Ramos de violetas 12
Cartas íntimas
«Ojos llorosos, que piedad inspiran,
ojos sin ira, que perdón predicen,
ojos que tristes, al mirar suspiran,
ojos que tiernos, al mirar bendicen.»
Esa mirada magnética, poseía la simpática niña que, apoyada en el alféizar de una ventana, miraba fijamente á un patio, revelando en su actitud inquieta, que esperaba la llegada de una persona querida. No se hizo ésta esperar mucho tiempo; la joven ahogó un grito y veloz como la impaciencia del deseo, cruzó rápidamente la estancia y escuché una de esas frases que no han podido imitar, ni las grandes actrices, ni la más inspirada prima-donna; una de esas palabras que acarician, que enloquecen, uno de esos gemidos del alma que revelan una historia de dolor; esa exclamación suprema que lanza una madre cuando estrecha entre sus brazos al hijo querido de su corazón; ese ¡hija mía! que tomó vibración en otros mundos mejores, ese grito resonó en mis oídos y á poco ví aparecer á la linda niña acompañada de una mujer de mediana edad, que en su semblante demacrado se encontraba grabada indeleble huella de la miseria y del sufrimiento: existía entre las dos perfecto parecido, solamente que la una, era la flor marchita por el hálito del mundo, y la otra la casta azucena que abría su cáliz para elevar su fragancia al cielo.
Madre é hija abandonaron el aposento, para sustraerse, sin duda alguna, de los muchos curiosos que estaban examinando las delicadas labores de las educandas. Una hermana de la caridad, que cumple dignamente la misión que se ha impuesto: una mujer perteneciente á una de las primeras familias de la nobleza española, que siendo casi una niña, la arrebató la muerte al elegido de su corazón, y que desde entonces abandonó su aristocrático palacio, y se consagró exclusivamente á ser el ángel tutelar de los desgraciados, sufriendo por su abnegación sin límites, la envidiosa persecución de sus hermanas en Cristo, se encontraba en aquellos momentos cerca de mí, y aunque no nos une una amistad íntima, nos comprendemos y respetamos nuestras creencias, que reconocen una sola causa.
—¿Quién es esa jóven, le pregunté, que acaba de salir de aquí?
—Parece que le llama á V. la atención, me dijo sonriendo dulcemente; no es extraño, porque cuantos la ven se interesan por ella, y V. con doble motivo que en todo quiere encontrar algo extraordinario: lo que es ahora efectivamente la ha llamado la atención una criatura digna de mejor suerte, y que ha sido una de las muchas víctimas que tiene el fanatismo en sus anales.
—Escita V. mi curiosidad en alto grado, y desearía saber la historia de esa niña.
—Tendré mucho gusto en complacerla; sígame V. y en el jardin podremos hablar con tranquilidad. La seguí y un momento después, nos sentamos en un banco rústico situado en la cúspide de un pequeño montecito, adorno indispensable de todos los jardines ingleses: que en 50 pies cuadrados forman montañas, cascadas, puentes y cataratas microscópicas.
—Aquí estamos mucho mejor ¿es verdad, Amalia?
—Ya lo creo, y no puede V. figurarse cuánto me alegro que estemos solas, sin que nadie nos interrumpa.
—Yo también soy muy partidaria de la soledad acompañada; mucho más con una mujer que, como V., me inspira simpatía á pesar que en muchas cosas no estamos conformes, pero en fin, que le hemos de hacer, usted quiere á Dios á su modo y yo le quiero al mío.
—Pero no dejará usted de convenir conmigo, que si la humanidad estuviera más adelantada, mis principios serían los más útiles para la sociedad.
—Avanza V. demasiado; V. no quiere templos ni prácticas religiosas ningunas; y el hombre necesita de un guía espiritual.
—Sí, señora; estoy conforme; pero un guía que nos diga la verdad, que no nos relate cuentos de cuentos, que no nos pinte un Dios iracundo y vengativo, que se complace en atormentar á los seres que él mismo ha creado.
—Ya se comprende que eso es un contrasentido, que la ley mosaica es un tegido de anacronismos y anomalías, pero como los primeros hombres que la escucharon no estaban suficientemente educados, sólo el terror era el que podía dominarles.
—Soy de la misma opinión de V. que para ayer tenían condición de ser los castigos eternos, pero hoy que nuestra naturaleza se presta más al análisis, al estudio y á la meditación; hoy que se investiga; hoy que el hombre no se contenta con creer porque le mandan creer, si no que quiere convencerse por sí mismo de la causa que dá el efecto; cuando escucha las absurdas versiones que se hacen de la ley de Dios, como éstas están muy por bajo de su entendimiento y de su criterio, ¿sabe V. lo que se consigue? Que el esceptismo extienda sus negras alas, que el ateísmo prodigue sus desdeñosas sonrisas, y que la indiferencia cubra con su manto de hielo á la generación actual.
Los hombres que han perforado las montañas, los que por medio del telégrafo transmiten sus ideas, los que buscan en otros planetas los medios ambientes y las condiciones de habitalidad, no pueden conformarse con esa historia sagrada llena de ridículos milagros, de pecados originales que jamás han existido, de muertes expiatorias para redimir á la culpable humanidad, y esa gran figura de Cristo, ese mártir de la barbarie de un pueblo, hasta ahora lo han deificado sin necesidad ninguna: por que para ser el filósofo entre los filósofos, el bueno entre los buenos, y el único hombre justo que ha vivido en la tierra, no es necesario darle los atributos de Dios; él llamaba á los hombres sus hermanos, nunca les llamó sus hijos.
— Amalia yo la creía á V. protestante, pero veo que es V. eso que llaman espiritista, que son los herejes del siglo XIX.
— ¡Los herejes! ¿Y en qué consiste nuestra herejía?
— En que lo niegan Vds. todo, hasta la divinidad de Jesús, que es cuanto hay que decir.
— Sí, señora; la negamos por que Dios no pudo tener predilección por ninguno de sus hijos; porque Dios es solo, único, indivisible, y ese misterio de la santísima trinidad, ha sido el escollo donde han tropezado los mejores oradores del mundo; al llegar á ese punto todos han tartamudeado, ó han dicho la frase sacramental «es un arcano divino» ó lo han explicado de una manera confusa, incierta é incompleta. ¿Necesitaba Dios, para demostrar su amor inmenso á sus criaturas, sacrificar á su hijo, por una pequeña parte de la humanidad? Pues entre las innumerables religiones positivas que existen, solo los cristianos romanos y los cristianos evangélicos se creen salvos por Jesús, los demás miran á Dios con más ó menos miedo, y desconocen el sacrificio de la redención.
— A mí me han dicho que todos los espiritistas son locos.
— ¡Locos! ¿Y por qué somos locos? Porque creemos en un Dios infinitamente bueno, infinitamente sabio, que le pide á sus hijos inextinguible amor y caridad.
— No me convence V.; yo no podría vivir sin mis templos, sin mis santos y sin esas formas hasta poéticas que tiene el cristianismo.
— Usted misma lo dice, formas, y ¿qué es el formulismo ante las verdades matemáticas de la ciencia? Que impresión tan penosa se experimenta, cuando escuchamos la disparatada descripción de la crea del mundo, con sus célebres 6 días; cuando se sabe hasta la saciedad que es incalculable el número de siglos que debieron transcurrir, para que la tierra se enfriase y tuviese condiciones de habitabilidad.
Mas qué las pompas de la iglesia romana con su paganismo divino? Porque, ¿qué otra cosa que dioses tutelares son sus santos? Mas que el sacrificio de la misa con su mímico lenguaje; mas que de las capillas evangélicas sus cantos dulces y sencillos y su constante recuerdo de la ley de Dios, que visita la maldad de los hijos hasta la cuarta y quinta generación, me conmueven las comunicaciones de espíritus elevados que nos inician en otros mundos mejores.
— Pero Amalia, por Dios, no está todavía el mundo para gobernarse por sí mismo; se necesitan ministros del Altísimo, padres de almas, pastores, como V. quiera llamarles, pero hacen falta guías para la humanidad.
— En nuestro credo religioso, filosófico, espiritista, dice: que para adorar á Dios, no hay necesidad de templos ni de sacerdotes, siendo su mejor altar el corazón del hombre virtuoso, y su mejor culto una moralidad intachable; pero atendiendo á lo que V. dice, (que en eso la doy la razón) de que el hombre está todavía en lamentable atraso moral y le es necesario recibir instrucciones, recíbalas en buena hora, pero que el sacerdocio no sea una carrera especulativa, que los hombres que ocupen la cátedra del evangelio sean modelos (en cuanto es posible serlo en la tierra) de amor, de caridad y de profundísima ilustración; desaparezcan los ídolos, derríbense los altares, olvídese la ley antigua con sus rayos exterminadores, con sus antros profundos y sus llamas eternas, y medítese únicamente en amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como á nosotros mismos, por que ésta es la ley y los profetas. Yo no me opongo, señora, á que haya sacerdotes, pero sí deseo que éstos conozcan la verdadera luz, para que arranquen las malas semillas de la superstición y el fanatismo.
— Ciertamente que hay muchos pastores que no saben conducir sus ovejas, unos por ignorancia y otros...
Unas voces infantiles llegaron á nuestros oídos que decían:
Sor Inés... Sor Inés..!
— ¡Ay! Amalia, me están llamando y tengo con pena que dejar á V.
— ¿Y sin haberme contado la historia de esa niña?
— Y es verdad, que nada hemos hablado de ella, pero vuelva V. por aquí mañana á la tarde y la contaré la historia de la pobre Celia.
— ¡Cuánto la agradezco su amabilidad, Sor Inés, porque me ha interesado tanto esa jóven!
—Digna es de lástima, créame V. Adiós, Amalia, hasta mañana.
Sor Inés se alejó, y yo abandoné el jardín para comunicarte como costumbre mis impresiones.
¿Y á quién mejor que á tí, hermana mía, que me comprendes con un suspiro y me adivinas con una mirada?
Mañana te contaré la historia de Celia que como á mí debe interesarte: ¡Tu que siempre buscas la huella de una lágrima para dejar en ella un beso tierno y compasivo!
Adios, hermana mía, no olvidemos nunca que sin caridad no hay salvación.