Recuerdos de provincia/A mis compatriotas solamente
Es éste un cuento que, con aspavientos y gritos, refiere un loco, y que no significa nada.
SHAKESPEARE,
Hamlet
Decir de sí menos de lo que hay, es necedad y no modestia; tenerse en menos de lo que uno vale, es cobardía y pusilanimidad, según Aristóteles.
MONTAIGNE,
Essais
La palabra impresa tiene sus límites de publicidad como la palabra de viva voz. Las páginas que siguen son puramente confidenciales, dirigidas a un centenar de personas, y dictadas por motivos que me son propios. En una carta escrita a un amigo de infancia en 1832, tuve la indiscreción de llamar bandido a Facundo Quiroga. Hoy están todos los argentinos, la América y la Europa, de acuerdo conmigo sobre este punto. Entonces mi carta fue entregada a un mal sacerdote, que era presidente de una sala de Representantes. Mi carta fue leída en plena sesión, pidióse un ejemplar castigo contra mí, y tuvieron la villanía de ponerla en manos del ofendido, quien, más villano todavía que sus aduladores, insultó a mi madre, llamóla con torpes apodos, y le prometió matarme dondequiera y en cualquier tiempo que me encontrase.
Este suceso, que me ponía en la imposibilidad de volver a mi patria, por siempre, si Dios no dispusiese las cosas humanas de otro modo que lo que los hombres lo desean, este suceso, decía, vuelve a reproducirse dieciséis años más tarde con consecuencias al parecer más alarmantes. En mayo de 1848 escribí también una carta a un antiguo bienhechor, en la cual también tuve la indiscreción, de que me honro, de haber caracterizado y juzgado el gobierno de Rosas según los dictados de mi conciencia; y esta carta, como la de 1832, fue entregada al hombre mismo sobre quien recaía este juicio.
Lo que se ha seguido a aquel paso, sábenlo hoy todos los argentinos. El gobernador de Buenos Aires publicó aquella carta, entabló un reclamo contra mí cerca del gobierno de Chile, acompañó la nota diplomática y la carta con una circular a los gobernadores confederados; "el gobierno de Chile respondió a la solicitud, replicó Rosas, se repitieron las circulares, vinieron las contestaciones de los gobernadores del interior, continuó el sistema de dar publicidad a todas aquellas miserias que deshonran, más que a un gobierno, a la especie humana"; y parece que continuará la farsa, sin que a nadie le sea posible prever el desenlace. La prensa de todos los países vecinos ha reproducido las publicaciones del gobierno de Buenos Aires, y en aquellas treinta y más notas oficiales que se han cruzado, el nombre de D. F. Sarmiento ha ido acompañado siempre de los epítetos de infame, inmundo, vil, salvaje, con variantes a este caudal de ultrajes que parecen el fondo nacional, de otros que la sagacidad de los gobernadores de provincia ha sabido encontrar, tales como: traidor, loco, envilecido, protervo, empecinado, y otros más.
Caracterízanme así hombres que no me conocen, ante pueblos que oyen mi nombre por la primera vez. Desciende el vilipendio de lo alto del poder público, reprodúcenlo los diarios argentinos, lo apoyan, lo ennegrecen, y sábese que en aquel país la prensa no tiene sino un mango, que es el que tiene asido el gobierno; los que quisieran servirse de ella como medio de defensa, no encuentran sino espinas agudas, el epíteto de salvaje, y los castigos discrecionales.
Y, sin embargo, mi nombre anda envilecido en boca de mis compatriotas; así lo encuentran escrito siempre, así se estampa por los ojos en la mente; y si alguien quisiera dudar de la oportunidad de aquellos epítetos denigrantes, no sabe qué alegarse a sí mismo en mi excusa, pues no me conoce, ni tiene antecedente alguno que me favorezca.
El deseo de todo hombre de bien de no ser desestimado, el anhelo de un patriota de conservar la estimación de sus conciudadanos, han motivado la publicación de este opúsculo que abandono a la suerte, sin otra atenuación que lo disculpable del intento. Ardua tarea es sin duda, hablar de sí mismo y hacer valer sus buenos lados, sin suscitar sentimientos de desdén, sin atraerse sobre sí la crítica, y a veces con harto fundamento; pero es más duro aún consentir la deshonra, tragarse injurias, y dejar que la modestia misma conspire en nuestro daño; y yo no he trepidado un momento en escoger entre tan opuestos extremos.
Mi defensa es parte integrante del voluminoso protocolo de notas de los gobiernos argentinos en que mi nombre es el objeto y el fondo envilecido. Mi contestación que se registra en el número 19 de la Crónica; mi protesta, en el número 58, y este opúsculo deberán, pues, ser leídos por los que no quieran juzgarme sin oírme, que eso no es práctica de hombres cultos.
Mis Recuerdos de Provincia son nada más que lo que su título indica. He evocado mis reminiscencias, he resucitado, por decirlo así, la memoria de mis deudos que merecieron bien de la patria, subieron alto en la jerarquía de la Iglesia; y honraron con sus trabajos las letras americanas; he querido apegarme a mi provincia, al humilde hogar en que he nacido; débiles tablas, sin duda, como aquellas flotantes a que en su desamparo se asen los náufragos, pero que me dejan advertir a mí mismo que los sentimientos morales, nobles y delicados, existen en mí por lo que gozo en encontrarlos en torno mío, en los que me precedieron, en mi madre, en mis maestros y en mis amigos. Hay una nobleza democrática que a nadie puede hacer sombra, imperecedera: la del patriotismo y el talento. Huélgame de contar en mi familia dos historiadores, cuatro diputados a los congresos de la República Argentina, y tres altos dignatarios de la Iglesia, como otros tantos servidores de la patria que me muestran el noble camino que ellos siguieron. Gusto, a más de esto, de la biografía. Es la tela más adecuada para estampar las buenas ideas; ejerce el que la escribe una especie de judicatura, castigando el vicio triunfante, alentando la virtud obscurecida. Hay en ella algo de las bellas artes que de un trozo de mármol bruto puede legar a la posteridad una estatua. La historia no marcharía sin tomar de ella sus personajes, y la nuestra hubiera de ser riquísima en caracteres, si los que pueden, recogieran con tiempo las noticias que la tradición conserva de los contemporáneos. El aspecto del suelo me ha mostrado a veces la fisonomía de los hombres, y éstos indican casi siempre el camino que han debido llevar los acontecimientos.
El cuadro genealógico que sigue es el índice del libro. A los nombres que en él se registran, lígase el mío por los vínculos de la sangre, la educación y el ejemplo seguido. Las pequeñeces de mi vida se esconden en la sombra de aquellos nombres, con algunos de ellos se mezclan, y la obscuridad honrada del mío puede alumbrarse a la luz de aquellas antorchas sin miedo de que revelen manchas que debieran permanecer ocultas.
Sin placer, como sin zozobra, ofrezco a mis compatriotas estas páginas que ha dictado la verdad, y que la necesidad justifica. Después de leídas pueden aniquilarlas, pues pertenecen al número de las publicaciones que deben su existencia a circunstancias del momento, pasadas las cuales nadie las comprendería. ¿Merecen la crítica desapasionada? ¡Qué he de hacer! Esta era una consecuencia inevitable de los epítetos de infame, protervo, malvado, que me prodiga el gobierno de Buenos Aires. ¡Contra la difamación, hasta el conato de defenderse es mancha!