Recuerdo a N. P. D.

Recuerdo a N. P. D.
de José Zorrilla
del tomo tercero de las Poesías.


Bajad del monte al escondido valle,
Frescos arroyos, cristalinas fuentes,
Que en esas rocas anchurosa calle
Buscáis a vuestras rápidas corrientes,
Y en un remanso recogido acalle
Vuestra linfa sus ondas maldicientes,
Porque sorbiendo el valle su frescura
Cargue su espalda de eternal verdura.


Bajad, aguas, del monte susurrando
Sobre las calvas peñas destrenzadas
Los colores del sol reverberando
En gotas con el sol tornasoladas,
Que manantiales os irán prestando
Esas agudas cumbres escarchadas
Donde se está filtrando en hilos leves
La eterna plata de las limpias nieves.


Claros, sonoros, libres arroyuelos
Que vais de piedra en piedra juguetones
Césped brotando y derritiendo hielos
En curso inquieto y deleitables sones,
Felices sois, pues que mundanos duelos
No adormís, ni raquíticas pasiones
Al compás con que os suelta y desparrama
Desde sus canas cumbres Guadarrama.


Pues naciendo en recónditos asilos,
Rodáis por esas mudas soledades,
En anchas ondas o en delgados hilos,
Por altas rocas u hondas cavidades,
Ya os arrullen los céfiros tranquilos,
Ya el soplo de revueltas tempestades:
¡Felices vuestras aguas transparentes,
Libres arroyos y perdidas fuentes!


Bajad del monte, y si en el valle umbroso
Bajo su tosco pabellón de pinos
La soledad os cansa y el reposo
De sus antros y sotos peregrinos,
Torced el suave paso rumoroso,
Trasponed puentes y cruzad caminos,
Ganando tierra y conquistando calle
Hasta los bordes del postrero valle.


Cual solitaria y lánguida palmera
Que el sol marchita y aquilón azota,
Veréis allí a Segovia la altanera
Ya por el tiempo consumida y rota,
Tal vez caduca, pero hidalga y fiera
Con su pujante antigüedad remota,
Que aun la ofrecen sus claros manantiales
Sobre torres sin tiempo arcos triunfales.


Bajad, arroyos, la veréis ufana
Raudos al deslizar vuestra corriente
Sobre esa enorme creación romana
Que al par la sirve de obelisco y puente;
Noble corona que sustenta vana
Sobre la apenas poderosa fuente;
Yugo gigante que la abruma el cuello,
De su antigua grandeza último sello.


Dejad, arroyos, la empinada cumbre,
El verde soto y soledad amena,
Y cruzaréis la inmensa pesadumbre
De la alta puente, de hendiduras llena:
De veinte siglos la continua lumbre
Su tez ha puesto pálida y morena,
Pero aun se tiene colosal y erguida
Vertiendo fuerza y ostentando vida.


Bajad, arroyos, y veréis cuán vanos
Junto a ese eterno y portentoso escombro
Parecen los escombros cortesanos,
De otra más flaca edad timbre y asombro;
Ellos al fin hundiéronse livianos,
Mas ese aun presta infatigable el hombro,
Mostrando audaz a la flaqueza humana
El vigor de su estirpe soberana.


¡Oh! Esos mezquinos restos solitarios
Que yacen por los llanos extendidos,
Negras torres, desiertos campanarios,
Solares sin señor, templos hundidos,
En eriales y cuevas y calvarios
Y en olvidado polvo convertidos,
No pudieron guardar en la memoria
Ni aun de sus dueños la vecina historia.


Ahí están esas góticas capillas
Orladas de magníficos relieves,
Cargadas de sutiles maravillas
En sus aéreos arabescos leves;
Ven, y en esas rüinas amarillas,
Escrutadora edad, lee si te atreves,
Por más que rompas al pensar los diques
Más que confusos Álvaros y Enriques.


Avanza un siglo más en tu camino
Y un poco más tu huella profundiza,
Y de Álvaros y Enriques el destino
Se hundirá con la tierra quebradiza,
Y mañana, pasando el peregrino,
Al topar de sus huesos la ceniza,
Dirá por conjeturas: ¡Aquí fueron!
Pero podrá jurar que aquí murieron.


Ahí queda en ese alcázar mutilado
Bajo los opulentos artesones,
De reyes un espléndido senado
Con sus cetros, coronas y blasones;
Y hoy en su puente roto y derribado
Y en sus pintarrajeados murallones,
Acaso en vano el pensador profundo
Las huellas buscará de Juan segundo.


Que aun tres siglos su faz surcan apenas,
Y tres veces tal vez le apuntalaron.
El uno vació en lanzas sus cadenas,
Y las lluvias del otro le minaron;
Cegó el otro de adobes sus almenas,
Y los tres al pasar le profanaron,
Cual copa así que en el festín rompieron
Y por juguete a los muchachos dieron.


Doquier se tiendan los avaros ojos,
Escombros hallan, débiles memorias
Que apenas en estériles despojos
Rastro dudoso dan de sus historias;
Dondequiera en fatídicos manojos
Huesos se hacinan y se esconden glorias,
Sin que sepan decir tantos osarios
Si eran romanos, godos o templarlos.


Mas id a demandar a ese coloso
El nombre de la patria y la alta cuna
De la raza del pueblo poderoso
Que ató a sus pies el tiempo y la fortuna;
Y en ese audaz esfuerzo prodigioso
Con que a la edad fatiga o importuna,
Con que de veinte siglos la carcoma
Se atreve a rechazar, veréis a Roma.


En vano airado le sacude el viento,
Y en vano el ronco temporal le moja,
Y en vano sobre el monstruo macilento
Tan larga edad su pesadumbre arroja;
Que siempre altivo y grande y opulento,
Ni el vendaval ni la vejez le enoja;
Y siempre rico, en su ciudad derrama
Los arroyos que bebe en Guadarrama.


Bajad del monte, frescos riachuelos,
Aguas puras de fuentes cristalinas
Que holláis el césped y chupáis los hielos
En esas cumbres a la luz vecinas;
Bajad del monte si abrigáis desvelos
En vuestras soledades peregrinas,
Cansados ya de la desierta sierra,
De ver más ancha y bulliciosa tierra.


De esa colina en la escondida falda,
Donde entre brezos de color pajizo
Tiende la hierba trenzas de esmeralda
Con que a sus solas sus alfombras hizo,
Donde con flores de carmín y gualda
Corona vuestro espejo movedizo,
Hay una puerta en el hendido casco
De los doblados lomos de un peñasco.


No hay a su paso impertinente estorbo
Ni crece a su dintel adelfa amarga,
Ni fiera alguna de talante torvo
La linfa turba en su carrera larga:
Torced por ella vuestro curso corvo
Sobre el peñasco que el camino alarga,
Hasta que vuestros rápidos cristales
Rueden sobre los arcos imperiales,


Surquen ¡oh fuentes! en tropel sonoro
Por la ancha espalda del excelso puente
Reverberando las madejas de oro
Vuestras gotas, del sol resplandeciente.
Bajad del monte en susurrante coro
Agitando la límpida corriente;
Veréis el sello con que el hombre doma
De veinte siglos la opulenta Roma


Y si pasando, desde el alto lecho
Do el puente os presta soledad y abrigo,
Veis por las grietas del canal estrecho
Tal vez llorando a mi amoroso amigo;
Si es que las llagas de su herido pecho
Consuelo admiten o a su mal testigo,
Decidle que hay quien su pesar agora
Del Manzanares a la margen llora.


Frescas, puras, corrientes cristalinas,
Fuentes sonoras, limpios arroyuelos,
Que de esas cumbres a la luz vecinas
Holláis el césped y bebéis los hielos,
Si halláis en tantas flores las espinas
De sus antiguos y cansados duelos,
Dadle de vuestra fugitiva randa
Con el claro compás, música blanda.


Y así reviente en matizadas flores
Y en madreselvas vuestra verde orilla,
Y os preste sombra, arroyos bullidores,
La caña cimbradora y amarilla,
Y así bajen los lindos ruiseñores,
La suelta garza y triste tortolilla,
A hundir en vuestras frágiles espumas
Los tiernos picos y esponjadas plumas.