Cuentos del hogar
Rebañaplatos​
 de Antonio Trueba


Rebañaplatos editar

I editar

Tomillarejo y Retamarejo son dos pueblecillos de la Alcarria que, como quien dice, se dan la mano, y siempre tendrá cada uno sus cincuenta vecinos.

Aunque en los nombres de Tomillarejo y Retamarejo haya alguna semejanza, no sucede así en el carácter de sus habitantes, porque todo lo que tienen de sencillotes y a la buena de Dios los de Tomillarejo, tienen los de Retamarejo de maliciosos y otras cosas que me callo, porque no he de ser yo tan murmurador y burlón como ellos.

Andando por aquella comarca a caza, no de liebres ni conejos ni perdices, que sólo cazo en el plato cuando se me ponen a tiro, sino a caza de curiosidades populares, que son mi encanto, descubrí ambos pueblecillos desde un altillo que hacía la carretera, y me parecieron tan pintorescos, tan floridos y tan aromosos, que me decidí a pasar un par de días en cualquiera de ellos.

Era por el mes de mayo, y los dos pueblos parecían dos colmenas en el centro de dos ramilletes de flores; sólo que las flores que rodeaban a Tomillarejo eran blancas y azules, y las que rodeaban, a Retamarejo eran amarillas.

Anduve, anduve hacia Retamarejo, que era el primero, y estaba separado de Tomillarejo por una verde loma donde había una ermita, y entonces vi que las flores amarillas eran de retama y ruda.

-¿De qué serán las de Tomillarejo?-me pregunté-

Y una dulce tufaradilla que me trajo de hacia allá la brisa de la mañana me contestó que eran de tomillo y romero.

-Pues a Tomillarejo me voy dije para mí -que

Retama y ruda me carga
por inodora y amarga,
y amo romero y tomillo
por oloroso y sencillo.

Pero como Retamarejo me salía al paso, no quise seguir adelante sin detenerme un poco en él a descansar y ver las curiosidades, que para mí no faltan en pueblo alguno, por miserable que sea, con tal que tenga iglesia parroquial o algo que se le parezca.

Yo no sé cómo puede haber poetas que no amen la religión, y sobre todo la religión católica. En el pueblo más prosaico recoge la religión la esencia de las almas y la conserva en un pomo, más o menos rico y artístico, que se llama templo, donde tienen su sagrario los recuerdos de los seres amados, y la idea de la suma justicia y de la suma belleza, que son Dios y la bienaventuranza eterna. Por prosaico que sea un pueblo, tiene poesía si tiene iglesia. El poeta encuentra en la iglesia la poesía del arte y de la antigüedad, y el morador más vulgar del pueblo la poesía de los recuerdos. Para el primero allí está lo más artístico y antiguo que el pueblo encierra, y para el segundo allí están los recuerdos de sus padres, de su infancia, del día en que, bajando los ojos de santo rubor, puso la mano en su mano la elegida de su alma, del día en que el agua del bautismo purificó al primer fruto de su amor, del día en que, no encontrando consuelo en la tierra, le obtuvo allí del cielo, porque se lo pidió llorando.

La iglesia estaba en una colinita que dominaba al pueblo. Visitéla, recé, medité, quizá lloré meditando, salí de ella y me senté al pie de una gran encina que sombreaba el campo inmediato.

Un viejecito que pasaba por allí liando su cigarro y vio que acababa yo de encender el mío, se me acercó, me saludó, me pidió fuego y se sentó a mi lado.

-¿Es usted de aquí, buen amigo? - le pregunté.

-Para servir a Dios y a usted, caballero -me contestó.

-Me alegro mucho, pues como no sé nada de estos pueblecillos, donde quisiera detenerme un par de días averiguando sus curiosidades y gozando de su hermosura, le agradecería a usted mucho que me dijese algo de ellos.

-Con mil amores, señor; y a fe que no podía usted haber dado con quien mejor le informe; porque como en todos estos contornos soy más conocido que la ruda, y además soy más viejo que préstame un cuarto, ni los que componen libros me echan la pata en lo tocante a saber de estos lugares; como que por eso me llaman el tío Sabelotodo, y en Retamarejo no se ponen los motes a buen tuntún.

-¿Y qué tal pueblo es Retamarejo?

-El pueblo no es gran cosa, como usted ve; pero la gente es lista como un demonio y capaz de burlarse de un entierro.

-¿Será toda gente pobre?

-Toda no, señor, porque aquí está muy repartida la riqueza; pues así como en Tomillarejo y otros pueblos no sale la vara de justicia de una casa, aquí anda por una porción de ellas.

-Pero ¿qué tiene que ver el reparto de la riqueza con la vara de justicia?

-¿Que no tiene que ver? -me replicó el viejo mirándome con maliciosa sonrisa-. Señor, usted ha de perdonar, pero cualquiera diría que es usted de Tomillarejo.

-¿Por qué?

-Por lo inocente que es usted.

-¡Pues qué! ¿Son inocentes los de Tomillarejo? -Como no sea Rebañaplatos, todos son unos bóbilisbobis.

-¿Y quién es ese Rebañaplatos?

-El alcalde de Tomillarejo.

-¿Y es rico?

-El único rico que hay allí.

-¿Y dice usted que es listo?

-¡Vaya si lo es! ¡A no ser de Retamarejo!

-¡Hola! ¿Con que es de aquí?

-Sí, señor; hijo del tío Rogativas.

-¿Y por qué le llaman Rebañaplatos?

-Es el cuento algo largo; pero como no deja de tener gracia, aun contado por mí, que sólo tengo la del bautismo, se lo voy a contar a usted.

-Ea, pues vaya otro cigarro y venga el cuento.


II editar

-El tío Rogativas era pobre porque tenía muchos hijos y la vara de justicia no había pasado ni una vez por su casa.

-¡Rogativas! ¡Vaya un mote!

-Aquí todos le tenemos, mejor o peor aplicado. El de tío Rogativas estaba tan bien aplicado como el de su hijo Rebañaplatos.

-¿Por qué le pusieron el tío Rogativas?

-Porque siempre andaba con ruegos y no se le caía de los labios el refrán que dice: «Más alcanza el que ruega que el que pega», viniera o no a pelo este refrán.

Macario, el hijo mayor del tío Rogativas, se enamoricó como un bestia de una chica de Tomillarejo que la llamaban la Resalada. La chica era más pobre que las ratas porque nunca había pasado la vara de justicia por mano de su padre; pero aun así no quería al hijo del tío Rogativas porque era muy feo y bruto.

-¿Pues no ha dicho usted que es listo?

-Le diré a usted, señor; hay dos clases de listos, que son: unos que a fuerza de discretos se hacen pobres. Un año, el día de la fiesta de Retamarejo, unos cómicos que vinieron por aquí echaron una comedia que la intitulan Mi secretario y yo, y recuerdo que en ella decía uno:

No me ocurre el pensamiento,
de tenerme por borrico,
que quien sabe hacerse rico
tiene sobrado talento.

Pues así puede decir también Macario, que es de los que a fuerza de tontos se hacen ricos. De chico, como de grande, era tan bruto, que por serlo le hizo gracia al señor obispo de Sigüenza una vez que vino a confirmar, y se le llevó a su palacio, donde le tuvo medio año estudiando latín, hasta que se le escapó y se volvió al pueblo, diciendo que se había escapado porque le querían enseñar una lengua que no se entendía.

El tío Rogativas, viendo que el muchacho se daba de testaradas contra las paredes porque la Resalada no le quería, dijo: «¿Qué va a que este bruto nos derriba la casa y a todos nos coge debajo?» Y se decidió a ver a la Resalada y rogarle que se casase con el chico, pues él les daría un par de mulas, aunque se quedase por puertas. Al oír al tío Rogativas, la Resalada se ablandó; porque para las mujeres no hay hombre feo ni bruto si se tiene la precaución de dorarle un poco por fuera, y Macario y ella se casaron y se establecieron en Tomillarejo.

Pasó un año y pasó otro, y el hijo del tío Rogativas, a pesar de ser tan bruto, no levantaba cabeza, porque el primer año de casado se le murió una de las mulas, y el segundo se le murió la otra; y ciertamente fue lástima que se le muriesen, porque, según se contó en Retamarejo, estaba haciendo experiencias para ver si conseguía acostumbrarlas a no comer, y justamente se le murieron cuando ya se iban acostumbrando.

El tío Rogativas se plantó en Sigüenza, se presentó al señor obispo, le contó las desgracias de Macario, y tanto rogó y lloró, que su ilustrísima le dio cuatro onzas de oro para que el de Tomillarejo comprase siquiera otra mula y pudiera bandearse.

Dicen que cuando el bien o el mal viene, no viene solo, y así sucedió en aquella ocasión; pues la vara de justicia vino a manos del tío Rogativas al mismo tiempo que venían a manos de Macario las onzas del señor obispo de Sigüenza.

Naturalmente, el tío Rogativas fue echando, buen pelo con la alcaldía, y quiso que le echara también su hijo.

Tomillarejo y Retamarejo están desde tiempo inmemorial como el gato y el perro, y ya se hubieran pegado fuego uno a otro hace siglos, si no es por la ermita de San Babilés.

-¿Y qué ermita es ésa?

-Aquella que ve usted en la loma que divide jurisdicción entre dos pueblos.

-Pero ¿qué tiene que ver la ermita de San Babilés con las cuestiones de Tomillarejo y Retamarejo?

-¡Pues no ha tener que ver, cristiano! Allá cuando Cristo andaba por el mundo, parece que Retamarejo y Tomillarejo no tenían más parroquia que la ermita de San Babilés, que era común de los dos pueblos. Fuese que a los dos se les hiciese cuesta arriba el ir a misa hasta allí; fuese que cada uno quisiese gallear por su cuenta en lo eclesiástico, o fuese, como yo creo, que todos los días de fiesta oían misa mirándose de reojo, y, por consiguiente, sin devoción, y al salir de la iglesia armaban la marimorena, es lo cierto que cada uno, se fabricó su iglesita para su uso particular, y la de San Babilés quedó poco menos que abandonada de los dos; porque los dos imitaban al perro del hortelano, y quien lo pagaba era el pobre San Babilés.

Acaeció que vino una gran peste que se llevaba de reo la gente de los dos pueblos, y atribuyéndola los de acá y los de allá a lo mal que se habían portado con San Babilés, determinaron reunirse y subir en procesión a pedir perdón al Santo, prometerle la enmienda y rogarle que tuviera misericordia de ellos. Hiciéronlo así, y la peste cesó como por milagro. Entonces los dos pueblos hicieron un convenio, que consistía en que la ermita de San Babilés había de ser de los dos pueblos, como siempre lo había sido, y en que los dos habían de celebrar todos los años la fiesta del Santo, juntándose las dos justicias en la función religiosa y en una gran comilona, todo a costa de los dos pueblos.

Este convenio se viene cumpliendo hace siglos, y desde entonces las dos justicias, todos los años, así que están a medios pelos, echan pelillos a la mar sobre todas las cuestiones que hay pendientes entre Retamarejo y Tomillarejo. Con que ya ve usted, señor, si tiene o no tiene que ver la ermita de San Babilés con las cuestiones de los dos pueblos.

El año que le tocó al tío Rogativas asistir como alcalde de Retamarejo a la función y cuchipanda de San Babilés, había una cuestión muy gorda entre los de acá y los de allá, y era que los de acá les habíamos quitado a los de allá una dehesa que nos hacía tanta falta como a ellos para pastar.

-¿Y qué razón daban los de acá para habérsela quitado?

Razón no daban ninguna.

-Pues si no, ¿qué daban?

-Daban una paliza a todo vecino de Tomillarejo que se atrevía a pastar en la dehesa; porque, eso sí, a talento nos ganarán los de cualquier otro pueblo de la Alcarria, pero a puños no.

-¡Vaya una justicia!

-¡Qué, señor! Esas son cosas de pueblo. El caso es que de sobremesa empezaron las dos justicias a tratar esta cuestión, y entonces el tío Rogativas tomó la palabra, y dijo:

-Ya sabéis los de Tomillarejo que yo tengo tanta ley a vuestro pueblo como al mío; y prueba de ello es que casé allá al hijo mayor, que era mi ojo derecho.

-¡Tiene razón, caráspita! -exclamó el alcalde de Tomillarejo, entusiasmado y conmovido, dando en la mesa un puñetazo que a poco más la parte, porque era uno de los que habían bebido más.

-Nosotros los de Retamarejo -continuó el tío Rogativas pudiéramos ganar este pleito con la razón de los puños, porque los tenemos más fuertes que vosotros; pero, como dice el refrán, más alcanza el que ruega que el que pega. Yo tengo que haceros un ruego, y para que os encuentre propicios, empiezo por deciros que podéis pacer cuanto os dé la gana en la dehesa, y buen provecho os haga.

Al oír esto, la justicia de Tomillarejo quiso saltar por encima de la mesa a abrazar entusiasmada a la justicia de Retamarejo; pero no permitiéndoselo sus fuerzas, todos sus individuos tomaron el jarro del vino, y brindaron conmovidos por la justicia de Retamarejo, y sobre todo por su digno presidente el tío Rogativas.

- ¡Diga -gritaron- el insine alcalde de Retamarejo en qué le puede servir Tomillarejo!

-Ya sabéis -contestó el tío Rogativas muy conmovido- que mi chico Macario, vuestro convecino, está muy atrasadillo con habérsele muerto las dos mulas que yo le di.

-Sí, ya lo sabemos -contestaron los de Tomillarejo con no menor emoción, enjugando una lágrima con la mano de la camisa-. Si nosotros podemos hacer algo para que peleche, dígalo su insine padre, y verá qué pronto queda servido.

-Pues bien; yo suplico a Tomillarejo que, en vista de lo atrasadillo y ahogado que está mi pobre chico, a pesar de su habilidad para arrebañar, un poco de aquí, otro poco de allá y otro poco de acullá, le elija para su alcalde constitucional en las próximas elecciones.

-¡Le elegirá!, ¡porrazo!, ¡u nosotros hemos de perder la cabeza! -gritaron en coro los de Tomillarejo, dando en la mesa un puñetazo tan entusiasta que la hicieron astillas

Los dignos representantes de Tomillarejo cumplieron su palabra como caballeros mal comparados, pues en las primeras elecciones fue elegido alcalde de Tomillarejo el hijo del tío Rogativas.


III editar

Habían pasado muchos años, y la vara de justicia apenas había salido de manos de Macario desde que pasé a ellas por primera vez.

Macario tenía que reñir todos los días con las gentes de Tomillarejo, porque era muy modesto y aquellas gentes se empeñaban en llamarle don Macario, no tanto porque era alcalde como porque era rico. Sí, señor, era rico como que había levantado en lo mejor del pueblo una casa de nueva planta que era lo que había de ver, y era hombre de tanto crédito, que él era en el pueblo, al mismo tiempo que alcalde, mayordomo de fábrica, recaudador de contribuciones, depositario de ayuntamiento, en fin, todo lo que pedía un hombre de responsabilidad y sabiduría para manejar el dinero del común.

El único que nunca le llamaba don Macario, sino Macario a secas, porque decía que no les pegá el don a todos los que tienen din, era el señor cura de Tomillarejo, que, a pesar de ser lo que se llama un bendito de Dios, apretaba los dientes y aun los puños cada vez que le veía.

Como la riqueza no estaba repartida en Tomillarejo como lo está en Retamarejo y otros pueblos donde turna la vara de justicia de casa en casa, Tomillarejo estaba poco menos que perdido. Ya sabe usted que generalmente el pago del culto y clero corre por cuenta del Estado y no de los Ayuntamientos; pero Retamarejo y Tomillarejo son una excepción de esta regla. De resultas de haberse desmembrado de la parroquia antigua sin la debida autorización las iglesias de ambos pueblos, pende de la superioridad hace siglos su reconocimiento como parroquias, y esperando este reconocimiento, que tiene trazas de llegar el día del juicio por la tarde, así en Retamarejo como en Tomillarejo se paga el culto y clero por medio de un reparto vecinal, y por uso y costumbre antigua es presidente de la junta del ramo el señor alcalde. En Tomillarejo no se pagaban las deudas antiguas del pueblo, ni se pagaba al cura, ni se pagaba al sacristán, ni se pagaba a la fábrica de la iglesia, ni se pagaba al maestro, ni se pagaba al cirujano, ni se pagaba al secretario, ni se componían las calles, ni se limpiaba la charca que llaman Criatercianas, ni había un cuarto para nada de lo que corría por cuenta de la justicia.

-Pero si el pueblo no pagaba nada, estarían casi ricos todos los vecinos.

-¡Ca, no señor! Estaban todos, menos el señor alcalde, hechos una miseria; porque, ya se ve, muchas contribuciones indiretas y diretas y la vara de justicia siempre en una casa, naturalmente habían de estar los demás perdidos.

-Pues nadie tenía la culpa sino los mismos vecinos de Tomillarejo.

-Pero, señor, ¿por qué la habían de tener?

-Porque no repartían la riqueza haciendo que la vara de justicia turnara en manos de todos, o que, de estar siempre en mano de uno solo, estuviera con su cuenta y razón.

-¡Ay, señor! Vuelvo a decir que usted parece de Tomillarejo en lo inocente.

-¡Hombre, ya me está usted cargando con la inocencia!

-¡Pues no le he de tener a usted por inocente, señor, si veo que cree usted en eso de la soberanía popular que ahora hace tanto ruido! Desengáñese usted, que en los pueblos, como en las provincias y en las naciones, el que manda, manda, y cartucheen el cañón.

- Será todo lo que usted quiera; pero cuando todo ciudadano tiene su voto...

-Se pone las botas el que se dedica a comprarlos, que es el que tiene dinero.

-Mire usted, tío Sabelotodo, dejemos esta conversación, que me pone de mal humor, y acabe usted de una vez de contarme por qué le pusieron Rebañaplatos al alcalde de Tomillarejo.

-Tenga usted un poco de paciencia, señor, que todo se andará si la burra no se para.

-¿Se lo pusieron acaso sus convecinos porque rebañaba...?

-¡Si digo que es usted pintiparado a los inocentes de Tomillarejo!

-Pero, ¿por qué, hombre, por qué?

Porque ¿a quién le ocurre sospechar siquiera que vecinos pobres, honrados y sencillos, como lo son los de Tomillarejo, sean capaces de atreverse a poner motes malsonantes a un convecino rico y alcalde, aunque les arrebañe las entrañas?

-Tiene usted razón, hombre, tiene usted razón.

-Un día se alborotó Tomillarejo con una gran noticia que recibió el señor alcalde y comunicó al señor cura y al vecindario. La noticia era una carta del señor obispo de Sigüenza, su padrino, en que su ilustrísima le anunciaba que iba a ir por el Tomillarejo a la visita pastoral, y le encargaba que lo pusiese en conocimiento del señor cura, en cuya casa deseaba hospedarse, siguiendo su costumbre en tales casos de no aceptar más hospitalidad que la de los párrocos.

En efecto, el día señalado, a cosa de las nueve de la mañana, la campana de San Babilés, donde los de Tomillarejo habían puesto vigías para que avisaran así que divisasen el coche del señor obispo, anunció con su furioso volteo que el señor obispo se acercaba. Las dos campanas de Tomillarejo quisieron repicar con tan fausto motivo; pero como las dos estaban cascadas y no se había podido refundirlas por falta de metal, no hicieron más que prorrumpir en ronquidos que nos hacían desternillar de risa a los de Retamarejo, que subimos aquí para oírlas.

La justicia y todo el vecindario salieron a las afueras del pueblo a recibir al señor obispo, echándole vivas que metían miedo.

Figúrese usted lo hueco que Macario se pondría a pesar de su modestia cuando el señor obispo, después de darle a besar el anillo, le abrazó como si fuera, mal comparado, hijo suyo.

El señor obispo se dirigió con toda la comitiva a la parroquia, a cuya puerta salió a recibirle el señor cura bajo un palio que se había hecho con la colcha de una cama, por estar como una criba el de la iglesia.

Después que se cantó el Te Deum y se acabaron de romper las campanas a fuerza de echar roncas, porque el sacristán, quemado como estaba con no ver un cuarto hacía mucho tiempo, las había tocado con más rabia que nunca, el señor obispo, acompañado del señor cura, la justicia y los párrocos de Retamarejo y de otros dos o tres pueblos inmediatos, que habían ido a saludar a su ilustrísima, se dedicó a ver y examinar la parroquia.

Conforme el señor obispo se iba enterando de todo, iba poniendo una cara que parecía quererse comer vivo al señor cura, y cuando concluyó se sentó a descansar en los bancos del pórtico y dio permiso a todos los que le acompañaban para que hicieran lo mismo.

-Señor cura -dijo al párroco con cara de pocos amigos- estoy disgustadísimo del estado en que tiene usted la parroquia, y con mucho sentimiento mío voy a tener que tomar medidas muy serias para ponerle correctivo.

-¡Ilustrísimo señor!... -murmuró el párroco tratando de disculparse.

Pero dirigió la vista al alcalde, viole sentado al lado del obispo con una pierna sobre la otra y tan familiarmente que parecía querer decir: «El alcalde tiene el padre obispo», y se interrumpió inclinando la frente lleno de humildad y resignación.

El señor obispo continuó, cada vez más disgustado:

-El techo de la iglesia se viene abajo por falta de retejo, como el crédito de España por falta de probidad y economía; las paredes están cuarteadas porque se cuela en ellas el agua con tanta facilidad como las ideas inmorales y disolventes en la sociedad española; el interior del templo está negro por falta de blanqueo, como el porvenir de nuestra patria por falta de patriotismo; los santos parecen diablos; las campanas disuenan a todo Dios que las oye; el palio no puede ya paliar la decencia con la vejez; las albas se ven negras para no caerse a pedazos; las casullas son un trapo delante y otro detrás; el cáliz lo es de la amargura para todo el que le ve lleno de abolladuras; el incensario necesita cadenas como los pueblos de tan poco juicio como el español; los bonetes son maletes; en fin, tiene usted la iglesia y sus ornamentos y utensilios de tal modo, que sólo pensando lo infinitamente misericordioso que Dios es, se comprende que no haya mandado un rayo que le partiese a usted de medio a medio por su desidia y falta de celo en el desempeño de su sagrado ministerio.

-Ilustrísimo señor -volvió a murmurar tímidamente el señor cura-, estos pueblos son tan pobres...

-Señor cura -le interrumpió el señor obispo, sin aflojar en su severidad-, no me venga usted con lilailas, pues yo sé muy bien que en estos pueblos, como en todos, el que es celoso en el cumplimiento de sus deberes lo consigue todo y triunfa de la pobreza. Aquí tiene usted a Macario, que casi no tenía sobre qué caerse muerto, y sin ser de los que inventaron la pólvora, ha conseguido levantar una casa mientras usted casi dejaba caer la de Dios. ¿Qué quiere usted, señor cura, que hagamos los obispos cuando encontramos abandono como el que yo he tenido el disgusto de encontrar aquí? ¡Luego se quejan ustedes de que el obispo tiene la manga muy estrecha, y ponen el grito en el cielo si, por ejemplo, les retira las licencias eclesiásticas, que es lo menos que puede hacer en casos como éste! ¡Hombre, quisiera yo ver al más pintado en mi lugar, porque esto es para acabar con la paciencia de Cristo padre!

-(Yo voy a cantar claro aunque el alcalde me eche a presidio y se lleve la trampa el curato) -dijo para sí el señor cura, faltándole ya la paciencia para aguantar la peluca que, sin ser calvo, estaba recibiendo del señor obispo; pero al mismo tiempo pensó que su madre, ya viejecita, y dos sobrinitos huérfanos que había recogido no tenían más amparo que él, y que al fin y al cabo unos y otros iban pasando con el pie de altar y las misas libres; y en vez de armar un escándalo de órdago contando al señor obispo lo que pasaba en el pueblo, se tragó la saliva, y echándose a los pies del venerable prelado, le pidió perdón de las faltas que hubiera cometido, y le prometió la enmienda en cuanto estuviese a sus alcances.

El señor obispo se compadeció al fin de él viendo su humildad y su dolor, y merced a que intercedieron en su favor cuantos estaban presentes, inclusa la justicia.

-Vamos, señor cura -le dijo-, tranquilícese usted, procure usted la enmienda, y no hablemos más de esto. Vengo muy cansado, porque la jornada ha sido larga, y deseo retirarme a descansar, si es que usted, resentido del mal rato que le he dado, no me niega la hospitalidad que le tengo pedida por conducto del alcalde.

-¡Gracias, ilustrísimo señor, por la nueva bondad de que su ilustrísima me da prueba aceptando mi pobre casa y mesa! -exclamó el señor cura con toda su alma.

Y un momento después, el señor obispo con toda su comitiva se dirigía a casa del señor cura, donde la viejecita, que era una gran cocinera y una de esas amas de gobierno que convierten en monedillas de cuarenta reales los ochavos morunos, había hecho prodigios para recibir dignamente a tan ilustre y santo huésped.


IV editar

Los señores curas de los pueblos inmediatos, así que acompañaron al señor obispo a su hospedaje, trataron de despedirse de él para volverse a sus pueblos; pero el señor cura de Tomillarejo se dirigió a su ilustrísima, diciéndole:

-Señor obispo, si vuestra ilustrísima quiere honrar a estos señores convidándolos a quedarse en Tomillarejo hasta la tarde y sentarse a la mesa de vuestra ilustrísima, los más honrados de todos seremos mi señora madre y yo, que no deseamos otra cosa y, gracias a Dios, tenemos prevención para todos, aunque no tan delicada como vuestra ilustrísima y estos señores se merecen.

El señor obispo dio las gracias muy complacido al señor cura por aquella advertencia, y, en efecto, convidó a quedarse a comer con él a los señores curas forasteros, que aceptaron el convite muy agradecidos al señor obispo y al dueño de la casa.

Mientras llegaba la hora de comer, el señor obispo determinó ir a ver la casa de su ahijado el alcalde. Brindáronse a acompañarle todos los demás señores, pero rehusó cortésmente su compañía, diciéndoles:

-Muchísimas gracias, señores; pero no quiero que ustedes se molesten, porque esta es una visita puramente de confianza, o como si dijéramos, de familia, pues ya saben ustedes cómo trato desde muy antiguo a este mala cabeza de Macario, que si se hubiera dejado desasnar como yo intenté cuando me lo llevé a Sigüenza, en vez de ser hoy un honrado paleto con el riñón un poco cubierto, seria un respetable sacerdote, aunque viviese en la pobreza que Cristo amó y sienta muy bien a los de nuestro hábito.

En efecto, el señor obispo se fue, sin más compañía que el alcalde, a ver la casa que Macario había levantado con su habilidad, como decía el tío Rogativas, para rebañar de aquí, de allá, y de acullá.

Su ilustrísima quedó muy complacido de la visita, y rió no poco de lo palurdamente que le hizo los honores de la casa, no la Resalada, que era lista como un demonche, sino Macario, que no sabía abrir la boca sin decir mú.

-Ea -dijo su ilustrísima a la Resalada al despedirse -, éste se viene a comer conmigo y aquellos señores.

-¡Señor! -exclamó la Resalada-. ¿Qué es lo que vuestra ilustrísima dice? ¿No ve que Macario es un pobre destripaterrones que no está acostumbrado a mesas de tanto cumplimiento, y se va a poner en ridículo, incurriendo en mil groserías delante de tantos señores como comen hoy con vuestra ilustrísima? ¡Por Dios, señor, deje su ilustrísima que coma en casa a lo tío Diego, como acostumbra!

-No puede ser, Resalada -contestó el señor obispo-; que siendo alcalde del pueblo, y además ahijado mío, sería mal visto que hoy no me acompañase en la mesa.

-Pues ya que vuestra ilustrísima se empeña en ello, le voy a pedir un favor, y es, que si nota que Macario hace alguna cosa impropia de una mesa donde comen personas finas, se lo advierta con disimulo, porque en estos pueblos todo se sabe, y los de Retamarejo, que son capaces de burlarse de un entierro, no pasarían el día de mañana sin plantar a mi marido un mote que hiciera reír a toda la Alcarria, si hoy mi marido cometiera alguna imprudencia en la mesa adonde asiste el señor cura de Retamarejo.

- Bien, Resalada, queda tranquila -contestó el señor obispo reventando de risa-, que si Macario trata de hacer alguna de las suyas, yo le advertiré con un buen pisotón que se vaya con tiento.

La Resalada se tranquilizó con esta promesa del señor obispo, y el señor obispo y Macario volvieron a casa del señor cura, donde la viejecita había dispuesto ya una mesa, digna, no ya del obispo de Sigüenza y sus acompañantes, sino del mismo apostolado con Cristo a la cabeza.

La comida empezó, estando sentados en la cabecera de la mesa el señor obispo, y el señor cura y el alcalde de Tomillarejo a su lado, uno enfrente de otro.

El señor cura no era rencoroso; pero al ver enfrente al alcalde y tocar con sus pies los de aquel bribón de siete suelas, se le renovó la memoria del atroz sonrojo que por su culpa había sufrido aquella mañana, y la sangre volvió a repudrírsele en el cuerpo.

La comida era tan rica, que Macario tenía frecuentes tentaciones de chuparse los dedos.

Dicho se está que en una mesa a que se sentaba un señor obispo y varios señores curas, la conversación giraba principalmente sobre asuntos religiosos o eclesiásticos. Hablándose de la Sagrada Escritura, el señor obispo hizo un gran elogio de las parábolas de Jesús y de lo que se presta el estilo parabólico a la expresión de ciertas ideas.

Macario, que hasta entonces no había hecho más que comer, pensando que oveja que bala bocado pierde, creyó que la cortesía le obligaba a decir algo que, aunque fuese poquito, fuese bueno, y como el señor obispo continuase hablando de parábolas.

-¡Para bolas -exclamó Macario con la boca llena, interrumpiendo a su ilustrísima- las que tenemos en el juego de bolos de Tomillarejo!

Una tremenda y general carcajada, iniciada por el señor obispo, acogió aquella salida de pie de banco del alcalde, a quien el señor obispo tuvo que explicar que parábola viene a ser un modo de decir lo que no se dice.

La comida continuaba con buen apetito y alegría por parte de todos menos por parte del señor cura de Tomillarejo, que, por más que lo disimulaba, no podía digerir el entripado que debía al alcalde.

Ahora parece que en las mesas de tono no se sirve como antiguamente, trinchando en la mesa misma y haciendo plato a los demás el más servicial o más diestro de los comensales, sino que los criados acercan las viandas, ya trinchadas, a los señores, y éstos se sirven por sí mismos lo que tienen por conveniente. En aquella mesa el servicio se hacía a la antigua: la fuente o lo que fuese se colocaba en medio d la mesa, el amo de la casa trinchaba, si había qué trinchar, y hacía platos a todos, y luego el que quería repetir pedía que le sirviesen o se servía por sí propio.

Sirvieron una menestra riquísima, que era el plato en que había echado el resto la madre del señor cura, y gustó tanto a todos, incluso el alcalde, que todos repitieron, de modo que la fuente quedó poco menos que limpia.

Macario, que era el primero que había repetido, fue también el primero que dio fin al segundo plato, y entonces, tomando un migón de pan, exclamó:

-Más vale una vuelta por aquí que cien por la plaza.

Y se puso a rebañar con el pan la fuente.

El señor obispo, sorprendido y disgustado con aquella grosería de su ahijado, alargó el pie por debajo de la mesa para darle un pisotón reconviniéndole por ella; pero cate usted que por pisar el pie del alcalde pisó el del señor cura.

Y el señor cura, que comprendió la equivocación del señor obispo, y vio como llovida del cielo la ocasión de desahogarse un poco, aunque fuese parabólicamente, se encaró con su ilustrísima y le dijo con mucho retintín:

-Debo advertir a vuestra ilustrísima que no soy yo el que rebaña.

El señor obispo se echó a reír, y todos menos Macario comprendieron lo que había pasado, y soltaron también el trapo.

Pero de repente se puso serio el señor obispo, pensando si sería parábola la advertencia del señor cura de Tomillarejo.

Aquella misma tarde, después que despidió a los señores curas que habían ido a saludarle y el alcalde se fue a dar una vuelta por su casa, llamó aparte al señor cura e hizo que le confesara ce por be todo lo que pasaba en Tomillarejo con el alcalde.

Y mientras al día siguiente se ocupaba el señor obispo por la mañana en ajustar cuentas muy estrechas al alcalde, y por la tarde en confirmar a los chicos de Tomillarejo y los pueblos inmediatos, nosotros los de Retamarejo nos ocupábamos en confirmar a Macario, poniéndole el sobrenombre de Rebañaplatos, con que es conocido en toda la Alcarria.

Dí las gracias al viejecito por la complacencia y claridad con que me había advertido que también se arrastraban víboras entre aquellas flores que rodeaban a Retamarejo y Tomillarejo, y continué mi camino diciéndome con honda pena:

-¡Ay, Señor' ¡No son la retama y la ruda las plantas más amargas e inodoras que crecen entre el romero y el tomillo que embalsaman y embellecen a las rústicas aldeas!