Razas inferiores
Se puede sostener cómodamente que hay razas inferiores. Los sabios lo aseguran, medidores de cráneos y disectores de cerebros; los sociólogos lo confirman, y sin duda, la hipótesis contraria parecería absurda a las gentes prácticas, viajeros, empresarios y comisionistas. Un caballero inglés se resigna en Londres a que un compatriota le lustre los botines, pero en Calcuta tendrá por muy natural que ejecute tan brillante labor un hindú. Jamás un noble alemán, arruinado o deshonrado, y remitido a las vagas colonias de África, se considerará semejante a los indígenas con cuyo oscuro pellejo remienda su bolsillo y su nombre. ¿Cómo no ha de creerse el industrial de Yucatán superior a los indios mayas mediante cuya esclavitud, sacramentada por el cura del establecimiento, extrae del henequén ganancias fabulosas? Si llamamos razas inferiores a las razas explotables, claro es que las hay. ¡Pobres razas, quizá dormidas, quizá susceptibles aún, bajo un choque externo, de revelar el sentido crítico, la tenacidad metódica, la admirable multiplicidad de aptitudes y de ideas de la raza blanca! ¡Pobres razas, poetizadas algunas por un pasado magnífico, agitadas otras por los síntomas de un regreso a la vida intensa! No olvidemos que los árabes, los tártaros, los turcos, estuvieron varias veces a punto de dominar la Europa. Acaso también la especie humana, como tantas que no han dejado más huellas que sus fósiles, está condenada a extinguirse, y ciertas variedades suyas, avanzadas de la muerte, han entrado ya en la agonía. ¡Quién sabe! Pero el hecho es que un niño negro, por ejemplo, criado entre blancos, no será nunca tan salvaje como un niño blanco criado entre negros. Es probable que lo que caracteriza a la raza inferior es su incapacidad de producir genios. Si un hombre civilizado está más arriba que los demás, no es porque tenga mayor estatura, sino porque está encaramado sobre la civilización. Los mediocres de todas las razas son iguales, y cualquier raza, guiada por el genio, sería capaz de conquistar el mundo.
Las razas explotables son concienzudamente explotadas. Antes, se las asesinaba. Ahora, por ser mejor negocio, se las hace trabajar. Se las obliga a producir y a consumir. Es lo que se designa con la frase de «abrir mercados nuevos». Suele ser preciso abrirlos a cañonazos, lo que, por lo común, se anuncia con discursos de indiscutible fuerza cómica. Así, el general Marina Vega ha dicho a sus soldados de Melilla, que Europa había encargado a España la obra de introducir la cultura en Marruecos. Si el cañón es prematuro, se procura embrutecer y degenerar a los candidatos. Se les vende alcohol o, como Inglaterra a los chinos, opio. Los japoneses se negaron a intoxicarse, y los acontecimientos han demostrado que hicieron bien. Si no vale la pena explotar directamente las razas inferiores, se las rechaza, se las confina y se espera, cazándolas de cuando en cuanto, a que desaparezcan, minadas por la melancolía, la miseria y las enfermedades y vicios que las inoculamos. Es lo que hacen los yanquis con los pieles rojas. Es lo que hacen con sus indios los argentinos, a quienes decía últimamente Anatole France, en el Odeón, que los pueblos denominados bárbaros no nos conocen sino por nuestros crímenes. En la ley González, codificando el trabajo (1907), se lee este pasaje delicioso: «la protección a las razas indias no puede admitirse si no es para asegurarlas una extinción dulce».
Quedan las exploraciones menudas, el comercio de objetos arqueológicos y de curiosidades, armas, adornos y cacharros que intercalan en un texto más o menos fantástico, exploradores pseudo-científicos y misioneros pseudo-religiosos. Las tres cuartas partes de esta mercadería se fabrica a muchas leguas de las tribus, en excelentes ciudades, lo que facilita considerablemente las expediciones al desierto. Hubo tiempo en que ser misionero era oficio de héroes; aunque está probado que si los catequizadores no se hubieran salido de su papel, el número de mártires y de perseguidores habría sido insignificante. Asia es la patria de la tolerancia de los cultos, y las odiosas reducciones jesuíticas del Paraguay prueban hasta qué extremo llegaba la resignada docilidad de los guaraníes. Habría doble cantidad de católicos sobre la tierra, si la Iglesia se hubiera contentado con el poder espiritual. Hoy, no es raro que los misioneros sean simples traficantes, o Barnums de sotana, protegidos por los fusiles oficiales. El salesiano Balzola, director de la colonia Thereza Christina, en Matto Grosso, es un tipo de apóstol moderno. Se llevó tres indios Bororós, para exhibirlos en Turín, y cuando le preguntaron si había bautizado a sus fieras, contestó que lo haría solemnemente, en plena Exposición y a dos francos la entrada...
¡Pobres razas inferiores! La Argentina, para mostrar lo enorme de su territorio, debe hacer figurar en su próximo centenario los Onas de la Tierra del Fuego que hayan sobrevivido al frío y a la tuberculosis. Buenos Aires misma patentizará su ingreso a la categoría de gran capital civilizadora, ofreciendo a la curiosidad pública una colección de habitantes de conventillo, ejemplares de la raza propia de las regiones del hambre, raza seguramente inferior, a pesar de su blancura, a pesar, ¡ay!, de su palidez de espectros...
Publicado en "La Razón", Montevideo, 25 de octubre de 1909.