Ramos de violetas 27
La fiesta de los muertos
¡Qué valen esas urnas sepulcrales
donde á la vanidad tan sólo miro,
si no empañan sus límpidos cristales
ni el hálito siquiera de un suspiro!...
Hace algunos años que yo escribí estos versos, contemplando los lujosos panteones de las familias nobles y ricas de la corte de España.
Aun no era yo espiritista, cruzaba el mundo á semejanza de Diógenes, que iba con una linterna buscando un amigo; yo también, con la linterna de mi pensamiento, buscaba á Dios; yo no le negaba como los materialistas, no; yo comprendía que algo grande, superior é infinito, dominaba sobre todo lo creado, pero al mismo tiempo, encontraba pequeño y rastrero cuanto me rodeaba, respecto á las fórmulas sociales.
Los templos, como maravillas del arte, los admiraba, pero cuando veía acumular tesoros sobre tesoros en las catedrales de Sevilla y de Toledo, no podía menos que exclamar:
— Cuántos desgraciados morirán de hambre y de sed dejando á sus hijos sin más patrimonio que la miseria y el abandono, en tanto que estas riquezas improductivas á nadie le sirven para nada; con el valor de una sola de estas piedras preciosas serían felices algunas familias.
Esto lo decía yo, cuando sólo contaba 15 años, y recuerdo que un Dean de la catedral de Sevilla, al escuchar mis palabras, me miraba de hito en hito y murmuraba: «Esta muchacha desciende de hereges.»
Pasaron algunos años, y cuando en Madrid visité los cementerios y ví los hacheros colgados de cirios y los lacayos de gran librea, guardando las coronas de siemprevivas y de pensamientos, los faroles y las lámparas, cuando ví aquella comedia que se representaba á la memoria de los muertos, sentí repugnancia ante una farsa social que profanaba el recuerdo de los que fueron.
¿Acaso el sentimiento tiene una época fija para manifestarse? Cuando el dolor desgarra nuestro pecho, cuando el universo se desploma sobre nuestro ser, necesitamos marcar un día para ir á llorar en el sepulcro de los seres queridos? El dolor no conoce la medida del tiempo, porque es una emanación del infinito, y un niño me hizo conocer que el pesar íntimo del alma no tiene ni lugar ni fecha para demostrarse.
En la suntuosa necrópolis de Barcelona, donde existen sepulturas artísticas con cristos colosales de mármol de Carrara, clavados en cruces de ébano, me llamó la atención en un rincón de un patio, un montón de flores secas que ocultaban casi por completo una cruz de madera pintada de negro; atado al símbolo de la redención, había un ramo de frescas siemprevivas y un pobre niño que tendría diez años, estaba sentado junto á la pequeña cruz.
Yo me incliné, y sentí simpatía al mirar aquella carita dulce y triste, y le pregunté:
— ¿A quién tienes aquí?
— A mi madre, me contestó.
— ¿Y por qué no quitas estas flores secas?
— Para qué! me dijo el niño con enfado, si las quito no verá mi madre que he venido todos los domingos á verla.
— ¡Ah!.. Tú vienes todas las semanas?
— ¡Pues no he de venir, señora..! Yo quería mucho á mi madre y no necesito que llegue el día de difuntos para acordarme de ella.
La réplica del huérfano encerraba tan profundo sentimiento y tan amargo desconsuelo, que me conmovió profundamente, y guardo de aquel desgraciado un melancólico recuerdo.
De niña y de jóven he rechazado, aún más, he anatematizado las costumbres que dan lugar á esas farsas sacrílegas.
Decía San Agustín, que aquí todo era vanidad de vanidades, y cuánta razón tenía el sabio padre de la iglesia.
Las coronas á los muertos no son más que el emblema del orgullo de los vivos; hacen alarde de un dolor que no sienten, y así como los fariseos oraban en las calles para que los vieran, así los católicos romanos adornan las tumbas, que bien pueden llamarse sus fac-símiles, pues sepulcros blanqueados encierran á los muertos, y sepulcros blanqueados son los hipócritas y falsos cristianos, que negaron un pedazo de pan al hambriento y quemaron en cambio muchas libras de cera para redimir de su cautiverio á las ánimas del purgatorio.
No comprende aún la razón humana que en los hospitales, en los asilos de los ancianos, en las casas de maternidad, por otro nombre inclusas, donde se quejan los enfermos, vegetan los ancianos y lloran los niños, sería mucho más útil, y más humanitario que se invirtieran las inmensas sumas que se gastan en misas y en responsos, en lápidas y flores con que solemnizan y conmemoran el día de los difuntos?...
¡Oh! la humanidad tiene cataratas y el oculista llamado progreso, no ha podido aún hacer la operación á tanto ciego de entendimiento.
Por eso, queridísimo hermano, el Espiritismo es una planta exótica que no puede crecer en el erial de la tierra, aún no es tiempo, no.
Dicen, y dicen muy bien, que los grandes cadáveres históricos tardan muchos siglos en descomponerse, y el fanatismo con sus templos y sus ídolos, sus ceremonias y sus sacrificios, ¿cómo ha de aceptar al Espiritismo que no necesita grandiosas basílicas, ni alto ni bajo clero, doctrina que no dá lugar á ninguna especulación... y que no pide para sus muertos más que un pedazo de tierra y una plegaria que brote del corazón?...
A los espiritistas nos llaman locos, tienen razón; por que locura es en nosotros, pretender que una sociedad tan individualista ponga en práctica el único artículo de que se compone la ley de Dios.
Hermano mío: hay momentos en la vida que necesitamos comunicar nuestros pensamientos y á quién mejor que á V. podré decirle la impresión que me causa ver tantas flores, tantos atributos fúnebres, tanta pompa inútil en las iglesias, recordando á multitud de familias pobres que mueren lentamente por falta de alimento?
¡Quién pudiera adelantar los sucesos!... para ver á la humanidad ponerse en acción. A la sombra del Espiritismo, desaparecerán los templos de la idolatría, pero los sustituirán las fábricas, utilísimos templos consagrados á la industria; se destruirán las inertes ciudades que se construyen para encerrar la materia en disgregación, y en su lugar se levantarán edificios gigantes donde se instalarán escuelas.
La instrucción, que bien la puede simbolizar la diosa Céres porque difunde abundantes frutos, la instrucción, repito, tendrá templos y cultos en los campos bien cultivados, en los túneles de las perforadas montañas, en los canales que dividen los mares, en los telégrafos submarinos, en los talleres, en las bibliotecas, en las academias, y el hombre hará el bien, por el bien mismo.
El Espiritismo ha de verificar ese cambio social, material é intelectual: del Espiritismo no conocemos más que el gérmen, pero cuando por él tengamos conocimiento de nosotros mismos y nos apreciemos en lo que valemos, admiraremos é imitaremos á Cristo que fué el iniciador, el profeta que anunció la venida del Espiritismo.
En esa verdadera edad de oro, no habrá fiestas para los muertos, porque los espíritus se comunicarán contínuamente con sus hermanos y ese recuerdo latente formará parte de nuestro ser.
Amigo mío, en qué planeta estaremos nosotros cuando la tierra esté regenerada...?
¡Quién sabe!... Practiquemos el bien, compadezcamos á los que tienen oídos y no oyen, ojos y no ven, y roguemos que brille la nueva aurora para que irradie con todos sus explendores el sol de la verdad, cuyos satélites se conocen con los nombres de justicia y razón.