dará bien pronto sus frutos, como la enfermedad crónica ha dado sus últimos resultados; su término está menos lejos de lo que se cree. Lo único en que disentíamos con Oro era en la posibilidad de haber dado un nuevo rumbo a la marcha de los negocios públicos. Dorrego había conculcado el edificio político, apoyándose en las fuerzas desorganizadoras del interior; si los hombres de luces y el ejército, depositario hasta entonces de las tradiciones de la independencia, no intentaban un esfuerzo, ellos y Dorrego hubieran sucumbido en presencia del Comandante de Campaña, el Artigas del sur de Buenos Aires; si la capital se reconcentraba dentro de sí misma, como en 1820, los hombres de luces de las provincias eran abandonados a Quiroga y los demás bárbaros sin caridad y sin justicia, y así como Dorrego había coordinado y disciplinado aquellas fuerzas brutas, así los amigos de la presidencia estaban en todas partes en evidencia y no podían romper la cadena fatal que los ligaba a Buenos Aires. Lo que hicieron en 1829 era, pues, fatal, lógico y necesario. Debieron jugar el último albur, a trueque de combatir el mal, cual hondo fuese[14.].
No triunfaron porque no debían triunfar: faltáronles hombres a la cabeza del ejército, menos valientes y arrogantes, y más conocedores del asunto que tenían entre manos; faltáronles el tiempo y la fortuna; faltóle que triunfase el mal mismo para que produjese todos sus horrores y su esterilidad; faltaban veinte años de administración de Rosas para enseñar a los pueblos a comprender adónde conduce el sistema iniciado por Artigas, seguido por Facundo y completado por Rosas; en fin, faltaba que Oro viniese al odio y a la execración del caudillaje, cuyo desenfreno brutal creyó poder retardar, para que hoy estuviésemos, desde el último hombre de Rosas hasta el más alto de los unitarios, de acuerdo en un solo sentimiento, y es que gauchos y hombres cultos, todos necesitan hoy protección y seguridad contra las violencias y el terror.
Don Domingo de Oro, libre de todo compromiso con los revolucionarios, conocido de los caudillos, salió de Buenos Aires en febrero de 1829, y se reunió con López, el de Santa Fe, para prestarle sus consejos, ya que su triunfo era para Oro claro como la luz del día.
En el Rosario hubo de encontrar a don Juan Manuel Rosas, el tirano predestinado de Buenos Aires. Entonces Oro valía más que él; Rosas estaba desconcertado, indeciso, y Oro le inspiró confianza. Temía Rosas acercarse a López, que le tenía una aversión invencible, y Oro le allanó el camino. Diósele a Rosas, a pedido de Oro, un gran título en el ejército de López, pero sin funciones; y volviendo a revivirse en el ánimo del gaucho santafecino sus antiguas antipatías, a cada momento quería despedirlo con vejamen, y Oro era entonces su padrino y su amparo. Hay cosas que los hombres sin mérito real no perdonan cuando han llegado al poder. ¡Ay del que los haya visto pequeños, humillados y sometidos! ¡Ay de los que los haya visto temblar! ¡Huyan a mil leguas de distancia, ésos no obtendrán perdón jamás! ¡Qué odio le profesa Rosas a Oro!
Las vicisitudes de la campaña no son aquí del caso. La derrota de Puente de Márquez fue para Oro una ocasión de penetrar solo en Buenos Aires y abocarse a los ministros a rogarles que se salvasen por un tratado con López. Todavía era tiempo; pero los unitarios no estaban aún convencidos de su impotencia. Oro, después de hacer los últimos esfuerzos para persuadirlos, regresó a su campo a terminar el triunfo de sus partidarios. El general Paz había sido más feliz en Córdoba que Lavalle en la campaña de Buenos Aires; y Oro, llevando adelante su sistema, volvió desde aquel momento sus miradas al general Paz, como una incorporación necesaria de aquel hecho en la masa de hechos victoriosos en todas partes. Paz, afirmándose en Córdoba, era todavía un dique contra la barbarie del interior encabezada por Quiroga; Paz era, pues, una barrera que convenía no destruir; una áncora que aun quedaba sin garrear. Oro fue enviado a Córdoba, y aunque Paz y Oro no pudieron entenderse sobre lo que había en el fondo de la terrible cuestión, se estimaron ambos desde entonces y su relación dura hasta hoy íntima.
En estas circunstancias, Lavalle cedía en Buenos Aires a la presión de la campaña que en el Puente de Márquez había ahogado, más bien que vencido, al ejército con sus millares de jinetes. El consejo de Oro prevalecía ahora, pero impuesto por la victoria y la orgullosa revolución del 1° de diciembre, se había contentado con una capitulación que garantía la vida de los unitarios y de los militares. Oro llegó a Buenos Aires cuando Rosas mandaba, aquel Rosas a quien él había recogido en el Rosario, y quitádole de la cabeza el pensamiento de emigrar a San Pedro en el Brasil. El gobernador Rosas ostentó para con su protector toda la solicitud de un amigo; y, sin embargo, Oro empezó a comprender que en aquella alma fría, helada como el vientre de una víbora, no había sentimiento ninguno humano. Oro era todo para don Estanislao López, bajo cuya ala se había levantado Rosas, y éste en Oro acataba simplemente al poder que esperaba ocasión de avasallar. Después de la batalla del Puente de Márquez, López y Rosas habían suscrito un plan político sugerido por Oro, que tenía por base el respeto de la vida, las propiedades y la libertad del partido vencido, siguiendo Oro en esto su sistema de contener al vencedor en el último límite de su carrera. Los actos posteriores de Rosas han mostrado la sinceridad con que suscribía aquel plan, de cuya sujeción trataba de zafarse, desde luego.
En 1830 se reunieron en San Nicolás de los Arroyos los gobernadores de las cuatro provincias litorales, a cuya reunión fue invitado Oro por López y Rosas. Por Corrientes asistía Ferré; por Entre Ríos un enviado, no recuerdo quién, y aquel desgraciado Maza, degollado en el seno de la representación por Buenos Aires y cuya docilidad se prestaba mejor que la de Oro para los designios secretos de la sabandija. En aquel congreso de gobiernos, se convino en enviar al general Paz una misión confidencial y se designó a Oro para desempeñarla. Redactáronse las notas bajo la influencia de Rosas, y Oro rehusó hacerse el portador de ellas, si no se modificaban. López, Ferré y Oro obraban de acuerdo, y de buena fe querían terminar la guerra, mientras que el designio, apenas disimulado de Rosas, era prolongarla, suscitar dificultades y ganar tiempo. En este conflicto López y Ferré exigieron de Oro que aceptase la misión, por temor de que cayese en manos menos bien intencionadas, lo que hizo, al fin, logrando modificar en parte las notas y las instrucciones. Oro, gozando en Córdoba de la confianza completa del general Paz, sólo trató de evitar que Rosas esterilizase por bajo cuerda el avenimiento proyectado. Oro entonces preparó una entrevista entre Rosas, el general Paz, López, Ferré y otros; lo puso en conocimiento de estos últimos, y guardó a Rosas el secreto hasta que la realización estuviese próxima, para evitar que fuese frustrada. Pero la cosa transpiró, y el general Paz recibió un anónimo que le prevenía que se trataba de asesinarle en la entrevista. A López le envió Rosas agentes en el mismo sentido. Afectaba prestarse al proyecto; pero postergaba su ejecución, suscitando disputas con el gobierno de Córdoba, hasta que las provincias de Catamarca y Salta invadieron a Santiago del Estero, y quebrantándose, aunque muy a pesar del general Paz y sin su participación, el statu quo , base ofrecida para el arreglo, toda tentativa de negociación fue interrumpida.
Desde este momento don Domingo de Oro abandona toda iniciativa política. La túnica de la República Argentina iban a jugarla a los dados, y cualquiera que la ganase érale indiferente. El mal que quiso evitar se había consumado a su despecho. Desde entonces viaja por las provincias beligerantes, bien recibido de todos, porque es un extraño a las cuestiones que se agitan. Va a Buenos Aires y Santa Fe, vuelve a Córdoba de tránsito para San Juan, y da al general Paz un mensaje insidioso de Rosas, pero diciendo como Ulises a Telémaco: "Atended para que no os engañen mis palabras". Aquellos dos proscriptos, los últimos hombres sinceros y bien intencionados que iban a dejar el campo de la política argentina, para dar lugar al exterminio de un partido, conversaron tristemente sobre lo pasado y sobre el porvenir de la lucha. Paz, minado ya por la discordia (1831) y por falta de recursos, conocía su situación. "Su deber era —decía— morir combatiendo, no siéndole permitido abandonar al cuchillo a los hombres a quien Rosas pretendía hacer desaparecer a millares."
Después de algunos meses de residencia en San Juan, Quiroga se apodera de Mendoza, y no siendo el ánimo de Oro pasar plaza de unitario, aguarda que entre el caudillo para evadirse con disimulo. Tiene con Quiroga, el terrible Facundo, una estrepitosa entrevista, y este otro bárbaro cree haber encontrado en él, como Rosas, un complemento necesario; pero Oro ya no espera nada del desenfreno de aquellas pasiones brutales y se pone en marcha para Chile. Hácelo alcanzar Quiroga en Uspallata, rogándole que volviese a encargarse de la secretaría de gobierno, a lo que se negó formalmente, regresando, sin embargo, para no dejar creer que su partida era una fuga, con lo que recibió del gobierno encargo de reclamar en Chile las armas y caballos traídos por los emigrados. Esto motivó una entrevista entre Oro y Portales, que principió bajo los auspicios más amenazadores para el primero, y concluyó pacífica y cordialmente. Regresó en seguida a San Juan, en circunstancias que Quiroga preparaba la expedición a Tucumán, viéronse poco; pasó después a Buenos Aires, y visitó a Rosas en su campamento del Arroyo del Medio, donde Rosas, para engañarlo sobre lo que ambos no podían engañarse ya, lo hospedó en su propia tienda. Volviéronse a ver más tarde en Buenos Aires, y esta vez rompieron para siempre de un modo claro y solemne. La Gaceta publicaba un decreto por el cual se faltaba con los militares del ejército de Lavalle a todas las garantías que les había asegurado la capitulación de Buenos Aires. Oro veía venir a Rosas a este punto, pero aún dudaba de que tuviese cinismo bastante para consignar en un documento público aquella violación flagrante de un tratado. Oro, sin poder contenerse, desgarró la Gaceta en presencia de muchos, exhalándose en imprecaciones contra el malvado. Súpolo Rosas, y afectando serenidad, encubriendo bajo aquella máscara helada el volcán de las pasiones cruentas y vengativas que lo roen, trató de atraerlo a una reconciliación. El general Mansilla era el encargado de pedir a Oro que se viese con Maza para este fin; don Gregorio Rosas intercedió también, pero sin lograr de parte de Oro otra cosa que la protesta pública, reiterada, contra los actos de perversión del que había traicionado sus esperanzas. Este acto era de su parte una justificación ante su conciencia y ante la historia, de la sinceridad de sus miras al prohijar la causa de los caudillos. El día que Rosas inició su nueva política, ese día don Domingo de Oro hizo saber a todos que él no era cómplice en ninguno de los actos de demencia sangrienta que se veían en germen en aquel decreto. Oro ha sido el único federal de los que elevaron a Rosas que no se haya prostituido, manchado y degradado, dejándose llevar por la corriente de los sucesos; el único hombre de principios que haya dicho: hasta aquí es mi obra, pero en adelante, yo me lavo públicamente las manos, prefiriendo ser víctima que cómplice. ¡Sublime esfuerzo de conciencia para mantenerse puro en medio del lodo que iba a caer sobre todos!
Una duda me ha asaltado al espíritu muchas veces y es qué rumbo habría tomado la revolución del 1° de diciembre, si don Domingo de Oro la hubiese prohijado en lugar de combatirla, con tal que él hubiese podido llevar al gobierno el convencimiento, que los decembristas no tenían, de la fuerza de resistencia que poseían los caudillos. En cuanto a López, lo habría inducido a encerrarse en sus tolderías de Santa Fe; Rosas no habría surgido tan pronto sin López y sin él, y Oro conocía ya su situación para desarmarle pacíficamente la máquina de destrucción que estaba preparando la campaña del Sur; Buenos Aires asegurada, Santa Fe quieta, Córdoba ocupada por Paz, la República estaba salvada; pero la hipótesis es imaginaria, y no hay que pedir condiciones imposibles de realizarse. En tal caso, la revolución del 1° de diciembre no habría tenido lugar, y entonces no es posible adivinar la marcha que habrían seguido los negocios.
La vida posterior de Oro es ya la de una luz que se extingue, la de una existencia perdida. Oro, para ser, necesitaba patria, gobierno con formas europeas, y en el caos de barbarie y de violencias que comienzan desde entonces, sus talentos políticos, su carácter eminentemente diplomático, su brillante elocuencia, todo debía hacerle un objeto de desconfianza, de celos, de persecución. Los unitarios no podían perdonarle haberlos vencido; los bárbaros el no haber querido sancionar sus crímenes. ¿Dónde, pues, poder encontrar lugar para reposarse en la inacción y en la obscuridad siquiera?
Oro vuelve a San Juan, a su casa, labrado secretamente de una enfermedad de espíritu que ocultaba con cuidado. Oro temía que un puñal lo alcanzase, y se guardaba. Facundo regresa de Tucumán, trátalo bien algún tiempo, y de repente se vuelve sombrío. Oro pasa a Chile en 1833, comprendiendo de dónde parten las asechanzas, que amenazan su vida. En Chile lo persiguen las desconfianzas del gobierno de Santa Cruz, uno y otro creyéndole un agente de los caudillos argentinos. En 1835 vuelve a San Juan, a recoger su herencia por muerte de su padre, y con aquella hidalguía del que tantas cosas había hecho sin tocar los despojos de los vencidos, cambia sin inventario las viñas de sus padres, bodegas, aperos de labranza, por una hacienda de pastos. Gobernaba entonces Yanzón en San Juan, un bárbaro que tenía, sin embargo, el corazón sano, y éste quiso entregar a Oro el gobierno, ignorando que Oro estaba ya bajo la cuchilla de la proscripción de Rosas. Cartas de Rosas llegan luego, en efecto, denunciando a Oro a la animadversión de los caudillos. Oro acepta un ministerio y entonces tiene lugar un acto que ha prestado asidero al primer cargo hecho contra él. El coronel Barcala estaba asilado en San Juan, y Oro había garantizado ante Yanzón su buena conducta. Barcala fragua una conspiración en Mendoza, es traicionado y descubierto, y el fraile Aldao pide su extradición, en virtud del tratado cuadrilátero aceptado por aquellos gobiernos. Una partida se presenta repentinamente en San Juan; las cartas de Barcala, sorprendidas, no dejan lugar a subterfugio alguno; Barcala no trata de escaparse, y Yanzón, que quiere salvarse de una ruptura con todos los gobiernos federales, y Oro, que no es unitario, entregan a Barcala, que es fusilado en Mendoza, inculpando a Oro de complicidad en su conspiración. Oro se hace sospechoso para con Yanzón, lo juzgan, lo condenan, lo absuelven en apelación y lo destierran.
Don Domingo de Oro llegó a Copiapó en 1835. En La Puerta estaban a su llegada reunidos muchos argentinos notables, que lo oyeron entonces hacer la pintura de todos los horrores que iban a seguirse a la dominación absoluta de don Juan Manuel de Rosas. Recuerdo algunas de sus palabras: "La América va a estremecerse de espanto; la inquisición, en sus épocas más tenebrosas, no ha presentado espectáculos iguales. La conciencia de los hombres que han visto ya a Quiroga y a otros no podrá creer en lo que va a verse luego. Conozco a este horrible malvado; no tiene entrañas, no se inmuta por nada, su cara no traiciona jamás una sola chispa de la sed de venganza que aqueja sus ijares; está hablando con usted sobre cosas frívolas, y mirándole el lugar del cuello en donde ha de entrar el cuchillo que le prepara. Ustedes van a verlo luego; un solo hombre importante no quedará vivo, un solo militar sobre todo; lo he visto mandar matar a veintisiete prisioneros en San Nicolás y gozarse con ello como el tigre harto de sangre..." Algunos meses después llegó a Chile la noticia de la carnicería de los ochenta indios en la plaza del Retiro, y todos lo repetían instintivamente: Oro lo decía; los asesinatos en las casas, y los prisioneros degollados, y todos repetían espantados: ¡Lo predijo Oro en La Puerta en 1835! Estos conceptos los reprodujo por la prensa.
Desde entonces Oro se confunde con los desterrados en Chile, siente como ellos, vive con ellos, pero sin esperar como ellos, porque todavía no cree que ha pasado el letargo en que ha caído la energía moral de las poblaciones espantadas por el cúmulo de males de que han sido víctimas; triste marasmo en que caen los espíritus que han visto desenvolverse el germen, crecer, extenderse y cubrir como una lepra la República entera.
En 1840, Oro escribía en Chile estas notables palabras: "La Naturaleza concedió a don Juan Manuel Rosas una constitución robusta, que su ejercicio de ganadero y labrador desenvolvió completamente, habilitándole por más de un respecto para desempeñar el tremendo papel que representa. Su semblante en el círculo de los hombres de su confianza, o de aquellos cuyas simpatías le interesa conquistar, es agradable, y cuando se le habla, hay en su rostro una expresión de atención y de seriedad que halaga; pero, en el trato de otros hombres, se nota una tosquedad de maneras y descompostura de lenguaje, que concuerda con cierto aire de taciturnidad que parece en él característico. En estos casos rara vez mira a la persona con quien habla, y si bien lo hace con intervalos por movimientos rápidos de los ojos, es para ver el efecto de sus palabras. Por lo demás, ninguna señal revela jamás contra su voluntad los afectos de su alma; y nadie al mirarlo sospechará cuánta es la bastardía de las pasiones brutales que fermentan en su pecho. Pero, aunque tiene el disimulo que se atribuye a Tiberio, el miedo en el momento del peligro pone en descolorido su semblante, que es encendido, sin que carezca del valor necesario para arrostrar aquél, cuando es indispensable o muy urgente. Es verdad que entonces sus facultades se perturban y cae en cierto estado de entorpecimiento mental o casi estupidez. Rosas es frugal y parco en alto grado, y lo era antes que el temor de un envenenamiento viniese a atormentarle. Es pensador, reflexivo, laborioso como pocos. No tiene ideas religiosas ni morales, y todas las facultades de su alma están subordinadas a la pasión del mando absoluto y la pasión de la venganza, las dos cualidades dominantes de su carácter. En la historia del Nuevo Mundo hasta nuestros días, no se encuentra el nombre de un tirano tan reflexivamente atroz y cruel como Rosas. La actividad febril con que trabaja, degenera en una extravagancia loca y feroz en sus momentos de descanso y distracción".
Pertenece a Oro este pensamiento, digno de La Bruyere: "Los que no conocen a Rosas, se inclinarán a creer que este bosquejo es exagerado... La especie humana rechaza instintivamente la idea de que puedan existir tales seres; y la inverosimilitud de los horrores de que se han hecho culpables, y que deberían atraerles el odio universal, pone en problema la verdad, y se convierte en un refugio protector de los perversos"[15.].
Bellísimo pensamiento el último, y que se está realizando hace veinte años. La América y la Europa han dudado largo tiempo de la verdad; la historia viene, empero, en pos de los hechos; y cuando las pasiones, los intereses y las opiniones del momento callen, presentará a los ojos del mundo espantado la página más negra de la criminalidad humana. Ni un solo hecho, entre mil, escapará de ser verificado, aclarado, comprobado, y la verdad, la terrible verdad, avergonzará entonces a una generación entera. "La verdad no se entierra con los muertos; triunfa de la lisonja de los pueblos y del miedo de los poderosos, que nunca lo son bastante para sofocar el clamor de la sangre; la verdad transpira al través de los calabozos y hasta al través de la tumba"[16.].
Oro, en sus peregrinaciones, fue a Bolivia donde el gobierno del general Ballivián reclamó sus consejos. El último que le dio fue el de dejar el mando, si no quería aguardar a que se lo arrebatase la triste revolución que está labrando hoy a Bolivia, muy parecida, en lo desorganizadora, a aquella otra que él había estudiado en su cuna y seguido hasta perderla de vista. La conducta de Oro, y de algunos otros argentinos emigrados, arrancó al general Ballivián en su refugio en Valparaíso esta exclamación: "Sin la noble abnegación de estos argentinos, yo habría llegado a maldecir de la especie humana".
Oro, escapado de esta revolución, asilado en Tacna, sentíase abrazado por detrás en el puerto de Arica en 1848, por persona que intentaba hacerse reconocer por sólo el acento de su voz. Libre del lazo que detenía su curiosidad, volvióse, y entonces pudimos abrazarnos de nuevo, él que tendía por tercera vez las alas para lanzarse al incierto mar del destierro, yo que volvía de rodear el mundo para entrar de nuevo a Chile, de donde por vía opuesta había partido; y con pláticas amistosas en las baquetas calientes del vapor, viendo desfilar la desierta ribera americana en el horizonte, y hundiendo nuestras miradas en la desierta superficie del océano, recogí de su boca la mitad de los datos que forman estas memorias para complemento de otros que ya poseía. Oro está varado cual casco abandonado qué sé yo donde, mientras yo sigo sin rumbo, sin blanco fijo, cediendo a impulsos que me llevan adelante.
La última noticia que de él he tenido, es la que contiene la siguiente carta:
"S. D. Domingo F. Sarmiento. Copiapó, noviembre 6 de 1849. Mi apreciable amigo: He recibido un ejemplar de su libro Educación popular . El carácter de su Crónica me había ya llamado la atención, por su tendencia a traducir en práctica, en hecho, las teorías sobre que no se ha cesado de charlar. Me parece que usted la concibió con una máquina para empujar a obrar en el sentido de la industria y del movimiento mecánico y material. Su libro es la máquina de dar el mismo impulso al movimiento intelectual, y diré así a la industria intelectual y moral , que a su tiempo aumentará con su fuerza el resorte del movimiento material e industrial.
"Su libro ha exaltado tanto mis antiguos sentimientos de filantropía y de patriotismo, que casi han revivido mis pasadas ilusiones, estando a pique de creer en la felicidad venidera de nuestros países. ¡No le diré cuántos años llegaron a pasar por mi cabeza! Han sido los movimientos de la vida, ejecutados por un cadáver, a favor del galvanismo. Desalentado y escéptico, he llegado a tener un momento fe en los inmensos bienes que nos iban a traer la generalidad de la instrucción que brotaría de la lectura de su libro. Pero la exaltación ha pasado, y sólo me queda mucha admiración por los esfuerzos de usted, mucha simpatía por la generosidad y elevación de sus sentimientos, muchísimo y muy vivo afecto de su persona, y ninguna esperanza de que el éxito corone tan nobles, generosos y sabios trabajos. Suyo, Oro."
[13.] Consta en acta celebrada en San Juan en l8 de julio de 1828, declarándolo diputado electo por la provincia de San Juan. Núm. 18 del Registro Oficial .
[14.] Esta doctrina fue hábilmente desenvuelta por don V. F. López, en una serie de artículos en El Progreso , de Santiago.
[15.] El tirano de los pueblos argentinos ; Valparaíso, 1840. Este es un folleto distinto del escrito de García del Río bajo el mismo título en el Museo de ambas Américas de 1843.
[16.] La Rusia en 1839 , por el marqués de Custine.