Recordación Florida/Parte I Libro II Capítulo II

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


CAPÍTULO II.

En que se continúan, sobre el texto del capítulo 162 del original borrador de mi Castillo, los accidentes y perseverancia de la guerra de Utatlán y rebeldia proterva de aquellos indios.


Corrían en Quetzaltenango varios rumores y no menores recelos del valor y máximas de los españoles, y no los tenía en este numeroso pueblo menos confusos y desalentados la muerte de dos valerosos capitanes, señores de Utatlán, que perdieron las vidas en las referidas batallas de Olimtepeque; teniendo noticia de ello el general Adelantado D. Pedro de Alvarado, en el mismo Quetzaltenango, donde, refrescando y curando las heridas de su valeroso ejército, se había detenido; y asimismo, haciendo le curasen una herida que había recibido en un muslo de un golpe de saeta, de que después, por todo el curso esclarecido de su vida, quedó notablemente cojo. Tuvo noticia, de que volvía sobre él todo el mayor resto y poder de los pueblos comarcanos, puestos en la resolución desesperada de morir en esta lid ó vencer el aliento de nuestros españoles; mas al recibir esta intempestiva noticia, salió al punto el Adelantado á lo libre y desembarazado de un llano, donde al darse vista los dos ejércitos, empezó, sin dilatar el tiempo, lo numeroso de los indios á cercar nuestro ejército; usando el disparar mucha canticantidad de vara, flecha y piedra, y juntamente de acometer osada y unidamente con mucho número de lanzas, de la piedra de Chai, con que ocasionaban á nuestra infantería mucho daño y no menor conflicto. Pero la caballería, convidada de la limpieza igual de la llanura, acometió con sus tropas por una parte del escuadrón contrario, y rompiendo por él con acelerado choque de sus ligeras tropas, con breve término de combate, hicieron volver las espaldas al grande número de los indios; quedando en esta, no menos apretada que sangrienta batalla, heridos muchos soldados de nuestros españoles y uno de los caballos de las tropas, y no siendo ligeramente lamentable el suceso, de parte de los indios, así por la pérdida de la facción, como por la muerte de ciertos indios principales de su maquinoso ejército; quedando á esta causa temerosos y llenos de espanto los indios de aquellos pueblos, siéndoles de grande asombro el nombre de Alvarado. Entraron en acuerdo todos los más caciques de la comarca, detenidos y suspensos en largas conferencias por algunos dias; en que, el valeroso Adelantado y su admirable gente, haciendo correrías y varias entradas por todas las poblazones, conseguía de estas surtidas muchas presas de indios de entrambos sexos, que traía cautivos á los alojamientos de Quetzaltenango; con que, más apretados y afligidos aquellos caciques de la junta, determinaron, conformes, enviar sus embajadores al Adelantado, á tratar con él de paces; remitiéndole con los embajadores un presente de oro de poca estima. Mas esta paz que procuraban, y á que fueron admitidos, abrigaba en lo interior un trato doble, que se radicaba en el convite que hicieron al ejército católico para el pueblo de Utatlán; previniendo con militar disposición, el que se juntasen todas las mayores escuadras que pudiesen, que fueron mucho más numerosas que las pasadas, con arbitrio y orden especial de que estuviesen ocultas dentro de los barrancos de Utatlán, de que está ceñido por sus contornos, hasta que fuese tiempo de acometer; que había de ser en estando dentro de la poblazón, y cuando le diesen fuego. Esta máxima, trazada en los Tatoques de sus pueblos, que son como cabildo ó concejo, se puso en práctica; rogándole los principales de la embajada que, admitiendo su amistad, se fuese con ellos á su pueblo, por ser más numeroso y despejado que el de Quetzaltenango, y estar en sitio más apacible y con otras muchas poblazones cercanas, y que allí más bien podrían acudir á servirle. El Adelantado, que ignoraba el veneno que rebosaba el convite, los recibió con muchas demostraciones de amor, y habiéndoles dado á entender lo mal que habían obrado en haber mantenido las guerras pasadas, con cuya causa se habían producido tan sangrientos efectos, en las muertes y derramamiento de sangre que se había hecho, aceptó las paces prometidas; y la mañana siguiente, al despuntar el día partió con su ejército, convoyado de los embajadores, que en nombre de sus pueblos habían prometido dichas paces á la corte de Utatlán, que entonces lo era del rey Sequechul. Pero entrando al pueblo, repararon que iban á alojar á una casa fuerte, que tenía dos puertas, que la una de ellas tenía, antes de entrar en el pueblo para introducirse por ella, veinticinco gradas, y que guiaba á la otra puerta una calzada muy mala y por dos partes deshecha: las casas muy apiñadas y las calles muy estrechas; que por todas ellas, ni dentro de los habitables, no había mujeres ni niños; que no les proveían de el bastimento necesario, y que los caciques y Ahaguaes, en los parlamentos que les hacían, estaban como turbados y confusos, y los semblantes demudados. Así corrían las cosas de aquel aleve pueblo, cuando unos indios quetzaltecos, con leales corazones, dieron aviso al Adelantado como los de Utatlán los querían quemar, aquella noche, dentro de aquella poblazón; descubriéndole, juntamente, la celada prevenida de los guerreros de aquellas barrancas, para que al tiempo del incendio voraz de aquellas casas, juntándose con los incendiarios del pueblo, éstos que eran numerosos y los de las emboscadas cogiéndolos en medio, cuando los juzgasen desarmados y ciegos con el humo, los quemasen vivos.

Pero la grandeza del corazón de D. Pedro de Alvarado, sin perder tiempo, en ocasión de tan notorio peligro, les mandó á sus capitanes, manifestándoles su riesgo, que, tocando á recoger, sin dilación alguna tomasen la vuelta de la campaña; y ejecutado el orden, salieron á buena diligencia á una llanura, que yace cerca de unas barrancas: y el Adelantado, usando de la sagacidad y buen ingenio de que era dotado, dijo á los caciques y principales de aquellos pueblos, que el salirse á la campaña, era porque estando aquellas casas tan unidas y las calles muy estrechas, los caballos no podían esparcirse, estando acostumbrados á pacer por lo libre y dilatado de la campaña; pero estos rebeldes y mal mirados caciques quedaron tan tristes, que por sus semblantes se conocía el disgusto que recibían de ver malograda su aleve traza, aunque no podían discurrir estar manifiesta su traición. Fuera de aquel peligro nuestro ejército, y puesto, como llevamos dicho, en la seguridad de la campaña, no pudiendo el Adelantado D. Pedro de Alvarado tolerar más tiempo la aleve disposición de los caciques, á vista de los numerosos y armados escuadrones que tenían dispuestos, mandó prender al señor principal de Utatlán, rey que se intitulaba de el Quiché, llamado Sequechul (de que hoy se conserva familia bien conocida), y puesto á buen recaudo, por forma de justicia, por rebelde y traidor le mandó quemar; dando el señorío y principado á su hijo por la muerte de su padre. Y partiéndose luego el ejército de aquellas barrancas, marchó á tierra más llana y desembarazada, donde mantuvo la guerra á los escuadrones, que estaban prevenidos y dispuestos para combatir, al tiempo que aquel pueblo hubiese de reducirse del estrago de las llamas al ejemplo de las cenizas; y manteniéndose en esta batalla nuestro ejército en la constancia que acostumbraba, consiguió la victoria, rompiendo y desbaratando los escuadrones de los indios.

No consta, de todo el cap. 162 del original borrador de mi Castillo, que el rey Sequechul, al tiempo de morir, se redujese á nuestra santa fe católica, ni que recibiese el bautismo, ni menos que se le diesen por el Adelantado D. PePedro de Alvarado tres días de término para instruirse en los sagrados misterios de nuestra religión, ni que se conmutase la sentencia, en que se le diese garrote y no fuese quemado; porque de la pronunciación de la sentencia á la ejecución de ella no hubo intermisión de tiempo, y le quemaron luégo, á la hora de la misma sentencia jurídica. Y se opone á esta verdad del original lo que se dice en el capítulo 164, folio 172 de lo impreso á diligencia del R. Padre Maestro Fr. Alonso Remón, del orden de Nuestra Señora de la Merced, en que también hallo adulterado el sentir de mi verdadero autor y progenitor; añadiéndole en esta parte, lo que no se halla en este borrador de su letra, y autorizado por su propia firma, comprobada con las que se hallan suyas en los libros de Cabildo, y con otras que hay en nuestro poder; ni menos conviene lo impreso con el traslado en limpio que se sacó, por el que se envió á España para la primera impresión, para remitir duplicado, que, no habiendo ido, conservan los hijos de doña María del Castillo, mis deudos, autorizado con la firma del doctor D. Ambrosio Díaz del Castillo su nieto, deán que fué de esta santa iglesia catedral primitiva de Goathemala. Y lo que se refiere de la cristiandad de este rey, al tiempo de su muerte, es añadidura en lo impreso; verificándose, también, haberle sustraído y usurpado sus dos primeros capítulos, dividiéndole en partes, desde el tercero en adelante, con tan poco orden y cautela, que antes viene á haber de más, de lo manuscrito á lo impreso, hasta el 162 capítulo, habiendo de ser de menos, ó haberse arreglado con el mismo orden de lo que se halló de numeración de capítulos en sus amanuenses.