Rafael: Páginas de los veinte años (1920)
de Alphonse de Lamartine
traducción de Félix Lorenzo
Prólogo
I


El verdadero nombre del amigo que escribió estas páginas no era Rafael. Sus amigos y yo solíamos llamarle así por chanza, porque, en su adolescencia, se parecía mucho a un retrato de Rafael, niño, que se ve en la Galería Barberini, de Roma; en el Palacio Pitti, de Florencia, y en el Museo del Louvre, de París. También le dábamos ese nombre porque el rasgo distintivo del carácter de aquel muchacho era un sentimiento tan vivo de lo bello en la Naturaleza y en el Arte, que su alma no era, por decirlo así, sino una transparencia de la belleza material o ideal esparcida en las obras de Dios y de los hombres. Ello obedecía a una sensibilidad tan exquisita, que hasta que el tiempo consiguió amortiguarla un poco, fué casi enfermiza. Aludiendo a ese sentimiento que se llama la nostalgia del pueblo natal, decíamos que tenía la nostalgia del cielo. El asentía sonriente.

Esta pasión de lo bello le hacía desgraciado; en otras circunstancias podría haberle hecho ilustre. Si él hubiese tenido un pincel, habría pintado vírgenes de Foligno; si hubiese manejado el cincel, habría esculpido la Psiquis de Canova; si hubiese conocido la lengua en que se escriben los sonidos, habría fijado en el pentagrama las quejas aéreas del viento del mar en las ramas de los pinos de Italia, o los hálitos de una joven dormida que sueña con el que no quiere nombrar. Si hubiese sido poeta, habría escrito los apóstrofes de Job a Jehová; las estancias de Herminia del Tasso; la conversación de Romeo y Julieta a la luz de la Luna, de Shakespeare; el retrato de Haydea, de lord Byron.

Amaba el bien tanto como la belleza; pero no amaba la virtud por ser santa, sino, sobre todo, por ser bella. Sin ambición ninguna en el carácter, la habria tenido en la imaginación. Si hubiese vivido en aquellas antiguas repúblicas en que el hombre se desenvolvía todo él en la libertad, como el cuerpo se desarrolla sin trabas al aire libre y en pleno sol, habría aspirado a todas las cimas como César, habría hablado como Demóstenes y habría muerto como Catón. Pero su destino humillado, ingrato y obscuro le retenía, a su pesar, en el ocio y la contemplación. Tenía alas que desplegar, pero no aire en su derredor para batirlas. Murió joven y devorando con los ojos el espacio sin haberlo recorrido. Su mundo fué un sueño. ¡Que en el cielo, siquiera, sea una realidad!

¿Conocéis ese retrato de Rafael, niño, de que os hablaba hace un momento? Es un rostro de diez y seis años, algo pálido, un poco aplomado por el sol de Roma, pero en cuyas mejillas todavía florece la frescura de la infancia. Un rayo de luz rasante parece jugar en el terciopelo de la piel. El codo del joven se apoya sobre una mesa; el antebrazo se alza para soportar la es beza, que se apoya en la palma de la mano; los dedos, admirablemente modelados, imprimen una leve huella blanca en la barba y en la mejilla. La boca es fina, melancólica, ensoñadora; la nariz es delgada entre los ojos y ligeramente matizada de un tinte algo azulado, como si la delicadeza de la piel dejase transparentarse el color de las venas; los ojos, de un intenso color celeste, parecido al cielo de los Apeninos antes de la an rora, miran al frente, pero con alguna elevación hacia el cielo, como si quisieran ver por encima de la Naturaleza. Están llenos de luz hasta el fondo, pero un poco humedecidos por los rayos diluídos en el rocío o en las lágrimas. La frente es una bóveda apenas cimbrada; se ve temblar, bajo su fina epidermis, los músculos de la máquina del pensamiento; las sienes reflexionan, la oreja escucha. Negros cabellos, desigualmente cortados por vez primera por las tijeras inhábiles de un compañero de taller o de una hermana, arrojan algunas sombras sobre la mejilla y sobre la mano. Una gorra de terciopelo negro cubre lo alto de la cabeza y cae sobre la frente. Cuando uno pasa.ante este retrato, piensa y se entristece sin saber por qué. Es el genio niño, que sueña en el umbral de su destino antes de transponerle. Es un alma a la puerta de la vida. ¿Qué será de ella? Pues bien: añadid seis años a la edad de este niño que sueña; acentuad esos trazos; curtid esa tez; plegad esa frente, peinando de otro modo esos cabellos; empañad un poco esa mirada; entristeced esos labios; aumentad esa estatura; dad más relieve a esos músculos; cambiad ese traje de Italia, del tiempo de León X, por el sobrio uniforme de un joven educado en la sencillez de los campos, que no pide a sus vestidos sino que le cubran con decencia; dejad a toda la actitud cierta languidez pensativa o doliente, y tendréis el retrato perfectamente reconocible de Rafael a los veinte años.

Su familia era pobre, aunque antigua en las montañas del Forez, donde tenía su tronco. Su padre había dejado la espada por el arado, como los hidalgos españoles. Su única dignidad era el honor, que vale por todas. Su madre era una mujer todavía joven, bella, que habría podido pasar por su hermana: tanto se le parecía. La habían educado en el lujo y en las elegancias de una capital, pero ella conservaba sólo ese perfume de lenguaje y maneras que nunca se evapora, como la fragancia de las pastillas de rosa del serrallo permanece siempre en el cristal donde estuvieron conservadas.

Relegada a las montañas, entre un marido que el amor le había dado, y unos hijos en quienes cumpliera todas sus complacencias y todos sus orgullos de madre, nada había echado de menos. Había cerrado el hermoso libro de su juventud en estas tres palabras: Dios, su marido, sus hijos. Sentía predilección por Rafael. Habría querido darle destino de rey; mas, ¡ay!, que sólo contaba con su corazón para exaltarle. El destino se derrumbaba siempre, y con frecuencia, hasta el cimiento de su pequeña fortuna y de sus sueños.

Dos santos viejos, acosados y perseguidos algún tiempo después del Terror por no sé qué opiniones religiosas que participaban del misticismo y que anunciaban una renovación del siglo, habían venido a refugiarse en aquellas montañas. Recibieron asilo en su casa. Se encariñaron con Rafael, a quien su madre tenía entonces sobre las rodillas. Le anunciaron no sé qué; le señalaron una estrella; dijeron a la madre: "¡Seguid de corazón a ese hijo!" A una madre le place tanto creer! Ella se lo reprochó porque era muy piadosa; pero los creyó. Esta credulidad la sostuvo en muchas pruebas, pero la impulsó a esfuerzos superiores a ella para educar a Rafael, y, por último, la engañó.

Yo conocí a Rafael desde la edad de doce años. Después de su madre, yo era lo que él más quería. Acabados nuestros estudios, nos encontra mos en París; en Roma luego. Le había llevado un pariente de su padre para copiar con él manuscritos en la biblioteca del Vaticano. Rafael se apasionó por la lengua y el genio de Italia. Hablaba el italiano mejor que su propio idioma. A veces improvisaba, por la tarde, bajo los pinos de la villa Pamphili, en presencia del sol poniente y de las osamentas de Roma, dispersas por la llanura, estancias que me hacían llorar.

—Rafael—le decía yo a menudo—, ¿por qué no escribes?

—¡Bah!—contestaba—. ¿Escribe el viento lo que canta en esas hojas sonoras sobre nuestras cabezas? ¿Escribe la mar sus gemidos en las playas? De lo que se escribe, nada es bello; lo más divino que hay en el corazón no sale de él jamás. El instrumento es de carne; la nota es de fuego. ¿Qué le hemos de hacer? Entre lo que se siente y lo que se expresa—añadía tristemente—, hay la misma distancia que entre el alma y las veinticuatro letras de un alfabeto, es decir, el infinito. ¿Quieres verter en una flauta de caña la armonía de las esferas?

Me separé de él para volver a encontrarle en París. Buscaba en vano, a la sazón, por medio de las relaciones de su madre, crearse una situación activa que le exonerase del peso de su alma y de la opresión de su destino. Los jóvenes de nuestra edad le buscaban; las mujeres le miraban complacidas pasar por las calles. El no iba munca a los salones. Entre todas las mujeres, sólo amaba a su madre.

De pronto, le perdimos de vista durante tres años; luego supimos que se le había visto en Suiza, en Alemania y en Saboya; después, en inviermo, pasando algunas de sus noches en un puente y en un muelle de París. Su exterior revelaba extrema pobreza. Hasta transcurridos bastantes años no supimos más. Aunque ausente, no dejábamos de esperar en él. Era de esas naturalezas que desaffan al olvido.

Por fin nos reunió el azar dos años más tar—de. He aquí de qué manera: Yo había recibido una herencia en su provincia, y fuí allá para vender una tierra. Pedí noticias de Rafael. Se me dijo que había perdido a su padre, á su madre y a su mujer con unos años de intervalo; que, tras estas desgracias del corazón, le habían herido desgracias de fortuna, y que de la escasa hacienda de sus padres le quedaba sólo el lar, compuesto de una vieja torre cuadrada, semiderruída, al borde de un barranco; el jardín, el huerto, el prado en la barranca y cinco o seis fanegas de mala tierra. Los labraba él mismo con dos va cas escuálidas; no se distinguía de los labriegos vecinos suyos más que por los libros que llevaba al campo, y que solía tener en una mano mientras se apoyaba en la emancera con la otra. Pero desde hacía unas semanas no se le había visto salir de su misera vivienda. Se creia que habría emprendido uno de aquellos largos viajes que le duraban años. "Sería una lástima—añadían—; todo el mundo le quiere en la vecindad. Aunque pobre, hace tanto bien como un rico. Hay en el país hermosos paños que se han tejido con la lana de sus carneros. Por la tarde enseña a leer y dibujar a los niños de las aldeas vecinas. Los calienta a su fuego, les da su pan, y, sin embargo, Dios sabe si él lo tendrá cuando las cosechas son malas, como este año."

Así me hablaban de Rafael. Quise, al menos, ver la morada de mi antiguo amigo. Me condujeron hasta el pie de la colina, en cuya cumbre surgía, de un bosquete de bojes y avellanos, su torre negruzca, flanqueada de algunas corralizas.

Crucé por un tronco de árbol el torrente casi seco que se despeñaba al fondo del barranco; subí por un sendero de piedras que rodaban bajo mis pies; los vacas y tres carneros pastaban en los abrasados flancos de la colina, guardados por un viejo criado casi ciego, que rezaba el rosario, sentado en un antiguo escudo de armas esculpido, desprendido de la cimbra de la puerta.

Me dijo que Rafael no había partido; pero estaba enfermo hacía dos meses, y que él no esperaba verle ya salir de la torre más que para ir al cementerio; me mostró con su mano descarnada el cementerio en la colina opuesta.

—¿Se puede ver a Rafael?—le dije.

—¡Oh, si!—dijo el anciano—. Subid los escalones y tirad de la cuerda del picaporte del salón grande, a la izquierda. ¡Le encontraréis tendido en el lecho, tan dulce como un ángel, tan sencillo como una criatura!—añadió enjugándose los ojos con el envés de la mano.

Trepé por la rampa empinada, larga y mellada de una escalera exterior. Los peldaños, que su bían contra el muro de la torre, terminaban en un rellano recubierto de una armazón de madera y de un tejadillo cuyas tejas rotas sembraban las losas de la escalera. Tiré de la cuerda de una puerta a la izquierda, y entré. No olvidaré jamás aquel espectáculo. La cámara era vasta.. Ocupaba todo el espacio contenido entre los muros de la torre. Recibía la luz por dos grandes ventanas con cruceros de piedra, cuyos vidrios, polvorientos y quebrados, estaban engastados en losanges de plomo. Formaban el techo gruesas vigas ennegrecidas por el humo; el pavimento era de ladrillos. En la alta chimenea, cuyas jambas eran de madera toscamente estirada, pendía de los lla res un caldero lleno de patatas, bajo el cual humeaba una rama que ardía por un extremo.

No había en la habitación otros muebles que dos butacas de alto respaldo, de madera tallada, tapizadas de una tela cenicienta, cuyo color primitivo era imposible adivinar; una gran mesa, que cubría, la mitad, un mantel de cáñamo crudo, donde estaba envuelto el pan, y la otra mitad, papeles y libros confusamente amontonados; y, por último, un lecho de columnas carcomidas, con cortinas de sarga azul, recogidas en derredor de las columnas para dejar que entrase el aire de la ventana abierta y jugasen los rayos de sol sobre la colcha.

Un hombre joven todavía, pero extenuado por la consunción y la miseria, estaba sentado en el borde del lecho, y ocupado, en el momento en que abrí la puerta, en desmenuzar pedazos de pan para una nube de gorriones y golondrinas que se arremolinaban en el suelo, a sus pies.

Volaron las aves al ruido de mis pasos, y fueron a posarse en la cornisa de la sala, en las columnas y en los bordes del cielo del lecho. Rcconocí a Rafael a través de su palidez y su ilacura. Su rostro no había perdido carácter al perder juventud; únicamente había cambiado de belleza. Ahora era la de la muerte. Rembrandt no habría buscado otro tipo para el Cristo en el huerto. Los negros cabellos caían en bucles sobre sus hombros, como los de un labrador des pués del sudor de la jornada. Su barba era luenga, pero tenía en su arranque una simetría natural que dejaba descubrir el corte gracioso de los labios, la prominencia de las mejillas, las arcadas de los ojos, la finura de la nariz, 'la concavidad pensativa de las sienes, la blancura de la piel. Su camisa, abierta por el pecho, dejaba ver un torso descarnado, pero musculoso, que habría dado majestad a su estatura si su debili dad le hubiera permitido erguirse.

Me reconoció a la primera ojeada; dió un paso para venir a abrazarme, y volvió a caer en el borde del lecho. Yo fuí a él, Lloramos primero, y hablamos después. Me narró toda su vida, siempre truncada por la fortuna o por la muerte en el instante en que él creía recoger la flor o el fruto; la pérdida de su padre, la de su madre, la de su mujer y su hijo; después, sus reveses de fortuna, la venta forzada de la hacienda pa!

ternal; su retirada a aquel resto del cobijo familiar, donde no tenía más compañero que el anciano vaquero que le servía sin soldada, por amor al nombre de la casa; y, en fin, su enfermedad de desfallecimiento, que había de llevarle—decía—, con las hojas de otoño, a yacer en el cementerio de su aldea, junto a los que había amado. La sensibilidad de su imaginación se revelaba hasta en la muerte. ¡Se le veía transmitírsela al césped ya los musgos que florecerían sobre su tumba!

—¿Sabes lo que me aflige más?—me decía, mostrándome con el dedo la hilera de pajarillos parados sobre la cornisa del lecho—. Pensar que en la primavera próxima esos pobres pequeñvelos, de quienes yo he hecho mis últimos amigos, me buscarán en vano en mi torre, y no encontrarán ya vidrio roto por donde entrar en la hab tación, ni en el suelo una brizna de lana de mi colchón para hacerse el nido. Pero la nodriza a quien dejo mi pobre capital tendrá cuidado de ellos mientras viva—repuso como para consolarse a sí mismo—; y después de ella... ¡después, Dios!

"El da a los pajarillos el sustento."

Se enternecía hablando de aquellos animalitos. Veíase que la ternura de su alma, repelida o desamparada por los hombres, se había refugiado en los animales.

—¿Pasarás algún tiempo en nuestra montaña? me dijo.

—Si—le respondí.

—Tanto mejor—repuso. Me cerrarás los ojos y tendrás cuidado de que se cave mi fosa lo más cerca posible de la de mi madre, de mi mujer y de mi hijo.

Me rogó luego que le acercase un arca de madera labrada que estaba oculta bajo un saco de maíz en un rincón de la estancia. Puse el arca sobre su lecho. Sacó de ella muchos papeles, que desgarró en silencio. durante una me dia hora, y cuyos pedazos rogó a su nodriza que echase al fuego delante de él. Había entre ellos muchos versos en todas las lenguas, e innumerables páginas de fragmentos separados por fechas, como recuerdos.

—¿Por qué quemar todo eso?—le dije con timidez—. ¿No tiene el hombre una herencia moral que dejar, como la herencia material, a los que le sobreviven? Ahí has quemado acaso pensamientos y sentimientos que vivificarían un alma...

—Déjame, hacerlo —dijo—; ya hay bastantes lágrimas en este mundo; no hace falta que goteen otras más sobre el corazón del hombre. Estos son—añadió, mostrándome los versos—los primeros aletazos de mi pensamiento; mi pensamiento ha mudado después: ¡ha tomado las alas de la eternidad!...

Y siguió rasgando y quemando mientras yo contemplaba los áridos campos por los vidrios rotos de una ventana.

Por fin volvió a llamarme a su lecho:

—Toma—me dijo—; salva solamente ese pequeño manuscrito; no tengo valor para romperle. Después de mi muerte, la nodriza haría con él cucuruchos para los granos. No quiero que el Lombre de que está lleno sea profanado. Llévatele, guárdale hasta que sepas que he muerto. Muerto yo, le quemarás o le guardarás hasta tu vejez, para acordarte de mí algunas veces al repasarle.

Cogí el rollo, le oculté bajo mis ropas y salí, prometiéndome volver al día siguiente y todos los días para dulcificar el fin de Rafael con loś cuidados y las conversaciones de un amigo. Según bajaba las escaleras, encontré una veintena de niños que subían, con los zapatos en la mano, a tomar las lecciones que él les daba hasta en su lecho de muerte; un poco más lejos, el cura de la aldea, que venía a pasar la tarde con él. Salu dé al sacerdote respetuosamente. El vió mis ojos enrojecidos y me devolvió un saludo de triste in teligencia.

Al siguiente día volví a la torre. Rafael se había extinguido por la noche. La campana de la vecina aldea comenzaba a tocar a muerto. Las mujeres y los niños se asomaban a la puerta de sus casas y lloraban mirando a la torre. En un campecillo verde, al lado de la iglesia, se veía a dos hombres cavar la tierra, abriendo una fosa al pie de una cruz...

Me acerqué a la puerta. Una nube de golondrinas revoloteaba y piaba alrededor de las ventanas abiertas, entrando y saliendo sin cesar, como si les hubiesen arrasado los nidos.

Más tarde comprendí, leyendo estas páginas, por qué él se rodeaba de aquellas aves, y qué recuerdos le despertaron hasta la muerte.